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Olive había estado en la cocina, había puesto el agua a hervir sobre el fogón de gas en una tetera ennegrecida y había echado un vistazo a la sala de estar, tras lo cual se dirigió entonces al piso de arriba, al dormitorio de Gwendolen, con el té en una bandeja. Al llegar a la casa había tocado el timbre y ese tal Cellini había bajado a abrirle, aunque de muy mal talante, y se había mostrado muy hosco con ella en la entrada. Cuando habló con él por teléfono, Olive no tenía ni idea de que se trataba del mismo hombre que había abordado a su querida Nerissa en la calle. Fue toda una sorpresa cuando le abrió la puerta. Naturalmente, ella tampoco estuvo muy comunicativa.
Allí dentro hacía un calor extenuante. Era como estar en la India en pleno verano, metido en algún gueto polvoriento y maloliente de los barrios pobres. Tenía que encontrar alguna forma de abrir las ventanas. Aquella de allí, la de la cocina, no había quien la moviera. En cuanto hubiese ido a ver a Gwen, lo intentaría en la sala de estar.
La puerta del dormitorio de su amiga estaba entornada. El aspecto de la mujer, con el rostro pálido y demacrado y las manos débiles tendidas sin fuerza sobre la colcha, preocupó a Olive. Gwen empezó a hablar con voz ronca, pero un acceso de tos jadeante la obligó a interrumpirse.
– Tendría que verte un médico, querida. No hay duda.
– Sí, tienes razón. Tengo que llamar a un médico. -Más toses-. El doctor Reeves. El doctor Reeves vendrá si lo mando llamar, siempre viene.
– No conozco a ningún doctor Reeves por aquí, Gwen. ¿Es nuevo?
– Padre dijo que cambiáramos de doctor y probáramos con el joven médico y así lo hemos hecho.
Olive consideró que lo mejor era no preguntar nada más. La pobre Gwen tosía de una manera angustiosa cada vez que tenía que hablar.
– Tú bébete el té, querida, y yo buscaré a tu médico y llamaré por teléfono a su consulta. Supongo que el número estará en tu agenda, ¿no?
Al bajar se llevó consigo el cepillo mecánico. Llevaba tanto tiempo delante de la chimenea que en sus superficies se había depositado una gruesa capa de polvo. Estuvo buscando la agenda de teléfonos y al final la encontró en el lavadero, encima de un viejo caldero metálico para hervir la colada. Allí no figuraba ningún doctor Reeves, pero sí una doctora Margaret Smithers. Olive nunca se hubiese imaginado que Gwen tuviera como médico a una mujer, pero lo más probable era que no hubiera tenido otra opción, dado que las listas de pacientes estaban muy llenas. La recepcionista de la doctora Smithers le dijo a Olive que no podría acudir aquel mismo día, sino al día siguiente por la tarde, cuando hiciera sus visitas a domicilio, cosa que a ella le pareció una vergüenza o algo peor.
– Asegúrese de que pase por aquí -dijo Olive con brusquedad.
La tos de Gwendolen se oía desde abajo. Olive volvió a subir agarrándose a la barandilla. A la edad de Gwen, sería mucho más sensato vivir en un piso.
– El médico vendrá mañana.
– Me pondré el vestido azul nuevo.
– No, Gwen, no te lo pondrás. Te quedarás en la cama. Voy a traerte una jarra de agua y un vaso. Tienes que beber mucho. Y lo mejor será que no comas. Le dije a Queenie que estabas enferma y vendrá a mediodía. ¿Dónde tienes la llave de la puerta? -Gwendolen no respondió. Tosía demasiado-. No importa. Ya la encontraré. -Lo hizo, después de buscarla durante diez minutos.
Uno de los mensajes que Mix tenía en el móvil era del jefe del departamento para decirle que le habían concertado una cita con el médico para el miércoles a las dos de la tarde. El otro mensaje era de una tal Kayleigh Rivers en el que le recordaba que tenía un contrato de mantenimiento con el gimnasio y que, por favor, acudiera lo antes posible, puesto que una bicicleta estática y una cinta de correr habían dejado de funcionar.
