Mix dejó la empresa para la que había trabajado durante nueve años sin armar ningún escándalo. Se sentía muy enojado porque nadie había sugerido invitarlo a tomar una copa, no lo habían obsequiado ni mucho menos con un reloj o una vajilla y tampoco le habían comentado nada sobre una indemnización por despido. Lo peor de todo fue que tuvo que devolver las llaves del coche que había dejado en el aparcamiento subterráneo de la empresa.
No obstante, se consoló pensando que había conseguido que cinco de sus clientes se comprometieran a seguir contando con él para el mantenimiento y la reparación de sus máquinas. Al comprobar el estado de su cuenta bancaria en un cajero automático descubrió que tenía un saldo a favor de casi quinientas libras. Y eso antes de que le ingresaran lo que la empresa le debía por las tres semanas que no querían que trabajara. Aun así, no se encontraba con ánimos de volver a Campden Hill Square. Cuando lo hiciera, no tendría más remedio que ir andando. Por lo menos, el paseo le haría bien.
El viernes fue al cine solo y de camino a casa pasó junto a pubs repletos de clientes que invadían las aceras y cafeterías donde los comensales ocupaban sus asientos en las mesas situadas en el exterior. Para cenar compró comida china para llevar, dos botellas de vino y una de Cointreau para preparar sus Latigazos. Hacía tanto calor como en el mes de julio, y la atmósfera era igual de seca. Una tarde había llovido copiosamente, la primera lluvia desde hacía semanas, y mientras la observaba saboreó la idea de que aquella cantidad de agua estimularía el crecimiento de los hierbajos sobre la tumba del jardín.
El regreso a casa siempre le suponía un verdadero suplicio, aunque no tanto si se podía organizar para hacerlo cuando aún era de día. Cosa que no tardaría en resultar difícil, puesto que cada vez oscurecería más temprano. Cargado con sus pesadas bolsas, mantuvo la vista al frente mientras subía el último tramo de escaleras, fijando la mirada de manera hipnótica en la puerta de su piso. Algo le había pasado a la farola que había justo enfrente de la casa, de manera que por la ventana Isabella no entraba ninguna luz. El descansillo superior estaba oscuro como boca de lobo, pero en cuanto entró en su piso estuvo bien. Estaba a salvo. Y ya no le dolía la espalda. Debía de estar muy en forma para haberse recuperado con tanta rapidez de una lesión de espalda.
Leyó El asesino extraordinario, miró la televisión con un Latigazo como acompañamiento, cenó y escuchó los zumbidos y suspiros de la Westway. Si la policía fuera a interrogarlo sobre Danila, a estas alturas ya lo habrían hecho. Podía ser que, al cabo de unos años, después de la muerte de la vieja Chawcer, para lo cual quizá faltaran siglos, alguien comprara la casa y cavara el jardín. No iban a profundizar más de un metro, ¿verdad? Para entonces ya haría tiempo que él se habría marchado de allí, lejos de aquella casa encantada. Estaría viviendo con Nerissa, con quien ya se habría casado, y tal vez habrían comprado una casa en Francia o incluso en Grecia. Aunque encontraran el cuerpo de Danila, nunca lo relacionarían con el esposo de Nerissa Nash, el famoso criminólogo.
El dolor de espalda lo despertó de madrugada. Era tan fuerte que soltó un gemido en voz alta, encendió la luz y vio que pasaban diez minutos de las tres. Ya era mala suerte que le pasara eso cuando se había estado felicitando por su total recuperación. Aquel dolor parecía el mismo que decían que sentías cuando tenías una hernia de disco. Cuatro ibuprofenos y una copa de ginebra lograron que volviera a dormirse, pero se despertó a las siete. Era imposible empezar con su régimen de ejercicios tal como tenía intención de hacer aquel día. Daba la sensación de que aquel dolor de espalda no iba a ser pasajero y era muchísimo peor que la última vez. Parecía afectarle la espina dorsal en toda su longitud.
