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Iba a pasar mucho tiempo antes de que la policía supiera de la desaparición de Danila Kovic. Había sido una chica solitaria que llegó a Londres desde Lincoln por orden de Madam Shoshana y que, aparte de Mix Cellini, no tenía amigos en la ciudad. La habitación en Oxford Gardens se la había encontrado una conocida que su madre tenía en Londres. Danila no conocía a esta mujer ni a su esposo, nunca había estado en su casa de Ealing y no sabía nada de ella. En cuanto a su madre, ella había llegado a Grimsby como refugiada de Bosnia trayendo consigo a su hija pequeña y, puesto que su esposo había muerto en la guerra, se había vuelto a casar. En ocasiones Danila decía (cuando tenía a alguien a quien decírselo) que su madre estaba menos interesada en ella que en su actual marido y los dos hijos de ambos. Mandarla a Londres fue una manera de quitársela de encima.

Cuando Danila llevaba un mes en Londres, su madre murió de cáncer. Ella fue a casa para el funeral, pero su padrastro dejó muy claro que no quería que se quedara con él. Regresó a Notting Hill con diecinueve años. Se había quedado prácticamente sola en el mundo. No poseía ningún atractivo especial, ni aptitudes y sólo tenía un amigo.

A mediados de semana, cuando todavía no había acudido al trabajo, Madam Shoshana se desentendió de ella y se preocupó únicamente en encontrar quien la reemplazara. Si alguna vez pensó en Danila, fue para concluir que la joven se había hartado del empleo o se había marchado con algún hombre. Según la experiencia de Shoshana, siempre había algún hombre por ahí para que una chica se largara con él. Hoy en día la gente parecía vagar por el país, en realidad por toda Europa, siempre que les apetecía. Danila no tenía por qué pensar que mantendría el puesto vacante para ella.

Kayleigh Rivers no tenía una relación muy estrecha con Danila. Nunca habían estado la una en casa de la otra, pero habían salido a comer en dos ocasiones y una vez fueron al cine. Era lo más parecido a una amiga que tenía Danila y la única persona que la conocía a quien le preocupaba dónde podía estar.

Detrás del mostrador, con su disfraz de vendedora de alfombras turca, Shoshana telefoneó a una agencia que ya había utilizado en otras ocasiones, el Beauty Placement Centre, y le enviaron a una empleada temporal. Justo a tiempo, pues tenía un nuevo cliente que iría a verla cuando representara el papel de adivina.

Un rencoroso mensaje de voz que recibió en su móvil advirtió a Mix que no se molestara en asistir a la fiesta de compromiso de Ed y Steph. No sería bien recibido. La fiesta, dijo Ed, era para los amigos y los que les deseaban bien. No habría sitio en el Sun in Splendour para aquellos que no cumplían sus promesas.

– ¡Menudo follón por nada! -dijo Mix en voz alta en el coche.

Aquella espantosa noche en la que la chica lo había provocado y la había golpeado hasta matarla, cuando se lo había buscado tan claramente como si hubiese dicho «Mátame», hubo momentos en los que pensó que sus probabilidades de conocer a Nerissa se habían frustrado para siempre. No obstante, a medida que iban transcurriendo los días empezó a sentirse mejor. Se obligó (estaba orgulloso de ello) a telefonear al gimnasio y preguntar por Danila. La respuesta que le dieron lo animó muchísimo.

– Gimnasio Spa Shoshana. Le atiende Kayleigh.

– ¿Puedo hablar con Danila?

– Lo siento, Danila se ha marchado. Ya no trabaja aquí.

No resultaba difícil interpretar eso como la implicación de que ellas pensaban que había dejado el trabajo. Si estuvieran preocupadas, si pensaran que podrían haberla secuestrado, asesinado o ambas cosas, no le hubieran dicho que se había marchado. Hubieran dicho algo sobre que había desaparecido. Pensó que tal vez nunca la echaran de menos, quizá no había nadie que la buscara o a quien le preocupara qué había sido de ella. En alguna parte había leído que cada año desaparecen miles de personas a las que nunca encuentran.

Casi como una idea de último momento, solicitó hablar con Madam Shoshana.

– Veré si está disponible.

Lo estaba y Mix concertó una cita. Un miércoles por la tarde, cuando subía por las escaleras, Danila se había encontrado con Nerissa que bajaba. ¿Por qué no podría encontrársela él este miércoles? Claro que el día que él la había visto entrar en el gimnasio no era un miércoles por la tarde, sino algún otro día laborable por la mañana. Aun así, depositó sus esperanzas en que la joven fuera a ver a Shoshana al día siguiente.

