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El dolor de espalda no dejaba dormir a Mix. De no haber tenido tanto miedo del fantasma de Christie, hubiera bajado al cuarto de baño de la vieja Chawcer para ver si tenía somníferos. Seguro que sí, esas ancianas solían tenerlos. No obstante, la mera idea de abrir la puerta de su piso y ver ese rostro de rasgos marcados y expresión perdida, esos ojos mirándole fijamente desde detrás de las gafas, actuó como una espantosa fuerza disuasoria. En lugar de somníferos, se tomó unos analgésicos, esos de quinientos miligramos que, según le dijo el farmacéutico, eran los más fuertes que podías comprar sin receta. No resultaron lo bastante fuertes y el dolor ardiente y punzante continuó. La última vez que había sentido un dolor semejante fue cuando Javy le había pegado una paliza después de acusarlo de lo que le había intentado hacer a Shannon.
A las cinco de la mañana, tras tomar una taza de café con una tostada, se obligó a empezar de nuevo. Comenzaba a clarear, el amanecer teñía el cielo de rojo y gris y la hierba estaba cubierta de escarcha, pero no tanto como para endurecer aún más el suelo. Había descubierto que no había nada como saber que tenías que hacer algo, no tenías más remedio que obligarte a seguir con ello y hacerlo. Seguro que no podían traer a la vieja Chawcer de vuelta a casa antes de mediodía, ¿no? En cualquier caso, aunque lo hicieran no podrían entrar. Mix ya sabía que físicamente era incapaz de cavar ni siquiera hasta alcanzar una profundidad de un metro ochenta, lo cual eran unos centímetros más de lo que medía él. Era imposible. Bastaría con poco más de un metro, tendría que bastar con eso.
Los gansos habían estado encerrados durante la noche, pero entonces, cuando el hindú con el turbante y la bata de pelo de camello les abrió la puerta, salieron graznando. Mix había visto o leído en alguna parte que los gansos eran muy buenos guardianes. Él no quería que lo vigilaran. A Otto no se le veía por ninguna parte. Siguió cavando, aceptando el dolor, consciente de que debía hacerlo, pero, de vez en cuando, seguía preguntándose si no se estaba provocando daños irreparables en la espalda, si no estaría haciendo de sí mismo un inválido de por vida. Se preguntó de nuevo cómo lo había hecho Reggie y cómo, llegado a ese punto, había logrado permanecer tan calmado, firme y tranquilo cuando se veía sorprendido por la llegada de alguna persona, por las preguntas, por su propia esposa. «Tal vez él estaba loco y yo no lo estoy -pensó Mix-. O quizá yo estoy loco y él estaba cuerdo y era un hombre fuerte y valiente.» Cuando casi eran las diez, sacó la última palada de tierra y se sentó en el suelo frío y húmedo para descansar.
– Quiero irme a casa -dijo Gwendolen-. Ahora mismo.
– Supongo que podría llamarte a un taxi.
La enfermera de sala le había dicho a Queenie Winthrop que una ambulancia llevaría a Gwendolen a su casa a las cuatro de aquella tarde. «Como muy pronto.»
– El precio de los taxis es escandaloso -repuso Gwendolen-. Los fines de semana son más caros.
– Ya lo pagaré yo.
Gwendolen replicó con esa risita forzada tan propia de ella, pero que nadie había oído durante los últimos días.
– Nunca he aceptado caridad de nadie y no voy a empezar a hacerlo ahora. Seguro que conoces a alguien que tenga coche.
– Antes Olive conducía, pero ha dejado que le caduque el carnet.
– Sí, eso resulta muy útil. ¿Y qué me dices de su sobrina, la señora con el nombre africano?
– Ah… es que no puedo pedírselo, Gwendolen.
– ¿Y por qué diantre no puedes? Lo único que puede pasar es que te diga que no, pero sería muy grosero por su parte si lo hiciera.
Hazel Akwaa y su hija estaban tomando un café en la casa de Hazel en Acton. O, mejor dicho, Hazel bebía café y Nerisa agua mineral con gas, con hielo y una rodaja de limón. Antes de que sonara el teléfono habían estado discutiendo el atuendo que Hazel iba a llevar aquella noche a la cena en casa de Darel Jones y Nerissa se estaba ofreciendo a prestarle la única prenda que poseía en la que podía caber su madre, un grueso caftán de seda bordada. La joven oyó que su madre decía:
– ¿Ir a recoger a Gwendolen Chawcer al hospital para llevarla a su casa? No podría hacerlo hasta más tarde. Mi esposo se ha llevado el coche.
