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Nerissa reconoció a la chica por la fotografía del periódico. Kayleigh lloró al verla y Abbas Reza trató de consolarla diciéndole que seguro que Danila aparecería sana y salva. Shoshana nunca leía la prensa. La camarera del Kensington Park Hotel tal vez la hubiese reconocido como a la acompañante de Mix, pero no vio la fotografía porque se había ido a España para trabajar en un bar de la Costa Blanca. A Mix no le hacía falta verla. A él le bastaba con saber que ésa u otra fotografía estaban allí. El periódico había conseguido la foto de uno de los hermanos de Danila, quien se la entregó mientras su padrastro estaba ausente.
Mix estaba sentado abajo en el salón, estudiando las Páginas Amarillas, aunque hacía ya una hora que debería estar trabajando. Tenía tantos mensajes en el teléfono móvil que los borró todos sin ni siquiera leerlos. Lo ideal sería telefonear a todos esos especialistas en carcoma para averiguar cuál de ellos era el que iba a venir, pero había docenas, por no decir cientos. Hizo un intento de prueba en dos de ellos y hubiera tenido que mantenerse tanto rato a la espera, apretando ahora una tecla y luego otra mientras escuchaba el hilo musical que al final abandonó. Lo único que podía hacer era tomarse el día libre, quedarse allí y abrir personalmente la puerta al empleado. O más bien no abrírsela, decirle que ya no requerían de sus servicios. Si esa tal señora Fordyce o la otra insistían en quedarse, bien podría ser que tuvieran un altercado en el umbral. Mix tenía que evitar de algún modo que eso ocurriera.
Tendría que llamar a la oficina central y decir que estaba enfermo. El médico vendría durante la tarde y el hombre de la carcoma en cualquier momento. Aquella noche se suponía que iba a tomar una copa con Ed. Si no hubiese accedido a llevarle el té a la vieja Chawcer, no se hubiera enterado de lo del hombre de la carcoma… No soportaba pensar en las consecuencias. Ello lo llevó de nuevo a la habitación donde Danila yacía debajo de las tablas del suelo. Con aquel calor extremo, el olor era aún peor, era asqueroso, como las cosas que se pudren en el fondo de un frigorífico que alguien ha desenchufado. Tuvo ganas de romper una ventana para que se fuera un poco el hedor, pero pensó en el ruido que haría y en el alboroto que provocaría.
Tenía que trasladar el cadáver lo antes posible. En cuanto se hubiera quitado de encima al hombre de la carcoma y se hubieran marchado tanto el médico como esas dos mujeres, lo movería y lo bajaría a rastras por esos cincuenta y dos peldaños. De momento no podía quedarse en su piso, puesto que se encontraba demasiado arriba, demasiado distante. Tenía que asegurarse de oír el timbre de la puerta cuando llegara gente y, de ser posible, situarse allí donde pudiera verlos venir. Cuando ya bajaba y estaba en mitad del tramo embaldosado, oyó que una llave giraba en la cerradura de la puerta principal. La abuela Fordyce o la abuela Winthrop. Era Fordyce, la que tenía las uñas largas y rojas. Mix la oyó subir lenta y ruidosamente las escaleras y se encontraron frente a la puerta del dormitorio de la vieja Chawcer.
– Buenos días. ¿Qué tal se encuentra hoy?
– Perfectamente -mintió Mix.
– ¿Le ha dado de comer al gato?
– ¿Yo?
– Sí, usted -repuso Olive Fordyce-. Yo no veo a nadie más por aquí, ¿usted sí? Por favor, póngale un poco de comida al pobre animal enseguida. -Entró en el dormitorio de la vieja Chawcer.
«Me habla como si fuera su criado», pensó Mix. ¿Por qué no podía dar de comer al maldito gato ella misma? Él le tenía bastante miedo a Otto, que le dirigía miradas casi humanas de aversión, pero entró en la cocina y echó un vistazo a su alrededor en busca de alguna lata de comida para gatos. Su madre había sido igual de desordenada que Chawcer, motivo por el cual él era tan maniático con la limpieza de la casa, de manera que tenía una idea bastante aproximada de dónde buscar. Del fondo de un armario lleno de patatas que se habían grillado y de cebollas con brotes verdes, salió a la luz una lata decorada con la fotografía de un gato lamiéndose las patas. Mix vació medio bote en un plato y lo dejó en el suelo junto a una bolsa grande de plástico llena hasta los topes de puntas de hogaza y panecillos enmohecidos.