Si esto fallaba, haría que alguien le causara un desperfecto a su coche y luego él estaría cerca y se lo repararía o al menos la aconsejaría. Era un golpe audaz, pero la verdad era que podría funcionar, y con rapidez. Él la vería intentando arrancar el coche sin conseguirlo y entonces se acercaría y con mucha educación le ofrecería sus servicios. Mix se ensimismó en aquella nueva fantasía. Nerissa estaría tan agradecida cuando oyera funcionar el motor que lo invitaría a una copa. Las personas como ella nunca bebían otra cosa que no fuera champán y ella siempre tenía una botella a punto metida en hielo…, pero no, recordó haber leído que no bebía nada de alcohol. Pero tendría champán para las visitas. Se sentarían, hablarían, y cuando él le contara la devoción que le tenía desde hacía tiempo y lo del álbum de recortes, ella le preguntaría si le gustaría asistir a un estreno como su acompañante aquella misma noche.

Primero tenía que conocerla. ¿Había algo que pudiera hacer para descargar la batería sin que ella lo supiera? Ya lo averiguaría, preguntaría por ahí y lo haría. Después tan sólo necesitaría unos cables de arranque. Se la imaginó esforzándose para poner el motor en marcha. Se la vería muy hermosa, el esfuerzo y los nervios teñirían con un leve rubor su piel dorada, su pie delicado presionaría con furia el acelerador, pero en vano. En aquel punto él se acercaría diciendo: «¿Puedo ayudarla, señorita Nash?»

– ¡Sabe mi nombre! -diría ella.

La sonrisa enigmática que él le dirigiría despertaría curiosidad en ella.

– Es la batería, ¿no le parece?

Él diría que daba la impresión de que sí, pero que por fortuna casualmente él llevaba unos cables de arranque. En cuanto le hubiera recargado la batería, ella tendría que conducir un poco para evitar que volviera a descargarse. ¿Le gustaría que lo hiciera él? Ella podía ir a su lado mientras conducía, por supuesto. Aquél era un escenario más realista, más que el que ella lo invitara a tomar una copa. Mix la llevaría por Wimbledon Common o tal vez por Richmond Park y ella estaría tan contenta por su conducción y por la maestría con la que se había hecho cargo del coche y de ella que, cuando le preguntara si podía volver a verla, respondería que sí de inmediato. No, no le preguntaría si podía, sino cuándo.

Llegó al Gimnasio Spa Shoshana treinta minutos antes de la hora fijada, por lo que pudo aparcar el coche en un estacionamiento de pago (echaría las monedas en el parquímetro cuando el guardia hubiera doblado la esquina) y luego se quedó en el asiento del conductor y leyó otro capítulo de Las víctimas de Christie. Reggie no parecía haber pensado mucho en encontrar chicas. Si quería una, conseguía que fuera a su casa, concertaba una visita para someterla al gas con el pretexto de curarle el catarro o de practicarle un aborto, y cuando la chica perdía el conocimiento, la estrangulaba. Primero se la tiraba, por supuesto. A Mix no le gustaba esa parte, él no podría mantener relaciones sexuales con una chica muerta, pero era precisamente eso lo único que movía a Reggie. Y mató… ¿a cuántas? Mix sólo había llegado a la muerte de Hectorina McClennan y le parecía que todavía quedaban más. Aunque no la vieja Chawcer, ella fue la única que escapó. Él, por su parte (y lo consideró de una forma práctica y serena de la que se sintió orgulloso), probablemente no matara más. Suponía un montón de problemas, sobre todo para no dejar rastro después. Excepto a Javy. Ahora que había matado una vez, la idea de volver a hacerlo, y de hacerlo cuando realmente quisiera, ya no parecía tan tremenda.

Leyó otro par de páginas y vio, con cierta atribulación, que sólo quedaban otros tres capítulos por leer; colocó el punto en el libro y, tras comprobar dónde estaba el guardia, echó otro par de libras en el parquímetro y tocó el timbre del establecimiento de Shoshana. Ella respondió con una voz profunda e inquietante y Mix se dio cuenta de que se encontraba acompañada. Luego oyó que decía: «Te veré la próxima semana». La puerta se abrió al empujarla. Mix tenía la garganta seca y el corazón le latía más rápido ante la posibilidad de encontrarse a Nerissa por las escaleras, pero la mujer que bajó era de mediana edad y con sobrepeso. No podía evitarlo, oiría las predicciones para su futuro e intentaría averiguar a qué horas venía Merissa; si era necesario, preguntaría.