– Dile que ya lo haré yo -dijo Nerissa.
De modo que se dirigieron juntas a Paddington, se acercaron a Campdem Hill Square a por el caftán y lo colgaron en la parte de atrás metido en una funda para guardar ropa. Incluso Gwendolen Chawcer era capaz de ablandarse lo suficiente al verse frente a una verdadera amabilidad, y cuando se dio cuenta de que lo hacían para evitar que permaneciera más tiempo del necesario en el hospital, se mostró muy cortés con Nerissa. Por primera vez, en compañía de una mujer joven, se contuvo de comentar lo ceñidos que eran sus vaqueros, el color y la longitud de sus uñas, el escote de su blusa y la altura de sus tacones, y sonrió y dijo lo muy considerada que era Nerissa renunciando a su sábado por la mañana para «transportar a una criatura anciana como yo».
Llegaron a Saint Blaise House exactamente a mediodía. Queenie Winthrop, que no había sido invitada a acompañarlas, pero que lo había hecho de todos modos, ofreció a Gwendolen una versión muy mordaz, y que se prolongó durante todo el viaje, de su intento de entrar en la casa para realizar los últimos preparativos para el regreso de su propietaria.
– Tenía una llave, por supuesto. Pero, por extraordinario que parezca, me encontré con la puerta cerrada y el cerrojo echado. Sí, con el cerrojo echado. Es increíble, ¿no te parece? Quizás a ese tal señor Cellini le pone nervioso estar solo en la casa, no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que la puerta estaba cerrada a cal y canto. Llamé al timbre una y otra vez, aporreé la puerta e hice ruido con el buzón. Cuando vi que no servía de nada, alcé la mirada y lo vi fugazmente agachándose para esconderse. ¿Y en qué ventana crees que estaba, Gwendolen? En la que da a la calle, la de en medio del primer piso. La ventana de tu dormitorio. Estoy prácticamente segura. ¿Qué te parece todo esto?
– Podría parecerme algo si estuvieras absolutamente segura de ello. Pero no lo estás, ¿verdad?
Queenie no respondió. A veces Gwendolen se pasaba un poco. Con aire ofendido y una expresión fría, la ayudó a bajar del automóvil, pero no se sorprendió cuando, al acercarse a la puerta principal, sacudió el brazo para zafarse e introdujo la llave en la cerradura. A pesar de haberse burlado de la versión de Queenie en cuanto al comportamiento de Mix Cellini, casi se esperaba no poder entrar en su propia casa y mientras hacía girar la llave ya estaba pensando en las invectivas injuriosas que iba a dirigirle y que culminarían con la orden de que se marchara de allí. Sin embargo, la puerta se abrió deslizándose con facilidad.
Entraron todas y se despojaron de los abrigos. Cuando cruzaban el vestíbulo para dirigirse al salón, Mix salió proveniente de la cocina. Quedó muy desconcertado al verlas allí tan temprano, y encantado a la vez que inquieto al ver a Nerissa, aunque ya había finalizado su tarea hacía media hora y sólo había vuelto a bajar para comprobar que no hubiera dejado ninguna prueba que lo incriminara. Fue el hecho de ver a Nerissa lo que lo dejó paralizado frente a Gwendolen. De no ser por ella, Mix las hubiese saludado de pasada y hubiera subido penosamente las escaleras con la mano contra su espalda dolorida.
Iba a hacer caso omiso de las demás y buscar las palabras más gentiles que se le ocurrieran para dirigirse a Nerissa cuando Gwendolen habló:
– ¿Qué estaba haciendo en mi cocina?
Desde que era pequeño, Mix se había valido de mentiras y subterfugios para no meterse en líos y siempre tenía preparada alguna excusa defensiva.
– Sabía que hoy iba a volver a casa. Se me ocurrió que estaría bien prepararle una taza de té y bajé a ver dónde estaban la tetera y las tazas.
– ¡Qué considerado! -repuso Gwendolen, que no le creyó-. Ya lo hará una de mis amigas.
Era una forma de despacharlo y Mix la reconoció como tal. Pero antes de volver arriba tenía que hablar con Nerissa. Ella lo estaba mirando con una media sonrisa.
– Su fotografía del Evening Standard de ayer era sensacional, señorita Nash -comentó-. ¿Por casualidad no tendría una copia que pudiera darme firmada?
