177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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11

Aquel día era el aniversario de la primera vez que había entrado en el salón para tomar el té con ella. Hacía medio siglo. Vio que había trazado un círculo en rojo en torno a esa fecha en el calendario de la revista Beautiful Britain que había colgado en la pared de la cocina encima del calendario de gatitos del año pasado y el de flores tropicales del año anterior. Gwendolen había guardado los calendarios de todos los años desde 1945. Se amontonaron en el gancho de la cocina y cuando ya no hubo espacio para poner más, los del fondo se guardaron en algún cajón de alguna parte. En alguna parte. Entre libros o ropa vieja, o encima o debajo de otras cosas. Los únicos de cuyo paradero estaba segura eran los que iban de 1949 a 1953.

Había encontrado el calendario de 1953 y ahora lo guardaba en el salón por razones obvias. En él constaban todas las fechas en las que había tomado el té con Stephen Reeves. Lo había encontrado el año pasado por casualidad cuando buscaba el aviso que había llegado de algún departamento gubernamental donde le hablaban de un pago de doscientas libras para combustible que iban a recibir los pensionistas. Y allí, a su lado, estaba el calendario de la Venecia de Canaletto. El simple hecho de verlo de nuevo hizo que el corazón le latiera con fuerza. Por supuesto que no había olvidado ni una sola de las veladas que pasaron juntos, pero, al verlo allí apuntado («Té con el doctor Reeves»), de alguna forma se convirtió en real, como si de no ser así pudiera haberlo soñado. Bajo el encabezamiento de un miércoles del mes de febrero, en un inusual comentario, había escrito: «Lamentablemente, no tenemos ni a Bertha ni a ninguna sucesora que nos traiga el té».

Por muy protegida y tranquila que hubiese sido la vida de Gwendolen, quizá todo lo serena que podía ser una vida, ésta había incluido unos pocos ápices de emoción. De vez en cuando pensaba en todas esas cosas, pero en ninguna con tanto asombro como su visita a la casa de Christie. De eso también hacía más de cincuenta años ya, pues ella tendría entonces poco más de treinta. La criada que traía el agua caliente y tal vez vaciaba los orinales llevaba dos años con ellos. La joven tenía diecisiete años y se llamaba Bertha. Gwendolen no recordaba su apellido, si es que lo había sabido alguna vez. El profesor nunca se percataba de nada que tuviera que ver con los demás y la señora Chawcer tampoco pensaba demasiado en nada que no fuera su trabajo para los católicos apostólicos y no tenía tiempo para los problemas del servicio, pero Gwendolen observó el cambio en la figura de la muchacha. Pasaba con ella mucho más tiempo que los demás ocupantes de la casa.

– Estás empezando a ponerte robusta, Bertha -le dijo utilizando una de las palabras predilectas del vocabulario de los esqueléticos Chawcer aplicadas a los demás. Gwendolen era demasiado inocente e ignorante como para sospechar la verdad, y cuando Bertha se la confesó, quedó profundamente impresionada.

– Pero… no puedes estar en estado, Bertha. Sólo tienes diecisiete años y no puedes haber… -Gwendolen no fue capaz de continuar hablando.

– En cuanto a eso, señorita, podía desde los once años, pero nunca estuve embarazada hasta ahora. No irá a decírselo a la señora o a su padre, ¿verdad?

Fue una promesa que a Gwendolen no le costó nada hacer. Hubiera preferido morir antes que hablar de esas cosas con el profesor. Por lo que a su madre concernía, no había podido olvidar la vez que, con mucha vergüenza y retraimiento, le había hablado en un susurro a la señora Chawcer de un anciano que se había exhibido ante ella y ésta le había dicho que no volviera a pronunciar nunca más semejantes palabras y que se lavara la boca con jabón.

– ¿Qué vas a hacer con el bebé?

– No habrá bebé, señorita. Tengo el nombre y dirección de una persona que se deshará de él por mí.

Gwendolen no estaría en peor situación si se hallara en un país desconocido habitado por hombres y mujeres que hacían cosas prohibidas y que hablaban un lenguaje de palabras que nunca debían pronunciarse, una tierra de misterio, incomodidad, fealdad y peligro. Lamentó mucho haberle preguntado a Bertha por qué estaba engordando. En ningún momento se le ocurrió sentir compasión por aquella joven que trabajaba diez horas al día para ellos y que cobraba muy poco para realizar tareas que hacían estremecer a los de su clase con sólo pensar en ellas. Nunca le entró en la cabeza ponerse en la piel de Bertha e imaginar la desgracia que sobrevendría a una madre soltera o el horror de ver que engordaba tanto que ya no era posible seguir ocultándolo. Sentía curiosidad, muy a su pesar, pero tenía miedo y le preocupaba verse involucrada.

