177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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17

Steph también fue, por supuesto. Siempre venía. Esos dos eran inseparables. Mix creía que eso duraría un par de años y que después, sobre todo si había un bebé, Ed empezaría a salir solo otra vez.

Ellos ya estaban en el Sun in Splendour cuando Mix llegó. Había estado a punto de olvidarse de su cita y no se acordó hasta las ocho menos cuarto, cuando estaba planeando qué excusas darle al señor Pearson y el nombre de Ed entró en sus cálculos. Si no aparecía, su amigo no volvería a hablarle nunca más, eso seguro. De todos modos, no le importaba salir, que le diera un poco el aire fresco y hablar con gente de verdad en lugar de hacerlo con esas viejas.

Bajó las escaleras corriendo y sintiéndose casi contento. La ambulancia se había llevado a la vieja Chawcer a las tres y media y Queenie Winthrop se había marchado en ella. Ahora ya no era necesario intentar salir al jardín sin que lo descubrieran. No era necesario trasladar el cuerpo de inmediato. Mix se había tumbado en el sofá con los pies en alto, con un libro de Reggie que tenía desde hacía mucho tiempo y que al menos había leído ya dos veces, Muerte en una tumbona, y estaba llegando a la parte que en aquellos momentos más le interesaba, cómo había tenido lugar la putrefacción en los cuerpos de esas mujeres, Ruth Fuerst, Muriel Eady, Hectorina MacLennan, Kathleen Maloney, Rita Nelson y la propia esposa del asesino, Ethel.

No era el mejor libro que había leído sobre Reggie. El primer premio tenía que ser para El asesino extraordinario, pero terminaría de leer aquel capítulo. Resultaba curioso que, si seis meses antes alguien le hubiera dicho que un libro le iba a resultar más fascinante que la televisión o que un juego en Internet, se hubiese reído de ellos. Cuando entró en el pub seguía pensando en Reggie y en la manera en que ocultó esos cadáveres, enterrando sólo dos de ellos en el suelo, quemando parcialmente un par…

Ed se rió al verle y le dijo:

– Llegas tarde como de costumbre. Pero da lo mismo, ¿no?

A Mix no le hizo mucha gracia el comentario, pero decidió no discutir. En lugar de eso, admiró el anillo de compromiso de Steph y les preguntó cuándo iban a casarse.

– Todavía falta mucho -dijo Ed, que fue a buscarle una ginebra con tónica-. Veo que te has pasado a las bebidas fuertes.

Mix consideró que aquello no merecía respuesta alguna. Esperaba que Ed le pidiera que fuera su padrino de boda. Antes de discutir lo hubiera hecho, quizás aún lo hiciera, aunque no esa noche.

– Lo tienes jodido en la oficina central -comentó Ed-. Pero me imagino que a estas alturas ya lo sabes.

– Hoy eres la segunda persona que me lo dice. No quiero hablar de ello.

– Cuando el señor Pearson sea la tercera persona, no te quedará más remedio.

Steph se rió tontamente. Pero no era una chica desagradable y cambió de tema para hablar de bodas, casas e hipotecas. Al cabo de un rato de estar comentando esos temas, Steph dijo casi lo peor que Mix querría haber oído.

– Han estado aquí buscando a esa chica desaparecida.

– ¿Qué chica desaparecida? -Mix tuvo que fingir.

– Danila Kovic o como sea que se pronuncie. Entraron dos policías y hablaron con ese chico, Frank, el barman. Oí que decían que la chica había solicitado trabajar aquí porque lo que ganaba en un gimnasio no le bastaba para vivir.

– No consiguió el empleo -dijo Ed-. Cuando se fueron los policías, Frank dijo que la muchacha carecía de la experiencia necesaria. La llamó pobre criatura, dijo que no parecía lo bastante mayor como para beber, no digamos para servir alcohol.

– Pues eso no le resultaría de mucha utilidad a la policía -comentó Mix bastante aliviado.

La estaban buscando, pero eso él ya lo sabía. Gracias a Dios que no la había llevado allí. Mejor hablar de otra cosa.

– ¿Cuándo va a ser la boda?

– Ya me lo preguntaste por teléfono y vas a obtener la misma respuesta. Todavía falta mucho.

