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Mix se dirigió lentamente hacia la ventana, separó las láminas en lugar de levantar la persiana y miró abajo. Las luces de la parte trasera de las casas de la calle de atrás iluminaban los jardines. Por allí no se veía a nadie. No se percibía movimiento alguno, ni el de un ser humano, ni el de un gato, ni el de un pájaro. Una pálida luna creciente se había alzado en un cielo veteado de nubes. Fue a escuchar tras la puerta de entrada. Afuera todo estaba igualmente tranquilo y silencioso.
– Nadie sabe nada de esto -dijo en voz alta-. No saben qué ha ocurrido, nadie lo sabe aparte de mí. -Y entonces, como si alguien lo hubiera acusado y se estuviera defendiendo, añadió-: No quería hacerlo, pero ella se lo buscó. Ocurrió sin más.
Su reacción fue encerrarse en el dormitorio donde no pudiera ver lo que había hecho y esconderse. Estuvo un rato sentado en la cama con la cabeza apoyada en las manos, aunque con la puerta todavía abierta. El timbre del teléfono le dio el susto más grande de su vida. Dio un respingo tan violento que temió haberse roto un hueso. «Hice mal y la gente lo sabe. Alguien ha llamado a la policía -pensó-. La habrán oído gritar y a mí soltar la figura.» El teléfono dejó de sonar, pero al cabo de unos segundos empezó de nuevo. Esta vez tenía que responder y lo hizo con voz ronca y temblorosa.
– Da la impresión de que tú también te has contagiado -dijo Ed.
– Estoy bien.
– Ya. Bueno, pues yo no. Me parece que tengo un virus, así que, ¿podrías hacer dos de mis visitas mañana? Son las importantes. -Ed le dijo el nombre de los clientes y le dio sus números de teléfono. O al menos es lo que Mix supuso que estaba haciendo. No pudo asimilarlo-. Sé que es sábado, pero no te llevará mucho tiempo, más bien lo que quieren es quedarse tranquilos.
– De acuerdo. Lo que tú digas.
– Genial. Otra cosa, Mix, el miércoles Steph y yo vamos a prometernos. Para entonces ya me habré recuperado. Las copas corren de mi cuenta en el Sun a las ocho y media, de modo que pásate por allí.
Mix colgó el teléfono. Volvió poco a poco al salón a tientas, con los ojos cerrados. Antes de abrirlos se le ocurrió la idea de que podría ser que lo hubiese soñado todo, que sólo fuera una pesadilla espantosa. En el suelo no habría nada. Ella se habría marchado a casa. Fue a ciegas hacia un sillón, se sentó en él con la vista al frente y lo primero que vio al abrir los ojos fue la sangre en el cristal. Ya se estaba secando. Algunos de los finos hilos no habían llegado al suelo, sino que se habían coagulado formando líneas y glóbulos de un carmesí negruzco. Lo que creyó que era un suspiro se convirtió en un sollozo y un prolongado estremecimiento recorrió su cuerpo.
¿Se había sentido así Reggie? ¿O acaso él era más fuerte y firme? Mix no quería reconocer algo así. La chica se lo había buscado…, cosa que también parecía poder decirse de algunas de las víctimas de Reggie. Sabía que tenía que hacer algo. No podía dejarla allí. Aunque le llevara toda la noche, debía limpiarlo todo y decidir qué hacer con la cosa del suelo. Sus ojos, que él había intentado cerrar, permanecían abiertos bajo la herida de la frente, mirándole. Mix sacó una servilleta de hilo gris de un cajón y le tapó la cara con ella. Después de hacerlo la cosa mejoró.
Aún iba desnudo, salvo por los calzoncillos, que se habían manchado un poco de sangre. Se los quitó, los tiró al suelo y se puso unos vaqueros y una sudadera negra. La chica había caído fuera del borde de la alfombra, de modo que casi toda la sangre impregnaba la pálida madera lustrada, las paredes y el cristal del retrato. Había sido una buena idea gastarse una fortuna en ponerle un cristal. El hecho de que fuera capaz de pensar así le reconfortó. Se estaba recuperando. Lo primero que tenía que hacer era envolver el cuerpo y moverlo. ¿Qué iba a hacer después? Qué iba a hacer con el cadáver, quería decir. ¿Llevárselo a alguna parte en el maletero del coche, a un parque o a un edificio en obras y arrojarlo allí? Cuando lo encontraran, no sabrían que lo había hecho él. Nadie sabía que se veían de vez en cuando.