– Entonces todo irá bien -dijo alegremente.

– Señorita, ¿puedo pedirle una cosa?

– Claro -repuso Gwendolen con una sonrisa.

– Cuando vaya a verle, ¿me acompañará?

A Gwendolen le pareció una impertinencia. A ella la habían educado para esperar deferencia por parte del servicio y de cualquiera de «clase baja», por supuesto. No obstante, su timidez y el miedo a lo diferente y a las cosas que no había experimentado no eran absolutos. Para ella la curiosidad era una cosa novedosa, pero sentía que se abría camino hasta su mente y aguardaba allí, trémula. Podría ver un poco más de ese nuevo país que, de forma inaudita, le abría sus fronteras. En lugar de responder a Bertha con un: «¿Sabes con quién estás hablando?», dijo en un tono bastante dócil, pero con el corazón acelerado:

– Sí, si quieres.

Era una calle sórdida, con la vieja chimenea de una fundición de hierro al fondo y cerca de la cual pasaba el tramo del Metropolitan Railway que iba de Ladbroke Grove a Latimer Road por el exterior. El hombre al que habían ido a ver vivía en el número 10. La casa olía a sucio y estaba sucia. La cocina estaba amueblada con dos tumbonas. Christie podría haber tenido unos cuarenta y tantos años o pasar de los cincuenta; resultaba difícil calcularle la edad. Era un hombre alto de constitución delgada y rostro aguileño que llevaba unas gafas gruesas y que pareció consternado al ver a Gwendolen, quien, posteriormente, comprendió por qué. Por supuesto que lo entendió. Él no quería que nadie más supiera que Bertha había estado allí. No quiso tomar asiento. La criada se sentó en una de las sillas y Christie en la otra. Tal vez ella suscitara su enojo o tal vez el hombre sólo trataba con sus clientes en privado, la cuestión es que inmediatamente dijo que quería ver a Bertha a solas. Dijo que su esposa estaría presente para hacer de acompañante. Gwendolen no vio ni oyó a la esposa en ningún momento. Christie explicó que lo que iban a hacer era fijar una cita para el examen y el «tratamiento», pero la señorita Chawcer tenía que marcharse. Todo lo que aconteciera entre él y su paciente debía ser confidencial.

– No tardaré, señorita -terció Bertha-. Si me espera al final de la calle, será cuestión de un minuto.

Otra impertinencia, pero Gwendolen esperó. Varios transeúntes se la quedaron mirando mientras ella aguardaba allí con el rostro esmeradamente maquillado, el cabello con permanente de tirabuzones y su vestido azul de talle ajustado y falda de vuelo. Un hombre le dirigió un silbido de admiración y sus mejillas encendidas por el rubor denotaron la incomodidad de Gwendolen. Al fin llegó Bertha. No fue cuestión de un minuto, sino que había tardado al menos diez. Bertha había fijado su cita para su siguiente día libre, dentro de una semana.

– Yo no voy a contárselo a nadie, señorita, y usted tampoco debe hacerlo.

Pero Christie la había asustado. Aunque la señora Christie no estaba presente, le había hecho ciertas cosas extrañas e íntimas, le había pedido que abriera la boca para poder examinarle la garganta con una varilla con un espejo en el extremo y que se levantara la falda hasta medio muslo.

– Tengo que volver, señorita, ¿no le parece? No puedo tener un bebé a menos que esté casada.

Gwendolen tenía la sensación de que debía haberle preguntado sobre el padre de la criatura, quién era y dónde estaba, si sabía lo del niño y, de ser así, si había alguna posibilidad de que se casara con Bertha. Le resultaba demasiado embarazoso, demasiado indecente. En casa, en la atmósfera tranquila y civilizada de Saint Blaise House, sentada cómodamente en el sofá entre cojines, estaba leyendo a Proust y había llegado al volumen 7. En el mundo de Proust nadie tenía hijos. Se retiró a su propio mundo.

Bertha no volvió a casa de Christie. Tenía demasiado miedo. Cuando Gwendolen leyó lo de sus asesinatos en los periódicos, los de las jóvenes que acudían a su domicilio para que les practicara un aborto o en busca de un remedio para el catarro, el de su esposa, y quizá también el de la mujer y la niña del piso de arriba, ya era 1953 y hacía mucho tiempo que Bertha se había marchado. Se fue antes de que naciera el niño y alguien se casó con ella, aunque Gwendolen nunca supo si se trataba del padre. Todo aquel asunto era horriblemente sórdido. No obstante, ella nunca olvidó su visita a Rillington Place y el hecho de que Bertha hubiera podido acabar siendo otra de las mujeres emparedadas en los armarios o enterradas en el jardín.