El gimnasio era el último lugar al que Mix quería acercarse. Alguno de los clientes podría recordar haberlo visto charlando con Danila. Además, aquel lugar le provocaba una especie de aversión general y no definida. Sabía que en cuanto pusiera los pies en aquel sitio se iba a sentir mal. Lo dejaría correr de momento y luego intentaría rescindir ese estúpido contrato. Al médico sí que tendría que ir. Seguro que le decía que tenía algún problema, los médicos siempre hacían lo mismo, lo cual le resultaría ventajoso, puesto que ya tendría la excusa para olvidarse de realizar visitas y no cumplir con los trabajos. No era que quisiera faltar al trabajo de forma permanente, lo que ocurría era que en aquellos momentos no estaba en condiciones, entre el cadáver, el hedor, las mujeres que no paraban de entrar y salir de la casa a todas horas… y Nerissa.
Mix se encontraba cerca de la casa de la joven, a cierta distancia calle abajo, y llevaba allí desde las nueve. Tal como se sentía, eso le servía de terapia. A las once, cuando ella todavía no había aparecido, lo dejó por aquel día, condujo hasta Pembridge Road y en la librería de segunda mano que hay allí encontró un libro titulado Crímenes de los años cuarenta del que no había oído hablar. Se lo compró porque tenía un capítulo sobre Reggie.
De vuelta a Campdem Hill Square, abrió el libro y descubrió que éste contenía menos información sobre los asesinatos de Rillington Place de lo que había creído al principio. En cierto modo, había malgastado el dinero. No obstante, las fotografías eran las mejores que Mix había visto. El frontispicio, con una foto grande de Reggie cuando lo conducían a los tribunales, era particularmente bueno. Mix contempló aquel rostro de rasgos bien esculpidos, la boca estrecha y la nariz grande, las gafas con montura de concha. «¿Qué harías tú en mi situación? -preguntó a la foto-. ¿Qué harías?»
Nerissa lo vio desde una ventana del piso de arriba y pensó en alguna medida que pudiera tomar. Como llamar a la policía, por ejemplo. Pero el hombre no estaba haciendo nada malo. Ya se cansaría de esperar, seguramente tendría trabajo que hacer y ella no iba a salir hasta mediodía. Le hubiese gustado ir a correr un poco antes, pero eso era imposible estando él allí.
La noche anterior había tenido la certeza de que Darel Jones la llamaría. No le resultaría difícil conseguir su teléfono a través de su madre, quien se lo pediría a la madre de Nerissa. Se había quedado en casa toda la tarde, esperando a que telefoneara. En realidad, estuvo sentada junto al teléfono por si acaso sonaba y no podía cogerlo a tiempo. Como una adolescente. Como si tuviera quince años, con su primer novio. Cuando se hicieron las diez, supo que no iba a suceder. Muchos hombres la hubieran llamado pasadas las diez, e incluso pasadas las once, pero Darel no. De alguna forma lo sabía. Decepcionada, se había ido pronto a la cama.
Algunas mujeres no esperarían, serían ellas las que llamarían al hombre por teléfono. ¿Por qué ella no podía hacerlo? No lo sabía, tendría algo que ver con la manera en que la había educado su madre, sin duda. Al día siguiente tenían que empezar con las fotos para la portada y el artículo de esa revista y poco después de eso empezaba la Feria de la Moda de Londres. Naomi, Christy y ella estarían en la pasarela. Eran sus últimos días de libertad, y en lugar de estar divirtiéndose, estaba allí de pie frente a la ventana, observando a un hombre que la observaba. Su agente le había dicho que ése era el precio de la fama y luego le dijo que llamara a la policía. Ella se resistía a hacerlo. Quizá reuniera valor suficiente para meterse en el coche sin mirar en su dirección, podría ir a casa de su cuñada para ver al bebé. O quizás esperara un poco, le daría media hora. Primero iría a ver a Madam Shoshana, a que las piedras o las cartas pronosticaran la última entrega de su futuro. ¡Ojalá ese tipo se diera por vencido y se marchara!
