177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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21

Gwendolen vio llegar al cartero desde su sofá del salón. Vio que se acercaba por el sendero y oyó el ruido del buzón cuando el hombre depositó en él la carta de Stephen Reeves que cayó sobre el felpudo. Como ya se sentía más fuerte, se levantó del sofá sin demasiado esfuerzo y fue a buscar la carta a la puerta principal. No era de Stephen, sino de una organización benéfica que solicitaba fondos para la investigación de la fibrosis cística. Su desencanto no tardó en dar paso a la razón. Si Stephen estaba de vacaciones, no debía de haber regresado hasta el sábado o el domingo, por lo cual difícilmente podía haberle hecho llegar aún una carta.

Cuando acababa de regresar al sofá pensando que al cabo de una hora más o menos subiría y se daría un baño, llegó Queenie, quien se negaba a ir cargada con bolsas y había traído sus ofrendas en un carrito de la compra.

– Olive y tú debéis creer que tengo un apetito enorme -comentó Gwendolen, que examinó sin entusiasmo el paquete de galletas Dutchy Originals, la bolsa de malvaviscos, los dos tubos de caramelos Rolos, los yogures sin lactosa y la ensalada de cuscús-. Quizá quieras ponerlo todo en la nevera. ¡Ah! Y, por favor -añadió mientras su amiga se iba-, no me pierdas la linterna otra vez.

Queenie se preguntó qué clase de excéntrica rareza o capricho haría que alguien guardara la linterna en la nevera, pero la dejó donde estaba y, al regresar, tomó asiento mansamente en una silla situada frente a Gwendolen. Como hacía un calor anormal para la época, se había puesto su traje nuevo de color rosa y, aun sabiendo que era poco probable que sucediera, había albergado la esperanza de que su amiga alabara su aspecto. En cambio, lo que ésta hizo fue enseñarle una cosa roja y negra con forma de bolsa en una especie de cinturón estrecho y, aunque nunca había visto nada parecido, ella supo de inmediato que formaba parte del vestuario (si es que se podía denominar así) de cierto tipo de bailarinas. El hecho de darse cuenta hizo que se ruborizara intensamente.

– Supongo que sabes lo que es y ése es el motivo por el que te has puesto colorada.

– Pues claro que sé lo que es, Gwen.

La mujer había hablado como siempre, con suavidad, pero Gwendolen optó por verlo como obstinación por su parte.

– De acuerdo, no es necesario que me eches una bronca, Olive cree que podría pertenecer a una… esto… amada del señor Cellini.

– ¿Y acaso importa, querida? No tiene aspecto de haber costado mucho.

– No me gustan estos misterios -repuso Gwendolen-. Significa que él o ella, o ambos, han estado en mi lavadero.

– Podrías preguntárselo.

– Es lo que pienso hacer. Pero, claro, ahora mismo está fuera, haciendo lo que sea que hace -Gwendolen suspiró-. Creo que voy a darme un baño dentro de un momento.

Era una indirecta para que su amiga se marchara, pero Queenie se lo tomó de otra forma.

– ¿Quieres que te ayude, querida? No me importaría en absoluto. Bañé a mi querido esposo todos los días cuando estuvo tan enfermo.

Gwendolen se estremeció de manera artificiosa y afectada.

– No, muchas gracias. Puedo arreglármelas perfectamente. A propósito -dijo, aunque no venía a cuento-, ese hindú me ha escrito para decirme que Otto se ha comido sus gallinas de Guinea -y, olvidándose de la habilidad prosística del señor Singh, añadió-: Claro que ningún inglés decente infringiría la ley teniendo esa especie de pollos en un entorno urbano, prácticamente en el centro de Londres.

Había pocas cosas que provocaran a Queenie, pero, como trabajadora voluntaria en la Comisión para la Igualdad Racial, podía enfurecerse mucho cuando se hacían comentarios discriminatorios.

– Ya sabes, Gwendolen, o quizá no lo sepas, que si dices algo así en público podrían procesarte. Lo cierto es que estás cometiendo una infracción -añadió en un tono menos altanero-. El señor Singh es un hombre encantador. Es muy inteligente, fue catedrático en el Punjab.

Gwendolen estalló en carcajadas.