Lo cierto era que no importaba que viniera el médico, como si no llegaba a venir, salvo por el hecho de que mientras estuviera allí Chawcer no podría levantarse de la cama y andar por la casa. La visita importante era la del hombre de la carcoma. Mix llevó una silla tapizada con una gastada tela de pana marrón junto a la ventana de la fachada, desde donde podría vigilar la calle sentado. Se había dejado el teléfono móvil arriba. Daba igual, si hacía falta podía usar el teléfono de la mujer. Allí lo encontró Olive Fordyce al cabo de media hora.
– No creo que Gwen haya mejorado nada. Esa tos suena como a pleuritis. Imagínese, con este calor. ¿Qué está haciendo aquí?
Mix no respondió.
– ¿Cuál es el nombre de la empresa a la que ha llamado para que miren lo de la carcoma?
– ¿A mí me lo pregunta? ¿Cómo quiere que lo sepa? Pregúnteselo a ella.
– Se le ha olvidado.
Olive tomó asiento. Para ser un ángel de bondad que tenía que subir escaleras, llevaba unos zapatos muy poco adecuados, rojos, puntiagudos y con unos tacones de cinco centímetros. Aun sin mirar, notaba que se le estaban hinchando los tobillos.
– Quería que subiera a esa habitación y viera qué me parecía. Dice que huele raro.
A Mix le pareció que, de no haber estado sentado, se hubiera caído al suelo. La cabeza le daba vueltas. Consiguió decir:
– Ya lo mirarán los de la carcoma.
– Bueno, tengo que reconocer que ahora mismo no tengo ganas de subir ahí arriba. Mis pobres pies están muy hinchados, siempre me ocurre lo mismo con el calor. Lo cierto es que Gwen debería instalar un salvaescaleras.
No había nada que responder a eso. La mujer se puso de pie y tuvo dificultades para mantener el equilibrio.
– Estará usted aquí para abrirle al médico, ¿no?
Mix tenía ganas de gritarle alguna grosería, pero recordó que, por improbable que fuera, aquella mujer debía de ser la tía abuela de Nerissa.
– Supongo que sí -respondió.
La observó con desprecio mientras la mujer se alejaba calle abajo con paso tambaleante. ¡Si esas ancianas vieran la pinta que tenían! Daba la impresión de que ni ésta ni la otra iban a regresar aquel día, y eso le favorecía. Tendría el control de la casa, de quién iba y venía. El hombre de la carcoma no iba a entrar a la fuerza y el médico no iba a subir para averiguar de dónde provenía el olor. «Estate atento -se dijo-. Sólo es cuestión de esperar.»
Nerissa recibió la llamada mientras esperaba a que llegara el taxi que tenía que llevarla a una sesión fotográfica en el hotel Dorchester. Casi había abandonado la esperanza de saber de él. Si un hombre al que has conocido (o con el que has vuelto a encontrarte) no te llama por teléfono dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, lo más probable es que no te llame nunca. Sin embargo, la invitación que le hizo fue tan distinta a cualquiera que hubiese recibido anteriormente que por un momento se preguntó si no sería una broma.
– Mis padres y los tuyos, y tu hermano Andrew y su esposa van a venir a cenar a casa el sábado y me preguntaba si querrías venir tú también.
Nerissa no pudo preguntarle si se lo decía en serio. La tentación de decir que no fue bastante fuerte, pero batallando con ella estaba el aliciente de volver a verlo, de estar con él, aun cuando fuera en compañía de otras seis personas. A ella le caían bien sus padres y siempre había mantenido una relación muy estrecha con Andrew, que, aunque era tres años mayor que ella, era el que más se aproximaba a su edad.
– ¿Nerissa? -dijo Darel.
La joven respondió con voz entrecortada.
– Sí, gracias. Me… me encantaría.
Él le dio la dirección en los Docklands, en algún lugar cerca de Old Crane Stairs. La estación de metro era la de Wapping, de la East London Line.
– Supongo que iré en coche -dijo Nerissa-. Discúlpame, pero tengo que marcharme, ha llegado mi taxi.