Bertha… Hacía años que no pensaba en ella. La visita a la casa de Christie debió de ser unos tres o cuatro años antes de que lo juzgaran y ejecutaran. No valía la pena perder el tiempo buscando el calendario de 1949, pero ¿qué otra cosa iba a hacer con su tiempo? Leer, por supuesto. Hacía tiempo que había terminado Middlemarch, releído La Revolución Francesa de Carlyle y completado algunas de las obras de Arnold Bennett, aunque las consideraba demasiado flojas como para dedicarles mucho tiempo. Aquel día empezaría con Thomas Mann. No lo había leído nunca, lo cual era una omisión terrible, aunque tenía todas sus obras en algún lugar de las numerosas librerías.

Tras pasarse una hora buscando, encontró el calendario de setas británicas de 1949 (¡qué tema más ridículo!) en una habitación del piso superior, la que había junto al piso del señor Cellini. La noche anterior, cuando aún faltaba más de una hora o algo así para amanecer, se había despertado al oír un grito y un golpe sordo que creyó que provenían de allí, pero lo más probable es que estuviera confundida. Aquélla era una de las habitaciones en las que el profesor había insistido en que no era necesario instalar electricidad. Por aquel entonces Gwendolen era una niña, pero se acordaba perfectamente de cuando se había realizado la instalación en los pisos de abajo, de los hombres sacando las tablas del suelo y abriendo grietas enormes en el yeso de las paredes. Hacía una mañana radiante y calurosa y la luz entraba a raudales por la ventana cuyas cortinas habían quedado reducidas a harapos en la década de los treinta y nunca se habían reemplazado. Hacía ya varios años que no subía allí arriba, no recordaba cuándo había sido la última vez.

En la librería, un lugar en el que se guardaban libros antiguos que nunca fueron muy amenos y para los cuales no había espacio abajo, había novelas de Sabine Baring-Gould y R. D. Blackmore entre ejemplares encuadernados de publicaciones victorianas, Las obras completas de Samuel Richardson y El origen de las especies de Darwin. Quizá releyera a Darwin en lugar de a Thomas Mann. Miró en los cajones bajo los estantes. Estaban llenos de lápices desafilados, gomas elásticas y facturas pagadas junto con pedazos de porcelana metidos en bolsas etiquetadas que alguien debía de tener intención de arreglar, pero que no llegó a hacerlo. La cómoda grande era su última esperanza. Dio unos pasos para acercarse y tropezó, y se hubiera caído de no ser porque se agarró en la parte superior del mueble. Una de las tablas del suelo descollaba quizá más de un centímetro por encima del resto.

Se inclinó cuanto pudo y miró el suelo con ojos de miope. Llevaba las gafas de leer en un bolsillo de la chaqueta y la lupa en el otro. Las utilizó. Las tablas parecían no estar clavadas, pero debían de estarlo y el aumento de las gafas no era suficiente para que ella lo viera. ¡Qué raro! Quizá fuera la humedad que había hecho que una de ellas sobresaliera. Había mucha humedad en esa casa vieja, por capilaridad y por como se llamara lo otro. Las articulaciones le crujieron cuando, no sin cierta dificultad, se puso de rodillas para palpar la superficie de la tabla que sobresalía. Estaba completamente seca. Pensó que era extraño. Y también resultaban extraños todos esos agujeritos que salpicaban la madera a docenas. Pero quizá siempre había estado así y ella no se había dado cuenta. Se puso de pie y empezó a revisar la cómoda. El calendario de las setas apareció en el segundo cajón en el que buscó, y con él había una de esas cartas de un promotor inmobiliario que le ofrecía enormes sumas de dinero por vender su casa; ésta estaba fechada en 1998. ¿Por qué demonios la había metido allí cinco años atrás? No lo recordaba, pero estaba segura de que entonces la tabla del suelo no estaba así.

Se llevó el calendario al lado de la ventana, lo mejor para leer su propia letra. Allí estaba, en el 16 de junio, un jueves. «Acompañé a B. a la casa de Rillington Place.» Recordaba haber escrito eso, pero no la anotación del día siguiente. «Creo que podría tener gripe, pero el médico nuevo dice que no, que sólo es un resfriado.» El corazón se le aceleró otra vez y sintió la necesidad de ponerse la mano contra las costillas como si quisiera apaciguarlo. Aquél fue el día que lo conoció. Había acudido al consultorio de Ladbroke Grove, había aguardado en la sala de espera a que la recibiera el doctor Smyth, pero el hombre que abrió la puerta, sonrió y la hizo pasar era Stephen Reeves.