Se dio una ducha, se roció con colonia Gardenia de Jo Malone y sin querer tiró el tapón al suelo, se puso unos pantalones de corte militar y una camiseta de color amarillo canario. Su madre decía que era un tono difícil al tiempo que reconocía que ella, con su color de piel, podía llevarlo perfectamente. No recogió el chándal que se había quitado y que cayó al suelo y, dejando tras de sí un rastro de pañuelos de papel y de algodón, fue a echar otro vistazo por la ventana de su dormitorio. Él continuaba allí. Ojalá la casa tuviera otra salida, una que diera a un callejón trasero como tenían algunas de las casas de Notting Hill. Debería haberlo pensado antes de comprarla.
Si no se apresuraba, llegaría tarde a su cita. Bajó decidida a arriesgarse, pero cuando echó una última mirada, él se había marchado. Nerissa se sintió embargada por una abrumadora sensación de alivio. Tal vez no regresara, tal vez ya se hubiera hartado.
Durante todo el camino hasta el gimnasio de Shoshana casi esperaba ver aparecer de pronto el coche de aquel hombre por una calle lateral…, un coche azul, un Honda pequeño cuya matrícula empezaba por LCO y algo más…, pero debía de haberse ido. Era de suponer que trabajaría en alguna parte. Por su culpa, Nerissa llegó con diez minutos de retraso. Al subir las escaleras recordó de repente que en una ocasión que bajaba por ellas se cruzó con una joven que subía, una chica de rasgos morenos y marcados que le recordó a las fotografías que había visto de mujeres en la guerra de Bosnia. «Es curioso que haya pensado en ella», se dijo. Shoshana le había contado (cuando ella le preguntó) que la joven trabajaba en el gimnasio y que se llamaba… ¿Danielle, tal vez?
La habitación se hallaba a oscuras y olía a incienso como siempre, pero aquel día Shoshana llevaba un vestido negro de seda con lunas y planetas anillados bordados en el corpiño. Un velo sujeto por una especie de tiara cubría sus cabellos.
– Elijo las cartas, no las piedras -anunció Nerissa con firmeza.
A Shoshana no le gustaba que le ordenaran nada, pero sí le gustaba el dinero y Nerissa era una buena clienta.
– Muy bien. -En sus palabras subyacía la implicación: allá te las compongas-. Coge una carta.
La primera que tomó Nerissa fue la reina de corazones, la segunda también, y la tercera.
– Se te promete muy buena suerte en el amor -dijo Shoshana, que se preguntaba cómo había podido permitir que aparecieran tres reinas seguidas. Sería mejor que la próxima carta fuera el as de picas. Pero no lo fue. Nerissa sonrió con alegría.
– Nunca he visto una buena fortuna tan asombrosa -comentó Shoshana en tanto que por dentro maldecía entre dientes. Ella prefería las predicciones fatídicas, pero difícilmente podía inventarse un futuro negativo cuando estaba tan claro que Nerissa sabía lo que significaba la reina de corazones-. Toma una última carta.
En esta ocasión tenía que ser el as, y así fue. Shoshana ocultó su satisfacción.
– Una muerte, por supuesto. -Metió las manos en la bolsa de piedras, sacó el lapislázuli y el cuarzo rosa y los hizo girar entre sus palmas-. No eres tú ni nadie cercano a ti. Ya ha ocurrido.
– Tal vez sea mi tía abuela Laetitia. Murió la semana pasada.
A Shoshana no le gustaba que los clientes brindaran sus propias interpretaciones.
– No. Creo que no. Es una persona joven. Una chica. No veo nada más. Las palabras estaban escritas, pero unas nubes las han ocultado. Eso es todo.
La adivina guardó las cartas y las piedras. Nerissa detestaba la manera en que el mago parecía moverse cuando las velas parpadeaban.
– Son cuarenta y cinco libras, por favor -dijo Shoshana.
– Esa chica que me encontré una vez en las escaleras, parecía agradable. ¿Se llamaba Danielle?
– ¿Qué pasa con ella?
– No lo sé. Simplemente me vino a la cabeza.