– ¡Mira que llegas a ser ridícula, Queenie! Tendrías que oírte. Y ahora iré a bañarme, de manera que será mejor que te vayas enseguida.

Al salir, Queenie se encontró a Otto en el vestíbulo. Estaba sentado en un peldaño, cerca del pie de las escaleras, con parte de un ratón entre las mandíbulas y la cabeza a su lado, sobre la alfombra desgastada.

– ¡Lárgate, monstruo! -le dijo al gato.

Otto le dirigió una mirada que hizo que Queenie se alegrara mucho de ser un ser humano bastante corpulento, en lugar de una criatura de cuatro patas cubierta de pelo. El animal se las arregló para recoger la cabeza del ratón además de sus cuartos traseros y, rápido como el rayo, se dirigió al primer piso con su presa. En aquel momento Mix entró por la puerta principal, le dijo algo incomprensible a Queenie entre dientes y siguió al gato hacia arriba.

El señor Pearson había insistido en que siguiera trabajando hasta final de semana, aunque a Mix le hubiese gustado marcharse en aquel preciso instante. ¡Como para trabajar las cuatro semanas de preaviso…! Le pagarían hasta finales del mes siguiente, que ya era algo. Naturalmente, el motivo que había hecho que Pearson lo echara del trabajo no había sido las visitas que no había realizado ni las llamadas que no había respondido, sino la llamada que había recibido aquella misma mañana de parte de esa vieja bruja, Shoshana. Mix subió el tramo de escaleras embaldosadas compadeciéndose de sí mismo, pensando que desde que se había relacionado con el gimnasio de Shoshana no había tenido más que problemas. Para empezar, él sólo había acudido allí con la esperanza de que le serviría como medio para presentarse a Nerissa, pero había acabado conociéndola de todos modos, ahora ya casi era su amigo y lo había conseguido por determinación propia y no gracias a la ayuda del gimnasio. Eso sólo le había reportado una relación con Danila, que lo había insultado y provocado de manera que tuvo que reaccionar con violencia contra ella. Francamente, lo había obligado a matarla. Si Mix había accedido a prestarle servicio de mantenimiento, también había sido por Danila, y ahora el resultado de ello era que Shoshana había llamado a Pearson para contárselo y luego había tenido el valor de afirmar que él no había cumplido su parte. Semejante resentimiento y malevolencia dejaron a Mix sin aliento. ¿Qué le había hecho él? Nada, aparte de no arreglarle dos máquinas, no porque no se hubiera ocupado de ello y no le hubiese dicho lo que les ocurría, sino porque todavía no había podido conseguir las piezas de recambio. Entró en su piso y sacó una Coca-Cola light de la nevera. Tras tirar de la lengüeta y abrir el agujero en la tapa, bebió un poco menos de dos centímetros y rellenó la lata con ginebra. Así estaba mejor. Tendría que buscarse otro trabajo, por supuesto. Ello implicaba recurrir a la Oficina de Empleo y probablemente cobrar un subsidio durante un tiempo. El Departamento de Servicios Sociales le pagaría el alquiler, gracias a Dios. Ya era hora de que sacara algo del Gobierno, estaba en su derecho, ya había pagado bastante. Claro que no había sido únicamente la traición de Shoshana la que lo había incriminado, también fue Ed al acudir a la oficina central en lugar de estarse calladito unos días cuando Mix no había hecho esas dos visitas por él. Ahí había empezado todo.

Pearson podía estar seguro de una cosa. Mix iba a llevarse a tantos clientes como pudiera persuadir para que se quedaran con él. Ofrecería sus servicios a un precio más bajo que el de su antigua empresa… ¿Por qué no iba a poder establecerse con un negocio propio? Podría ser el éxito de su vida. Bebió un poco más de la mezcla de ginebra y Coca-Cola. Todo el mundo sabía que era mucho mejor trabajar por cuenta propia que ser el empleado de alguien. En la mente de Mix empezó a formarse una fantasía en la que se veía a sí mismo como fundador y jefe de la mayor empresa de máquinas de hacer ejercicio y accesorios para gimnasios de todo el país, un megaconglomerado que absorbería a Tunturi, a PJ Fitness y, por supuesto, a Multifit. Se imaginó la dicha de sentarse frente a su enorme mesa de ébano en su despacho de paredes de cristal de un trigésimo piso, con dos secretarias sofisticadas vestidas con faldas cortas en la antesala y Pearson acudiría a él con el rabo entre las piernas para suplicarle una pequeña pensión para su jubilación anticipada forzosa…

