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Abbas Reza no se apercibió de la ausencia de Danila hasta que ésta no le pagó el alquiler. Él contaba con que le pagaran los alquileres en metálico, a ser posible con billetes de cincuenta y veinte libras metidos en un sobre que a su vez introducían en el buzón de su puerta. Nada de cheques ni tarjetas de crédito. El sábado pasado la señorita Kovic no había pagado el alquiler y ahora había pasado otra semana. Él ya había ido a aporrear su puerta para reclamárselo, pero no obtuvo respuesta, ni siquiera a las doce y media de la noche. No le había parecido que la muchacha fuera una de esas que no vuelven a casa, ni un ave nocturna, en absoluto, pero se había equivocado. Ahora que la joven llevaba unos cuantos meses en Londres se estaba habituando, cambiando sus buenos hábitos por malos, igual que les ocurría a todas. Tal eran la corrupción y el mal progresivo del mundo occidental donde se ridiculizaba a Dios y la moral había salido volando por la ventana. A veces pensaba con nostalgia en Teherán, pero no por mucho tiempo. En general, estaba mejor aquí.
La empleada eventual, que aún seguía en el gimnasio Shoshana, era eficiente, más atractiva que la chica bosnia y, con esa figura regia, su pose refinada y su rostro como el de una diosa nórdica, suponía una buena publicidad para el spa. Era una pena que no fuera a quedarse. Shoshana había obtenido varias respuestas a su anuncio y estaba entrevistando a las candidatas. La clientela aumentaba con rapidez. Había vuelto ese idiota que creía que vivía en una casa encantada y había tenido que contenerse para no echarse a reír en su cara cuando le dijo que evitara el número trece si quería evitar volver a ver al fantasma. Casi se había olvidado de la existencia de Danila.
Kayleigh no lo había hecho. Antes de conocer a Mix, Danila hubiera dicho que Kayleigh era la única amiga que tenía en Londres. No es que se hubieran visto mucho, pues Kayleigh empezaba su turno cuando Danila lo terminaba.
Ésta no tenía teléfono en su habitación de Oxford Gardens, de manera que Kayleigh había realizado varios intentos de llamarla a su móvil. Sonaba y sonaba, pero siempre en vano. Kayleigh aún no estaba preocupada. Si a Danila le hubiese ocurrido algo, como que la hubieran asaltado o atacado, habría salido en los periódicos. Podría ser que estuviera enferma y no contestara al móvil. De todos modos, no estaría enferma durante quince días, y ya hacía más de dos semanas desde el día en que Shoshana la había llamado y Danila no respondió. Kayleigh se acercó a la casa de Oxford Gardens.
Todas las habitaciones y los dos pisos tenían portero automático. Abbas Reza se enorgullecía de organizar las cosas como era debido. Además, no quería que las visitas lo despertaran a todas horas. Kayleigh llamó al timbre de Danila una y otra vez y, al no obtener respuesta, pulsó el botón de arriba en el que había escrito de manera un tanto misteriosa: Sr. Reza, director de la casa, como si fuera un director de un colegio.
Un hombre delgado y bastante atractivo, con un bigote pequeño y unos cabellos tan negros y relucientes que bien podrían estar pintados, abrió la puerta. Parecía tener poco menos de cuarenta años.
– ¿En qué puedo servirle?
Fue educado porque Kayleigh era una rubia guapa de veintidós años.
– Busco a mi amiga Danila.
– Ah, sí, la señorita Kovic. ¿Dónde está? Eso es lo que yo me pregunto.
– Yo también me lo pregunto -repuso Kayleigh-. No responde a mis llamadas y ahora usted me dice que no está aquí. ¿Cree que podríamos entrar en su habitación?
Al señor Reza le gustó ese «podríamos». Esbozó una sonrisa tranquilizadora.
– Lo intentaremos -dijo.
Primero llamaron a su puerta. Quedó claro que dentro no había nadie. El casero introdujo su llave, la hizo girar y entraron. Al hacerlo, le sobrevino la idea de que la joven podría yacer allí muerta. Por desgracia, eran cosas que ocurrían, tanto en Teherán como en Londres. ¡Menuda impresión para esa joven tierna que sin duda no se había corrompido! Pero no, allí no había nada. Nada, salvo el desorden en el que parecía vivir todo el mundo, prendas de ropa tiradas por todas partes, una taza de té vacía con posos antiguos y, en el fregadero, sumergidos en agua fría con una capa de grasa flotando, un plato, un cuchillo y un tenedor. La cama estaba hecha de cualquier manera. Junto a ella, encima de una pila de revistas, había uno de los folletos del Gimnasio Spa Shoshan, en papel satinado de color turquesa y plateado.
