177583.fb2
Nerissa iba a dar una fiesta. Ninguno de sus amigos estaba invitado a ella, ni Rodney Devereux, ni Colette Gilbert-Bamber ni la modelo que había acabado con un tobillo más grueso que el otro, sino únicamente su propia familia. Las únicas personas con las que no tenía parentesco a las que había invitado eran los Jones, los vecinos de sus padres. Envió una de sus hermosas tarjetas color púrpura grabadas con letras doradas al señor Bill Jones y señora, y al señor Darel Jones, y al pie anotó con tinta blanca: «No faltéis. Con cariño, Nerissa».
Le llegó una carta bastante amable, aunque un tanto fría, de parte de Sheila Jones. En ella le comunicaba que no podían asistir y que lo lamentaba, pero no decía por qué no podían. Nerissa no tenía muy buena opinión de su propia inteligencia, pero incluso ella pudo leer entre líneas que la señora Jones pensaba que la fiesta sería demasiado espléndida para ellos, que asistiría demasiada gente elegante, que se expondría demasiada moda y que se hablaría demasiado sobre cosas que ellos no entenderían. Nerissa se llevó una decepción, y no sólo porque la negativa incluía a Darel. Los Jones eran el tipo de personas que a ella le gustaban, francos, sencillos y con los pies en la tierra.
Ojalá supieran la clase de fiesta de la que se trataba en realidad, que la daba para celebrar el cumpleaños de su padre (lo cual había dicho en la invitación) y que asistirían sus hermanos con sus esposas y los siete hijos que tenían entre todos; su primo, que era una estrella en el poderoso sindicato Transport and General Workers’ Union; la hermana pequeña de su madre, elegida concejala del municipio de Tower Hamlets; la hermana mayor de su madre, que encontró y se casó con el novio al que no había visto desde hacía toda una vida; la tía de su madre, que vivía en Notting Hill; sus tres sobrinas pequeñitas y su sobrino de tres años; y su abuela, la matriarca nacida en África hacía noventa y dos años.
Eran los Jones los que se lo perdían, se dijo Nerissa con actitud desafiante en tanto que Lynette y ella repartían tazas de té a los que no querían cóctel de champán. No obstante, admitió calladamente que ella también salía perdiendo, y cuando Lynette y el primo del TGWU hubieron retirado algunos muebles y empezó el baile, imaginó lo feliz que habría sido en brazos de Darel, deslizándose con suavidad por el suelo. Para empeorar aún más las cosas, justo cuando su abuela le estaba explicando una historia fascinante sobre su propia madre y un hechicero, sonó el teléfono. Era Rodney. Nerissa se llevó el teléfono al estudio y escuchó con impaciencia mientras él le preguntaba por qué no había sido invitado a la fiesta y si estaba loca agasajando a todos esos parientes.
– Es bien sabido que todo el mundo odia a sus padres -dijo Rodney-. Ya sabes qué dijo ese como se llame: «Te joden la vida, papá y mamá».
– Pues los míos no lo han hecho. Y quienquiera que dijera eso estaba enfermo.
– ¡Por Dios! Escaquéate y te recogeré dentro de cinco minutos.
– No puedo, Rod -respondió Nerissa-. Papá va a cortar la tarta.
Regresó a la fiesta, y como a ninguno de los pequeños les gustaba el pastel de fruta, les dio de comer galletas de chocolate y helado.
– Dentro de un par de años tú también tendrás uno igual -comentó su tía de Tower Hamlets.
– ¡Ojalá! -Nerissa pensó en Darel, que habría salido a alguna parte con su novia, sin duda. Quizás incluso se estuviera prometiendo con ella… ahora mismo, mientras ella hablaba-. Pero primero tendré que casarme.
– La mayoría ya no se molestan en hacerlo -terció su tía de Notting Hill…, bueno, su tía abuela, en realidad.
– Yo lo haría -dijo Nerissa mientras le limpiaba la boca a un niño.
Puso a Johnny Cash cantando «I Walk the Line», subió el volumen del reproductor de cedés y fue a bailar con su padre.