– Se ha marchado -dijo Shoshana al tiempo que abría la puerta para despedir a Nerissa.
Dos policías pasaron a ver al señor Reza y luego fueron al gimnasio de Shoshana. Cuando en los dos sitios les dijeron que Danila Kovic había abandonado su trabajo y su habitación alquilada sin previo aviso y sin decir nada ni a su jefa ni a su casero, empezaron a tomarse las cosas en serio. El comunicado de prensa se difundió demasiado tarde para que lo publicara el Evening Standard, pero sí estuvo a tiempo para las primeras noticias de la noche de la BBC y para la prensa del día siguiente, donde casi tuvo prioridad sobre el artículo de «el día más caluroso del que se tiene constancia».
Nerissa lo oyó mientras cuidaba al hijo de su hermano, pero, a falta de una fotografía, no la identificó como a la chica que había visto en la escalera. Mix también vio las noticias. Él creía haber estado muy preocupado, pero entonces comprendió que había vivido engañado al seguir creyendo que la desaparición de Danila pasaría desapercibida. Había tenido otro mal día que empezó cuando no pudo ver a Nerissa, luego tuvo una pelea terrible con Colette Gilbert-Bamber, que le amenazó con informar a la empresa de sus deslices si se enteraba de que se veía con alguna otra mujer. Se marchó de su casa sin comer y sin tomarse ni un vaso de vino siquiera y tuvo que ir directamente a ver al médico.
Desde que supo que habían concertado la cita, Mix había dado por sentado que estaba perfectamente bien, era un hombre joven, sano y en forma. El médico disintió. Se empeñó en hacerle un análisis de sangre para comprobar los niveles de colesterol. Eso fue debido a la presión arterial que debía haber sido de algo así como ciento treinta sobre cuarenta y en cambio era de un alarmante ciento setenta sobre sesenta.
– Es fumador, ¿verdad?
– No, no fumo -respondió Mix con aire virtuoso.
– ¿Bebe usted?
– No mucho. Quizá cuatro o cinco copas a la semana.
Eso hubiera supuesto poco más de una botella de vino. El doctor lo miró con desconfianza. Le prescribió ejercicio, una dieta sin grasas, unas pastillas y que comiera sin sal.
– Vuelva a verme dentro de dos semanas… No querrá ser diabético cuando cumpla los cuarenta, ¿verdad?
Mix había leído en alguna parte que la ansiedad podía elevar la presión arterial. Bueno, pues últimamente él había sufrido de bastante ansiedad. Las advertencias del médico le habían provocado dolor de cabeza y sensación de mareo. Llamaría a la oficina central, les diría que no se encontraba bien y se iría a casa. Quizá la vieja Chawcer le había contagiado la gripe. Aquel día hacía un sol deslumbrante que por una vez iluminaba la casa sombría y revelaba el polvo que lo cubría todo y las telarañas que pendían de unas lámparas colgantes en desuso y de las sucias molduras del techo. Alguien había abierto las ventanas del piso de abajo y todas las cortinas estaban descorridas. Mix abrió una puerta que no había tocado nunca y vio una habitación amplia con una mesa de comedor en el centro, doce sillas dispuestas a su alrededor y en las paredes cuadros al óleo con ciervos y conejos muertos, mujeres feas que llevaban faldas con miriñaque y vacas en unos prados.
En el primer rellano se encontró con una mujer a la que no había visto con anterioridad e inmediatamente pensó que debía de tratarse de la que Reggie no había logrado asesinar, la hija de la vieja Chawcer. Pero esa mujer era demasiado mayor para serlo y se presentó como Queenie Winthrop, sonriendo y, por alguna razón, pestañeando.
– Lo cierto es que la pobrecita Gwendolen está muy pachucha, señor Cellini. Tiene una fiebre de más de cien grados. Y el médico no vendrá hasta mañana por la tarde. Yo digo que es un escándalo.
Mix, que había crecido midiendo la temperatura en grados centígrados, pensó que la mujer se había equivocado. ¿Qué se podía esperar, a su edad?
– Es una vergüenza -dijo él.