– Queremos tenerlo todo en orden y todo pagado antes de casarnos -explicó Steph-. Así el matrimonio tiene más posibilidades, ¿no te parece?

Mix no tenía opinión al respecto, pero coincidió con ella y hablaron del piso nuevo, de las constructoras, de las sociedades hipotecarias y de los tipos de interés, hasta que de pronto Ed dijo:

– Frank dijo que volvió a verla. Paseando por Oxford Gardens con un tipo.

Mix derramó un poco de bebida que formó un pequeño charco con burbujas. Sabía que debería haber preguntado: «¿A quién?», pero no lo hizo; en cuanto Ed lo mencionó, él ya supo a quién se refería. Con voz un tanto alta, dijo:

– Se lo contó a la policía, ¿no?

– Dijo que lo haría. Cuando habló con ellos, se le había ido de la cabeza.

Era lo más cerca que habían llegado de encontrar a un hombre en la vida de la joven. ¿Sería capaz de describirlo este tal Frank? ¿Le reconocería?

– ¿Frank trabaja esta noche?

Mix tuvo la impresión de que su voz no había sonado del todo firme y creyó que Ed lo miraba de forma extraña.

– Vendrá más tarde.

«Espera, ahora no digas que te vas, les parecerá un poco raro si lo haces.» Se obligó a permanecer en la silla, creyó tener la sensación de que todos los nervios de su cuerpo se tensaban para empujarlo fuera de su asiento y por la puerta. No obstante, se quedó, con la frente sudorosa.

– ¿Nos tomamos otra? -Ed se había cansado de esperar que Mix invitara. Podían pasarse toda la noche allí sentados antes de que lo hiciera-. ¿Quieres lo mismo?

– Me tengo que marchar -dijo Mix.

¿Qué aspecto tenía ese tal Frank? No lo recordaba y no podía preguntarlo. Bien podría ser que al salir de allí se tropezara con él en Pembridge Gardens sin saber quién era. Sin embargo, Frank lo reconocería. Le dijo adiós a Steph con brusquedad y a Ed le dirigió un: «Nos vemos».

Había mucha gente por la calle. Siempre ocurría lo mismo en las noches cálidas como aquélla. Cualquiera de los hombres jóvenes podía ser Frank. El que subía por Notting Hill Gate podría ser él, o ese que estaba saliendo de un coche. En cualquier caso, ninguno de ellos pareció reconocerle. Mix podía coger el autobús o ir andando, pero sería más fácil que lo vieran si se quedaba de pie en la parada del autobús, en tanto que si caminaba se alejaría de la zona de peligro y, aparte, le haría bien.

Normalmente, cuando regresaba a Saint Blaise House, si no era muy tarde, se veía una luz tenue en dos o tres ventanas. Un resplandor amarillo verdoso iluminaba la media luna de cristal que había sobre la puerta principal, las hojas de las ventanas del salón y tal vez la del dormitorio de la mujer. Aquella noche no había ninguna, la casa estaba llena de una oscuridad total, una oscuridad lo bastante intensa y densa como para aplastarse contra las ventanas desde el interior. «Deja de imaginarte cosas -se dijo-, ya sabes que todo está en tu cabeza.» Abrió la puerta con la llave y entró en el silencio que esperaba y quería.

«Los fantasmas no existen. Esa Shoshana diría cualquier cosa por dinero. No cierres los ojos cuando llegues arriba. Cualquier cosa que veas sólo está en tu cabeza.» Mantuvo los ojos abiertos, miró por los pasillos y no vio nada. «Y ahora que estás en casa no empieces a beber, mantén la mente despejada.»

Mientras caminaba de vuelta a casa había decidido bajar el cadáver aquella misma noche. Pero ¿por qué? No había ninguna necesidad de hacerlo de inmediato. La vieja Chawcer estaría fuera una semana. «Déjalo para mañana, intenta volver a casa hacia las cuatro y hazlo entonces. Luego puedes cavar el agujero el sábado durante el día. Si algún vecino te ve cavando por la noche, va a sospechar.»