Mix nunca había visto nada parecido a esa habitación en la que estaba sentada Shoshana. Allí hacía mucho calor y estaba muy oscuro para la hora que era. Su olfato delicado olió a humo de tabaco. El hecho de que las cortinas estuvieran sujetas con esos grandes broches toscos no sólo le pareció excéntrico, sino también decididamente desagradable. Intentó no mirar al búho y se volvió de forma aún más deliberada para no ver al mago de vestiduras grises situado detrás del asiento de Shoshana. Se había esperado que ella fuera un personaje sofisticado, una mujer hábilmente maquillada y esbelta, tal como correspondería a la propietaria de un centro de belleza. No era mucho lo que dejaba a la vista, pero a Mix le bastó con lo que pudo ver: un rostro arrugado y unos ojos negros de mirada penetrante en unos ropajes del mismo color que las nubes tormentosas.

– Siéntate -dijo ella-. ¿Quieres una tirada de piedras o de cartas?

– ¿Cómo dice?

– ¿Quieres que indague en tu futuro por medio de las gemas o de las cartas? -frunció el ceño-. Supongo que sabes lo que son las cartas. -Sacó una baraja grasienta de un bolsillo oculto en la última capa de ropa que llevaba-. Estas cosas. Cartas. ¿Qué va a ser?

– No quiero que me prediga el futuro. Quiero su consejo sobre… fantasmas.

– Primero el porvenir -dijo-. Toma una carta.

Como no sabía si se le permitiría sacar una de en medio, tomó la primera. Era el as de picas. Ella miró la carta y luego posó en él unos ojos inescrutables.

– Toma otra.

Ella había vuelto a meter en la baraja la primera carta que Mix había cogido, pero, cuando eligió otra, volvía a ser el as de picas. Pese a la penumbra, vio que la mujer ponía cara larga. Tenía la misma expresión que si le hubieran acabado de dar una noticia horrible, consternada pero aun así incrédula.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mix.

– Coge otra.

En esta ocasión fue la reina de corazones. Un esbozo de sonrisa rozó los labios de la mujer, que le quitó la carta de las manos, dejó la baraja en la mesa y de una bolsa de terciopelo negro con cordón fue sacando un cristal de color tras otro, blanco traslúcido, púrpura, rosa, verde, negro y azul oscuro y los dispuso formando un círculo en torno a un tapete de encaje blanco.

– Pon tus manos en la mandala.

– ¿Qué es eso… que ha dicho?

– Colócalas dentro del círculo de piedras. Eso es. Ahora dime cuál de las piedras sagradas sientes que se acerca más a tus dedos. No serán más de dos. ¿Qué dos piedras se van acercando poco a poco a ti?

Mix no sentía ni veía que las piedras se movieran lo más mínimo, pero no iba a decirle eso. Frunció el entrecejo y dijo con voz muy seria:

– La blanca y la verde.

Shoshana lo negó con la cabeza. No se conocía que alguna vez les hubiera dicho a los clientes que tenían razón. De hecho, como su estrategia era hacerles perder confianza y que se sintieran ignorantes, su popularidad se basaba en la sabiduría superior que veían en ella, contrastada con su propia ineptitud.

– Te equivocas -afirmó-. Hoy están en tu Círculo del Destino el lapislázuli y la amatista. Las dos empujan con fuerza, pero tus dedos oponen una terca resistencia. Tienes que relajarte, dejar de luchar contra ellas y pedirles que vengan.

Las piedras no se movieron para él, pero Mix creyó ver un ligero cambio en la postura de la figura de vestiduras grises situada detrás de la silla de Shoshana. Tenía la impresión de que la mano que sostenía el báculo de serpientes enroscadas se había alzado mínimamente. No era su intención mencionarlo, pero en aquellos momentos estaba asustado y las palabras salieron solas:

– Esa cosa, el hombre que está detrás de usted, se ha movido.

– De modo que tienes un poco de la visión interior -comentó Madam Shoshana, y añadió-: Sólo un atisbo. Las piedras ya se han retirado. Déjalas.

Mix no entendió lo que la mujer había querido decir, si la figura del mago se había movido de verdad, tal vez gracias a algún mecanismo que tuviera dentro, o que poseía el mismo tipo de imaginación que ella. Apretó los puños para evitar que le temblaran las manos.