Mientras tanto, tenía frente a él la libertad. Emplearía el tiempo en consolidar su amistad con Nerissa. Tal vez pensara en otra razón para llamar a su puerta y entrar en su casa. ¿Y si fuera a entregarle un paquete? No haría falta que fuera de verdad, no tendría por qué venir de parte de una empresa de venta por correo ni ser algo que ella hubiera encargado en alguna tienda, podría tratarse simplemente de unas viejas revistas envueltas en papel marrón. En cuanto eso le hubiera granjeado la entrada, ella lo entendería y hablaría con él. O quizá podía fingir que repartía propaganda para alguna campaña electoral, llevarle el manifiesto de algún candidato que antes le hubieran entregado a él. El próximo mes seguro que había elecciones locales de algún tipo, siempre las había, ¿no es verdad? De todos modos, ella no sabría mucho más que él sobre el tema.

En cuanto la llevara por ahí, ante la mirada del público, empezarían a llegarle las ofertas de la televisión, de los redactores de periódicos y revistas de moda. Tal vez ni siquiera fuera necesario que montara un negocio propio. O, si lo hacía, el dinero que obtuviera por ser el nuevo ligue de Nerissa lo ayudaría a despegar. Mientras seguía soñando, hizo una pausa para felicitarse por su resistencia, por la rapidez con la que se estaba recuperando tras haber perdido su empleo, cosa que los que se suponía que sabían denominaban uno de los mayores reveses de la vida, comparable a la muerte de un ser querido.

No obstante, al día siguiente tuvo que ir a trabajar. Tenía la cabeza a punto de estallar por la ginebra y a veces le daba vueltas de una manera que casi le hacía perder el equilibrio, pero tenía que trabajar. En todas las visitas que realizó le contó al cliente que había dimitido de su empleo y que iba a montar un negocio propio. Si les interesaba que él les siguiera ofreciendo sus servicios les haría un precio especial, les cobraría menos de lo que habían estado pagando hasta ahora, y tendrían asegurado un servicio de primera. Tres de ellos dijeron que continuarían con la empresa donde estaban, pero el cuarto accedió a irse con él después de decirle que parecía pálido y de preguntarle si se encontraba bien. En la oficina central se topó con Ed, que le contó que Steph estaba embarazada, por lo que habían decidido posponer la boda hasta que hubiera nacido el bebé.

– Steph dice que no le apetece verse gorda el día de su boda. Su madre cree que la gente dirá que sólo se casa porque está embarazada.

– He dimitido -anunció Mix.

– Eso he oído.

La expresión de Ed le dijo que lo que éste había oído era una versión distinta de los acontecimientos.

– El hecho de que le dijeras a la dirección que te había fallado, lo cual fue una exageración, por no decir más, hizo imposible que me quedara.

– ¿Ah, sí? Entonces, ¿tú qué consideras que hiciste? ¿Piensas que actuaste como un compañero? ¿Me sustituiste cuando estuve enfermo?

– ¿Por qué no te vas a la mierda?

Fue el final de una hermosa amistad. A Mix no podía importarle menos. Pensó en acercarse en coche al gimnasio y hablar seriamente con Shoshana. Pero no debía olvidar que el local estaba en el número trece, un hecho que tal vez fuera la causa de todos sus problemas. Y cuando pensó en ello, en aquella habitación oscurecida con las colgaduras, las figuras, el mago, el búho y, por encima de todo, la propia Shoshana, quien, según le parecía a Mix, trataba con el amor y la muerte, se dio cuenta de que le tenía miedo. No es que él lo expresara así, ni siquiera en esa parte de su mente que hablaba consigo misma, aconsejando, advirtiendo y solucionando. En aquel momento se dijo que debía ser cauto. Una cosa era que la mujer cogiera el teléfono y levantara calumnias contra él; de lo que Mix recelaba era de actos más oscuros, como que lanzara algún hechizo o invocara a los demonios. Todo lo cual no eran más que sandeces, por supuesto, pero antes él también había creído que los fantasmas eran una tontería y ahora resultaba que vivía con uno.

