177583.fb2
El huésped podía estar en casa, o no. Por una vez, Gwendolen no tenía ni idea. Estaba demasiado débil para preocuparse, demasiado soñolienta para escuchar sus idas y venidas. La estupidez de aquella mañana, unos jóvenes comportándose sin control, como ella nunca se había comportado, la había dejado sin fuerzas. Estaba convencida de que, si todo el mundo se hubiese marchado en cuanto ella llegó a casa, ahora se encontraría mucho mejor en lugar de sentirse débil como un gatito. Hablando de gatos, entre las pocas cartas que había recibido, había una del señor Singh quejándose de que Otto había matado a sus dos gallinas de Guinea y se las había comido. Le escribía que, como era un hombre amante de la paz, no tenía intención de «llevar el asunto más lejos». Sólo quería que fuera consciente de los «instintos depredadores» de su «mascota salvaje». Mientras tanto, el hombre había adquirido dos gansos que podían dar mucha guerra a la «bestia ornitófaga». A Gwendolen le importaban muy poco las gallinas de Guinea y, a decir verdad, Otto tampoco le importaba demasiado, pero comparó con tristeza el dominio del idioma de aquel «nativo» magníficamente culto, su uso de palabras polisílabas y su ortografía perfecta con el inglés analfabeto de la generación actual. Ni siquiera ella estaba completamente segura de si «ornitófago» significaba «que se alimenta de aves».
El resto del correo consistía en la factura de la electricidad, el menú para llevar de un restaurante vietnamita y una invitación para asistir a la inauguración de una nueva tienda en Bond Street. No había nada de Stephen Reeves. Quizás estuviera de vacaciones. Siempre había viajado mucho y sin duda eso no habría cambiado. Gwendolen nunca olvidaría, ni siquiera después de que al fin se reencontraran, que, mientras ella había esperado y esperado a que viniera, él estaba de luna de miel. Dondequiera que estuviera ahora, probablemente regresaría aquel mismo día, o al siguiente.
El nuevo orden en la cocina, que inspeccionó después de dormir un poco, le dio rabia. ¿Qué derecho tenían esas dos a ponerse a ordenar su casa? Ahora no sería capaz de encontrar nada. Toda la comida enlatada estaba en un armario, todos los cepillos y trapos del polvo en otro. Alguien había lavado los trapos y había sacado la mugre incrustada con los años que los había transformado cómodamente de amarillos a grises, de grises a un marrón oscuro. Ahora volvían a ser más o menos amarillos. Indignada, cerró la puerta del armario de golpe. ¿Y qué había pasado con todas las cosas que guardaba en el lavadero?
La bombilla de la lámpara del techo se había fundido. En su estado actual de salud no iba a subirse a ninguna silla para cambiarla. Olive o Queenie podían hacerlo al día siguiente. Buscó la linterna que debería haber estado en el frigorífico, pues allí siempre la encontraba cuando, al abrir la puerta, se encendía la luz. La linterna no estaba allí y tuvo que buscarla hasta que al final la descubrió en el estante de un armario junto con algunos abrecartas, un destornillador y una caja con enseres para limpiar zapatos. ¡Esas Olive y Queenie y su dichosa obsesión por el orden! Levantó la tapa del caldero en la penumbra. Anteriormente había contenido un montón de ropa. Aunque eran prendas que ya no se podían llevar, hubieran resultado útiles para hacer trapos con ellas y tapar el fregadero, pues el tapón original se había deteriorado años atrás. Olive y Queenie, en su prepotencia, se habían desecho de todo. Enfocó el interior con la linterna para iluminar el fondo.
¿Qué era eso que había en el fondo? Era un objeto misterioso a ojos de Gwendolen. Al principio lo vio como una honda, el tipo de arma que, según recordaba haber aprendido en la escuela dominical, David había empleado contra Goliat, después pensó que seguramente sería una prenda de ropa. ¿Una especie de braguero? No daba precisamente la impresión de ser tan fuerte como para contener una hernia. Quizá fuera una correa para colgarse algo al cuerpo, pero, de ser así, carecía de cualquier cosa propia de un bolso. Después de varios intentos, consiguió sacarlo mediante un palo que tenía un gancho en la punta pensado originariamente para abrir un tragaluz. Se lo enseñaría a Olive o a Queenie. Esa cosa debía de pertenecer a una de las dos.