Gwendolen dejó caer la mano con la que sujetaba el calendario y retrocedió en el tiempo a la primera vez que lo vio, cuando ambos eran jóvenes, y miró por la ventana casi sin ver nada. Otto estaba tumbado durmiendo en el muro, las aves iban de aquí para allá en su jungla en tanto que su propietario, tocado con un turbante blanco, se acercaba para darles de comer el grano que llevaba. Ella vio a Stephen, vio sus ojos brillantes y sonrientes, su cabello oscuro y le oyó decir: «Esta mañana no hay mucha gente esperando. ¿Qué puedo hacer por usted?»

La desaparición de Danila hubiera pasado desapercibida durante el fin de semana de no ser porque Kayleigh Rivers se despertó con un fuerte resfriado. Danila había trabajado en el gimnasio de Shoshana todos los días laborables desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde y Kayleigh lo hacía los sábados y domingos por la mañana y todas las tardes desde las cuatro a las ocho. Kayleigh intentó llamar a Danila al móvil para preguntarle si podía sustituirla el fin de semana y al no obtener respuesta llamó a Madam Shoshana.

– Estará durmiendo todavía, ¿no? -dijo Shoshana-. Como estaba haciendo yo. Tiene el móvil desconectado. Mira qué hora es.

Esperó hasta las ocho. Los sábados el gimnasio no abría hasta las nueve. Cuando llamó al móvil de Danila, lo único que obtuvo como respuesta fue un absoluto silencio. Tal vez fuera temprano, pero era demasiado tarde para conseguir a un trabajador eventual. Ella pagaba a sus chicas (ilegalmente) diez libras a la semana por debajo del salario mínimo, pero Kayleigh no tenía que pensar que le pagaba por fingir estar enferma. En cuanto a Danila… Shoshana comprendió que tendría que hacerlo ella misma y se levantó de la cama con esfuerzo y a regañadientes. A pesar de ser la propietaria y de dirigir un moderno gimnasio y clínica de belleza con manicura y pedicura, estudio de depilación a la cera y por electrólisis, servicio de aromaterapia y de baños con sales, Shoshana no prestaba atención a su persona ni a ninguna de esas cosas y no se lavaba mucho. Cuando te hacías mayor, ya no necesitabas más que un baño a la semana y de vez en cuando pasarte un poco de agua por las manos, la cara y los pies. El pachuli, el cedro, el cardamomo y la nuez moscada tapaban todos los posibles olores.

Ella visitaba el gimnasio lo menos posible. Sólo le interesaba en la medida en que daba dinero. El ejercicio y los tratamientos de belleza, lo de mantenerse en forma y conservar la juventud, todo eso la aburría, y cuando se sentaba abajo en la recepción, tenía tendencia a quedarse dormida. Su abuelo y después su madre habían llevado establecimientos de peluquería, por lo que había parecido lo más natural seguir con ello, salvo que lo hizo según sus condiciones y con ideas propias, de una forma contemporánea. Lo que de verdad le hubiese gustado era ser gurú y fundar su propio culto místico, pero se había visto obligada a transigir y conformarse con ser adivina.

Se miró en el espejo con la ropa interior que se había quitado por la noche, un vestido ancho de terciopelo rojo encima y un chal de punto. Incluso sus ojos indiferentes vieron que llevaba el pelo fatal, lo tenía seco y salpicado de caspa. Se lo sujetó en alto con un pañuelo de color rojo y púrpura, se lavó las manos, se echó agua en la cara y bajó pesadamente las escaleras. Su humor, que ya de por sí no era muy risueño, iba de mal en peor. Su intención era pasar el día en una actividad de campo organizada por su maestro zahorí. El último intento de ponerse en contacto con Danila resultó infructuoso y Shoshana se sentó de mala gana en el alto taburete que había detrás del mostrador. El primer cliente en llegar creyó reconocerla como a la anciana que había visto una vez en un pueblo de Turquía y a quien le había comprado una alfombra en la plaza del mercado.

Había sido la peor noche de su vida. Había dormido de manera irregular, despertándose cada hora muerto de sed. Lo más horrible fue abrir los ojos por última vez a las nueve de la mañana y, por un momento, haber olvidado completamente lo que había ocurrido y lo que había hecho. El recuerdo volvió casi de inmediato y gimió en voz alta.