El sábado tendría más tiempo, todo el tiempo del mundo, y entonces empezarían sus verdaderos esfuerzos para ver a Nerissa. Mientras tanto, planearía cuál iba a ser su campaña.

Una empresa de cosméticos con una línea de maquillaje para mujeres de color que se estaba expandiendo con rapidez le había pedido a Nerissa que fuera su «Rostro de 2004». Aquel año habían utilizado a una famosa modelo blanca y Nerissa sería la primera mujer negra que desempeñara ese tipo de papel. La paga era alucinante y el trabajo mínimo. Durante su visita al salón de belleza de Mayfair para unas pruebas preliminares, se preguntó por qué no estaba más ilusionada. Pero no se lo estuvo preguntando mucho tiempo. Ya lo sabía.

Darel Jones había dejado claro que la quería sólo como amiga, quizá como a alguien a quien proteger, una compañera, una reserva para completar los invitados a la cena. Su madre decía que un hombre y una mujer no podían ser amigos, tenían que ser amantes o nada. Nerissa sabía que las cosas eran muy distintas. Quizá lo que su madre decía hubiera sido cierto cuando ella era joven. ¿Acaso no era verdad que hoy en día las mujeres tenían una carrera profesional y se acercaban casi a la igualdad? Ella conocía a hombres que no eran homosexuales y que tenían una amiga con la que habían ido a la escuela o a la universidad y con la que habían sido íntimos durante años sin haber intercambiado ni siquiera un beso. ¿Iba a ser así para ella y Darel?

No si podía evitarlo. A veces se sentía segura y otras veces, como en aquellos momentos, un tanto abatida, sin que nada la distrajera de la certeza de que lo que ella quería más que nada en el mundo, que Darel se enamorara de ella, nunca ocurriría. Ese tal Cellini no había aparecido frente a su casa desde que lo había visto el sábado. Lo que menos deseaba era verle, pero, por otro lado, si aparecía en su coche y esperaba a que ella saliera, sería una excusa para llamar a Darel.

Deambuló por la casa, que Lynette acababa de limpiar y ordenar, y decidió intentar mantenerla así. No tenía que ser tan descuidada. Su madre se lo estaba diciendo continuamente, decía que la habían educado para ser una persona pulcra y que su descuido era el resultado de ganar demasiado dinero demasiado pronto. El piso de Darel era un milagro del orden. No siempre sería así, pensó ella al tiempo que recogía un pañuelo de papel que se le había caído en el suelo del cuarto de baño. Sin duda se había esmerado para recibir a sus invitados, pero estaba claro que era un hombre muy disciplinado. En el poco probable supuesto de que él fuera a su casa (cosa que parecía volverse menos probable con cada día que pasaba), reaccionaría con rechazo al ver todas las tazas y vasos que normalmente había por ahí, las revistas tiradas por el suelo y las combinaciones absurdas como un frasco de laca de uñas en el frutero. Nerissa pensaba que tenía su casa tan desordenada como la vieja señorita Chawcer, quien, según decía la tía Olive, guardaba una linterna en la nevera y el pan en el suelo dentro de una bolsa.

El viernes por la tarde, como su padre se había vuelto a llevar el coche de los Akwaa, Nerissa había prometido a su madre que la llevaría en coche a Saint Blaise House. Hazel dijo que sería de buena educación que pasara a ver a la señorita Chawcer para preguntarle cómo se encontraba y si había algo que pudiera hacer por ella. La señorita Chawcer era una mujer anciana y frágil, había estado enferma y la verdad es que debía de estar absolutamente indefensa.

– Ay, mamá, no me lo pidas a mí. Ese hombre vive allí. ¿No puede llevarte Andrew?

– Andrew estará en los juzgados en Cambridge. No es necesario que entres, Nerissa, sólo que me dejes allí.