– Era una foto de prensa -respondió ella con un hilo de voz más débil que nunca-. La sacaron sin más. No te dan copias.
– Es una pena. -Mix estaba decidido a decir lo que quería antes de separarse de ella. Lo tenía ensayado para una ocasión semejante-. Señorita Nash, es usted la mujer más hermosa que he visto nunca. Es igual de hermosa de cerca que de lejos -acercó su rostro al de la joven-. Más hermosa, si cabe -dijo, y enfiló las escaleras con un tambaleo, desesperado por ocultar lo dolorido que estaba.
Gwendolen no quería oír nada de todo aquello y ya se había dirigido hacia el salón, atendida, si bien no físicamente sostenida, por Queenie Winthrop. Hazel Akwaa estaba colérica. Quería salir corriendo detrás de Mix para reprenderlo, pero Nerissa la sujetó del brazo y le dijo.
– No, mamá, no lo hagas. Déjalo.
– ¿Cómo se atreve a decirte esas cosas? -exclamó Hazel en voz lo bastante alta como para que Mix, que en aquellos momentos estaba en el primer piso, lo oyera.
– No soy la reina, mamá. No necesita permiso para hablarme. Debo de ser muy idiota por no haberme dado cuenta de que vivía aquí. Nos lo encontramos fuera aquel día, pero no caí en la cuenta de que vivía en esta casa.
– Lamento que hayáis tenido que soportar todo esto bajo mi techo -les dijo Gwendolen cuando entraron en el salón. El tono con el que se dirigió a Nerissa ya no era amable, pues la culpaba a ella tanto como a Mix por el arrebato de éste.
Ahora que estaba en casa quería que toda esa gente se marchara. Con aire impaciente, agradeció a Nerissa su gentileza por haber ido a recogerla al hospital, pero ya no había ningún motivo por el que debiera quedarse. Tenía los medicamentos y vitaminas que le habían recetado, no tenía hambre y su mayor deseo era tumbarse en el sofá y abrir el correo que Queenie había traído del vestíbulo. Seguro que habría una carta de Stephen Reeves. Estaba muy cansada y quería leerla antes de que el sueño la venciera. Fue Nerissa quien se dio cuenta de lo agotada que estaba la mujer y se llevó a su madre y a Queenie, la cual salió diciéndole a Gwendolen por encima del hombro que fuera a ver enseguida qué le parecía la limpieza general que ella y Olive habían hecho en la cocina.
Antes de abrir su libro, Gwendolen reflexionó que aquel día era el aniversario de la primera vez que Stephen Reeves acudió a la casa para atender a su madre. Al bajar había dicho: «Es muy triste ver a una persona anciana tan desmejorada».
Ella le había ofrecido té y, como parecía hambriento, pastas caseras de la hornada de aquel día.
Los cumplidos que Mix le había hecho y la proximidad de su rostro habían alterado a Nerissa más de lo que en aquellos momentos había dejado traslucir. Ella había hecho un gran esfuerzo por controlarse para no causar problemas justo cuando la pobre señorita Chawcer llegaba a casa tras su estancia en el hospital, pero, después de acompañar a su madre y a la señora Winthrop a casa, cuando llegó a la suya, se echó a llorar. Se repitió a sí misma que aquel hombre sólo le había dicho que era hermosa y se había acercado demasiado a ella, que era un idiota inofensivo, pero no sirvió de nada y dio rienda suelta a un torrente de lágrimas.
Llorar era una liberación, más saludable que intentar calmarse, y era demasiado joven para temer que eso dejara marcas duraderas en su rostro. Telefoneó al salón de belleza que frecuentaba y reservó hora para la peluquería, para un masaje facial y una manicura. Cuando iba a salir de casa, pensó en él otra vez y miró por una de las ventanas delanteras para ver si el coche azul estaba aparcado más abajo. Se sabía el número de matrícula de memoria, no había tenido que apuntarlo, pero no había ni rastro de él. De todos modos, fue hasta su coche con nerviosismo y siguió intranquila y alerta hasta que estuvo en el salón y empezaron a lavarle el pelo. Mientras el agua caliente le mojaba la cabeza, no dejó de dar vueltas y más vueltas al asunto y de especular sobre aquel hombre. ¿Qué era lo que quería de ella? ¿No pretendería que saliera con él?