Sus exploraciones la dejaron agotada, por lo que se fue a la cama y durmió profundamente hasta la mañana.
Nerissa iba a pasar el domingo fuera, con unos amigos que tenían una propiedad frente al río en Marlow, y se fue de casa en el coche de Rodney diez minutos antes de que Mix llegara a pie. Éste había leído en una revista que la estrella de cine de los años treinta Ramón Novarro mantenía la figura caminando un kilómetro y medio por Hollywood cada día, apretando el ombligo hacia adentro, lo más cerca posible de la columna vertebral. Mientras lo emulaba en aquel paseo bastante largo, pues seguro que había un kilómetro y medio desde Saint Blaise Avenue, bajando por Ladbroke Grove y siguiendo por Holland Park Avenue hasta Campden Hill Square, Mix se dio cuenta de que sentía unas punzadas en la espalda. No se parecían en nada al dolor que había sufrido la otra noche e intentó no hacerles caso.
El coche de Nerissa estaba aparcado fuera. Bien. Temía haber salido demasiado tarde y que ella se hubiera ido. Estuvo esperando en la plaza durante más o menos media hora, caminando de un lado a otro. Llegó el lechero y depositó la botella en el umbral a pleno sol. La joven debía contar con que la brisa mantendría la temperatura baja. Cuando Mix se estaba preguntando si ya habría cogido el periódico, lo trajeron y lo depositaron en el felpudo junto a la leche.
Alguien podría robárselo, y la leche también. Ella le daría las gracias por llamar a su puerta y entregarle la botella de leche y el enorme periódico dominical. Tal vez incluso le fuera posible no tan sólo entregárselos, sino entrárselos en casa. Si hacía eso, seguro que ella le pedía que se quedara a tomar un café. Probablemente sólo iría medio vestida, en déshabillé, como solían decir. Se la imaginó con un camisoncito apenas cubierto por una bata transparente, se dirigió a la puerta con paso firme y pulsó el timbre.
No hubo respuesta. Pegó la oreja a la rejilla del portero automático. Silencio. Llamó de nuevo. Nerissa no estaba en casa. Debía de haber salido a pie, quizás a correr o a coger un tren para ir a alguna parte. Mix quedó amargamente decepcionado. ¡Tan cerca y aun así tan lejos!, se dijo mientras volvía a bajar las escaleras, pero se quedó un rato por si acaso ella regresaba de correr.
Nadie se pasaba dos horas haciendo footing. Ya volvería a probarlo mañana. Entonces, mientras caminaba de regreso a casa, recordó que sería mejor que mañana acudiera a trabajar y recordó también que el viernes no había llamado a la oficina central para avisar que estaba enfermo, no les había dicho absolutamente nada. Y tampoco había mirado si tenía mensajes en el móvil ni había comprobado el contestador. Claro que eso no era importante. Después de todos sus años de servicio, ¿quién si no él podía tomarse una tarde libre sin tener que arrastrarse ante la dirección como un aprendiz? Esperaba haber recibido mensajes de al menos uno de los tres clientes que había dejado plantados el viernes, pero resultó que le habían telefoneado los tres, uno defraudado y suplicante, otro furioso y el tercero amenazándolo con prescindir de sus servicios y buscarlos en alguna otra parte. No había nada de la oficina central. Nada de parte de Jack Fleisch. A Mix le hubiese asombrado que el señor Pearson se molestara con él y tampoco había ningún mensaje suyo. Sin duda se lo había pensado mejor antes de hacerle más reproches a un empleado tan valioso para la compañía como era Mix, con su experiencia y eficiencia.
El día era cálido. Los gansos del hombre hindú se arreglaban mutuamente el plumaje al sol, debajo de una palmera. Era el único árbol que había en el jardín. Mix fue capaz de identificarla y la reconoció de una ilustración que había en la Biblia de su abuela. No tenía ni idea de qué había pasado con aquella Biblia, pero recordaba la imagen. La palmera del hindú daba la impresión de llevar allí años y años, desde mucho antes de que él y su esposa se trasladaran a vivir a la casa. A Mix le sorprendió que sobreviviera a los inviernos cuando Notting Hill era un lugar mucho más frío que Jerusalén. Hasta aquella mañana no se había fijado en el árbol. Pero lo cierto es que no había pasado mucho tiempo observando el jardín tal y como lo estaba haciendo entonces.