Nerissa subió al taxi preguntándose cómo debía interpretar aquello. ¿Es que era muy anticuado o acaso tenía miedo de estar a solas con ella? ¿No sería gay? Parecía que el corazón le latiera despacio, pero con mucha fuerza. No, no podía serlo. Sheila Jones había mencionado a una novia que tenía. Nerissa lo consideró. Quizá sólo quería ponerla a prueba, para ver si lo que pensaba de ella era cierto o si de verdad había resultado ser distinta, tal como le había dicho.
Shoshana estaba atendiendo a un cliente, de modo que Kayleigh habló con la policía, aunque ya les había contado todo lo que sabía. Aquel viernes Danila había estado trabajando en el gimnasio como de costumbre y la propia Kayleigh había hablado con ella por teléfono a las tres y media, media hora antes de que le correspondiera relevar a la chica bosnia. La había visto, habían intercambiado unas palabras y Danila se había marchado a su casa, en Oxford Gardens. Uno de los inquilinos de la casa, un hombre del segundo piso, la había visto llegar alrededor de las cuatro y media. Él estaba en el vestíbulo separando su correspondencia del resto del correo. Danila le había dicho hola y había subido a su habitación del primer piso. Abbas Reza no la había visto, aunque creía haberla oído salir de casa sobre las siete y media aquella tarde. Él no sabía si la chica tenía novio, y Kayleigh tampoco. Nadie había vuelto a verla desde entonces.
La policía creía que, si la joven estuviera muerta, a esas alturas ya habrían encontrado su cadáver. Barajaron la posibilidad de que tuviera un enamorado secreto. Pero ¿por qué iba a mantener en secreto a un amante? No tenía ningún motivo para avergonzarse, ni siquiera para ser discreta. La única pista, muy endeble, era que el inquilino del segundo piso, un hombre de origen chino llamado Tony Li, había oído a Danila y a un hombre hablando en la puerta de la habitación de la chica una noche, unas tres semanas antes de que desapareciera. No había visto al hombre, sólo oyó su voz, aunque no lo que dijo.
La pérdida de tiempo que se hacía más interminable era tener que esperar sin nada que hacer, sin distracciones, sin nada que leer, escuchar o mirar. Después de pasarse dos horas así, Mix subió arriba a buscar Crímenes de los años cuarenta. No sabía por qué, pero últimamente no quería leer otra cosa que no fueran libros sobre Reggie; ni revistas, ni periódicos…, definitivamente nada de periódicos. Al volver abajo oyó a la vieja Chawcer tosiendo como si fuera a echar los pulmones por la boca. Otto estaba en el vestíbulo lamiéndose los bigotes después de haber comido lo que le había puesto Mix. El animal se comportaba como si no hubiera nadie más por allí o como si aquel humano fuera tan insignificante que no contara para nada y que de ninguna manera se consideraba un motivo para interrumpir su rutina de limpieza.
En el libro no parecía haber nada nuevo, nada que Mix no hubiera leído antes en alguna otra parte. Lo sabía todo sobre Beresford Brown, un inmigrante de origen afrocaribeño y nuevo inquilino del número 10 de Rillington Place que al echar abajo un tabique de la cocina encontró dos cadáveres metidos en un hueco. Para entonces Reggie ya se encontraba lejos de allí, aunque no lo suficiente como para librarse de que al final lo arrestaran. Mix ya estaba familiarizado con todo aquello, pero igualmente leyó la versión de aquel autor con interés, ansioso por obtener detalles del proceso de putrefacción de los cadáveres. Aquello había ocurrido en el mes de diciembre. Cincuenta años atrás, antes de este calentamiento global, incluso el mes de marzo hubiera sido gélido, en cuanto al mes de agosto… También era mala suerte que aquel día hiciera más calor que en España, según dijeron en televisión, el mismo calor que en Dubái.
Había leído unas quince páginas (tan sólo había veintidós sobre Reggie) cuando sonó el teléfono. ¿Contestaba o no? Ya puestos… Así tendría algo que hacer. Una voz masculina preguntó: «¿Está la señorita Chawcer, por favor?» Parecía bastante mayor.
– Ahora mismo no puede ponerse -le informó Mix, y se apresuró a añadir-: ¿No llamará usted de la empresa de la carcoma?
– Me temo que no. Me llamo Stephen Reeves, doctor Reeves.
Aquél no era el médico que tenía que pasar más tarde, sino el hombre al que la vieja Chawcer había estado escribiendo todas esas cartas.