Se dijo que no debía ser elitista, casi segura de haber utilizado bien esa palabra tan difícil. Quizá no debía ser esnob. Bien sabía Dios que no tenía derecho a mostrar esnobismo con nadie, pues su familia no era para tanto, aun cuando la abuela afirmara ser hija de un jefe. Probablemente ese hombre (cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba) fuera más culto que ella y tuviera un trabajo de verdad. No le había hecho ningún daño, ¿por qué le tenía tanto miedo entonces? Una vez un hombre le dijo que poseía verdaderos poderes de intuición femenina, y tal vez fuera cierto porque intuía algo alarmante en él, algo casi malvado, algo que se había hecho particularmente obvio cuando le acercó el rostro. Su mirada parecía muerta y su expresión totalmente vacía, incluso cuando le estaba diciendo todo eso de que era hermosa. ¡Ojalá se le ocurriera una forma de quitárselo de encima y cerciorarse de que no volviera a acercársele nunca más!
Nico se acercó a ella con el secador y el cepillo. Nerissa se volvió hacia él y le dedicó su maravillosa sonrisa que derretía los corazones.
Mix se encontraba sentado en su piso, leyendo El asesino extraordinario. Se topó enseguida con una ilustración, una fotografía que ocupaba toda una página y que le recordó al fantasma. Dejó el libro. Antes de empezar a leer había oído que Nerissa se marchaba (¡qué simpática se había mostrado, qué dulce y tierna!) junto con la abuela Winthrop y esa bruja que tenía de madre. ¿Cómo podía ser que una mujer como aquélla tuviera una hija tan maravillosa? Era inimaginable. ¡La manera en que había hablado de él cuando se fue arriba! Cuando Nerissa y él salieran juntos… o, mejor aún, cuando estuviesen casados, se vengaría. Haría que su esposa le prohibiera la entrada en su casa. Y su matrimonio tendría lugar. Ahora estaba seguro de ello. Se había acercado a su rostro casi tanto como para besarla y ella no se había apartado. Le gustaba que le dijeran que era hermosa, por supuesto que sí. Al día siguiente iría a pie hasta su casa y la esperaría fuera. Si supiera cantar, le daría una serenata.
Mix reconoció lo mucho que había mejorado su autoestima desde que se había deshecho tan exitosamente del cadáver de esa chica. Era como si después de haber hecho eso, con las dificultades que ello entrañaba, fuera capaz de hacer cualquier cosa. Claro que él no había cometido un asesinato deliberado, no era un asesinato, ni siquiera un homicidio sin premeditación, sino un cuasidelito de homicidio. Lo llamaban así cuando se daban cuenta de que no pudiste evitarlo. Pero si tenía que hacerlo, volvería a matar. Tampoco era para tanto. Mix sabía que aquella noche iba a dormir de un tirón. Se habían terminado sus preocupaciones, y entonces, al considerarlo en retrospectiva, se preguntó por qué lo habían abrumado tanto. Él las había superado, él las había resuelto y se habían desvanecido como el humo.
Estaba mejor de la espalda. Le había ayudado muchísimo tomarse dos ibuprofenos más y poner los pies en alto. En cuanto al fantasma, nunca entraba en su piso. Si procuraba no mirar por los pasillos ni entrar en esa habitación, lo más probable era que no volviera a verlo. Tenía que mudarse, eso por supuesto. Era una lástima después de todo el dinero que se había gastado en el piso, sencillamente le estaría regalando una buena suma a la vieja Chawcer, pero era inevitable. Puede que no lo encontrara tan provechoso cuando el próximo inquilino viera cosas que no esperaba ver ahí arriba.
Los zahorís, que bajaban en fila por una calle lateral de Kilburn hacia unas antiguas caballerizas reformadas bajo las cuales les habían dicho que aún fluía un arroyo arcaico, iban charlando de manera agradable unos con otros sobre temas tan habituales como la astrología, la cartomancia, el exorcismo, la numerología, el Tarot, la erulofilia, el hipnotismo, el culto a Astarté y los leprechauns. Era demasiado pronto para sacar sus varas de zahorí. Por regla general, Shoshana se procuraba una compañera femenina para estos paseos, una bruja o una adivina, pero aquel día caminaba sola pensando en el dilema de Mix Cellini. Después de pasarse unos diez minutos así, decidió que necesitaba consejo y aflojó el paso hasta que la bruja del final de la fila la alcanzó.
Era una vieja amiga, por lo que Shoshana, aunque no dio ningún nombre, no vaciló en plantearle el problema.
– ¿Qué crees que debería hacer, Hécate?