Encontró una sábana que le serviría. Cuando se mudó a Saint Blaise House, se había comprado toda la ropa de cama nueva, pero le quedaban algunas cosas de la época que pasó en Tufnell Park. ¡Anda que no habían cambiado sus gustos desde que compraba sábanas rojas! De todos modos, el rojo iría bien para su propósito porque la sangre no se notaría. Enrolló el cuerpo con la sábana intentando mirar lo menos posible. La joven era muy ligera y frágil y Mix se preguntó si no habría sido anoréxica. Tal vez. Sabía muy poco sobre ella, no le había interesado.
En cuanto hubo arrastrado el bulto hasta su estrecho vestíbulo, fue a buscar un cubo, detergente y trapos de la cocina y se puso a limpiar. Empezó por el retrato y cuando éste volvió a estar impecable y reluciente Mix se sintió muchísimo mejor. Tenía miedo de que la sangre, que era mucha, hubiera penetrado por el cristal y el marco y manchado la foto de Nerissa, pero no se había colado ni una sola gota. Se le ocurrió que Psique se parecía mucho a Nerissa, quien podría haber servido de modelo. Lavó la estatuilla en el fregadero de la cocina bajo el agua corriente, primero con agua caliente y luego fría, y la sangre se fue desprendiendo de su cabeza y sus pechos, un agua que primero salió roja, luego rosada y luego transparente.
Sólo se había manchado el borde de la alfombra. Lo frotó con el cepillo, lo aclaró, volvió a frotar, lo secó y le pareció que ya no quedaban restos. No tuvo ningún problema en sacar la sangre de las tablas de madera pulimentada porque como estaban cubiertas por una gruesa capa de barniz las manchas se deslizaban sobre ellas. ¡Ojalá la pared de detrás hubiera sido una de las de color verde oscuro! Probablemente tendría que repintarla; lo haría el domingo con la lata de dos litros de pintura del tono llamado Cumulus que aún tenía.
Cuando hubo terminado, vaciado el cuarto cubo de agua enrojecida por el fregadero y metido la ropa en la lavadora, se sentó con un vaso grande de ginebra Bombay. Le supo maravillosamente bien, como si no hubiera tomado una copa desde hacía meses. Una cosa era segura: el cuerpo no podía quedarse allí. Y si intentaba dejarlo en Holland Park, por ejemplo, no podría hacerlo sin que lo viera alguien. El problema era que, en la primera y única ocasión que salieron juntos, había unas cuantas personas que podrían haberlos visto en el KPH. Ella dijo que no se lo había contado a nadie, pero ¿cómo podía creerla? Había reconocido haberle dicho a Madam Shoshana que tenía novio, aunque no mencionara su nombre. Luego estaba la camarera del KPH. Podría acordarse. Puede que la señorita Chawcer no hubiera respondido al timbre aquella noche, pero si alguien se lo preguntaba, recordaría que había sonado. Incluso podría ser que hubiese visto a Danila por la ventana. No, no podía deshacerse del cuerpo sin más.
Su mirada se posó en el libro Las víctimas de Christie que ella o él habían dejado caer sobre la mesa de centro. Pensó que Reggie había tenido que hacer frente a la misma dificultad. Lo habían visto por ahí con Ruth Fuerst, había comido con Muriel Eady en el comedor de Ultra Works y había salido con ella y con su novio. Él no se atrevió a arriesgarse a dejar que encontraran sus cadáveres, no fuera que lo relacionaran con las muertes. Había que hacer algo más seguro, aunque más audaz. Mix consultó el libro. Aunque los vecinos veían lo que hacía, aunque charlaban con él y él con ellos, Reggie se las había arreglado para cavar una fosa en su jardín para Fuerst y metió el cadáver en ella después de oscurecer. A Muriel Eady también la enterró a poca distancia de la primera tumba.
En la siguiente página de ilustraciones Mix se encontró con una fotografía del jardín. Un círculo blanco señalaba el lugar donde se había encontrado el hueso de la pierna y una cruz indicaba el emplazamiento de la tumba de Muriel Eady. Si no se hubieran puesto las señales allí, no había nada que revelara dónde estaba la fosa. Antes de enterrarlos, todos los cadáveres de las mujeres a las que había matado habían permanecido escondidos temporalmente bajo las tablas del suelo o en el lavadero. Mix se preguntó si él podría disponer de alguna de esas dos cosas… ¿Allí había lavadero? Había un sótano, eso seguro…, pero quizá fuera posible, aunque difícil, meterse en el jardín. No obstante, él vivía en una casa infinitamente más grande que aquella en la que Reggie vivió y que, en realidad, era la mitad de una casita adosada.