– Tu equilibrio profético está muy alterado -empezó a explicar la mujer-. Las piedras nos hablan de falta de confianza en ti mismo y de recelo, de miedo a que se descubra algún pecado. Aparte de eso, permanecen en silencio, se reservan la opinión. Y ahora las cartas. Hay muerte en ellas. -Alzó la cabeza y lo miró de manera enigmática-. Evitaría decirte esto si pudiera, pero sacaste el as de picas dos veces y, frente a esto, faltaría a mi deber si no te advirtiera del peligro de muerte. También sacaste la reina de corazones y ella, como todo el mundo debe saber, representa el amor. Veo a una mujer hermosa de piel oscura. Puede que sea para ti o no, eso no puedo verlo, pero la conocerás pronto. Esto es todo.

Mix se puso de pie.

– Serán cuarenta y cinco libras -dijo ella.

– ¿Puedo hacerle un cheque?

– Sí, pero no acepto tarjetas de crédito.

Mix tuvo que volver a sentarse para extender el cheque, y cuando sólo había puesto la fecha, le vino a la mente el propósito original de su visita.

– Quería preguntarle sobre un fantasma que quizás haya visto.

– ¿Qué quieres decir con «quizás»?

– Es un asesino que vivía cerca de donde vivo yo. Mató a mujeres y las enterró en su jardín. He visto algo…, creo. Me pareció ver su fantasma en la casa en la que vivo.

– ¿Fue allí donde mató a esas mujeres?

– Oh, no. Pero creo que solía ir allí a veces. ¿Podría ser…, podría ser que regresara?

Madam Shoshana permaneció prácticamente inmóvil, al parecer ensimismada en sus pensamientos. Al cabo de un minuto entero, habló.

– ¿Por qué no? Sería mejor que vinieras a verme otra vez dentro de una semana. Para entonces habré decidido lo que hay que hacer. Recuerda, esto requerirá de una gran atención y protección espiritual. Mientras tanto, si vuelves a verlo, muéstrale una cruz. No es necesario tirarle la cruz, basta con que se la muestres.

– De acuerdo -repuso Mix, contento de tener la que le había dado Steph. Se sintió mucho más seguro y dudó que fuera a volver.

– Eso serán otras diez libras.

En cuanto Mix se hubo marchado, Shoshana encendió un cigarrillo. Faltaba media hora para su próxima cita. Estaba acostumbrada a la credulidad de sus clientes y ya no se maravillaba ni se burlaba de ella como había hecho al principio. Se lo creían todo. Ella misma era una curiosa mezcla de un desfachatado desdén hacia todo lo oculto y de cierta credulidad. Tenía que existir esa pequeña chispa de fe para que ella siguiera el camino que había elegido en la vida. No dudaba de la eficacia de la radiestesia, por citar un ejemplo, ni del valor del exorcismo entre otros rituales. Sin embargo, estaba totalmente a favor de dar un empujoncito a las cosas con algunas ayudas prácticas. Por ejemplo, la baraja de cartas que utilizaba constaba únicamente de ases de picas y reinas de corazones. La había comprado en una tienda de artículos de broma. Las piedras habían pertenecido a su abuelo, que las había coleccionado en sus viajes a Oriente, y la estatua del mago era un artículo defectuoso de una tienda de viejo de Portobello Road. La había encontrado tirada en un contenedor, encima de una piel de tigre de nailon y un retrato de Eduardo VII.

Sin embargo… Estos «sin embargos» no eran insignificantes en su interpretación de su vocación. Sus pronósticos se basaban en su imaginación y su observación de los seres humanos, nada más. Lo que hacían las piedras o mostraban las cartas era irrelevante. Su desconocimiento de la cristalomancia era profundo y sus conocimientos de cartomancia inexistentes. Pero resultaba extraño y un tanto asombroso la frecuencia con la que sus predicciones se acercaban a la verdad. Era muy probable que ese joven muriera, o causara la muerte de otra persona, si no la había causado ya. En cuanto a lo de la mujer hermosa, las calles de Notting Hill estaban llenas de ellas, podría toparse con una en cualquier momento. Aunque otra cosa curiosa era que cuando llegó a ese punto de su vaticinio le había venido a la mente Nerissa Nash y ella fue la que había suscitado esa descripción, la belleza y la piel oscura. Seguramente él nunca la hubiera visto, salvo en fotografías. En lo que al fantasma concernía, todo eso no eran más que tonterías, pero si también era una fuente de dinero, Shoshana no veía razón por la que no debiera hacerse con él.

La dificultad de escribir esa segunda carta al doctor Reeves era casi insuperable. Gwendolen se había dado por vencida varias veces y había deambulado por la casa para estirar las piernas y en un vano intento de despejar la cabeza. Sería absurdo e invitaría al ridículo escribir a un hombre diciéndole que sólo la había dejado porque pensaba que se había sometido a un aborto. Debía intentarlo con circunloquios. Debía sortearlo de algún modo. Arriba, en su dormitorio, mirando por la ventana sin ver nada, se permitió soñar cómo habría sido haber compartido un dormitorio con él, acercarse entonces a su guardarropa y, con el olor a alcanfor que salía cuando abría la puerta, ver sus trajes y su gabardina de verano colgados al lado de sus propios vestidos. Todavía podía ocurrir. Ahora era viudo.