Había tenido sueños y en uno de ellos una criatura había acudido por los tejados, trepó por los bajantes hasta su ventana e intentó entrar. Al principio pensó que era un gato, pero cuando vio su rostro humano, la mirada fija y la enorme brecha en la frente soltó un grito. Después permaneció tumbado temblando, preguntándose si la vieja Chawcer lo habría oído.

Fue cuando por fin se levantó que la bebida de la noche anterior se hizo notar. Bebió agua, pero no pareció hacerle efecto. Tenía toda la cabeza dolorida, como si se la hubieran restregado con papel de lija y un dolor que se movía en su interior y que a veces se situaba encima de sus ojos, a veces detrás del oído o en la nuca. Recordó haber leído en alguna parte, en una de esas entrevistas que concedía Nerissa, que ella nunca bebía nada que llevara alcohol, sino que subsistía a base de agua mineral con gas y zumos vegetales. Un baño lo reconfortó un poco, no se sentía lo bastante fuerte como para afrontar el desafío de una ducha con toda el agua martilleándole la cabeza. Pero casi estaba demasiado débil para salir de la bañera, y cuando ya estaba de pie en la alfombrilla del baño con la toalla en torno a la cintura, se tambaleó y estuvo a punto de caerse.

El proceso de vestirse resultó largo y lento porque el movimiento hacía que el dolor de cabeza pasara de adelante atrás y de los oídos a los ojos. Era la peor resaca que había experimentado jamás. En circunstancias normales no solía beber mucho, pero en momentos de estrés recurría al alcohol. «No estoy acostumbrado, ése es el problema», se dijo a sí mismo. La gente que tenía resaca constantemente recomendaba comer, beber leche o lo mismo que te la había provocado. Le dieron arcadas sólo con pensar en cualquiera de esas cosas. Después de vomitar se sintió ligeramente mejor, fue capaz de mantenerse erguido, beber más agua y meter la ropa de la chica en una bolsa junto con sus calzoncillos manchados de sangre, un Wonderbra negro, el odiado panty, una minifalda de cuero negro y unas botas, un brevísimo jersey rosa y una chaqueta color crema de piel de imitación. Acostumbrado como estaba a los guardarropas de Colette Gilbert-Bamber y sus amigas, juzgó que aquella ropa era barata, de supermercado, ni siquiera de una cadena. Dentro de su bolso de plástico rosa estaba su teléfono móvil junto con su monedero que contenía cinco libras con cincuenta (se las metió en el bolsillo), una tarjeta de crédito Switch, una polvera, un lápiz de labios rojo, un cepillo para el pelo y las llaves de su casa.

Mix no quería pensar en lo ocurrido, pero no pudo evitarlo: la sangre deslizándose por su hermoso retrato, sus ojos mirándole. Bueno, se lo había buscado, sólo había recibido lo que se merecía por hablar de Nerissa de esa manera, atreviéndose a encontrarle defectos en la piel. Por envidia, por supuesto. Aun así, tendría que habérselo pensado mejor antes de decirle esas cosas. Tendría que haberle reconocido como a un hombre peligroso y debería…

Su línea de pensamiento quedó bruscamente interrumpida por el sonido de la puerta de la habitación de al lado al cerrarse. Mix se llevó una mano al pecho y agarró la tela de su sudadera, estrujándola en su puño, no sabía por qué, tal vez para sujetarla contra su corazón. Era lo único que podía hacer para evitar soltar un quejido de miedo. Quienquiera que fuera, ¿había entrado en la habitación o había estado allí y había salido? Oyó el sonido de unos pasos, un ruido como si alguien hubiera tropezado y entonces contuvo el aliento. Se abrió un cajón, luego otro. Las paredes debían de ser muy delgadas allí arriba. Era la vieja bruja, por supuesto. Mix conocía su paso, el modo de andar lento y pesado de una persona anciana. Pero ¿por qué estaba allí dentro? Mix no recordaba que lo hubiera hecho antes. Debía de haber oído algo durante la noche, a esa chica gritando, o cayendo al suelo, o incluso sus propios movimientos con el cubo y el cepillo. ¿Y si quería entrar en el piso y veía la sangre de la pared?

Allí dentro no hay nada que ella pueda ver, se dijo, y se lo repitió, no hay nada que pueda ver, nada. No obstante, tenía que saberlo, no podía dejarlo así. Abrió la puerta del piso con mucho cuidado y asomó la cabeza. La puerta del dormitorio en el que yacía la chica bajo las tablas del suelo estaba un poco entornada. Ahora le dolía toda la cabeza, un dolor atroz, opresivo y punzante. Pero salió con la chaqueta puesta, la bolsa con la ropa en la mano, las llaves del piso en un bolsillo y las del coche en el otro. Debió de hacer algún ruido, uno de esos gemidos o suspiros involuntarios que parecía haber estado haciendo toda la noche, porque de repente, la señorita Chawcer salió ruidosamente de la habitación y le dirigió una mirada muy poco amistosa.