– ¿Ah, sí? -dijo Mix.
– ¿Tendría la amabilidad de darle un mensaje? ¿Le dirá que me gustaría pasar a verla la próxima vez que vaya a Londres?
El hombre le dio un número de teléfono que Mix dijo que anotaría, pero que no anotó. No había ni papel ni bolígrafo a mano. De todos modos, lo más probable es que ella ya supiera el número, tenía que saberlo, seguro.
– Ya se lo diré -afirmó.
Retomó el libro y la espera. Las ilustraciones lo horrorizaban, pero al mismo tiempo atraían su mirada. Los cuerpos tenían un aspecto sumamente sórdido, eran como líos de andrajos, en lugar de personas de verdad muertas. Ethel Christie yacía bajo las tablas del suelo frente a la chimenea del salón. ¿Tendría Danila ese mismo aspecto cuando él levantara las tablas? ¿O cuando otra persona las levantara? Los fantasmas y esos temores iniciales le parecían absurdos e infantiles ahora que tenía un verdadero peligro por el que preocuparse. Un pie de foto informaba que un fémur de Ruth Fuerst estaba clavado en el suelo para sostener uno de los postes de la valla. La insensibilidad de Reggie lo fascinaba. Seguro que no había mucha gente que hubiese tenido el valor y la fuerza de voluntad necesarios para utilizar un pedazo de ser humano muerto para semejante propósito. Pensaría en ello cuando se deshiciera del cuerpo de Danila y eso le daría fuerzas. Pensaría en el coraje y la sangre fría de Reggie.
Para entonces ya empezaba a tener hambre, pero no le apetecía nada de la cocina de la vieja Chawcer. Subió corriendo las escaleras de dos en dos del primer tramo y medio. Después tuvo que descansar porque le faltaba el aliento, tuvo que sentarse en uno de los peldaños. Subió el trozo que le faltaba tambaleándose y al entrar en su piso oyó que sonaba el teléfono. Se quedó inmóvil preguntándose si responder o no a la llamada. La gente de la carcoma no iba a llamarlo a él y el médico tampoco. Quizá fuera mejor dejarlo. Se hizo un par de sándwiches de cualquier manera, colocando el queso en lonchas ya cortadas entre rebanadas de pan ya cortado, encontró una bolsa de patatas, una barrita de muesli y regresó abajo a su posición junto a la ventana.
Las dos mujeres llegaron al mismo tiempo. Mix vio que una de ellas bajaba de un vehículo que llevaba un cartel en el que ponía Médico en la parte interior del parabrisas y la otra se apeaba de una furgoneta pintada como si fuera de madera veteada y con la palabra Woodrid estampada en letras doradas en los laterales. Por algún motivo que sabía que muchos calificarían de sexista, no se esperaba que ninguna de las dos visitas fuera una mujer. La médico fue la primera en llegar a la puerta, unos pasos por delante de la conductora de la furgoneta. No se tomó muchas molestias con Mix y se dirigió a él con brusquedad:
– ¿Dónde está?
– En su dormitorio -contestó él con igual aspereza.
– ¿Y eso dónde es?
– En el primer piso. La primera puerta de la izquierda.
La médico pasó junto a él y la mujer de la carcoma ya tenía un pie en el umbral.
– Al final no vamos a necesitar de sus servicios -dijo Mix.
– ¿Cómo dice? -Era una chica bastante guapa, pulcramente ataviada con un uniforme marrón con una doble uve en el bolsillo superior de la chaqueta.
– Que ya no se la necesita. Está enferma. La señorita Chawcer, quiero decir. Está enferma en la cama. No puede hablar con usted.
La mujer retrocedió, pero no dio muestras de querer marcharse.
– Aun así podría echar un vistazo. Es lo único que tengo que hacer para empezar, echar un vistazo a la plaga.
– No hay ninguna plaga -replicó Mix casi a voz en cuello-. Ya se lo he dicho, ella no la necesita. Al menos hoy. Está enferma. Vuelva la semana próxima si quiere.
La mujer estaba diciendo que no volvería, y menos si le iban a hablar de ese modo, y Mix le cerró la puerta en las narices. Después ya no volvió a mirar por la ventana hasta que oyó que arrancaba la furgoneta, y cuando lo hizo, fue para ver a la abuela Winthrop que avanzaba tambaleándose por el sendero acarreando unas bolsas de la compra llenas.