Gwendolen se hubiera horrorizado y escandalizado profundamente de haber sabido las fantasías que su inquilino le imputaba sobre su vida pasada. Pero había olvidado la breve conversación que habían mantenido en el vestíbulo sobre el tema de su visita al número 10 de Rillington Place. De haber sabido que Mix Cellini había llegado a creer que ella había conocido a Christie tan bien como lo habían conocido Ruth Fuerst o Muriel Eady, que había realizado frecuentes visitas a su casa y que él había acudido a Saint Blaise House porque necesitaba un aborto, se hubiese sentido humillada de un modo indescriptible. Cellini había ido aún más allá al concluir que, como Gwendolen seguía viva, al final debía de haber rechazado la oferta de Christie de una operación ilegal porque no podía permitirse el lujo de pagarla y, por lo tanto, debió de tener un hijo. Actualmente sería un hombre o una mujer de mediana edad… ¿Alguna vez pasaba por allí? ¿Acaso él, Mix, había visto alguna vez a esta persona misteriosa? Pero Gwendolen, afortunadamente para ella, no sabía nada de esta actividad febril de la mente de Mix.
Ya había sufrido bastante humillación en su visita al Internet café, donde estuvo un rato sin recibir ayuda de nadie. Y ella estaba completamente en la inopia. No sabía si a los demás, todos ellos personas muy jóvenes y expertas en el uso de ordenadores, les resultaba absurdo su desconcierto, pero tenía la sensación de que así era e interpretó la media sonrisa de un rostro y una cabeza que se volvía como muestras de desprecio divertido. Aunque ya había pagado y odiaba derrochar el dinero, se habría levantado y marchado de allí, abandonando para siempre este medio de búsqueda de Stepeh Reeves. No obstante, en el preciso momento en el que, desesperada, empujó la silla hacia atrás, un joven que acababa de entrar le preguntó si tenía algún problema.
– Me temo que, por lo visto, no puedo hacer que…
– ¿Qué es lo que quiere saber? -le preguntó el joven.
¿Qué mal había en contárselo a un desconocido? No volvería a verle. Y él no iba a adivinar la razón por la que buscaba a Stephen Reeves, ¿no? Resolver si confiar en él fue una de las mayores decisiones que Gwendolen había tenido que tomar en su larga vida.
– Quiero averiguar, esto…, el paradero de un tal doctor Stephen Makepeace Reeves. -Tuvo la impresión de que decir la edad de Stephen suscitaría incredulidad en aquel veinteañero, pero no podía evitarlo-. Ahora tendrá ochenta años. Es médico y antes ejercía aquí en Ladbroke Grove…, pero de eso hace muchísimo tiempo, cincuenta años.
Si la persona que se había ofrecido a ayudarla encontró que era una petición extraña, no dio muestras de ello. A pesar de su timidez y el miedo muy real que le daba el ordenador y lo que éste podría hacer, quedó fascinada por la manera rápida y segura con la que el muchacho hacía aparecer una fotografía tras otra en la pantalla; las columnas de texto, los recuadros en letra de imprenta y las cajas de información se sucedían, se desplegaban y pasaban, y en muchos colores distintos. Y entonces, allí estaba: «Stephen Makepeace Reeves, 25 Columbia Road, Woodstock, Oxfordshire», con un número de teléfono y algo que el joven dijo que era una dirección de correo electrónico, y también una especie de biografía suya que decía dónde y cuándo nació, dónde estudió medicina, que se había casado con Eileen Summers y que tuvieron un hijo y una hija. Se había marchado de Notting Hill y se había hecho socio en un consultorio de Oxford, donde había permanecido hasta que se retiró en 1985. Durante los años siguientes había escrito varios libros sobre la vida de un médico en una famosa ciudad universitaria, uno de los cuales había sido el precursor de una serie de televisión.
Desgraciadamente, su esposa Eileen había fallecido hacía poco con setenta y ocho años. Gwendolen soltó un suspiro de alegría y esperó que el joven no lo notara. Lo único que quería entonces era estar sola, pero aún tenía curiosidad y había de saberlo.