– Ésta se ha largado a la chita callando -dijo Abbas Reza, pensando en su alquiler-. Ya lo he visto otras veces, muchas, muchas veces. Lo dejan todo así, siempre es lo mismo.
– Yo no creo que fuera de esa clase de personas. Estoy muy sorprendida, de verdad.
– ¡Ay! Es usted una ingenua, señorita…
– Llámeme Kayleigh.
– Es usted una ingenua, señorita Kayleigh. Con lo joven que es no ha visto la maldad del mundo como yo. Su pureza está inmaculada. -El señor Reza había dejado a su esposa en Irán años atrás y se consideraba libre desde el punto de vista amatorio-. No se puede evitar. Cortamos por lo sano.
– No se puede decir que yo haya cortado por lo sano exactamente -repuso Kayleigh cuando volvieron a bajar-. A menos que incluya en ello el hecho de perder a una amiga.
– Por supuesto. Lo incluyo, naturalmente. -El señor Reza estaba pensando que podría vender la ropa de Danila, aunque no tendría mucho valor. No obstante, mientras estaban en la habitación se había fijado en un reloj que parecía ser de oro y en un reproductor de cedés nuevo-. Venga, le haré una taza de café.
– Oh, gracias. Se la acepto.
Había pasado una hora cuando Kayleigh volvió a salir a Oxford Gardens, bastante animada por el café más fuerte y espeso que había probado en su vida y con una cita para la tarde siguente con el hombre al que ya llamaba Abbas. Se había olvidado de Danila, pero entonces volvió a pensar en ella y vio que no podía estar totalmente de acuerdo con su nuevo amigo en cuanto a que su inquilina se había largado sin decir nada, que sencillamente se había ido. Era una persona desaparecida, se dijo Kayleigh. Las palabras le sonaron muy serias. «Danila es una persona desaparecida -repitió-, y la policía debería saberlo.»
Era una mañana más fresca y nublada de lo que solían serlo últimamente y Mix se encontraba una vez más sentado en su coche en lo alto de Campden Hill Square. Debería haber estado en casa de la señora Plymdale. Ésta lo había llamado al móvil para decirle, muy amablemente, eso sí, que la cinta nueva que le había colocado en la máquina de correr se había soltado la noche anterior. ¿Podría ir a arreglarla lo antes posible? Mix había dicho que estaría con ella a las once de la mañana, pero en cambio estaba frente a la vivienda de Nerissa, desesperado por verla. Era como si ella fuera su dosis. Había hecho una visita en Chelsea y otra en West Kensington, pero le resultaba imprescindible tomar un poquito más de la droga antes de continuar trabajando. El hecho de verla la semana anterior, de hablar con ella y de que ella hablara con él no había mejorado las cosas en absoluto. Las había empeorado. Antes había querido conocerla por la fama que podía conferirle estar con ella. Ahora estaba enamorado.
Esperó y esperó mientras leía el último capítulo de Las víctimas de Christie, pero sin dejar de levantar la mirada cada pocos segundos por si acaso aparecía ella. No lo hizo hasta las doce y media, vestida con un traje chaqueta de color blanco, elegante y muy corto, y unas inapropiadas zapatillas de deporte. En la mano llevaba un par de sandalias blancas con unos tacones de diez centímetros. Mix supuso que esos zapatos eran para ponérselos cuando llegara adondequiera que fuera y las zapatillas de deporte eran para conducir. La seguiría. Ahora que la había visto no podía soportar perderla de vista.
La joven pasó junto a él, pero Mix no sabía si lo había visto o no. Condujo siguiendo su coche por Notting Hill Gate y bajó por Kensington Church Street. Por una vez no había mucho tráfico y se mantuvo detrás de ella. Desde Kensington High Street Nerissa se dirigió al este y él hizo lo mismo. En un semáforo en rojo ella volvió la cabeza y él supo que lo había visto. La saludó con la mano y ella esbozó una leve sonrisa antes de seguir adelante.