– Una vergüenza es lo que es. Estos médicos deberían avergonzarse. Bueno, la cuestión es que si usted pudiera prepararle una taza de té por la mañana, la señora Fordyce o yo vendremos a las ocho y media. Tenemos una llave.
– ¿Yo? -preguntó Mix débilmente.
– Así es. Si fuera usted tan amable. No sé quién va a abrirle la puerta a ese desgraciado del médico, pero ya nos lo arreglaremos de alguna manera entre las dos.
– Bueno, yo no puedo hacerlo -repuso Mix, que escapó escaleras arriba y por una vez se olvidó del fantasma de Reggie.
Olfateó el aire. Le daba la sensación de que lo olía desde allí fuera. Podía ser que también se lo imaginara. ¿Cómo se distinguía entre las cosas que eran reales y las que eran producto de tu imaginación? De todos modos, aquella noche no iba a entrar ahí. Iba a pensar, trazaría un plan. Ed telefoneó poco después de las ocho. Mix lamentó haber cogido el teléfono porque Ed empezaría otra vez con lo de que le había fallado. En cambio, le estaba diciendo que lo pasado, pasado estaba. Que no debería haberse puesto hecho una furia de esa manera. Su excusa era que aún no se le había pasado la gripe del todo y que todavía no se encontraba muy bien.
– Hay mucha gente con gripe -comentó Mix, pensando en la vieja Chawcer.
– Sí, y no es sólo eso. Steph y yo estamos teniendo problemas para que nos concedan una hipoteca.
Continuó dale que te pego hablando del piso que tenían la esperanza de comprar, calculando sus ingresos conjuntos, las posibilidades de ascenso de Steph y lo que podía ocurrir si se quedaba embarazada.
– Pues tendrás que procurar que eso no ocurra. -A Mix siempre le había resultado difícil, prácticamente imposible, pedir disculpas. El hecho de admitir que estaba equivocado le parecía el colmo de la humillación. No podía decir que lo sentía, pero tenía que decir algo-. ¿Te apetece que vayamos a tomar una copa? -se aventuró a preguntar-. ¿Esta noche, quizá?
– Sí, bueno, pero esta noche no puedo. ¿Quedamos mañana a las ocho en el Sun in Splendour? Y a buen entendedor, pocas palabras, ¿eh, Mix? En la oficina central se están enfureciendo un poco contigo. Pensé que debía darte un toque.
Por la mañana Mix casi se olvidó del té de la vieja Chawcer. Él rara vez bebía esa cosa, pero tenía un paquete de bolsitas de té junto al tarro del café y al verlo se acordó. Tendría que bajar también el azúcar por si acaso la mujer lo tomaba.
No tomaba azúcar. Fue lo primero que le dijo después de que él llamara a la puerta y entrara.
– No hacía falta que trajera eso, señor Cellini, no tomo azúcar. -No le dijo nada como que era muy amable por su parte. Ni un «buenos días». Su voz era débil y no paraba de toser. Cuando se incorporó en la cama con esfuerzo, Mix se fijó en que su camisón tenía algunas manchas grandes y húmedas de sudor-. ¿Qué día es hoy?
Él se lo dijo, con impaciencia.
– Entonces debe de ser mañana cuando vendrán los de la carcoma. Vienen a ver la que hay en la habitación que se encuentra junto a su piso. No recuerdo el nombre de la empresa, pero da lo mismo. -Un acceso de tos hizo que se sacudiera-. ¡Ay, Dios! Casi no puedo ni hablar. Una de mis amigas les abrirá la puerta. Espero que saquen las tablas del suelo y averigüen qué es ese olor tan espantoso.
Había ropa vieja por todo el dormitorio. Al menos podría haber limpiado las cenizas de la chimenea, ¿no? No había estado siempre enferma. La atmósfera era irrespirable y hacía un calor tremendo, palpable. Había moscas por todas partes, revoloteando en el polvoriento haz de luz del sol.
– ¿Abro una ventana?
La mujer no estaba tan enferma como para no volverse contra él.
– No lo haga, por favor, a menos que quiera que muera congelada. Déjelo. -Tosió, tosió y tosió…