– ¿Todo el mundo tiene algo así aquí dentro? -señaló con el dedo cerca de la pantalla medio temerosa, medio esperanzada, de que su propia historia pudiese estar oculta en sus profundidades.
– Como esto no. Él tiene una página web, ¿sabe? Por haber escrito esos libros, supongo, y por la serie de televisión.
Gwendolen no tenía ni la más remota idea de lo que le estaba diciendo, pero le dio las gracias y se marchó. Tenía que hacer unas compras, pero no entonces, en aquel momento no podía hacer otra cosa que no fuera pensar, sólo pensar. El automóvil del señor Cellini, que estaba aparcado fuera cuando se había marchado, ya no estaba allí. Se sintió aliviada. Pese a que tenían poco contacto, el hecho de que él estuviera en la casa, aunque fuera allí arriba del todo, en lo que su madre llamaba el ático, afectaba levemente la tranquilidad que ella necesitaba para meditar, recordar y planear.
Estuvo un rato sentada en el salón, donde la atmósfera llena de polvo y el olor de las telas que no se limpiaban desde hacía medio siglo, la humedad, el moho, las desconchaduras y los insectos muertos se combinaban para traerle a la memoria de manera reconfortante una época lejana y feliz. No obstante, algo que no estaba allí medio siglo antes, los chirridos y el runrún del tráfico al otro lado de la ventana, la hizo subir al piso de arriba, a su dormitorio, donde se estaba un poquito mejor.
Otto estaba tumbado comiéndose un ratón delante de la chimenea, donde aún quedaban cenizas de un fuego que se encendió en 1975. Nunca le traía ratones a modo de obsequio tal y como harían la mayoría de gatos con sus propietarios, sino que él se los llevaba a sus lugares favoritos, les arrancaba la cabeza a mordiscos y se comía lo que le apetecía del resto. Gwendolen no le prestó más atención de la que le había prestado siempre, aparte de ponerle la comida, desde que el animal había aparecido de la nada en Saint Blaise House hacía un año. Se quitó los zapatos con los pies, se tumbó en la cama y se tapó las piernas con el edredón de seda rosa.
Tal vez fuese a Oxford. Quizás incluso tuviera la osadía de pasar allí un fin de semana. En el Randolph. Su padre se alojaba siempre allí cuando el director de alguna facultad no lo invitaba a quedarse en las habitaciones asignadas para los huéspedes distinguidos. Una vez allí, tomaría un taxi hasta Woodstock, aunque puede que fuera en autobús. Los taxis eran muy caros. O escribiría una carta. Normalmente, en tales circunstancias lo mejor es escribir primero. Por otro lado, ella no tenía experiencia previa de tales circunstancias.
La música de la que había sido vagamente consciente desde que entró en el dormitorio pareció aumentar de volumen poco a poco. No venía de la calle, sino del techo. Así pues, el señor Cellini debía de estar en casa, pese a la ausencia de su automóvil. Quizá lo había llevado a reparar o lo que fuera que la gente hiciera con los coches. Fue hasta la puerta y la abrió, molesta, pero al mismo tiempo un tanto complacida por el hecho de que a su inquilino le gustara la música de verdad al fin y al cabo. Dijera lo que dijera, debía haber sido él quien el otro día había puesto Lucia. En esta ocasión era una tocata de Bach.
Si antes de la llegada del señor Cellini alguien le hubiera dicho que toleraría con paciencia e incluso con placer los sonidos provenientes del piso alquilado, Gwendolen no lo hubiese creído. Pero lo cierto era que la música clásica era otra cosa, y no tenía que pagar por la electricidad que se gastaba para oírla. Siempre y cuando no le gustara Prokofiev (ella no soportaba a los compositores rusos), no la perturbaba en absoluto. Volvió a la cama y se imaginó encontrándose cara a cara con Stephen Reeves frente a las puertas del palacio de Blenheim. Él la reconocería de inmediato, le tomaría las manos entre las suyas y le diría que no había cambiado nada. Entonces ella le enseñaría el anillo de compromiso de su madre que llevaba en lugar del que él no le había regalado. Quizá se lo quitara del dedo y se lo pusiera en la mano izquierda. Con este anillo yo te desposo…
Mix se ocupó del siguiente grupo de máquinas en el gimnasio de Shoshana. Era su cuarta visita al local, había terminado lo que estaba empezando a llamar su «jornada laboral» y llegó allí poco antes de las cinco. En las demás ocasiones había elegido la mañana de su día libre, un día a primera hora antes de entrar a trabajar y otro a mediodía, durante su descanso para comer, pero en ninguna de estas visitas había visto a Nerissa. Ahora el próximo servicio de las máquinas sería hasta dentro de seis meses y su única excusa para regresar era para ver a Danila.