Antes de acudir a la policía, Kayleigh llamó a información telefónica y les pidió el número de una tal señora Kovic que vivía en algún lugar de Grimsby. Sólo encontraron a una mujer con ese nombre. La primera a la que Kayleigh llamó era inglesa, una mujer de Yorkshire que se había casado y divorciado de un serbio. La madre de Danila había sido su cuñada. Le dio un número de teléfono y Kayleigh habló con el padrastro de Danila, que parecía tener miedo de verse involucrado.
– Si le ha pasado algo, no quiero saberlo -dijo-. No nos llevábamos bien. Esto no tiene nada que ver conmigo.
– Ella no tenía a nadie más -dijo Kayleigh-. He estado muy preocupada.
– ¿Ah, sí? Pues no sé qué piensa que puedo hacer yo. Mírelo desde mi punto de vista. He perdido a mi esposa y tengo que criar a dos chicos. Danny y yo nunca tuvimos una buena relación, y cuando la vi en el funeral, le dije que yo iría por mi camino y que ella fuera por el suyo…, ¿estamos?
Kayleigh empezaba a tener la impresión de que nadie sentía mucho afecto por Danila. Madam Shoshana se había olvidado rápidamente de su existencia. Esta indiferencia la asustaba. Era muy distinto a los sentimientos que reinaban entre los miembros de su familia, donde sus padres se tomaban mucho interés en todo lo que hacían sus hijos y tenían leves arrebatos de preocupación si uno de ellos no estaba inmediatamente disponible al teléfono. Kayleigh fue a la policía en Ladbroke Grove y rellenó un formulario de búsqueda de personas desaparecidas, pero no dijo nada de la conversación que había mantenido con el padrastro de Danila.
Nerissa iba al restaurante de Saint James’s para comer con su agente y el motivo de esa comida era que una revista de prestigio internacional había solicitado sacarla en la portada y publicar un artículo de cuatro páginas sobre ella. Aparcó el Jaguar en una zona de estacionamiento de Saint James Square y se cambió las zapatillas de deporte por las sandalias blancas de tacón de aguja. La comida tendría que ser corta o le pondrían el cepo. Cuando estaba cerrando el coche, llegó ese hombre, el que le había hablado el jueves frente a la casa de aquella anciana. Era la tercera vez que se lo encontraba y supo que la estaba siguiendo, lo cual le provocó cierta grima.
No era el primer acosador de su vida. Ya había habido varios, en particular uno que pasaba por casa de sus padres cuando ella era muy joven y aún vivía con ellos; pero al final su padre, que era un hombre grandote y de piel muy oscura, cosa que suponía una temible amenaza para el que llamaba a la puerta, había conseguido intimidarlo. Su querido papá era un guardaespaldas magnífico. El otro acosador había sido muy similar a éste, la esperaba delante de su casa y la seguía. Fue la policía la que le advirtió que no continuara. Mientras caminaba en dirección a Saint James’s Street, Nerissa pensó que lo curioso era que todos ellos se parecían mucho. Eran todos de estatura mediana, de poco más de treinta años, rubios, con un rostro anodino y ojos que miraban fijamente. Aquél la seguía entonces por King Street, probablemente a poco menos de cincuenta metros por detrás de ella. Llegaba un poco pronto a la comida y se preguntó si podía hacer algo para quitárselo de encima.
Las tiendas de Saint James’s Street no son de esas en las que una mujer puede entrar a curiosear y, si es necesario, refugiarse detrás de los percheros con ropa o desaparecer en el tocador de señoras. No había donde esconderse. Si se detenía a mirar el escaparate de la sombrerería o cruzaba la calle para entretenerse un rato frente a la espléndida vinatería, ¿se lo tomaría como un motivo para hablar con ella? Lo que no debía hacer era mirar atrás. Se le había resbalado la tira que sujetaba la sandalia al pie por encima del tacón alto y el zapato le golpeaba la planta. Se inclinó para ponérselo bien, sintió una presencia de pie a su lado y al levantar la vista con renuencia… se encontró con el rostro de Darel Jones.
Ni que hubiera sido su padre se hubiese alegrado tanto y, casi de manera involuntaria, dijo:
– ¡Vaya, cuánto me alegro de verte!
Él pareció sorprendido.
– ¿Ah, sí?
– Hay un hombre que me está acosando. Mira. No, ya se ha marchado. Ha sido por ti, seguro. Te vio, pensó que eras amigo mío y… desapareció. ¡Qué maravilla!