Cerró el libro, se metió las llaves en el bolsillo y al salir por su puerta principal se fijó en que eran las once y media. La vieja bruja tenía un oído asombroso para su edad, pero estaría durmiendo dos pisos más abajo. Mix se quedó en el rellano superior, escuchando.
Se volvió hacia la izquierda y enfiló el pasillo. Cabía la posibilidad de que viera al fantasma, por supuesto, pero se estaba esforzando con resolución para no aceptar que había un fantasma. Se lo había imaginado. El gato había abierto esa puerta él solito. Para mayor seguridad cerró la mano sobre la cruz que llevaba en el bolsillo de los vaqueros. La luz que había encendido se apagó rápidamente como siempre hacía, pero él llevaba una linterna. En medio de la oscuridad abrió la primera puerta de la izquierda y se encontró en una habitación que debía de haber sido adyacente a su salón. El resplandor de la linterna era muy débil, pero como allí no había cortina en la ventana, no estaba oscuro, sino levemente iluminado por los patios traseros de las casas cuyas luces seguían encendidas y por el tenue brillo de la luna.
De todos modos, él hubiera preferido que hubiera más luz. No veía ningún interruptor en ninguna de las paredes, y cuando miró hacia donde deberían haber estado colgando el cable y el portalámparas, vio que de allí sólo pendía un extraño objeto con dos cuerdas metálicas suspendidas. Si algo podía haberlo distraído del asunto que tenía entre manos, eso lo hizo. Dirigió la luz de la linterna hacia arriba. Tardó unos momentos en darse cuenta de que aquello que estaba mirando era la camisa de una lámpara de gas. Una vez había visto un programa de televisión sobre la electrificación de Londres durante los años veinte y treinta para sustituir el gas. Había algunas casas en Portland Road, no muy lejos de allí, que en la década de los sesenta aún tenían luz de gas.
La habitación contenía una cama y una cómoda alta con un espejo encima de ella. Mix calculó que quienquiera que quisiera mirarse en ese espejo tendría que haber medido casi dos metros para alcanzarlo. Una estantería se combaba con el peso de los gruesos tomos que la atiborraban y que, pegados entre sí o unos encima de otros, casi cubrían por completo una pared. Volvió a salir al pasillo y entró en la habitación de enfrente, donde la intensa luz amarillenta de Saint Blaise Avenue que penetraba en ella le mostró que allí tampoco habían reemplazado el sistema por electricidad.
Tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo, antes de Reggie y todos sus actos, antes de la tecnología moderna y de todo lo que facilitaba la vida. Se estremeció. ¿Y si hubiera retrocedido de verdad en el tiempo y le resultara imposible regresar? ¿Y si todo fuera un sueño, el asesinato, la sangre, el gas y la oscuridad? Pero eso ya lo había considerado antes y sabía que no lo era.
La atmósfera era bochornosa. Había hecho otro día de calor. En aquella planta superior las únicas ventanas que se abrían alguna vez eran las de su piso. Aunque allí arriba reinaba un ambiente enrarecido y polvoriento y no entraba el aire fresco, el lugar estaba habitado por un enjambre de moscas que caminaban por el cristal de la ventana en la oscuridad. Mix dio media vuelta, pasó frente a la puerta de su piso y siguió por el pasillo a mano derecha. En la primera habitación de la derecha había luz eléctrica, pero no había bombilla. Allí el resplandor de las farolas de la calle tenía que atravesar las cortinas. Las descorrió, al parecer con demasiada brusquedad porque cayeron fragmentos de tela y polvo sobre el alféizar. Aquella habitación estaba amueblada en parte con una cama de hierro, la armazón de una tumbona, un tocador y una silla de respaldo vertical con una pata rota y apoyada sobre un tarro de mermelada. La tumbona volvió a recordarle a Reggie. Al menos a una de sus últimas víctimas, Kathleen Maloney; la había puesto en una tumbona con un asiento improvisado de cuerda entretejida para administrarle gas en la cocina de su casa.