Si de Mix hubiera dependido, nunca habría vuelto a fijarse en la chica. Por desgracia, resultaba muy evidente que ella sentía todo lo contrario hacia él. No es que fuera un psicólogo, pero de todas maneras comprendía que era una perdedora, una mujer con poca o ninguna autoestima, una mujer que buscaba a un hombre al que aferrarse, amar y obedecer como haría un perro. Danila creía haber encontrado en él a ese hombre. Aunque de manera vaga, Mix la consideraba una víctima, una persona que, por el hecho de verse a sí misma como insignificante, merecía que la trataran de este modo y por lo tanto no quería gastarse dinero con ella ni llevarla a ningún sitio donde el hecho de verlos juntos pudiera dar la impresión de que salía con él. No se sentía orgulloso del pecho plano de la chica ni de sus piernas flacas, su cara de comadreja y su mirada ávida. La velada en el Kensington Park Hotel fue una cita aislada. Desde entonces él se había limitado a acudir a su casa de Oxford Gardens con un par de botellas y pasar la tarde allí.
Ella lo consideraba su novio. Mix quiso saber si había hablado de él a alguna de sus amistades y ella dijo que en realidad no tenía amigos. Estaba Kayleigh, por supuesto, pero no le había mencionado nada sobre él a la chica. Podría disgustarla. Ella no tenía novio. Danila tan sólo llevaba seis meses en Londres. Antes había trabajado en Shoshana’s Beauty Zenana en Lincoln.
– Madam Shoshana quería que me quedara a trabajar hasta tarde, pero le dije que no podía, que iba a ver a mi novio. No le dije que eras tú porque es clienta tuya. Pensé que podría parecer raro.
Mix comprendió que podría dejarla cuando le apeteciera. No habría repercusiones. Mientras tanto, no le importaba tirársela cuando su cuerpo y su mente, y los de ella, entraban en un estado de deseo y relajación gracias al vino tinto dulzón. En ciertos aspectos resultaba una opción mejor que la de Colette Gilbert-Bamber, quien no dejaba de revolverse, retorciéndose, dando mordiscos y gritando instrucciones. Danila yacía pasiva y complaciente, no pedía nada, recibía lo que podía y sonreía cuando el prolongado estremecimiento recorría su cuerpo. Para tratarse de una chica tan huesuda, era sorprendentemente suave al tacto, y cuando la besaba, cosa que hacía de vez en cuando, sus labios finos parecían hincharse y calentarse.
Sin embargo, eso no bastaba para retenerlo, se dijo cuando regresó a Saint Blaise House a medianoche y se tapó los ojos con la bufanda para subir a ciegas el tramo embaldosado por si acaso el fantasma estaba en el pasillo. A Danila no le dijo nada del fantasma pero le preguntó si sabía que Ruth Fuerst había vivido un poco más abajo en esa misma calle.
– ¿Quién?
A Mix siempre le sorprendía descubrir que alguien que vivía en Notting Hill no supiera nada sobre Christie y sus asesinatos. Puede que hubieran pasado cincuenta años, pero lo sucedido aún seguía fresco en las mentes de las personas inteligentes. ¿Qué se podía esperar de una chica con tan pocas luces como Danila?
– La primera mujer a la que asesinó Christie. Vivió en el número cuarenta y uno. -Le habló de Reggie mientras estaban tumbados en la cama después de haber tenido relaciones sexuales. Ruth Fuerst, Muriel Eady, muy probablemente Beryl Evans y su hija Geraldine, unas cuantas más y la propia Ethel Christie. Todas ellas estranguladas y enterradas en la casa o en el jardín-. Si yo fuera él y tú una de ellas -dijo Mix-, te hubiera follado una vez muerta.