Un baño caliente y dos ibuprofenos más lo calmaron un poco, aunque lo dejaron algo mareado. Tomó el autobús en Westbourne Grove y se bajó en el mercado de Portobello porque tenía que comprar comida. El mercado siempre estaba abarrotado de gente, sobre todo en torno a los puestos, pero los sábados sólo podías moverte si te convertías en parte de la multitud e ibas adónde ésta te llevara. Compró comida preparada, un pollo asado, pan y pasteles y un racimo de plátanos que fueron su única concesión a eso que los periódicos llamaban «comida sana». La espalda le dolía tanto que si adquiría algo más no sería capaz de cargar con todo.
Compró el Evening Standard en un intento desganado de echar un vistazo a las ofertas de empleo para poder arreglárselas hasta que montara su propio negocio y fue andando hasta la calle principal de Notting Hill para buscar una farmacia. Sería necesario que tomara más ibuprofeno si no quería tener problemas para dormir y lo mejor sería que comprara algo con lo que hacerse friegas en la espalda. En la puerta de la gran farmacia Boots había un hombre mendigando. Estaba sentado en la acera con una caja de galletas de hojalata abierta frente a él, pero no tenía un perro que se ganara los corazones sentimentales ni ningún letrero declarando que era ciego, o que no tenía hogar, o que tenía cinco hijos. Mix nunca daba dinero a los mendigos y en la caja de aquél ya debía de haber unas veinte monedas más o menos, pero hubo algo que le hizo mirar al hombre, una sensación de familiaridad, tal vez una especie de química entre ellos. Se encontró mirando fijamente a Reggie Christie. Era clavado a él, la mandíbula bien definida, los labios estrechos, la nariz grande y las gafas sobre unos ojos gélidos.
Mix entró rápidamente en Boots y compró el analgésico. De haber habido otra salida la hubiera utilizado, pero como no la había no tuvo más remedio que salir por donde había entrado. El mendigo ya no estaba. Mix cruzó la calle para esperar un autobús que lo llevara a casa. No había ni rastro de Reggie en ninguna parte. ¿Había estado allí realmente? ¿Lo habría inventado su propia mente como resultado de pensar tanto en él y de mirar esas fotografías? ¿Y acaso era consecuencia del estrés? La idea espantosa de que el fantasma de Reggie lo hubiera seguido hasta allí o hubiera acudido esperando verle era demasiado aterradora para considerarla.
Gwendolen había buscado por todas partes el objeto que había acabado llamando «la cosa». Suponía que la habría guardado en «un lugar seguro», por lo que investigó, entre muchas otras posibilidades, el horno y el espacio que quedaba detrás de los diccionarios en una de las numerosas librerías. Llegó incluso a abrir la cremallera del estómago del cocker spaniel de juguete que servía para guardar el camisón y que su madre le había regalado en su vigésimo quinto cumpleaños. No estaba en ninguno de esos escondrijos potenciales. La frustración la irritó. ¿Cómo iba a llamarle la atención a su huésped sin tener la cosa que constituía la prueba del delito?
No había llegado ninguna carta de Stephen Reeves. Ahora ya estaba segura de que él le había escrito y la carta se había extraviado. Era la única explicación. Hablaría con el huésped antes de volver a escribirle. ¿Acaso no era posible que él hubiera cogido la carta, ya fuera por error o con mala intención? Gwendolen empezaba a pensar que muchos de sus problemas actuales provenían de Cellini. Antes de que él se mudara, rara vez se le habían presentado misterios ni desgracias. Lo más probable era que él le hubiera contagiado el germen que le provocó la neumonía.
Tenía intención de sorprenderlo cuando lo oyera bajar las escaleras para marcharse. O cuando entrara en casa. Pero, desde su enfermedad, se quedaba dormida con mucha más facilidad que antes y temía haberse adormilado la última vez que él entró o salió de casa. En aquellos momentos Gwendolen no podía con los cincuenta y dos escalones que había hasta su piso, aunque no lo hubiese reconocido ante nadie. Tampoco les habría dicho a Olive ni a Queenie que subir a su dormitorio y prepararse para meterse en la cama la dejaba tan sumamente agotada que apenas tenía fuerzas para lavarse la cara y las manos.