En el suelo había un periódico doblado. «Este ejemplar del Sun será viejísimo -pensó Mix-, probablemente lo dejaron aquí en la década de los cincuenta.» Sin embargo, cuando lo recogió y, bajo la luz amarillenta, distinguió la fecha, vio que sólo era del último mes de octubre. Lo más terrible era la fecha, el 13. La vieja bruja debía de haber subido allí y se olvidó el periódico. ¿Quién hubiera imaginado que leía el Sun? Mix pensó que la vieja habría dejado el diario de esa fecha para asustarlo. Debía de ser eso.
La habitación de enfrente, situada al otro lado de la pared en la que colgaba la fotografía de Nerissa y en la que había asesinado a Danila, también contaba con electricidad, carecía también de bombilla y en ella el ambiente estaba igual de cargado. Estaba vacía, salvo por una cama sin colchón. Descorrió las finas cortinas. Lo único que podía distinguir afuera era lo mismo que podía ver desde las ventanas de su piso, los tejados de la casa de al lado, los árboles puntiagudos y arbustos achaparrados que el anciano tenía plantados en macetas en el techo de una cochera, una chimenea enorme con una docena de salidas de humo y el techo de cristal roto de un invernadero abandonado. Pensó que todo aquello facilitaría el acceso a la habitación de al lado. Cualquiera podría trepar y entrar. Pero cuando probó la puerta se la encontró cerrada, y cuando se agachó e intentó mirar por el ojo de la cerradura, no vio ninguna llave. Al menos Chawcer había cerrado la puerta. Había tomado precauciones contra los ladrones, aunque fueran un tanto endebles. Era asombroso que el ambiente no la asfixiara.
Quedaba una habitación más. Ésta estaba del todo vacía, hasta el punto de haber sido despojada de lo que antes hubiera contenido. Había una barra para las cortinas, pero no había cortinas. Antes hubo algún tipo de alfombra clavada al suelo y en algunos sitios pegada a él, pero la habían arrancado dejando los agujeros de los clavos y zonas con aspecto pegajoso. La mujer subía allí de vez en cuando, eso Mix ya lo sabía, pero no entraba en las habitaciones que tenían luz de gas. La primera en la que había entrado él, la que lo había sorprendido por los medios por los que había sido iluminada, ésa iba a ser la última morada de Danila.
Christie había depositado el cadáver de Ruth Fuerst debajo de las tablas del suelo. Mix recordaba que hacía años, siendo él adolescente, una de las tuberías de la casa de Coventry en la que vivía con su madre se había congelado. Ella dijo que tenía lumbago y que no podía hacer nada, fue una de las veces que Javy la había dejado (siempre acababa regresando, hasta la última vez), de modo que Mix había subido al cuarto de baño en el que hacía un frío glacial y, siguiendo las instrucciones de su madre, sacó tres de las tablas del suelo. Primero había tenido que arrancar las baldosas. Aquello sería mucho más fácil, allí no tenía que levantar nada más que las tablas, que además eran muy viejas.
Las únicas herramientas de las que disponía entonces eran las que utilizaba para el mantenimiento de las máquinas de hacer ejercicio. Entró en su piso, donde estuvo a punto de tropezar con el cuerpo que había dejado en el pequeño vestíbulo y, con los dedos sudorosos, rebuscó en la bolsa donde guardaba su juego de herramientas. Una llave inglesa, un martillo, destornilladores… Tendría que arreglárselas con la llave inglesa más grande y, si era necesario, estropearía el destornillador utilizándolo para sacar las tablas haciendo palanca. Regresó al rellano, dejó la puerta de su piso abierta y se quedó un momento escuchando la casa. Le daba la sensación de que, si bien siempre estaba en calma, aquel silencio era extraño. Siendo las doce y media de la noche, haría horas que la vieja bruja estaría durmiendo, por supuesto, pero ¿dónde estaba el gato? Casi siempre pasaba sus noches en algún lugar de la escalera. ¿Y por qué no había aparecido Reggie?
Pues porque se había protegido con la cruz o porque se lo había imaginado, se dijo a sí mismo con severidad. Sin embargo, esa imaginación exasperante seguía funcionando y entonces creó la figura con sus gafas relucientes de pie a su lado, observando lo que hacía, hasta que cerró los ojos para no verla. Con la respiración agitada, se metió de nuevo en su piso iluminado. Otra copa. Cerró la puerta y se sirvió la copa de ginebra más generosa de toda la noche, se sentó en el suelo al lado del cadáver y se la bebió sola y sin hielo. El alcohol ardió en su interior, y cuando se puso de pie, hizo que se tambaleara.