– Me tomas el pelo.
– No, ni mucho menos. Eso es lo que hacía. Puedes ir a ver dónde vivía si quieres. No se encuentra lejos de aquí, pero está todo cambiado, ya no es lo mismo. -No se ofreció a enseñárselo-. La anciana propietaria de mi piso, o mejor dicho, de la casa en la que está, lo conoció, tenían una relación estrecha, él iba a practicarle un aborto, pero en el último momento ella cambió de idea.
– Me estás poniendo los pelos de punta, Mix.
Él se echó a reír.
– Voy a abrir la otra botella. No te levantes.
Cuando faltaba un cuarto de hora para la medianoche, Mix se vistió y, cual Cenicienta masculina, se preparó para llegar a casa a la hora fijada. Echó un vistazo a la habitación y pensó que aquello era un verdadero basurero; no es que estuviera particularmente sucia, pero sí muy desordenada, y no se veía ni un solo mueble decente. Las cortinas parecían estar confeccionadas con una sábana partida por la mitad.
– La próxima vez puedes venir a mi casa -dijo Mix tras considerar detenidamente las implicaciones y decidir que Saint Blaise House era un lugar seguro y mucho más cómodo. Le divirtió pensar lo impresionada que iba a quedar-. ¿El viernes sobre las ocho?
– ¿Puedo ir, en serio? -lo miró con ojos centelleantes.
«Menuda estúpida -pensó-, no tiene ni idea.» En realidad, ella no le gustaba. No, eso no era así. El hecho es que la detestaba y se dio cuenta de por qué. Le recordaba a su madre: la misma debilidad y pasividad, la misma ineptitud… Sólo había que ver el desastre que reinaba en su habitación. Al igual que su madre, no era guapa, ni inteligente ni tenía éxito en nada, no poseía ni un atisbo de orgullo y dejaba que se la follara cualquiera que quisiera hacerlo. Ella le dejó hacerlo la primera vez que salieron juntos. Para que valiera la pena tenerlas, las mujeres tenían que ser difíciles de conseguir. No es que Colette lo fuera, pero ella era una ninfómana, todos los técnicos lo decían. El enojo que Mix sentía hacia su madre se estaba transfiriendo a Danila. Ése era el efecto que causaba en un hombre, pensó, hacía que le entraran ganas de pegarle, lo mismo que ocurría con su madre.
Mix se sintió aliviado al ver que ninguno de los vecinos de Danila estaba por ahí, no había señales del hombre de Oriente Próximo y al salir al frío aire de la noche tuvo que decirse a sí mismo que no se preocupara tanto, que él no era Reggie, no era un asesino temeroso de que lo reconocieran cerca del escenario de un crimen. ¿Y qué mas daba que lo viera alguien? De todas formas, al cabo de cinco minutos ya ni se acordarían. Abstraído, empezó a toquetear la cruz que llevaba en el bolsillo. Se encontró con que últimamente lo hacía cada vez más, sobre todo cuando estaba en contacto con el número trece, al pasar por delante del número trece de Oxford Gardens, por ejemplo, o al ocuparse de la cinta de correr número trece en el gimnasio de Shoshana.
Al día siguiente pensó que lo que más merecía su atención era llegar a conocer a Nerissa. De momento no había hecho ningún progreso. Su próximo movimiento podría ser inscribirse en la lista de espera para hacerse socio del gimnasio. Le resultaría muy sencillo conseguir que Danila lo subiera de posición en la lista, que lo pusiera el primero, o incluso que lo dejara entrar saltándose la lista directamente. Entonces podría ir allí cuando quisiera. Y eso le haría bien. Tenía que reconocer que no había conseguido prácticamente nada con sus paseos ni reduciendo la comida basura. Hacía tan sólo media hora, cuando dejó a Colette, se había comprado una barrita Cadbury de fruta y frutos secos y una bolsa de patatas fritas, que habían desaparecido misteriosamente mientras permanecía sentado en el coche pensando.