El huésped había entrado en la casa en algún momento a última hora de la mañana, sin duda. Gwendolen estaba prácticamente segura de haber oído sus pasos por las escaleras. ¿Habría vuelto a bajar? No sabía si se hubiera enterado porque estuvo dando cabezadas toda la tarde. Olive vino a eso de las cinco, pero no se ofreció a subir para ver si él estaba en casa. No es que ella estuviera débil tras una enfermedad, pensó Gwendolen con desdén, pero estaba demasiado gorda.
– Podrías llamarle por teléfono.
Gwendolen se escandalizó.
– ¡Llamar por teléfono a una persona que vive en la misma casa? O tempora, o mores.
– No sé qué dices, querida. Tendrás que hablarme en inglés.
– Significa: «¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres!» Fue mi reacción cuando sugeriste que telefoneara a un individuo que vive en el piso de arriba.
Olive decidió que Gwendolen debía de estar exhausta para hablar de esa manera tan ridícula y se ofreció diciendo: «Esta noche te prepararé la comida, Gwen». La categórica negativa de su amiga no surtió efecto. Había traído consigo todos los ingredientes para comer con ella.
– No digas «comida», Olive -objetó Gwendolen débilmente-. «Comida» no, por favor. Di cena… o merienda, si no hay más remedio.
En cuanto Olive se marchó, Gwendolen se dispuso a irse a la cama. Tardó una hora en llegar al dormitorio y ponerse el camisón. La casa estaba silenciosa, más silenciosa que de costumbre, le daba la impresión, y el ambiente no era en absoluto cálido. En el parte meteorológico que había escuchado por la radio dijeron que haría un buen día, que la temperatura no bajaría de los veinticinco grados, fuera lo que fuera lo que quisieran decir con eso, y que la noche sería excepcionalmente suave para la época. Se suponía que el viento sería del oeste y, por lo tanto, cálido, pero ella notaba que el frío penetraba por las ventanas que no encajaban bien y por las grietas del revoque. En su dormitorio había dos ventanas, pero desde la que daba a la fachada no pudo ver nada más que oscuridad y ramas grises. La farola de la calle se había apagado y tenía el cristal roto. Probablemente matones que vagaban por el barrio serían los responsables del acto de vandalismo. Desde la otra ventana veía el jardín, donde los arbustos se combaban y retorcían con el viento y las ramas del árbol se balanceaban de un lado a otro.
Antes había oído graznar a los gansos del señor Singh, pero ahora estaban silenciosos, encerrados para pasar la noche. El viento azotaba el jardín en el que no había ni un solo ser vivo aparte de Otto, que estaba encaramado al muro comiendo algo que había atrapado. Desde la ventana sumida en la oscuridad, pero cuyo cristal se hallaba iluminado por una luz amarillenta, Gwendolen apenas pudo ver o adivinar que el animal había encontrado su cena en la paloma que se posaba en el sicomoro. Se echó una chaqueta de lana gruesa sobre los hombros, se metió en la cama y se quedó dormida antes de poder tirar de las sábanas para taparse.
Desde que murió su abuela, los domingos no habían significado nada para Mix. Ahora no eran más que una versión pálida de los sábados, bastante desagradable y molesta porque algunas tiendas estaban cerradas, las calles estaban vacías y los hombres que tenían novias, esposas o familias las llevaban fuera en sus automóviles. De todos modos, también era el día en el que había decidido reanudar su campaña para llegar a conocer de verdad a Nerissa. Todavía no se había acostumbrado a estar sin vehículo y, tal como había hecho el día anterior, bajó a las nueve y media y salió como si tal cosa con la intención de conducir hasta Campden Hill Square. El coche no estaba y, al recordar entonces que ya no disponía de él, maldijo. Echó a andar con la espalda entumecida por las fuertes dosis de ibuprofeno.
Aquella mañana el viento era más frío. Ya llegaba el otoño. Acostumbrado al cálido interior de un vehículo, Mix se había vestido de manera poco adecuada con una camiseta y caminaba temblando. Al aproximarse a casa de Nerissa y ver que su Jaguar estaba aparcado frente a la vivienda se animó. Se le había olvidado algo para depositar ante la puerta, propaganda política o un sobre en el que introducir un donativo para una institución benéfica infantil, de manera que lo único que podía hacer era esperar y confiar en la inspiración del momento.