Si le importó que lo tomaran por un amigo suyo, él no lo dejó traslucir.
– Esto del acosador… es una cosa muy seria. Tendrás que informar a la policía.
– No puedo estar poniendo denuncias continuamente. No es el primero, ¿sabes? Quizás ahora desista. Siempre espero que lo hagan. Pero, bueno, ¿qué estás haciendo por aquí?
– Yo podría preguntarte lo mismo. Soy banquero -señaló un edificio de estilo georgiano en el que se leía en una placa metálica: LASKY BROTHERS, BANCA INTERNACIONAL DESDE 1782-. Trabajo allí.
– ¿En serio? -Nerissa tenía una idea muy limitada de lo que hacía un banquero-. Quieres decir que si entrara ahí y les pidiera que me hicieran efectivo un cheque, ¿tú estarías detrás de esa cosa de cristal y me darías un puñado de billetes?
Él se echó a reír.
– No es exactamente así. He salido para comer. Supongo que tú no…
– Voy a comer con mi agente -dijo ella-. Tengo que ir sin falta. -Lo miró con un amor vehemente recordando la predicción de Madam Shoshana-. Ojalá no tuviera que hacerlo, pero debo ir.
– En tal caso, te digo adiós. -Quizá fuera su imaginación, pero Nerissa nunca lo había visto de esa manera, tan interesado en ella, tan curioso sobre ella-. ¿Sabes una cosa? -dijo- Eres muy distinta de… esto… de la idea falsa que tenía de ti -y se marchó.
Nerissa entró en el restaurante donde ya vio que su agente la esperaba en una mesa. ¿Qué había querido decir con eso de «idea falsa»? ¿Que creía que era horrible y había descubierto que no? ¿O, más probablemente, que a pesar de esa mirada que podría haber sido de mera simpatía, hubiera pensado que era simpática, pero ahora había descubierto que era horrible? De todas formas, había estado a punto de pedirle que fuera a comer con él…
Un mensaje urgente convocó a Mix a la oficina central. El director del departamento, el señor Fleisch, tenía unas cuantas cosas que decirle. Habían recibido una llamada de la señora Plymdale, que ya no se había mostrado indulgente ni fácil de tratar, para quejarse de que la cinta nueva que le había instalado en su cinta de correr se había soltado y que, aunque le había prometido reparársela a las once, no había aparecido. Ella tenía que utilizar la cinta de correr cada día o perdería el ritmo. Necesitaba hacer ejercicio de verdad. Sus progenitores habían muerto de enfermedades cardíacas y la mujer estaba desesperada. Y no era solamente eso, sino que además el señor Fleisch se había enterado por medio de Ed West de que Mix no había realizado dos visitas esenciales que tenía que hacer él y que no pudo hacer porque estaba enfermo.
– Estoy pasando por una mala racha -dijo Mix sin más explicación.
– ¿Qué clase de mala racha?
– No he estado bien. He estado deprimido.
– Entiendo. Te concertaré una cita con el médico de empresa.
A Mix le hubiese gustado rechazar la oferta, pero no supo cómo hacerlo. Lo empeoraría todo si no iba a ver al médico, un anciano adusto que se había granjeado la antipatía del personal. Mix se fue a casa. Había sido un mal día. Todo el tiempo que había estado siguiendo a Nerissa había estado planeando qué le diría cuando, después de acortar las distancias según lo planeado, ella volviera la cabeza y lo viera. Lo primero que haría sería recordarle lo del jueves pasado, luego tal vez disculparse si había ofendido a su madre. ¿Querría demostrarle que no estaba resentida yendo a tomar un café con él? La joven se había mostrado tan dulce y gentil en la anterior ocasión que él creía que lo haría, lo cierto era que no podría negarse dadas las circunstancias. Pero entonces había aparecido ese hombre, un joven atractivo que parecía ser amigo suyo. ¡Tenía que pasarle a él! Pero no iba a dejar que eso lo desanimara.
Un mensaje en el móvil le decía que llamara a Colette Gilbert-Bamber en cuanto terminara el trabajo. No sería porque le pasara nada a su equipo, sino para lo que Mix denominaba «un poco de lo otro». Aun así ganaría cuarenta libras por el servicio a domicilio… Si tan atractivo le resultaba a Colette, seguro que también se lo parecería a Nerissa, ¿no? Pero no iba a ir. Había sido un mal día y no le apetecía.