El viernes se lo preguntaría a Danila. Corrección: el viernes se lo diría, le diría lo que quería y que lo hiciera. Si acudía al gimnasio todos los días durante una semana, seguro que acabaría viendo a Nerissa, y en cuanto la hubiese visto… Mix se dijo que tenía mucha seguridad en su relación con las mujeres y comprendió que era gracias a esta seguridad que lograba conseguir las que él quería. En general. Para ser del todo sincero consigo mismo, admitiría que cuando se trataba de alguien a quien deseaba mucho no tenía tanto éxito. ¿Y eso por qué? Debía recordarlo, y cuando hubiera conocido a Nerissa, ir despacio, con cautela. No había duda de que la deseaba más de lo que había deseado nunca a nadie. Por sí misma, claro está, pero también por la notoriedad que le reportaría.
Se hartó de toda aquella introspección y mientras conducía hacia el domicilio donde tenía que realizar su siguiente servicio dejó vagar su imaginación y se sumió en una fantasía en la que acompañaba a Nerissa a algún acto fastuoso, digamos la ceremonia de entrega de los premios Bafta, donde colocaban una alfombra roja en la acera para que las estrellas caminaran por ella al apearse de sus vehículos. Ella llevaría un precioso vestido trasparente y sus diamantes y él un esmoquin que le sentaría maravillosamente bien a su nueva y delgada figura. Mix nunca había pensado mucho en el matrimonio. Sólo sabía que no era para él, al menos de momento, o quizá cuando se fuera acercando a los cuarenta. Pero ahora… Si jugaba bien sus cartas, ¿por qué no iba a casarse con Nerissa? Si iba a casarse algún día, ¿quién iba a resultar más conveniente que ella? ¿Y quién resultaría más conveniente ahora mismo?
Se decidió por una carta. Aunque hacía ya muchos años que no escribía ni recibía ninguna, Gwendolen consideraba que redactaba bien. Leer cualquier escrito que compusiera resultaría un verdadero placer y éste despertaría en el destinatario una sensación de los buenos tiempos pasados cuando la gente sabía deletrear, escribía en buen inglés sin errores gramaticales y eran capaces de construir una frase. En una misiva que le había enviado una empresa que pretendía suministrarle el gas aparecía la frase: «Tendrá de recibir nuestra comunicación». Por supuesto, ella había contestado con palabras hirientes sobre el indudable y rápido fracaso de cualquier empresa lo bastante insensata como para contratar a analfabetos, pero no había obtenido ninguna respuesta.
En aquellos momentos estaba escribiendo a Stephen Reeves y la tarea le resultaba difícil. Por primera vez en su vida lamentó no tener un televisor para poder haber visto sus programas sobre un médico rural. ¡Menuda sorpresa se hubiese llevado al ver aparecer su nombre en la pantalla! De haber sabido que iban a transmitir la serie, podría haber ido a la tienda de televisores de Westbourne Grove y quedarse a mirarla a través del escaparate. La cuestión era que no podía decirle, tal como a ella le hubiera gustado, que había visto sus programas y que le habían encantado. Ver tus historias que cobraban vida en la pequeña pantalla me llevó… (no, me indujo; no, ¿me alentó?), me impelió a escribirte al cabo de tantos años. Aunque albergaba ciertas dudas en cuanto a la identidad del autor, visité tu página web, en la cual… Si mencionaba la página web, él se daría cuenta de que había evolucionado con los tiempos. Entonces Gwendolen recordó que, por descontado, no había visto la serie y no tenía televisor, por lo que debía volver a empezar.
Me enteré por un conocido de tu incursión en el campo de la televisión y esto me movió a… El joven del Internet café contaría como un conocido, ¿no? Por nada del mundo quería empezar diciendo falsedades. Me movió a reanudar una antigua amistad… ¿Era demasiado atrevido? La mayoría de la gente diría que cincuenta años eran una larga ruptura de cualquier amistad. Me movió a ponerme en contacto contigo. Tendría que decir por qué. Tendría que decir que quería verle. Gwendolen arrugó su quinto intento, desconsolada. Tal vez fuera mejor concentrarse sin el papel y la pluma y decidir cuáles iban a ser sus palabras antes de empezar a escribirlas.