Empezó a subir las escaleras. No había dejado de subirlas y bajarlas en toda su vida, desde que empezó a caminar. El tramo que llevaba al piso superior no estaba embaldosado, sino que era de tablas de madera cubiertas de droguete. ¿Qué había pasado con el droguete? Ya no lo veías. Su padre había hecho colocar las baldosas después de que se encontrara carcoma y se tomaran medidas para erradicarla. Pocos eran los albañiles, fontaneros y electricistas que habían ido a Saint Blaise House. El exterior no se había pintado desde antes de la Segunda Guerra Mundial y el sistema de alumbrado no se había mejorado desde once o doce años atrás. Pero su padre se había obsesionado con la carcoma; se pasaba la noche despierto preocupado por ella.

Podía escribir a Stephen Reeves diciéndole que recordaba que él la había visto en Rillington Place el día antes de que se conocieran. En realidad, no se acordaba, por supuesto, y ni siquiera sabía con seguridad si él la había visto. De no ser así pensaría que era idiota, quizás incluso pensara que sufría esa enfermedad…, ¿cómo se llamaba? Alzheimer…, sí. La enfermedad de Alzheimer.

Otto estaba sentado como una esfinge en mitad del tramo embaldosado.

– ¿Qué haces aquí?

Gwendolen no recordaba haberse dirigido a él con anterioridad. Hablar con los animales era ridículo. Otto se levantó, arqueó el lomo y se estiró. Le lanzó una mirada fulminante antes de marcharse brincando por uno de los pasillos y agazaparse entre las sombras del fondo. Gwendolen abrió la puerta del piso y entró. Todo volvía a estar tan arreglado que resultaba deprimente. ¿Qué clase de fanático ahuecaba los cojines del sofá antes de salir por la mañana? Consideraba que la figura de Psique que había en la mesa de centro era vulgar, era de ese tipo de cosas salidas de las tiendas de muebles que vendían tresillos de piel color crema y mesas de plexiglás moldeado. La levantó y le sorprendió su peso.

La base estaba forrada de fieltro. Daba la impresión de que alguien la había dejado, seguramente por error, sobre un charco de café. ¿Qué otra cosa podría haber causado la mancha oscura que cubría media base y cambiaba el color del fieltro de esmeralda a granate?

– «Encarnado el multitudinario mar -citó Gwendolen en voz alta-, haciendo rojo el verde.»

Le satisfizo que fuera acertada. Claro que Macbeth estaba hablando de sangre y el pedazo de mármol de Cellini difícilmente habría estado encima de un charco de ella. La escasez de libros en la biblioteca hizo que meneara la cabeza. Sólo había obras sobre ese hombre, Christie. Lo cual le recordó que tenía que escribir esa carta.

De todos modos, primero tenía que visitar la habitación de al lado y echar otro vistazo a ese suelo. Contrariamente a lo que ella recordaba, la tabla del suelo no sobresalía. O al menos no mucho. Debía de habérselo imaginado, habría tropezado con otra cosa. Se quedó allí de pie, mirando las viejas tablas astillosas y de repente supo qué eran todos esos agujeritos del suelo. Eran carcoma. Papá solía decir que la carcoma era tan mala como las termitas, podían destruir una casa entera. ¿Qué iba a hacer ahora?

Permaneció en la puerta vacilante, pensando de nuevo en su carta. Lo intentaría una vez más y quizá le dijera indirectamente que nadie debería creerse los rumores… Pero no podía decirse que ella hubiera sido objeto de rumores, ¿no? No podía decirle que no creyera lo que él había visto con sus propios ojos. En la habitación se percibía un leve olor que Gwendolen tenía la seguridad de no haber notado la última vez que subió. Se habría dado cuenta. No era un olor agradable, ni mucho menos. ¿Acaso la carcoma olía? Tal vez. No había duda al respecto, si la cosa empeoraba tendría que hacer venir a un hombre, a esa gente que hacía algo en los suelos, las tablas y los muebles para acabar con esas cosas.

Cuando hubiera escrito la carta, buscaría el número de teléfono en el listín. Había una cosa llamada Páginas Amarillas y, aunque no las había abierto nunca desde que empezaron a dejárselas en la puerta, ahora lo haría.