Lo empezaría todo mañana y mientras tanto se tomaría una copa muy pequeña de ginebra y se iría a la cama. Una vez allí, cómodo y abrigado, empezó a preocuparse por la entrevista de la mañana siguiente con el señor Pearson. ¿Y si le decía que iban a tener que prescindir de él? Pero no iban a hacer eso sólo por haberse saltado unas cuantas visitas. ¿Se molestaría Frank en ir a hablar con la policía? Y si lo hacía, ¿cómo podía saber a quién había visto con Danila? La chica podría haber tenido otros novios y cualquiera de ellos podía haberla acompañado hasta Oxford Gardens. Mix se durmió, se despertó, volvió a quedarse dormido, se levantó, encendió la luz y contempló su reflejo en el espejo alargado. ¿Cómo lo describirían a él, a todo esto? Era un hombre de aspecto común y corriente, no tan delgado como debería estar, de tez rosada, nariz chata, ojos ligeramente grises o de color avellana y cabello rubio tirando a castaño. Una rueda de reconocimiento sería una cosa completamente diferente, pero incluso Mix en su estado de nervios actual se dio cuenta de que, una vez más, se estaba dejando llevar por la imaginación.

El señor Pearson no iba a despedirlo tal como Mix se había temido en cierto modo, sino que iba a darle una última oportunidad. El hombre era propenso a dar pequeñas charlas sentenciosas a sus empleados cuando éstos tenían problemas y en aquella ocasión le dio una a Mix.

– No se le exige un comportamiento ejemplar simplemente por usted, y ni siquiera por mí. Es en beneficio de toda la comunidad de técnicos de esta empresa y por la reputación de la misma. Piense en lo que ahora mismo significa usted para un cliente cuando habla con él por teléfono en nombre de la compañía. El cliente tiene una agradable y cálida sensación de seguridad, de tranquilidad y satisfacción. Todo irá bien. Lo harán, y con prontitud. No importa cuál sea el problema, esta empresa lo resolverá. Y luego piense en lo que significa cuando un técnico falla repetidas veces al cliente, no aparece cuando prometió y no devuelve las llamadas. ¿Acaso el cliente (o, más probablemente, la clienta) no empezará a considerar que la empresa es informal y poco de fiar, que ya no es de primera? ¿Y lo más seguro no es que entonces se diga: «Tal vez debería buscar otra empresa en las Páginas Amarillas»?

«En otras palabras, lo que está diciendo es que he defraudado a la empresa -pensó Mix-. Bueno, déjalo. De todos modos no volverá a ocurrir.»

– No volverá a repetirse, señor Pearson.

Abajo, en la sala de los técnicos donde Mix podía utilizar una mesa, telefoneó al gimnasio de Shoshana. Contestó ella misma, pues la empleada temporal se había marchado y todavía no había encontrado sustituta para Danila.

– La semana que viene iré a echar un vistazo a esas máquinas.

– Supongo que eso quiere decir el próximo viernes por la tarde -dijo Shoshana con maldad.

– No tendrá que esperar tanto. -Mix trató de sonar jovial.

– Espero que así sea. -Cuando colgó el auricular, Shoshana marcó el código que le permitiría saber el número desde el cual la había llamado. Se esperaba un resultado negativo, ya que suponía que la llamaba desde el móvil o desde el teléfono de su casa, pero en cambio obtuvo el prefijo de Londres y siete dígitos que no le resultaban familiares. Los anotó con esmero.

A continuación Mix llamó a Colette Gilbert-Bamber y recibió un torrente de insultos. Después de todo lo que había hecho por él, según dijo ella, la trataba como a una prostituta a la que podía conseguir y dejar cuando se le antojara… Había averiguado cuál era el nombre del presidente ejecutivo de su empresa y había considerado contarle al señor Pearson lo que había estado a punto de contarle a su marido, que Mix había intentado violarla.

– ¿Y bien? ¿Qué te parece eso?

– Nunca he oído semejante sarta de estupideces. -Estuvo por decirle que a ella nunca la violarían porque la violación sólo tenía lugar cuando la víctima se resistía, pero se lo pensó dos veces y colgó sin decir nada. Después entró en el almacén donde guardaban un número limitado de máquinas nuevas para entregar de inmediato y encontró lo que andaba buscando, una bolsa muy grande de un plástico grueso, pero de un azul claro transparente, de las que se utilizaban para proteger las bicicletas estáticas y las cintas de correr.