– Ah, es usted, señor Cellini.

«¿Y quién creía que era, Christie?» Le hubiese gustado decir eso, pero tenía miedo, de ella y también del asesino de Rillington Place. De su espíritu o de lo que fuera que había imaginado que rondaba la casa. De manera incomprensible, la mujer dijo:

– Por la cara que hace parece que lo haya asustado un muerto viviente.

– ¿Cómo dice?

– Un espíritu, señor Cellini, un fantasma.

Mix no pudo evitar que la mujer viera el estremecimiento que recorrió su cuerpo. Aun así, estaba furioso. ¿Quién se había creído que era, una maldita maestra de escuela y él un alumno de primero de secundaria? La anciana soltó la risa más alegre que él le había oído jamás.

– No me diga que es supersticioso.

No iba a decirle nada. Lo que quería era preguntarle para qué había entrado en esa habitación, pero no podía hacerlo. La mujer estaba en su casa. Entonces se fijó en que llevaba algo en las manos, lo que parecía ser un calendario viejo y un libro. Tal vez hubiera ido allí a buscar esas cosas. Un gran peso se desprendió de sus hombros, se quedó allí flotando y el dolor de cabeza desapareció.

Ella dio un paso atrás y cerró la puerta.

– Alguien debería denunciar a ese hindú a… las autoridades.

Mix se la quedó mirando.

– ¿A qué hindú?

– Al hombre del turbante que tiene los pollos o lo que sea que sean. -Pasó por delante de él hacia lo alto de las escaleras y volvió la cabeza-. ¿Va a salir? -Por la manera en que lo dijo, parecía que Mix estaba infringiendo las reglas.

– Después de usted -repuso él.

Metió la bolsa con la ropa en el maletero del coche, condujo hasta una hilera de contenedores, abrió el del banco de ropa y dejó la falda en la bandeja. El cubo estaba prácticamente lleno y le costó bastante hacer que la bandeja girara y depositara su carga. Allí no cabría nada más. Quizá debiera alejarse un poco para dejar el resto de la ropa. Se encontró conduciendo hacia Westbourne Grove y, reacio a pasar por delante del gimnasio de Shoshana, dobló por Ladbroke Grove hacia Bayswater Road. Al pensar en el gimnasio le vino a la mente algo que Danila le había dicho y que había olvidado hasta ese momento. Nerissa no era socia. Haber ido hasta allí, haber conseguido ese contrato de mantenimiento, tratar de ligarse a esa chica…; todo había sido una pérdida de tiempo. Ella debería haberle dicho que Nerissa sólo había ido allí a que le vaticinaran el futuro hacía semanas. Con eso había cavado un poco más su propia fosa, pensó Mix. Si había una mujer que se hubiera buscado lo que le ocurrió, ésa era ella.

Al subir por Edgware Road, pasó junto a Age Concern, la tienda que vendía artículos de segunda mano con fines benéficos, pero no se atrevió a llevar la ropa allí. Sería mejor dejarla en el contenedor que había al entrar en Maida Vale y en el otro de Saint John’s Wood. Ya que estaba allí bajó las escaleras de Aberdeen Place y, tras comprobar que no hubiera nadie cerca, ninguna embarcación que se aproximara y ningún observador en alguna de las ventanas que daban al lugar, tiró el móvil y las llaves de Danila al canal. Regresó por donde había venido, tomó Campden Hill Square y aparcó a poca distancia de la casa de Nerissa.

Quizá fuera porque eso lo consolaba. El mero hecho de saber que aquélla era su casa y que vivía en ella (con todos sus sirvientes, sin duda, y quizás una buena amiga que se alojara allí) le hacía sentir que tenía alguna ilusión. Podría olvidar haberse deshecho de esa chica y seguiría adelante. ¿Dónde estaría mejor que allí, pensando en nuevas maneras de conocer a Nerissa? Era una casa muy bonita pintada de blanco. La puerta era de color azul y había una planta de flores rojas junto a ella. El periódico todavía estaba en la entrada con la leche al lado. En cualquier momento un sirviente abriría la puerta y cogería el periódico y la leche. Nerissa estaría aún en la cama. Sola, de eso estaba seguro, porque aunque creía haber leído todo lo que se había escrito sobre ella, nunca se había hablado mucho de sus novios, no se había publicado ningún escándalo ni ninguna fotografía vergonzosa en la que se la viera comportándose de manera vulgar con algún hombre en un club. Ella era casta, una chica de bien, pensó Mix, estaba esperando al hombre adecuado…

Se abrió la puerta. No apareció ningún sirviente, sino Nerissa en persona. Mix apenas podía creerse su suerte. Su adoración por ella se hubiera perdido en cierta medida si hubiese salido en bata y zapatillas, pero llevaba puesto un chándal blanco y calzaba zapatillas de deporte del mismo color. Mix consideró qué ocurriría si se acercaba a ella y le pedía un autógrafo. Pero él no quería su autógrafo, la quería a ella. La joven cogió la leche y el periódico y la puerta se cerró.