Volvía a hacer bochorno y en la casa haría un calor sofocante. La verdad era que no sabía cómo podía ser tan oscura cuando el sol brillaba radiante. ¿Alguna vez descorría las cortinas esa mujer? ¿Alguna vez abría una ventana? Se quedó un momento allí donde Nerissa había estado la semana anterior y le había hablado con tanta dulzura… mientras que su madre se había dirigido a él de una forma tan desagradable. Pero no iba a pensar en ello. Y no iba a cruzar los brazos sobre el pecho de esa manera, pues notaba el michelín de la cintura que le caía por encima del cinturón de los pantalones. Se dijo que tenía que caminar, empezar ya al día siguiente mismo y hacer de ello una rutina diaria.
Comenzó a subir las escaleras cavilando que aquel lugar podría llevar años deshabitado. ¿Serviría de algo si se quejaba a la vieja Chawcer del sistema de alumbrado, de que las bombillas de bajo voltaje se apagaban antes de llegar al siguiente interruptor? Probablemente, no. La gente como ella estaba mejor en la oscuridad. De todas formas, resultaba ridículo tener que encender las luces por la tarde en pleno verano.
En la escalera embaldosada no brillaban los ojos del gato y, gracias a Dios, no había señales de Reggie. «Imaginaciones mías -pensó-. Tenía razón en lo de que estoy atravesando una mala racha, debo de haber empezado a ver cosas que no existen.» Dijera lo que dijera Shoshana, los fantasmas siempre eran alucinaciones, el resultado del estrés o de la presión. Los reflejos de Isabella, de un rojo, verde y púrpura pálidos, se hallaban inmóviles como si estuvieran pintados en el suelo, pero, al abrir la puerta de su piso, la luz dorada y resplandeciente del sol salió a raudales de su vestíbulo.
Antes de entrar, quizá tuviera que ir a la habitación de al lado, donde estaba Danila. Lo cierto era que debería darse una vuelta cada día hasta…, bien, ¿hasta qué? ¿Hasta que se acostumbrara a tenerla allí? ¿Hasta que la trasladara a alguna otra parte? Dejó su puerta abierta de par en par sólo por el alegre brillo de la luz y luego abrió la puerta del dormitorio de al lado.
Allí entraba la misma luz, o así sería si la ventana se limpiara alguna vez. Pero en cuanto percibió el olor, ya no pensó más en ello. Lo obligó a retroceder un paso. Y entonces supo lo que era. Hacía semanas que el tiempo era anormalmente cálido, la temperatura había rondado los treinta grados hasta el día anterior, lo cual era casi increíble, y aquel olor era el resultado de ello. No lo entendía; el cadáver estaba envuelto y había vuelto a clavar las tablas del suelo. Se preparó para entrar y cerró la puerta tras él sin pensar ya en fantasmas. Aquello era real; lo otro se lo había imaginado. Inspiró largamente allí de pie y se estremeció; nunca había olido nada parecido. ¿Por qué había entrado allí precisamente esa tarde en la que ya se sentía bastante mal?
¿Desaparecería ese olor? Con el tiempo, tal vez. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de si la descomposición continuaba durante semanas, meses o incluso años y, si al final, se desvanecía. La vieja Chawcer podría entrar en cualquier momento. Mix no podía correr ese riesgo. Tendría que ir a trabajar y mientras estuviera fuera de casa no estaría ni un momento tranquilo.
En aquel momento no tenía ningún sentido quedarse allí. Después de oler aquello tuvo la sensación de que no volvería a comer nunca más. Los cadáveres de la casa de Reggie, sobre todo los dos que puso en el hueco de la pared de la cocina, también debían de oler. O tal vez no, puesto que era diciembre, hacía frío y a Reggie lo habían capturado y arrestado poco después de haberlos puesto allí. Mix permaneció en lo alto de las escaleras y escuchó. Silencio absoluto. Se asomó al hueco de la escalera y empezó a bajar. Cuando estaba en el último peldaño del tramo embaldosado, la puerta del dormitorio de la mujer se abrió y salió ella con una bata de seda roja y unas chinelas con plumas. Mix estaba a punto de retroceder, pero la mujer lo vio.
– ¿Ocurre algo, señor Cellini?
– Todo va bien -contestó él.
La mujer se sorbió la nariz.
– ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo! Creo que tengo influenza.
Mix sólo había oído llamar así a la gripe una vez en su vida. Su abuela tenía una broma al respecto: «Abrí la ventana y entró la influenza».
– ¡Qué mala suerte! -Si estaba enferma, no podría subir a esa habitación. ¡Ojalá estuviera muy enferma durante largo tiempo!-. Debería estar en la cama -le dijo.
– Tengo que ir al baño. ¿Sería tan amable de hacerme un gran favor y telefonear a mi amiga, la señora Fordyce, la que se encontró el jueves pasado delante de mi casa, y explicarle mi… mi situación? El número está en la agenda de teléfonos que hay junto al aparato. Fordyce. ¿Se acordará?
– Lo intentaré -repuso Mix con abundante sarcasmo en su tono. Pasó desapercibido. Bajó pensando que era típico de ella coger la gripe en el que probablemente fuera el día más caluroso del año. Apenas veía nada mientras buscaba el número de esa tal señora Fordyce. ¿Y si reconocía su voz del jueves? Adoptó una entonación de clase alta-. La señorita Chawcer tiene un virus. No se encuentra bien. Sería de gran ayuda si usted viniera a verla mañana y tal vez podría venir también el médico, si sabe usted quién es.
– Usted es el señor Cellini, ¿verdad? Por supuesto que vendré. A primera hora de la mañana.
En cuyo caso, lo mejor sería que él se marchara antes de que apareciera, pero si él no estaba, la mujer no podría entrar. Bueno, pues la vieja Chawcer tendría que levantarse y responder al timbre. Mix anduvo por ahí y vio que la anciana no había cerrado la puerta de atrás con llave. Él le echó el cerrojo. Sólo faltaría que, en una zona peligrosa como aquélla, entrara cualquier delincuente y robara todo lo que le apeteciera. Mix ya tenía suficientes problemas.
Nunca había estado en aquella enorme sala de estar. El polvo y el olor a moho le hicieron arrugar la nariz, pero, en lo concerniente a los olores, comparado con el hedor del piso de arriba, aquello no era nada, nada. A aquella hora la luz no debería haber sido necesaria, pero en aquella casa siempre reinaba la penumbra. El interruptor de la luz principal no funcionaba. Recorrió la habitación encendiendo las lámparas de mesa; la última que encendió fue la de un escritorio, junto a la cual había varias cartas a medio escribir.
¿A quién demonios estaría escribiendo como una loca? Una de las cartas empezaba diciendo, «Querido doctor Reeves»; otra, «Mi querido doctor»; una tercera, «Querido Stephen», y la última, «Mi querido Stephen». Continuaban de una manera confusa con una letra curvada de trazos delgados e inseguros que era difícil de leer, pero hasta la mejor de las caligrafías resultaría ilegible en aquella media luz. Entonces le llamó la atención un nombre: Rillington Place. «Sé que un día de verano de hace mucho tiempo me viste en Rillington Place. Pasaste en coche por mi lado, de camino a realizar una visita, me imagino. Al día siguiente acudí a tu consulta por primera vez. Como estoy segura de que recordarás, mis padres y yo habíamos sido pacientes del doctor Odess. Cuando tuvo lugar el juicio de Christie, descubrí que él había sido el médico de ese hombre espantoso. Por supuesto, no es que esto tuviera nada que ver con el hecho de que dejáramos de visitarle a él para…»
Había unas cuantas palabras más que estaban muy tachadas. Ya no había escrito nada más. Mix pensó que aquello demostraba que la mujer había acudido a Reggie para que le practicara un aborto. Tal vez estuviera escribiendo a ese médico al respecto porque era él quien iba a hacerlo, pero Reggie resultó más barato. Reggie la asustó, de modo que buscó a otra persona que realizara la interrupción y este médico se ofendió porque no obtuvo el dinero que esperaba. Debía de tratarse de eso. Como resultado, el médico había eliminado a Chawcer de su lista y se había negado a tratarla nunca más. Y ahora, después de todos esos años, ella le escribía para explicárselo.