Guardó bien la bolsa en el maletero del coche y condujo para ir a visitar a un cliente tras otro, soportando sus reproches y prometiendo rapidez en las visitas de seguimiento. A las dos, con un sándwich del Pret-a-Manger y una lata de Coca-Cola (de la baja en calorías porque estaba a dieta), se dio el gusto de pasar un rato frente a la casa de Nerissa.

Era su primera visita desde hacía días, pero, aunque estuvo allí más de una hora, ella no apareció. En cuanto se hubiera ocupado de ese cadáver tendría que idear una nueva estrategia, un verdadero plan de campaña porque de momento, tal como se recordó a sí mismo, sólo había hablado con ella en una ocasión. Poco después de las tres y media realizó una última visita, esta vez en una gran vivienda que daba a Holland Park y hacia las cinco menos diez ya estaba en Saint Blaise House llevando la bolsa de plástico.

Y Queenie Winthrop también estaba allí, aunque Mix no lo supo hasta que, después de subir las escaleras hasta su piso, volvió a bajar para comprobar que pudiera sacar el cuerpo al jardín por la cocina y las dos habitaciones diminutas que había más allá. La mujer estaba en la cocina, con un delantal encima de su vestido rojo floreado, ordenando las cosas y limpiando las superficies.

– ¿Se acordó de darle de comer al gato? -preguntó ella.

– Ahora lo haré.

La abuela Winthrop repuso en el tono triunfante de quien ha conseguido un reto y espera que le feliciten por ello:

– No se moleste. Ya lo he hecho yo -dijo, y añadió-: Aunque no parecía muy hambriento que digamos.

Mix no dijo nada. ¿Cuánto rato iba a pasarse ahí? Ella le contestó aun cuando él no se lo había preguntado.

– Tengo trabajo para un par de horas más. He ordenado el cuarto de las botas y el lavadero y acabo de empezar con la cocina. ¡Menudo trastero está hecho este lugar!

La palabra que utilizó para una de esas pequeñas habitaciones traseras hizo que Mix diera un respingo.

– ¿Lavadero? ¿Hay un lavadero?

– Ahí fuera. Mire.

La siguió hacia un cuarto que era más bien un cobertizo con paredes de ladrillo sin revoque. Una cosa abultada, como una especie de horno antiguo, ocupaba uno de los rincones.

– ¿Qué es eso?

– Es un caldero. Me imagino que nunca había visto nada parecido, ¿verdad? Mi madre tenía uno y hacía la colada en él. Era horrible. Las mujeres utilizaban un palo para remover la ropa y una tabla de lavar. Era terriblemente perjudicial para sus órganos internos.

Mix retuvo aquello lo mejor que pudo. Las palabras «caldero» y «tabla de lavar» no le decían nada, pero «lavadero» sí. Era precisamente en el que había en el número 10 de Rillington Place donde Christie había dejado todos los cadáveres hasta el momento de enterrarlos. Mix haría lo mismo en cuanto esa condenada mujer se marchara. Debería haber tenido la sensatez de pedirle que le devolviera la llave. El día anterior, cuando le estaba diciendo que diera de comer al gato, él tendría que haberle pedido la llave. Pero ¿y si le decía que no?

– Sería mejor que la llave de la señorita Chawcer la tuviera yo.

– Pero ¿por qué? -dijo ella en tanto que volvía a meterse en la cocina y rociaba enérgicamente todo el fregadero con un limpiador perfumado de color azul-. Le dije a Gwendolen que la guardaría yo. Podría necesitarla para entrar y salir. Si no le importa, me la voy a quedar. Puede que Olive y yo decidamos hacer limpieza general de toda la casa para darle una sorpresa cuando regrese. Me temo que la pobre Gwendolen no es muy buena ama de casa.

No había más que decir. Mix regresó a su vivienda preguntándose si la mujer habría estado en el piso de arriba. De haber subido, ¿no le habría llegado el hedor y le hubiese comentado algo? De nada le sirvió sentarse a intentar ver la televisión, ni siquiera leer el libro sobre Christie. Tenía que hacer algo, dar los pasos preliminares. Con mucho cuidado, cargado con la bolsa de plástico y la caja de herramientas, salió al rellano y escuchó. Abajo no se oía nada. Abrió la puerta del dormitorio de al lado. Había cogido una bufanda y se la ató en torno a la cabeza de manera que le tapara la nariz. Seguía percibiendo el olor, si bien con menos intensidad. La cosa empeoró sobremanera cuando levantó las tablas, pero se dijo que tenía que continuar, seguir adelante, no pensar en ello y respirar por la boca.