De modo que la joven había dicho que lo haría. Dejaría a su madre y pasaría a recogerla una hora más tarde. Al fin y al cabo, si veía a ese hombre, o si el hombre la veía a ella y salía para hablarle, podía llamar a Darel desde el teléfono del coche. Se vistió con esmero, maestra como era del aspecto elegante a la par que informal, con unos pantalones nuevos estilo militar de un verde oliva apagado, un top escotado y una chaqueta de satén. Pero cuando estuvo lista se dio cuenta de que la ropa pensada para atraer a Darel también le resultaría atractiva a ese hombre, de manera que se lo quitó todo y volvió a ponerse los vaqueros y una camiseta. Además, aunque iba en contra de todo aquello que se esforzaba por conseguir y de todo aquello que las personas para las que trabajaba se tomaban como una doctrina, Nerissa creía que los hombres nunca se fijaban en la ropa de una mujer, sólo en si «estaba bien» o no.

Ya sería mala suerte que se encontrara al hombre esperando fuera, pero allí no había nadie. Campden Hill Square estaba desierta y silenciosa, crepitando por el calor que continuaba en el mes de septiembre. Su coche había estado al sol y el asiento del conductor estaba tan caliente que casi la quemó. Fue a recoger a su madre a Acton, la llevó hasta Saint Blaise Avenue y la dejó delante de la casa de la señorita Chawcer. Allí no había ni rastro de ese hombre y tampoco lo vio conduciendo de camino al supermercado Tesco, en West Kensington, donde hizo la compra de la semana, y donde también compró una gran cantidad de agua mineral con gas, ingredientes para hacer ensaladas, pescado y dos botellas de un Pinot Grigio muy bueno, porque se había fijado que era el que bebía Darel.

El maleficio que actuaba sobre la columna vertebral de la víctima llegó por correo ordinario. Hécate siempre había sido tacaña como ella sola. Shoshana se había esperado alguna poción o unos polvos, lo cual la habría obligado a tener que idear una manera de administrarlo y eliminaba a cualquier persona a la que no tuviera fácil acceso, pero aquello consistía únicamente en unos ensalmos que debían realizarse sobre una mezcla humeante en un crisol. Se lo podía haber enviado por correo electrónico.

– Pues será mejor que lo pruebe -dijo Shoshana dirigiéndose al mago y al búho. ¿Quién mejor que ese tal Mix Cellini para probarlo?

Gwendolen había pasado del sofá a un sillón en el que entonces se hallaba sentada y absorta en la lectura del último capítulo de La copa dorada con el tanga en el regazo, metido en una bolsa de papel marrón, preparado para enseñárselo a su huésped. Hazel había entrado con la llave de su tía y, aunque Gwendolen no se sobresaltó ni puso cara de que fuera a darle un infarto, no pareció muy contenta de verla.

No preguntó exactamente a su visita qué estaba haciendo allí.

– Tengo que recuperar esas llaves. Supongo que tu tía hizo otra copia. Sin pedirme permiso, por supuesto.

– ¿Cómo se encuentra?

– Bueno, pues estoy mucho mejor, querida. -Gwendolen se estaba ablandando. Dejó el libro y utilizó la carta de la organización benéfica contra la fibrosis cística para marcar la página-. ¿Qué llevas ahí? -Uva blanca sin pepitas, peras Williams, bombones Ferrero-Rocher y una botella de Merlot. Gwendolen estaba menos censuradora que de costumbre. Nunca comía otra fruta que no fueran manzanas asadas, pero disfrutaría de los bombones y el vino-. Veo que tienes más criterio que tu tía y su amiga.

Hazel no supo qué decir. Se había dado cuenta de que iba a resultarle difícil mantener una conversación con aquella anciana a quien una vez, hacía mucho tiempo, su padre había llamado una intelectualoide. Hazel no leía mucho y era consciente de que no podía hablar de libros ni de ningún otro tema de los que probablemente interesaran a la señorita Chawcer. Intentaba encontrar palabras para hacer algún comentario sobre el tiempo, la mejoría de la señorita Chawcer y lo bonita que era su casa cuando sonó el timbre de la puerta.

– ¿Quién demonios podrá ser?

– ¿Quiere ver a alguien o prefiere que diga que regresen en otro momento?

– Tú quítatelos de encima -repuso Gwendolen-. Di lo que quieras.

Podría tratarse de una carta de Stephen Reeves que llegara por correo exprés. Gwendolen aún no había tenido noticias suyas y cada vez estaba más inquieta al respecto. ¿Y si la carta que le mandó se había extraviado? Hazel fue a abrir la puerta. En el umbral había un hombre de unos sesenta años, alto, atractivo y con turbante. A ojos de Hazel se parecía mucho a un guerrero que había visto en una ocasión en una película sobre la India.