Mix podía distinguir a primera vista los dos trozos de tierra recién removida, el que había cavado al principio y en el que la dureza del suelo lo había hecho desistir y el otro que había elegido para que fuera la tumba de Danila. No podía hacer nada al respecto. Tendría que esperar a que volviera a crecer la maleza y no tenía ni idea de cuánto tardaría en hacerlo. ¡Ojalá hubiese dispuesto de más tiempo para cavar más hondo! Le preocupaba un poco que el cuerpo yaciera a tan sólo un metro de profundidad o menos aún, en realidad, porque, si bien la chica era delgada, una sección de su caja torácica mediría casi un palmo. De todos modos, ¿quién iba a mirar?
La vieja Chawcer nunca salía allí fuera, o al menos nunca lo había hecho que él supiera, y ahora era menos probable que lo hiciera. Mix nunca había visto ni a la abuela Winthrop ni a la abuela Fordyce aventurarse a salir al jardín. Por lo que Mix sabía, el anciano vecino, el del jardín de invierno, nunca miraba por encima del muro. La casa del otro lado era toda de pisos, pero el apartamento del sótano, o «planta baja con jardín», llevaba vacío desde que Mix se había mudado allí y había oído decir que la humedad lo hacía inhabitable. Nadie se interesaría por dos pedazos de tierra removida. Según decía el doctor Camps en su libro Investigaciones médicas y científicas en torno al caso Christie, los cadáveres enterrados en la tierra se convertían en esqueletos al cabo de pocos meses. O ni siquiera eso. La próxima primavera, de la chica ya no quedarían más que huesos.
Mix la había dejado tal como estaba, desnuda y envuelta en la sábana roja. Le había quitado la bolsa de plástico y la había llevado a su piso, donde la había cortado minuciosamente en pedazos pequeños que depositó en una bolsa de basura. Había comprobado dos veces el caldero para asegurarse de que no se dejaba nada. El lavadero estaba oscuro y resultaba imposible ver el fondo de la tina, pero Mix vio que no había espacio para que se hubiese dejado nada olvidado…
Un escalofrío recorrió su cuerpo. El tanga. ¿Qué había pasado con el tanga? Entonces recordó claramente haberse percatado de que llevaba el bulto en el bolsillo y haberlo tirado al caldero después de haber metido dentro el cuerpo. No lo había recuperado, de eso estaba seguro. Aún debía de estar ahí dentro. Pensó que no tenía importancia, que nadie miraría allí, hacía años que esa mujer no había levantado la tapa y lo más probable era que no volviera a hacerlo nunca. Además, podía ir a cogerlo prácticamente cuando quisiera. En aquel mismo momento, por ejemplo. Estaba casi seguro de que, cuando regresara de su paseo hasta Campden Hill, la vieja Chawcer seguiría en la cama y que, cuando se levantara, se iría directa a ese sofá del salón.
Mix se metió las llaves en el bolsillo y salió al rellano. La brillante luz del sol entraba a raudales por la ventana de las escaleras, por lo que, por supuesto, el fantasma de Reggie se hallaba escondido en algún rincón oculto. Cuando empezaba a descender por los peldaños embaldosados, oyó que se abría la puerta principal y una voz que indudablemente pertenecía a la abuela Fordyce exclamó:
– ¡Hola, Gwen! ¿Sigues en el mundo de los vivos?
¡Esa vieja idiota! Ahora Mix tendría que esperar a que se marchara y podrían pasar horas antes de que lo hiciera.
Con la esperanza de no tener que subir todas esas escaleras, Olive entró directamente al salón cargada con las dos bolsas de comida que había comprado por el camino. Llevaba sus pantalones nuevos negros y una chaqueta de lino de color limón que hacía juego con su nuevo tinte de pelo. Para su alivio, Gwendolen estaba levantada, aunque seguía con la ropa de dormir, tumbada en el sofá.
– Te he traído unas cuantas cosas ricas, querida.
– Timeo Danaos et dona ferentes -dijo Gwendolen.