El cuerpo estaba igual que cuando lo había metido allí, pequeño, ligero, envuelto en su mortaja de sábanas rojas. Para poder levantarlo le fue preciso acercar mucho la cabeza y la cara y tuvo arcadas dos veces. No obstante, logró sacarlo y dejarlo en el suelo. Si bien su apariencia no había cambiado, parecía haber ganado peso. Allí donde se había quedado, encima de las vigas llenas de polvo, estaba el tanga, de color negro y escarlata, una prenda frívola de elástico y encaje. ¿Cómo se le había pasado por alto su ausencia cuando tiró el resto de su ropa? Lo recogió y se lo metió en el bolsillo. Lo más fácil fue introducir el cuerpo de la chica en la bolsa. Una vez lo tuvo dentro Mix se sintió mejor, y cuando hubo cerrado la abertura de la bolsa enrollando en ella un pedazo de alambre, lo embargó un gran alivio. ¿Y si esa vieja estaba esperando en la puerta o subía por las escaleras embaldosadas? La mujer no estaba y Mix consiguió arrastrar la bolsa con el cadáver hasta su propio piso. Una vez lo hubo entrado, tuvo que regresar para volver a poner las tablas del suelo en su sitio y comprobar el olor. Si es que aún persistía.

Por supuesto que sí. Mucho menos intenso, pero muy desagradable. Tal vez no se notara tanto cuando hubiese vuelto a colocar las tablas. Resultaba difícil saber si sería así o no, pero con el tiempo seguro que desaparecería. Tendría que haber comprado otra botella de ginebra de camino a casa. Le quedaba muy poca. Quizá fuera mejor así. Se la bebió mientras esperaba a que Queenie Winthrop se marchara.

Finalmente lo hizo a las seis y media. Mix la oyó irse desde lo alto de las escaleras. Debería haberle preguntado cuándo volvería, aunque podría haber resultado una pregunta extraña. Cuando estuviera en casa, y por supuesto no cuando estuviera fuera, podía cerrar la puerta principal a cal y canto, y eso es lo que haría cuando bajara el cuerpo. Él era de los que solían dejar las cosas para más tarde y normalmente nunca hubiese dicho que no había que dejar para mañana lo que pudieras hacer hoy, pero en aquel momento sí lo hizo. Primero bajó y cerró la puerta principal con llave. Eso era casi como si se la hubiesen devuelto. Seguro que subir y bajar por las escaleras le hacía bien, aunque no le apeteciera. Recordó coger las llaves de su piso, sacó el cadáver de allí y lo arrastró hasta lo alto de las escaleras mientras cerraba la puerta con el pie al salir.

Mix no sabía qué podría haber hecho si la chica hubiese pesado más. En el rellano del primer piso se encontró a Otto, que maullaba frente a la puerta del dormitorio de la vieja Chawcer. Aun sin saber por qué lo hacía, Mix le abrió la puerta. Quizá sólo para descansar un poco de la pesada bolsa que llevaba a cuestas. Cuando llegó abajo, pensó que no podría dar ni un solo paso más, pero se preparó para arrastrarla por el pasillo que conducía hacia la antecocina y la cocina. Casi había llegado a la primera cuando oyó el chirrido de una llave que giraba en la puerta principal. Se quedó inmóvil, pero se le aceleró el pulso. La puerta tenía echado el cerrojo, nadie podía entrar, no tenía por qué preocuparse.

La llave volvió a girar, la tapa del buzón se abrió y la voz de Olive Fordyce gritó:

– ¡Señor Cellini! ¡Señor Cellini! ¿Está usted ahí?

Mix casi tenía miedo hasta de respirar. La mujer lo llamó de nuevo y añadió:

– ¡Déjeme entrar! ¿Qué hace cerrando la puerta con llave? ¡Señor Cellini!