Satisfecho y tranquilizado por haberla visto, condujo de vuelta a casa, subió al piso de arriba y clavó las tablas del suelo en la habitación en la que había dejado a Danila. Descansaría un poco, comería algo y luego empezaría a pintar esa pared.

El lunes por la mañana, Ed estaba esperándolo en la oficina central y estaba furioso.

– Esos dos clientes me han estado bombardeando con llamadas todo el fin de semana, me han estado incordiando gracias a ti. Hay una que dice que se va a comprar una elíptica nueva, pero que no lo va a hacer con nosotros y que buscará a otra empresa para que se encargue del mantenimiento.

– No sé de qué me estás hablando, colega -dijo Mix.

– Déjate de «colega». No te acercaste a ver a ninguno de ellos, ¿verdad? Ni siquiera pudiste llamarles para explicárselo.

Entonces Mix recordó la llamada que Ed le hizo el viernes por la noche. Fue justo después de que hubiera… «No pienses en eso».

– Se me olvidó.

– ¿Es lo único que tienes que decir? ¿Que se te olvidó? Pues para que lo sepas, estaba muy enfermo. Me había subido la fiebre a cuarenta y la garganta me estaba matando.

– Te has recuperado muy rápido -repuso Mix, que no estaba dispuesto a soportarlo mucho más-. Yo te veo bastante sano.

– ¡Que te jodan! -le espetó Ed.

Ya se le pasaría. Mix pensó que esas cosas nunca duraban mucho con Ed. ¡Ojalá pudiera averiguar cuándo era probable que Nerissa volviera a visitar a Madam Shoshana! Estaba seguro de que si se la encontraba en las escaleras sería capaz de conseguir una cita con ella. Mientras conducía hacia su primer servicio del día, una fanática del ejercicio que tenía cinco máquinas en su gimnasio privado de Hampstead, fantaseó sobre ese encuentro en las escaleras. Le diría que la había reconocido enseguida y que ahora ya no iría a ver a Madam Shoshana, pues su fortuna y su destino no eran importantes, pero había algo especial que quería decirle si le permitía que la invitara a un bar de zumos naturales que había a tan sólo unos pasos calle abajo. Ella aceptaría, por supuesto. A las mujeres les encanta ese rollo de que tienes que decirles algo especial y, como a ella no le interesaban los clubs o las tabernas, la idea de un bar de zumos naturales le resultaría atractiva. Llevaría puesto el chándal blanco, y cuando entraran en el bar, todas las miradas se posarían en ella… y en él. Hasta bebería zumo de zanahoria para complacerla. Cuando los hubieran sentado, él le contaría que llevaba años adorándola, le diría que era la mujer más hermosa del mundo y entonces le…

Casi sin darse cuenta, Mix se encontró con que estaba en Flask Walk y esa yonqui del ejercicio lo esperaba con la puerta principal abierta. La mujer no era muy atractiva que digamos, era nervuda y nariguda, pero también coqueta, y tenía un aire animado y ágil que llevó a Mix a pensar que si surgía la ocasión… Ella se quedó allí observando y admirando mientras él ajustaba la cinta en la máquina de correr.

– Debe de ser fantástico ser un manitas -comentó con efusión.

Mix se quedó mucho más tiempo de lo que había previsto y se le pasó la llamada que había prometido hacer a una mujer de Palmers Green, pero como era una blanda y una incauta no se quejaría.

Después de haber echado al correo la carta para el doctor Reeves, a Gwendolen se le ocurrió una idea muy desagradable. ¿Y si resultaba que él la había amado de verdad y luego se enteraba de su visita a Rillington Place? No cuando la hizo, por supuesto, porque eso había tenido lugar antes de que Christie fuera sospechoso de haber asesinado a nadie. Christie no era la criatura espantosa e infame en la que se había convertido cuando sus crímenes salieron a la luz y empezó su juicio, sino un don nadie, un hombrecillo común y corriente que vivía en un lugar poco recomendable. Aunque Stephen Reeves se hubiese enterado de la visita en aquella época, eso no hubiera tenido ningún efecto en él.