En realidad, la bruja no se llamaba Hécate. El nombre con el que sus padres católicos la habían bautizado era Helena. Pero Hécate tenía un sonido más mágico y siniestro y siempre impresionaba a sus clientes más cultos que comprendían sus orígenes.
– Podría prepararte un hechizo -dijo-, con descuento, claro. He conseguido uno nuevo que provoca psoriasis en el sujeto.
– Suena muy bien, pero como ya tengo estas dos pistas más o menos preparadas no me gustaría desaprovecharlas. Quiero decir que no me gustaría desaprovechar ambas.
– Entiendo a qué te refieres -repuso Hécate-. Mira, dentro de un minuto estaremos encima de la corriente subterránea. ¿Por qué no me lo dejas a mí y te doy mi respuesta el lunes?
– Bueno, pero no tardes más de lo que sea imprescindible. No quiero que se borre el rastro.
– El lunes por la mañana sin falta te mandaré un correo electrónico -le aseguró Hécate.
El piso era más amplio de lo que Nerissa se esperaba y estaba muy ordenado. En ocasiones su casa también podía parecerse a uno de esos interiores que aparecían en las revistas que leía en la consulta del dentista, pero sólo después de que Lynette se hubiera pasado tres o cuatro horas allí y luego no duraba así mucho tiempo. A través de la puerta abierta del comedor vio una mesa puesta con mucho esmero, con ocho cubiertos, pero también con flores y velas. Ninguno de sus novios había recibido nunca a nadie en su casa de esta manera. Todos ellos habían sido personas acomodadas, algunos muy ricos, pero cuando Nerissa los había acompañado a sus casas o pisos, éstos habían estado igual de desordenados que el suyo y, aunque abundaban la bebida, los cigarrillos y otras sustancias para alterar la consciencia, nunca había visto una mesa puesta o ni siquiera comida en una bandeja. Sin embargo, recordó con tristeza que Darel no era su novio y que no era probable que lo fuera.
Era un anfitrión muy cortés. Nerissa estaba acostumbrada a que los hombres la señalaran y se mostraran particularmente simpáticos con ella, lo cual siempre la había maravillado porque sabía que si hubiese sido fea y desconocida la mayoría de ellos no le habrían hecho ni caso. Y el hecho de que Darel tratara a Nerissa, a la madre de ésta, a la suya propia y a la esposa de Andrew exactamente de la misma manera, con atención y buenos modales, lejos de irritarla le hizo sentir que así era como deberían ser las cosas entre la gente en general. No obstante, sí se fijó en que, cuando Darel estaba en el otro extremo de la habitación, sirviendo las bebidas o echando un vistazo a la cena que por lo visto estaba cocinando él mismo, cruzaba la mirada con ella a menudo y siempre le sonreía. Además, al llegar, aunque él no le había hecho ningún cumplido, Nerissa fue consciente de que la mirada que le dirigió mientras le tomaba el abrigo era, inequívocamente, de admiración por su aspecto, su cabello recogido en alto y el vestido rojo y dorado de líneas elegantes que llevaba. Decidió que aquella noche se olvidaría de su estricta disciplina con respecto a la dieta y comería todo lo que le ofrecieran. Le haría justicia a las dotes culinarias de Darel.
Sonaba música de fondo, pero muy baja. Era música clásica, de la que ella siempre decía que no entendía, pero aquélla le gustaba. Era suave y dulce, sin un ritmo discordante subyacente. Aparte de las reuniones en casa de sus padres, aquélla era la primera fiesta a la que Nerissa había asistido donde nadie bebía demasiado, nadie desaparecía en un dormitorio con un desconocido, donde la conversación no era aguda y malintencionada y el lenguaje no degeneraba en la obscenidad. Por lo tanto, tenía que haber sido una velada aburrida, pero no lo era. Los temas de conversación tampoco se centraron en la política nacional y el mercado inmobiliario. Su hermano y su cuñada eran abogados y hablaron de casos que se habían visto recientemente en los tribunales. Pasaron al tema del mercado de valores, sobre el que Darel habló encantado, con el mismo gusto con el que habló de política. Todo el mundo tenía opiniones diversas, aunque no malhumoradas, sobre la guerra de Iraq. El señor Jones era un director de colegio con opiniones informadas y radicales sobre la educación. Si bien Nerissa echó de menos los cotilleos, le gustó mucho que le preguntaran lo que pensaba y que no la trataran como la modelo cabeza hueca de la que sólo cabía destacar su belleza y su dinero. Una sola vez se sintió incómoda, y fue cuando Andrew mencionó un caso del que había llevado la acusación y en el que la acusada era una adivina. Todos los presentes, aunque de manera comedida y civilizada, condenaron la adivinación, junto con la astrología, diciendo que no eran más que tonterías. Darel fue particularmente mordaz. Nerissa no dijo nada, pues no quería dar la impresión de ser la única que conocía los nombres de las cartas del Tarot y a la que, de hecho, le habían predicho el futuro.