No obstante, después de efectuar otro reconocimiento y otra escucha en lo alto de las escaleras, sacó el cuerpo a rastras. Tiró del bulto envuelto en tela roja por el pasillo y lo metió en la primera habitación de la izquierda. Cerró la puerta sin hacer ruido y encendió la linterna. Alguien dijo que en Londres la oscuridad nunca reinaba del todo y entraba suficiente luz (gracias a Dios por el hombre de las gallinas de Guinea que parecía dejar las luces encendidas hasta altas horas) para permitirle ver los clavos que sujetaban las tablas del suelo en su sitio. Éstos salieron fácilmente con la ayuda del destornillador y el mango plano de la llave inglesa. Debajo había un espacio entre las vigas que, por lo que pudo ver, tendría unos treinta centímetros de profundidad, aunque lo cruzaban unos cables y unas viejas tuberías de plomo. Cuando sacó las manos las tenía cubiertas de un denso polvo grisáceo, aunque resultaba un misterio cómo podía meterse allí dentro.
La luz de la linterna despertó a las moscas, que empezaron a danzar en torno a su haz resplandeciente. La intención de Mix era echar un último vistazo al cuerpo antes de meterlo en el hueco que había abierto, pero en aquellos momentos había olvidado por qué y no fue capaz de destapar de nuevo ese rostro y volver a ver esa herida. El cuerpo era ligero como una pluma y se deslizó en el agujero que Mix había hecho sin apenas un sonido. Encajó tan bien como si fuese una tumba a medida. Sólo tardó un momento en volver a colocar las tablas. Una mosca se paseó por su mano e intentó matarla de un manotazo con una furia desproporcionada. Dada la hora que era, no se atrevió a utilizar el martillo para volver a colocar los clavos. Ya lo haría por la mañana, cuando ni a la vieja ni a cualquier otra persona le extrañara que diera unos cuantos golpes, diría que estaba colgando un cuadro.
Sintió un escalofrío y tuvo la sensación de que Reggie estaba detrás de él, observando sus movimientos, quizás inclinado y pegado a su espalda, atisbando por encima de su hombro, y en aquella ocasión se asustó y se quedó paralizado de miedo. Reggie le caía bien, lo admiraba sinceramente y le daba mucha pena que hubiera tenido una muerte tan horrible, pero aun así estaba aterrorizado. Era lo que te ocurría cuando la persona que admirabas era el muerto que había regresado. Si se daba la vuelta y veía a Reggie, se moriría de miedo, su corazón no resistiría el terror. Mix cerró los ojos y, acuclillado, empezó a balancearse y a gimotear suavemente. Si hubiera notado una mano en el hombro, también se hubiera muerto del susto; si además la cosa respirara y se oyera su aliento, el corazón se le hubiera quebrado y partido en dos.
Agarró la cruz. Allí no había nada. Por supuesto que no, nunca lo había habido. Todos los sonidos, el suspiro, la puerta que se abrió, todo ello era una ilusión provocada por aquel entorno propio de una película de terror, por la desagradable y espeluznante atmósfera de aquella casa. El simple hecho de regresar a su piso le supuso un enorme alivio. Entonces agradeció el silencio, la condición correcta de aquel lugar a aquella hora. Y las sensaciones corporales que tenía eran un sabor amargo en la boca, una creciente náusea y el inicio de un martilleo en la cabeza. Sabía que no era muy sensato beber nada más, pero lo hizo, llenó el mismo vaso que había contenido la ginebra con el dulce y barato vino Riesling que había traído la chica. Cuando cayó en la cuenta, fue a trompicones al dormitorio donde su ropa aún estaba tal y como ella la había dejado cuando provocó su irritación colocándola pulcramente sobre la silla.
Reggie había envuelto el cuerpo de Ruth Fuerst con su propio abrigo y enterrado el resto de su ropa con el cadáver. Él tendría que haber hecho lo mismo. Se dejó caer pesadamente en la cama y con ojos vidriosos se fijó en que faltaban veinte minutos para las dos; sabía que no podía volver allí esa noche, no podía volver a sacar esas tablas y volverlas a colocar. Por la mañana se llevaría la ropa en una bolsa y la dejaría en un contenedor de basura, o en varios. No, tenía una idea mejor. La metería en uno de esos contenedores donde lo recaudado con su venta iba a parar a enfermos de parálisis cerebral o algo parecido.
Y ahora dormiría…