Pero supongamos que se hubiera enterado de ello entonces porque, mientras realizaba sus visitas a domicilio, la hubiera visto acudir allí. Al fin y al cabo, al día siguiente de haber ido con Bertha a ver a Christie, ella había consultado al doctor Reeves por primera vez, ¿y acaso no era lo más probable que él la hubiese reconocido como a la mujer que había visto en Rillington Place el día anterior? Puede que entonces eso no significara nada para él, pero, al inicio del juicio de Christie, todo le hubiera vuelto a la memoria y, tal como dice la gente vulgar, hubiese atado cabos. En el mes de enero le había dicho que le tenía muchísimo cariño y al inicio del juicio de Christie había estado a punto de proponerle matrimonio. Iba a decirle a Eileen Summers que ya no sentía nada por ella. Que Gwendolen Chawcer era su verdadero amor. Pero cuando leyó en los periódicos que Christie había atraído a las mujeres a su casa afirmando realizar operaciones ilegales, lógicamente él habría pensado que Gwendolen había acudido allí para un aborto. ¡Ay, qué horror! ¡Que vergüenza! Ningún hombre decente querría casarse con una mujer que hubiese abortado, por supuesto. Y un médico aún estaría más en contra de semejante cosa.

Gwendolen caminó por Cambridge Gardens pensando en todo esto y cada vez más consternada. ¡Ojalá no hubiera echado la carta al buzón! Escribiría otra, era lo único que podía hacer, y no esperaría una respuesta. Con la opinión que tenía sobre ella, lo más probable era que no se dignara a contestarle. Con razón no había asistido al funeral de su madre y no había vuelto a visitarla a ella. No era de extrañar que se hubiese casado con Eileen Summers después de todo. Sobre todo ello andaba rumiando cuando se encontró frente a frente con Olive Fordyce, que paseaba con Queenie Winthrop. Queenie llevaba un carro de la compra en el que se apoyaba como si fuera un andador y Olive llevaba a Kylie de la correa.

– ¡Por Dios, Gwendolen, si estabas en las nubes! -comentó Queenie-. En otro mundo. ¿En quién estabas pensando? ¿En tu querido? -le guiñó el ojo a Olive y ésta le devolvió el guiño.

Para Gwendolen, eso pasaba de castaño oscuro.

– ¡No seas estúpida!

– Espero que sepamos aceptar una broma -repuso Queenie con bastante frialdad.

Entonces intervino Olive.

– No discutamos. Al fin y al cabo, ¿no es cierto que sólo nos tenemos las unas a las otras?

Esto no les sentó muy bien a las otras dos.

– Muchas gracias, Olive. Te lo agradezco de verdad -Queenie se irguió en todo su metro cincuenta y cinco-. Yo tengo dos hijas, por si acaso se te ha olvidado, y cinco nietos.

– No todos podemos tener tanta suerte -dijo Olive en tono pacífico-. Bueno, Gwen, ahora que tengo la oportunidad, quiero pedirte un favor muy grande. Es mi sobrina. ¿Puedo llevarla a verte algún día de esta semana?, es que de verdad que se muere de ganas de ver tu casa.

– Eso es lo que tú dices -contestó Gwendolen de mal humor-. Pero no vendrá, nunca viene. Yo me tomo todas las molestias y ella no puede dignarse a venir.

– Esta vez irá. Te lo prometo. Y no hace falta que te molestes con los pasteles. Estamos las dos a dieta.

– ¿En serio? Bueno, supongo que puede venir. Seguirás dale que te pego con el tema hasta que diga que sí.

– ¿Podríamos quedar, digamos, el jueves? Te prometo que no traeré a mi perrito. Ese anillo que llevas es precioso.

– Lo llevo todos los días -replicó Gwendolen en tono gélido-. Nunca salgo sin él.

– Sí, ya me he fijado. ¿Es un rubí?

– Por supuesto.

Gwendolen recorrió el camino de vuelta a casa furiosa y consternada. Esa tonta de Olive y la sobrina le daban igual, no eran más que un incordio sin importancia, como un mosquito que zumbara por tu dormitorio por la noche. Tampoco importaba demasiado que Olive nunca se hubiera fijado en el anillo con anterioridad. Su única preocupación verdadera era Stephen Reeves. A estas alturas ya habrían recogido el correo y esa carta estaría de camino a Woodstock. Debía escribir de nuevo y aclarar las cosas. Él debía de haberse pasado todos estos años considerándola una mujer de bajo sentido ético. Tenía que hacer que la viera tal y como era en realidad.