– No conozco a ningún Tim, Gwen -repuso Olive con una sonora carcajada-, y no entiendo ni una palabra de esa jerigonza. ¿Cómo te encuentras?
– Tan bien como se puede esperar. No tengo apetito, de modo que no hacía falta que te molestaras con las «cosas ricas», como tú las llamas.
– ¡No seas tan cascarrabias! Intento ayudar. Voy a preparar café, no tardaré.
Mientras estuvo ausente Gwendolen investigó las bolsas. Chocolate (bueno, eso sí podía comérselo), galletas, frutas de mazapán, un bizcocho repugnante con sucedáneo de nata… De todos modos, Olive no lo había hecho mal. Al menos no había un montón de cosas para hacer ensalada y manzanas verdes que no sabían a nada.
Su amiga reapareció con unos cafés con leche y un plato con galletas de jengibre.
– Eres tan delgada que puedes comer todo lo que quieras. ¡Anda que no tienes suerte!
– No me digas que estás a dieta. ¿A tu edad?
– Yo siempre digo que nunca eres demasiado mayor para enorgullecerte de tu aspecto.
– Hablando de aspecto, ¿esto es tuyo?
El objeto que le puso entre las manos hizo que Olive soltara una risita.
– ¿Estás de broma, Gwen? ¿Acaso se trata de alguna especie de juego?
– Lo encontré en el fondo de mi caldero, en mi lavadero. ¿Es tuyo?¿Qué es?
– Bueno, Gwen, tú no has estado casada y sabía que eras ingenua respecto a muchas cosas, pero no imaginaba que llegaras a este extremo. -De esta manera Olive se vengó de años de grosería e ingratitud-. ¡Hasta un niño sabría lo que es!
– Gracias. Ya has dicho bastante. Ahora tal vez quieras explicarme qué es.
Esto resultaba un poco embarazoso para Olive, pero intentó que no se le notara.
– Pues bien, es un… una especie de par de…, bueno, de bragas. Las llevan las chicas. Antes habría dicho que sólo lo llevaban esa clase de chicas, pero las cosas han cambiado, ¿no? Hoy en día hasta las buenas chicas las llevan, quiero decir las que no son actrices o…, bueno, las que hacen striptease, no sé si me entiendes…
– Oh, sí, claro que te entiendo. A pesar de mi profundo candor y mi semejanza a un niño retrasado…
– Yo no he dicho eso, Gwen. -Pese a no ser una esclava de la corrección política, Olive se estremecía cuando oía algunas de las cosas que soltaba la lengua de Gwendolen.
– ¿Ah, no? Pues a mí me parece que sí. Pese a todas mis deficiencias cerebrales, resulta que sé más o menos lo que quieres decir. No me digas que es tuyo, por favor, no me lo digas.
Olive ya había llegado al punto de la indignación.
– ¡Pues claro que no es mío! ¿Piensas que me rodearía las caderas con esto, aun en el caso de que fuera tan… tan…
– ¿Una meretriz? ¿Licenciosa? ¿Concupiscente? ¿Vanidosa?
– Mira, no tengo paciencia para esto. De no ser porque estás mal y no sabes lo que dices, me enfadaría de verdad.
Al final Gwendolen vio que se había pasado de la raya. Aquel día no era capaz de hacer acopio de energía suficiente para mantener un altercado semejante. Se bebió el café, que, tuvo que admitir (aunque no en voz alta), estaba muy bueno.
– ¿Crees que podría ser de Queenie?
– Por supuesto que no. Esto lo ha llevado una mujer joven. Una chica de veinte años.
Gwendolen pensó de inmediato en Nerissa y, acto seguido, en el huésped, Cellini. Cuando llegó a casa, él estaba saliendo de su cocina. ¿Por qué? Ya disponía de una cocina para él solo.
– ¿Queenie o tú pusisteis mi bolsa de ropa vieja encima del caldero?
– De ninguna manera. Encontré una bolsa de ropa en el lavadero y la dejé allí. Las prendas olían mucho a humedad, pero se quedaron allí…, no es cosa mía.
– En efecto, no lo es -dicho lo cual, Gwendolen decidió mostrarse cortés-. Has sido muy amable al comprarme el chocolate y todo lo demás. ¿Cuánto te debo?