Ya abriría ella sola, él no iba a hacerlo. Y si algo de eso que llevaba era para la comida de la vieja Chawcer, también se podía ocupar ella de eso. Mix no supo cómo adivinó Queenie Winthrop que estaba en el salón, pero se asomó a la puerta. Pareció desagradablemente sorprendida.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Le he abierto la puerta a la doctora.
– ¡Ah, sí! He visto su coche. ¿No es una mujer muy dulce?
Mix no respondió. De repente había caído en la cuenta de que no había llamado a la oficina central.
– Ahora me voy a mi piso -dijo-. Ya le he dado de comer al gato.
¿La vieja iba a entrar en el dormitorio de la vieja Chawcer estando allí la doctora? Aunque lo hiciera y aunque la mujer de la carcoma ya hubiese venido y se hubiese marchado, era demasiado arriesgado intentar bajar el cuerpo por todos esos tramos de escalera. Su única posibilidad era hacerlo de noche. Le hubiese gustado salir al jardín y echar un vistazo, buscar el mejor lugar para enterrarla, ver si había un cobertizo o alguna otra edificación anexa donde dejar el cuerpo mientras cavaba. A causa de los tejados y salientes que sobresalían, desde su piso sólo se podía ver el extremo del jardín.
Telefonearía a la oficina central mientras estaban todas en ese dormitorio y una cosa menos. Después podría intentar salir fuera. La recepcionista que respondió no aguardó a que Mix le dijera con quién quería que le pusiera.
– Jack quiere hablar contigo ahora mismo. -Jack era el señor Fleisch, el jefe de departamento-. De hecho, ya quería hablar contigo a primera hora de la mañana. Te lo paso.
Mix apenas tuvo ocasión de mediar palabra.
– ¿Estás enfermo? Debe de ser muy grave para que pases por alto cuatro visitas a domicilio, siete llamadas telefónicas urgentes y tres mensajes de texto. La mitad del oeste de Londres anda a tu caza. ¿Es algo físico o mental? Yo diría que mental, ¿tú no? Por eso no ha servido de una mierda mandarte al médico. Lo tienes jodido, muchacho.
– ¿Qué puedo decir? Tal vez sí sea mental. Quizá sea una depresión. Tendré que superarlo. Sé que lo haré.
– Muy bien. Perfecto. Mientras tanto, mientras tú lo superas, el señor Pearson quiere verte mañana por la mañana a primera hora.
– Allí estaré -dijo Mix.
– Más te vale.
La cosa debía de ser grave para que lo hubiera convocado el presidente ejecutivo. Sería para despedirlo o, en el mejor de los casos, para darle una última oportunidad. ¡A la mierda! Ahora no podía preocuparse de eso. Aunque extrajera el cadáver de debajo del suelo y lo sacara al jardín después de anochecer, no conseguiría cavar una tumba profunda y meter a la chica dentro en una noche. Y de todas formas, por la mañana no estaría en condiciones de hacer nada. Estaba una vez más en la habitación donde se hallaban los restos de la chica y, pese a que el hedor cada vez más intenso le provocaba náuseas, contemplaba la posibilidad de levantar la tabla en aquel momento cuando le llegó la fuerte voz aflautada de Queenie Winthrop que le gritaba desde el primer piso.
– ¡Señor Cellini! ¡Señor Cellini! ¿Está usted ahí? ¿Me oye? ¿Puede bajar un minuto?
Tendría que hacerlo, si no, subiría ella. El olor ya se percibía desde lo alto de las escaleras.
– ¡Sí, ya bajo!
Cerró la puerta, descendió por el tramo embaldosado y luego por el siguiente. La vieja Winthrop estaba colorada y parecía nerviosa.
– Gwendolen tiene neumonía. No puedo decir que me sorprenda. Ahora mismo la doctora Smithers está abajo llamando a una ambulancia para que se la lleven al hospital.
A Mix le pareció notar que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¡La mujer iba a marcharse! Estaría solo en la casa, tal vez durante una semana. Tenía que preguntarlo.
– ¿Para cuánto tiempo tiene?
– La doctora no lo sabe. Para unos cuantos días, eso seguro. -Le habló como si Mix tuviera catorce años-. Ahora usted será el responsable de la casa mientras ella no esté y contamos con su ayuda. No nos defraude.