Sin embargo, le desconcertaba el motivo por el que Darel la había invitado. No se le ocurría ninguna razón, pero veía su visita como un preludio de algo más. Cuando la velada llegara a su fin, seguro que habría una continuación. Y ella intentaría parecerse más a la clase de mujer que a él le gustaba. Aprendería a ser más ordenada y más metódica, leería más para así poder comprender mejor aquello sobre lo que conversaba la gente como los Jones y hablar como lo hacían ellos. Se compraría algún cedé de música clásica y dejaría de poner hip-hop y esa canción sobre la chica más guapa de la ciudad.
Sus padres fueron los primeros en marcharse y Darel los acompañó a la puerta. Nerissa se había fijado en que, con la puerta cerrada, los que estaban en el salón no oían nada de lo que se decía en el vestíbulo. Sólo resultó audible la voz de Darel diciendo adiós y el sonido de la puerta al cerrarse.
Dejó que se marcharan también su hermano y su cuñada, consciente de que no tenía que ser la última en irse. De todos modos, ¡cuánto le hubiese gustado serlo! Estaba enamorada de Darel Jones, y lo sabía perfectamente porque nunca había estado enamorada. Él nunca la había besado, nunca había hecho nada más que estrecharle la mano, pero ella sabía que quería pasar el resto de su vida con él. Se creía condenada a pensar en él todo el tiempo que pasara despierta, sin esperanzas de que su amor fuera correspondido. Pero seguro que aún quedaba un poco de esperanza, ¿no?
Al cabo de cinco minutos de marcharse su hermano, Nerissa se levantó para irse, se despidió del señor y la señora Jones de manera educada, si bien no excesivamente obsequiosa, y salió de la habitación acompañada por Darel. Cuando éste cerró la puerta del salón tras él, un escalofrío de expectación recorrió la espalda de la joven. El anfitrión fue a por su abrigo, se lo sostuvo para que se lo pusiera y, cuando ella ya pensaba que iba a guardar un silencio absoluto hasta la despedida, dijo:
– ¿Has tenido más problemas con ese tipo que te seguía?
– Pues no -respondió ella, pero pensó que por qué iba a mentirle precisamente a él-. Bueno, sí, la verdad es que sí. Hoy mismo. No voy a entrar en detalles, es una larga historia, pero me habló. Lo cierto es que casi pegó su rostro al mío y me dijo cosas. Nada horrible, no, sólo cumplidos.
– Entiendo -guardó silencio, pensativo-. La próxima vez que te ocurra, la próxima vez que ocurra cualquier cosa, ¿me llamarás? Toma, aquí tienes mi tarjeta con mi número de móvil. ¿Lo harás?
– Pero es que estás muy lejos de mi casa.
– Tampoco tanto, y conduzco deprisa. Tú llámame. Sobre todo por la noche. No dudes en hacerlo después de anochecer.
– De acuerdo -asintió-. Adiós. Gracias por invitarme, lo he pasado estupendamente. Eres muy buen cocinero.
– Buenas noches, Nerissa.
El domingo por la noche, antes de acostarse, Shoshana comprobó el correo electrónico. Sólo le había llegado un mensaje que decía:
Shoshana: después de madurarlo, he decidido que lo más sensato es que llames al director ejecutivo de la empresa. La teratomancia me ha revelado que el nombre de ese individuo es Desmond Pearson. También te he preparado un hechizo que no voy a arriesgarme a enviarte por Internet, sino por correo convencional, aunque sea más lento. Es un hechizo muy efectivo que paraliza temporalmente la espina dorsal del sujeto y dura hasta una semana, aunque es renovable. Tuya en las sombras, Hécate.
Muy satisfactorio. Lo primero que haría al día siguiente por la mañana (es decir, a las diez, lo más tarde que este tipo de personas entraban a trabajar) sería telefonear a Desmond Pearson y contarle que Mix Cellini estaba incumpliendo las reglas al haber firmado un contrato de mantenimiento con ella, y en cuanto le llegara el hechizo, ya pensaría en las formas de administrarlo. Siempre se le ocurría algo, era un don que tenía.