La mujer gritó, volvió a intentar abrir la puerta, tocó el timbre y sacudió la tapa del buzón durante lo que parecieron horas. Cuando Mix oyó su taconeo por el sendero hacia la verja, miró el reloj y descubrió que en realidad no habían pasado más de tres minutos. La situación lo había asustado demasiado como para ponerse a cavar ahora. Se sentía débil y a punto de desmayarse. Sin embargo, reunió fuerzas suficientes para arrastrar el bulto envuelto en plástico por la cocina hasta el lugar que la otra mujer había dicho que era el lavadero. El enorme caldero dominaba un rincón de la habitación, una excrecencia de ladrillos y argamasa de aproximadamente un metro veinte de alto con una tapa de madera en lo alto. Al levantarla, la tapa reveló una tina de barro cocido, absolutamente seca y que resultaba evidente que no se utilizaba desde hacía años. Mix levantó el cuerpo entre resoplidos y jadeos y al llevarse la mano a la parte baja de la espalda notó un bulto en el bolsillo. Era el tanga. Lo echó dentro antes de cerrar la tapa. Ya lo recuperaría después y lo enterraría con el cuerpo. Nadie, ni, desde luego, una de esas viejas entrometidas, tendría motivo alguno para mirar dentro del caldero. La vieja Chawcer tenía una lavadora que, aunque era un modelo anticuado, funcionaba y que, a pesar de sus deficiencias, suponía un avance respecto a aquella antigualla.

La salida al jardín le resultó relajante e incluso reconstituyente. El calor del día había dado paso a una tarde tranquila y templada. La hierba sin cortar era del color del cabello rubio y estaba seca como un henar. En el jardín que había al otro lado de la pared del fondo el hombre hindú estaba intentando cortar el césped con una vieja segadora manual que no surtía mucho efecto. Las gallinas de Guinea andaban por ahí cloqueando.

No había ni un solo trozo de terreno fácil de cavar. Hasta el último centímetro de suelo estaba cubierto de césped y malas hierbas. Mix no había cavado en su vida y aquella tierra, por lo que podía ver entre unos resistentes cardos pinchudos y otras cosas agresivas de las que desconocía el nombre, tenía aspecto de ser dura como el cemento, aunque de un color amarillo sucio. En el interior del cobertizo medio en ruinas encontró algunas herramientas oxidadas: una pala, una horca y un pico. Lo haría al día siguiente y ahí se acabaría todo.

«Créetelo -susurró-. Créete que cuando lo hayas hecho se terminarán las preocupaciones.» Entró en la casa y descorrió los cerrojos, el de arriba y el de abajo. La vieja Chawcer no hacía ruido cuando estaba en casa. La lectura es una ocupación silenciosa. No obstante, el lugar parecía estar aún más tranquilo sin ella. Un silencio opresivo inundaba los espacios. Con la exploración del jardín se le habían llenado los zapatos de polvo. Como no quería dejar tras de sí ninguna prueba de su visita a un lugar en el que no debería haber estado, se los quitó y los llevó en la mano escaleras arriba mientras pensaba en la tarea que le aguardaba para el día siguiente. Quizá debería haber probado lo dura y pesada que era la tierra. Pero ¿de qué le habría servido? Por difícil que resultara el trabajo, tendría que hacerlo de todos modos. Había que realizar una última visita al dormitorio donde había yacido la joven. Lo animaría saber si el hedor se estaba desvaneciendo y si allí todo recuperaba la normalidad.

Llegó arriba y abrió la puerta. No supo si el olor había desaparecido o no porque estuvo demasiado poco tiempo para darse cuenta. El fantasma se encontraba en medio de la habitación bajo la lámpara de gas, mirando las tablas del suelo que habían sido el escondite temporal de Danila. Mix huyó. Intentó abrir la puerta de su piso con desesperación, pero le temblaba la mano y la llave golpeteó contra la madera. Unos sollozos atropellados se alzaron hacia su garganta. Quería encontrar un lugar seguro en el que esconderse y no había ninguno si no podía entrar. La llave se agitó en la cerradura, se atascó, salió. Mix consiguió volver a introducirla y la puerta se abrió. Cayó en el suelo y cerró la puerta tras él de una patada con los ojos fuertemente cerrados y las manos golpeteando el suelo. Shoshana tenía razón. Al cabo de unos momentos se recuperó lo suficiente como para tocar la cruz que llevaba en el bolsillo, pero entonces ya era demasiado tarde para utilizarla.