– Nada, Gwen. No seas ridícula. Si quieres mi opinión, y me atrevería a decir que no la quieres, ese tal señor Cellini trajo una chica a esta casa mientras tú estabas en el hospital y estuvieron haciendo el tonto allí donde no debían. Hoy en día la gente…, bueno, no me gusta hablar de estas cosas, pero…, bueno, se bañan juntos y es posible… Verás, en un caldero podrías permanecer de pie mientras que en un baño normal no podrías hacerlo.
– No tengo ni idea de a qué te refieres -dijo Gwendolen-. Necesito algo para leer que sea más ligero que Darwin. Antes de marcharte, ¿querrías ver si encuentras La copa dorada? Henry James, ya sabes.
Vio marcharse a la abuela Fordyce, y en cuanto la vio desaparecer por la esquina, bajó por las escaleras procurando pisar con suavidad. La puerta del salón estaba abierta y en el sofá vio a la vieja Chawcer tumbada de espaldas, dormida con la boca abierta. Como siempre fue de los que se fijaban en el orden doméstico y en su contrario, observó que la cocina estaba volviendo rápidamente a su caos habitual. Y eso que la mujer sólo llevaba en casa veinticuatro horas.
Seguro de que encontraría el tanga allí donde lo había dejado, entró al lavadero de puntillas y alzó la tapa del caldero. Por supuesto, resultaba imposible ver el fondo. ¿Cómo sacarían las mujeres el agua de allí dentro? Tal vez no lo hacían. Quizá siempre quedara un poco de agua estancada y maloliente en lo más hondo. Tenía que haber una linterna en alguna parte. Estaba casi seguro de que una vez había visto a la mujer con una en la mano, de modo que recorrió la cocina sin hacer ruido, mirando en los armarios y abriendo cajones. Ni rastro de la linterna, pero lo que sí encontró fueron una vela y una caja de cerillas. Como tenía miedo de que la vieja hubiera oído prenderse la cerilla, aguardó y escuchó, con la vela encendida en la mano. Cuando estuvo seguro de que no se estaba levantando penosamente del sofá, metió la mano con la vela y la bajó cuanto pudo hacia el profundo pozo del caldero. La luz era suficiente para mostrarle las paredes, una base que al parecer estaba hecha de una especie de cerámica azulada… y nada más. Nada. El tanga no estaba. El caldero estaba vacío.
Aun así, sostuvo la vela allí como si el hecho de continuar iluminando el espacio hueco acabara por revelar que no estaba vacío como había creído en un primer momento. Se quedó mirando abajo, cerrando los ojos y abriéndolos de nuevo hasta que una gota de cera ardiendo que le cayó en el pulgar lo hizo retroceder de un salto y casi soltar un grito. En cambio, soltó una maldición entre dientes, apagó la llama con los dedos y volvió a dejar la vela y las cerillas allí donde las había encontrado. Regresó caminando despacio y pasó por delante de la puerta del salón. La vieja Chawcer continuaba dormida. ¿Había encontrado ella el tanga? ¿O había sido alguna de las otras dos? A Mix le parecía que habrían sabido de inmediato que había pertenecido a la chica desaparecida cuya fotografía aparecía en los periódicos casi a diario. Sólo que aquel día aparecía con un llamativo titular: ¿HABÉIS VISTO A DANILA?
Una vez en su piso, Mix se preguntó si debería hacer algo. ¿Preguntárselo a la vieja Chawcer o a una de las otras? Sin embargo, era muy consciente de lo embarazoso del tema. ¿Cómo iba a explicar qué estaba haciendo él en el lavadero, qué razón tenía para tocar siquiera el caldero? Querrían saber a quién pertenecía el tanga. A él no se le ocurría ninguna manera de explicar cómo había llegado el tanga hasta allí si no era con la verdad. Tal vez no se lo preguntaran. Mix no tenía mucha idea de cómo podrían reaccionar otras personas a sus actividades, o si tal vez podían tener un concepto muy distinto de cosas que él consideraba normales y corrientes. No obstante, por algunos comentarios de las tres ancianas, Mix tenía el leve presentimiento de que una prenda tan ostensiblemente sexual como un tanga podría incomodar a las personas de esa otra generación mucho mayor que la suya. De ser así, tal vez no lo mencionarían, quizá preferirían fingir que no se lo habían encontrado, quizá lo tirarían asqueadas u horrorizadas. «Esto es lo que tú querrías», se dijo, pero empezaba a pensar que podría darse esa posibilidad.