– Buenas tardes, señora. Soy el señor Singh, de Saint Mark’s Road, y vengo a ver a la señorita Chawcer, por favor.

– Me temo que la señorita Chawcer no se encuentra muy bien estos días. Ha estado en el hospital. ¿Le sería posible volver mañana? Bueno, mañana no. ¿Qué tal el domingo?

– Por supuesto, señora, volveré el domingo. Vendré a las once de la mañana.

– ¿Qué quería? -preguntó Gwendolen.

– No se lo he preguntado. ¿Debería haberlo hecho?

– No tiene importancia. De todos modos, ya lo sé. Viene por lo de sus espantosas gallinas de Guinea. Otto debe de habérselas comido. Encontré plumas en las escaleras. Supongo que ahora ese hombre quiere una compensación.

Entre la anciana intelectualoide, el acosador del piso de arriba y ahora una persona con nombre alemán que se comía las aves del vecino, Hazel estaba empezando a pensar que aquella casa era muy extraña. Estaba deseando que Nerissa volviera a buscarla y se sintió aliviada cuando sonó el timbre.

– ¿Y ahora quién será? No sé por qué me he vuelto tan popular de repente.

– Es mi hija.

– Ah. -Inevitablemente, Gwendolen asoció a la hija, y la asociaría durante el resto de la vida que le quedara, con el incontrolado comportamiento insinuante en su vestíbulo-. Me imagino que no querrá entrar.

Hazel se tomó sus palabras como un desprecio inmotivado y se alegró mucho de marcharse de allí. ¿Cómo es que la tía Olive nunca le había dicho que la señorita Chawcer era una vieja tan horrible? Le dijo adiós con frialdad y salió a toda prisa para reunirse con Nerissa, que esperaba en la puerta hecha un manojo de nervios por si acaso aquel hombre aparecía de repente.

En cuanto la mujer se hubo marchado, Gwendolen se quedó dormida. Desde que la habían hospitalizado, encontraba que no le bastaba tomarse un descanso por la tarde; necesitaba dormir. No necesitaba soñar, pero el sueño le sobrevino más intenso y vívido que cualquier otro episodio nocturno, parecía real y ocurría en el presente. Ella era joven, como siempre en sus sueños, e iba a visitar a Christie en Rillington Place. La guerra continuaba, la única en la que ella pensaba como en «la guerra», descartando los conflictos en Corea, Suez, las Malvinas, Bosnia y el golfo Pérsico. Sonaban las sirenas cuando llamó a la puerta de Christie, pues en el sueño que parecía real era ella la que estaba embarazada y la que iba a verlo para que le practicara un aborto. Pero ocurrió que, igual que Bertha, aunque en aquella realidad no había ninguna Bertha, tuvo miedo del hombre y huyó de allí decidida a no volver. Al salir de la casa, tal como ocurre en los sueños, en lugar de estar en Rillington Place estaba con Stephen Reeves en el salón de Saint Blaise House y él le estaba diciendo que era el padre de su hijo. Se sobresaltó, para ella fue una sorpresa así como un alivio. Entonces pensó que le pediría que se casara con ella, pero la escena cambió de nuevo. Se hallaba sola en Ladbroke Grove, frente al consultorio de Stephen en un repentino anochecer, y a él no lo veía por ninguna parte. Gwendolen iba corriendo de un lado para otro, buscándole, y entonces se cayó, se golpeó en la cabeza y se despertó.

Tardaba más en recuperarse de esos sueños diurnos que de cualquier pesadilla que la asaltara durante la noche. Permaneció unos momentos en el sillón preguntándose dónde estaba él y cuándo regresaría. Incluso se miró las manos y se maravilló de que, siendo tan joven, las tuviera tan arrugadas, con las venas ramificadas que sobresalían como las raíces de un árbol en la tierra seca. Regresó paulatinamente a una realidad bienvenida y sin embargo poco grata y se incorporó en su asiento.

Mientras dormía, o quizá mientras estaba hablando con Hazel Akwaa, la bolsa de papel marrón que contenía el tanga se había deslizado entre el almohadón del asiento y el brazo del sillón. Gwendolen ya se había espabilado, pero había olvidado que la bolsa estaba allí.