La habitación no era simplemente oscura como lo es un lugar antes de que se enciendan las luces. Allí las luces estaban encendidas, lámparas de mesa con pergaminos agrietados o pantallas de seda plisada y muy raída, pero el efecto que tenían no era tanto iluminar como crear sombras. No había ni una sola luz en una hornacina o junto a una pared, de manera que los rincones se hallaban sumidos en la oscuridad. Y hacía tanto calor que el sudor empezó a deslizarse por su rostro y a correrle por la espalda. Mix pensó que era la habitación más espantosa en la que había estado. Con ese dragón tallado que serpenteaba por encima del enorme sofá y el espejo lleno de manchas con marco negro y dorado, podría ser el escenario de una película de terror. La mujer podría ganar un dinero alquilando la habitación, por una suma cuantiosa, para el rodaje de una película. No tendrían que cambiar absolutamente nada.
La tarea de apagar las lámparas le resultó espeluznante. La oscuridad lo invadía todo, y cuando apagó la última, se dirigió a la ventana cristalera y descorrió las largas cortinas de terciopelo marrón dando bruscos tirones. Se levantaron unas grandes nubes de polvo que le hicieron toser. Pero entró luz en abundancia y ésta disipó lo peor de aquel horror. Si el piso de abajo, que albergaba quién sabe qué secretos y amenazas ocultas, le había resultado desagradable, el de arriba lo intimidaba, con Reggie, que quizá lo estuviera esperando y el cadáver que se descomponía de manera invisible, pero imparable. Casi era como si el lugar tuviera una nueva vida propia, como si se estuviera moviendo y cambiara. «No pienses en ello -masculló para sus adentros-. Olvida lo que dijo Shoshana, todo está en tu cabeza.»
Pasó frente a la puerta de Chawcer. No había ni rastro del gato y, por supuesto, tampoco de Reggie. Tal como solía hacer siempre, y aunque ya llevaba una semana sin hacerlo, cerró los ojos cuando estuvo en medio del tramo embaldosado, los abrió al llegar arriba y miró hacia un pasillo y luego hacia otro con cautela y temor. Allí no había nada, ni siquiera Otto. Ya en su propio salón, sentado en una butaca cómoda, con un buen vaso de ginebra con tónica a su lado, se dijo que todo iba bien, que era afortunado, había obtenido un tiempo de margen. La mujer estaría demasiado enferma como para volver a subir allí arriba y él debía utilizar ese tiempo, tal vez una semana, para sacar el cadáver de esa habitación de alguna manera.
¿Habría algún modo de sacarlo al jardín? No mientras esa tal señora Fordyce estuviera entrando y saliendo de la casa. Puede que no sospechara la verdad, seguro que no, pero le contaría a Chawcer que lo había visto ahí fuera cavando. Y puede que la propia dueña de la casa lo viera desde su ventana. Ese dormitorio suyo debía ocupar la misma zona que el salón, lo cual significaba que tenía ventanas tanto delante como detrás. Mix no osaba arriesgarse.
«Será mejor que comas algo», pensó, pero el simple hecho de pensar en la comida provocó que se le cerrara la boca del estómago. Estaba que se moría de cansancio. En cuanto se hubiera tomado otra ginebra o un Latigazo, quizá se metería en la cama, incluso aunque tan sólo fueran las seis, se iría a la cama e intentaría dormir. Le llegaron dos mensajes al móvil, pero en aquellos momentos no podía molestarse con ellos, ya lo haría por la mañana. Se detuvo frente al retrato de Nerissa y le rindió homenaje diciendo:
– Te quiero. Te adoro.
¡Cómo sonreiría ella cuando fueran amantes y viera su fotografía allí y él le dijera lo mucho que la amaba! Reconfortado, se dirigió tranquilamente al dormitorio y miró el jardín desde la ventana considerando cuál sería el mejor lugar para enterrar el cadáver de Danila. Si pudiera llegar allí, si pudiera bajarla abajo y sacarla fuera… Reggie lo había hecho, y varias veces, aunque él vivía en el piso central de la casa y los Evans arriba. Los vecinos lo habían visto cavar, pero no se sorprendieron, intercambiaron con él el eslogan de la guerra sobre Cavar por la Victoria.
Allí a la izquierda, quizá, donde las zarzas tupidas podrían retirarse y luego extenderse sobre la tierra removida para ocultar lo que había hecho. O tal vez al fondo, junto al muro, al otro lado de donde vivía el hombre de las gallinas de Guinea. Pero ¿tendría ocasión de hacerlo?
En el muro, Otto se deleitaba con el sol de la tarde y, aunque tenía los ojos cerrados, agitaba la punta de la cola de vez en cuando.