Mientras la vieja seguía dormida, Mix entró en su dormitorio y examinó los frascos y cajas que la mujer había traído del hospital y había dejado en su mesilla de noche. Entre ellos había un bote con una etiqueta en la que se leía: «Tomar dos por la noche para inducir el sueño». Seguro de que no las habría contado, Mix se agenció ocho pastillas. Si después de cuatro noches necesitaba más, siempre podía volver. En lugar de dos, se tomó tres y durmió profundamente durante tres horas, tras las cuales se despertó y pasó el resto de la noche intranquilo.
No dejaba de idear argumentos en contra de su teoría optimista de que las tres ancianas (o una o dos de ellas) se deshicieran del tanga. Supongamos que la abuela Fordyce, por ejemplo, hubiera leído todo eso de que Danila trabajaba en lo que los periódicos llamaban un «salón de belleza y gimnasio», supongamos que supiera muy bien lo que era un tanga y que decidiera que era más que probable que una chica en un lugar como aquél llevara tanga… Suponiendo todo esto, ¿acudiría a la policía? Resultaba fácil saber, como había descubierto Mix bajo la brillante luz del sol de la tarde, que era una idea descabellada y rocambolesca. Durante la madrugada parecía razonable.
Mix tenía que pasar a ver a la mujer de Holland Park a las nueve y media y llegaba con veinte minutos de retraso. Ella se puso tan contenta de que hubiera acudido que no le reprochó el retraso. De camino a Chelsea comprobó las llamadas y se sorprendió mucho al ver un mensaje de la secretaria personal del señor Pearson. ¿Haría el favor de llamar para concertar una entrevista urgente con el director ejecutivo? Mix se quedó helado al ver este mensaje, pero fue una sensación muy distinta al temblor que lo había sacudido cuando recordó el tanga desaparecido. Seguro que Pearson no estaba en absoluto preocupado por el hecho de que se hubiese saltado unas cuantas visitas. Mix había sido muy educado con el hombre de Chelsea y le enseñó cómo ajustar él mismo la cinta de la máquina de correr, siempre y cuando ese alfeñique tuviera fuerza suficiente para utilizar la llave inglesa. A pesar de todo el ejercicio que hacía, el tipo seguía teniendo la musculatura igual de desarrollada que una chica anoréxica. Desde sus proezas con el pico y la pala, Mix había empezado a enorgullecerse de su fortaleza física.
Como no quería por nada del mundo que pareciera que tenía prisa, fue primero a Primrose Hill para colocar una nueva cinta en una máquina y luego llamó a la secretaria personal del señor Pearson. Ésta era una joven fría que se creía muy importante.
– Te lo has tomado con calma -le dijo-. No tiene mucho sentido dejaros mensajes si no los miráis.
– ¿A qué hora quiere verme?
– Inmediatamente. A eso de las doce y media.
– ¡Por el amor de Dios, pero si ya son las doce y cuarto!
– Entonces será mejor que te des prisa, ¿no te parece? -De pronto se convirtió en casi humana, si bien de un modo desagradable-. Está que echa humo. No me gustaría estar en tu pellejo.
Mix se dio prisa, o mejor dicho, condujo con toda la rapidez que le permitió el tráfico por el Outer Circle y Baker Street. Aún no era la una menos cuarto cuando la secretaria personal lo hizo pasar al despacho del señor Pearson. Pearson era la única persona que Mix había conocido que llamaba a la gente, en este caso a sus empleados, sólo por el apellido. Mix asociaba esta costumbre con lo que sabía del ejército, de los hombres encarcelados o en los tribunales, y no le gustaba.
– ¿Y bien, Cellini?
¿Cómo se suponía que debía responder a eso?
– Su adusta respuesta fue no contestar -dijo Pearson, riéndose de su chiste malo. Entonces, como si se le hubiera ocurrido en el último momento, le espetó-: Vamos a tener que prescindir de sus servicios.