Darel Jones llevaba el asunto de su mudanza a un piso de los Docklands con una tierna consideración hacia sus padres. Durante su época de instituto y universidad y sus estudios de posgrado, había vivido en casa y ahora, a la edad de veintiocho años, con un nuevo empleo mucho mejor pagado, era hora de marcharse. Como sabía que debía hacerlo antes de cumplir los treinta, en cuanto alcanzó la mayoría de edad había procurado lavarse y plancharse él mismo la ropa, comer fuera cuatro veces a la semana, visitar a sus novias en sus viviendas en lugar de traerlas a su casa para pasar la noche y, en general, ser independiente. De este modo cruzó una delgada línea, pues su madre hubiera hecho todas sus tareas encantada, hubiese recibido a las chicas gustosamente y se hubiera obligado a no aplicar el doble rasero, felicitándolo para sus adentros por su elección en tanto que los condenaba a ambos por su falta de castidad. Había pasado por lo menos dos noches a la semana con sus padres, había salido con ellos, habían ido al cine, se había mostrado encantador con sus amigos y agradecía escrupulosamente a su madre las pequeñas cosas que hacía por él. Ahora se iba a vivir solo al otro extremo de Londres.
Ninguno de sus dos progenitores había pronunciado una sola objeción, pero la víspera del día de su mudanza, con el mobiliario nuevo ya instalado y su ropa en dos maletas que aguardaban en el salón a que las metiera en el coche, vio que una lágrima se deslizaba por la mejilla de su madre.
– Vamos, mamá. ¡Anímate! Imagínate que me fuera a Australia como el hijo de tu amiga, la señora como se llame.
– Yo no he dicho ni una palabra -repuso Sheila Jones a la defensiva.
– Las lágrimas hablan por sí solas.
– ¿Cómo vas a ponerte cuando se case? -Su esposo le pasó su pañuelo, un movimiento que había realizado un promedio de una vez por semana durante sus treinta años de matrimonio.
– Espero que lo haga. Sé que me encantará su esposa.
Darel no estaba tan seguro de ello.
– Aún falta mucho para eso -dijo-. Escuchad, quiero que me digáis los dos que vendréis a cenar el sábado. Para entonces ya estaré instalado.
Sheila empezó a animarse.
– Tom y Hazel quieren que pasemos todos por su casa esta noche para tomar una copa de despedida. Dije que lo haríamos. Estará Nerissa.
Darel lo consideró, pero no demasiado.
– Id vosotros -dijo-. Podéis despediros de mi parte.
– No, no vamos a ir sin ti. No tiene sentido. Además, nos perderíamos las valiosas últimas horas contigo.
Si no hubiera dicho que esa modelo estaría allí, puede que Darel hubiera accedido. Nerissa Nash (¿por qué no podía haber mantenido el interesante apellido de su padre?) era muy hermosa, cualquier hombre lo admitiría, y, según decía su padre, una chica estupenda. Sin embargo, Darel no se fiaba de todo ese mundo de los famosos. Sólo lo conocía por lo que había leído en los periódicos. Como normalmente su lectura preferida era el Financial Times, no es que tuviera demasiada idea, pero había ciertas palabras emotivas que evocaban ese mundo y que despertaban su desagrado: club, moda, estrella, aparición pública, diseñador y, por supuesto, la propia palabra «famoso» se encontraban entre ellas. Una persona que perteneciera a esta supuesta élite debía de ser una cabeza hueca, ignorante, sosa y superficial. Este tipo de personas iban encaminadas a unas vidas infelices y vacías, a relaciones fallidas, familias disfuncionales, hijos alienados y una renuencia desesperada a hacerse mayores.
«Pedantes», decía con frecuencia para sus adentros, y siempre decidía tener una actitud menos censuradora. El hecho era que no tenía ningún deseo de profundizar su relación con Nerissa Nash más allá de responder con un «Buenas noches» a su «Hola» y alzar la mano para dirigirle un moderado saludo si la veía a cierta distancia.