Empezó a temblar y se le puso la carne de gallina en los brazos. Para entrar en calor caminó cuesta abajo con paso resuelto por Holland Park Avenue y volvió a subir por el otro lado de la plaza. Cuando llegó otra vez arriba, estaba sin aliento, pero no se le había pasado el frío. Para su horror, vio que el Jaguar daba marcha atrás. Nerissa se le había escapado.
El coche de la joven pasó cuesta abajo y, aunque Mix la saludó con la mano, ella no podía haberlo visto. Mantuvo la mirada fija al frente y no le dirigió una sonrisa como repuesta. No había más remedio que regresar a casa, aunque, una vez allí, no tenía nada que hacer, aparte de darse una friega en la espalda con lo que había comprado y escribir solicitudes para los dos empleos que había visto en el Evening Standard, los dos en los que parecía tener más posibilidades que en los demás.
El huésped llevaba ya casi cuatro meses viviendo en su casa y en ocasiones habían transcurrido semanas enteras sin que ella lo viera. Sólo habían hablado cuando se encontraban por casualidad y no durante mucho rato. No era una persona de su agrado, se había dicho, y, sin duda, ella tampoco lo era del suyo. Por consiguiente, se le hacía extraño lo mucho que necesitaba verlo. Le parecía esencial que en algún momento de aquel domingo pudiera encararse con él y plantearle el asunto de la «cosa» y de la carta extraviada. También estaba el tema de que, según Olive y Queenie, no había dado de comer a Otto durante su ausencia. Su propia indiferencia hacia Otto no era la cuestión. La obligación de Cellini era dar de comer al gato, lo había prometido. Además, Gwendolen tenía la certeza de que, de haber estado bien alimentado, Otto no hubiese matado a esas gallinas de Guinea ni a esa paloma para comérselas.
Al pensar en las gallinas de Guinea recordó que el señor Singh iba a ir a verla a las once. Estaba tan segura de que el hombre iba a llegar tarde, puesto que últimamente todo el mundo lo hacía, que se asombró con incredulidad cuando el timbre sonó puntualmente a esa hora. Al levantarse se sintió tan mareada que tuvo que agarrarse al respaldo del sofá, por lo que tardó unos minutos en llegar a la puerta; el hombre llamó de nuevo, cosa que le dio una excusa para irritarse.
– Ya voy, ya voy -dijo en el vestíbulo vacío.
Era un hombre atractivo, más alto y pálido de lo que ella se había esperado, con un pequeño bigote de color gris acero y en lugar de ir vestido con esa prenda de ropa que ella había previsto y que parecía una camisa de dormir, llevaba unos pantalones de franela, una cazadora y una camisa rosa con corbata rosa y gris. La única incongruencia (a ojos de Gwendolen) era su turbante blanco como la nieve y enrollado de forma intrincada.
El hombre la siguió hacia el salón, acomodando pacientemente el paso a la lentitud de ella.
– Tiene usted una casa magnífica -comentó.
Gwendolen asintió con la cabeza. Ya lo sabía. Por eso se había quedado allí. Tomó asiento y le indicó con un gesto que hiciera lo mismo. Siddhartha Singh se sentó, pero lentamente. Estaba mirando a su alrededor, fijándose con detenimiento en los espacios y rincones, en las paredes desconchadas, el techo agrietado, los tambaleantes y astillados marcos de las ventanas, los radiadores que databan de la década de los años veinte y las alfombras, una sobre otra, todas apolilladas y con aspecto de haber sido mordisqueadas por pequeños mamíferos. Él sólo había visto un grado de desintegración semejante en los barrios pobres de Calcuta, años atrás.
– Si es por lo de sus pájaros -empezó a decir Gwendolen-, la verdad es que no sé qué se supone que…
– Discúlpeme, señora -El señor Singh era de habla educada-. Discúlpeme, pero el episodio de los pájaros es una cosa del pasado. Ya es historia, por decirlo así. Corté por lo sano y volví la hoja. Y en cuanto a este tema, quizás usted que, obviamente, es una dama inglesa, pueda decirme el porqué de «hoja». ¿Quiere decir tal vez que vamos de excursión al bosque y volteamos una hoja para descubrir un secreto debajo de ella?
En circunstancias normales Gwendolen hubiese replicado con mordacidad, pero aquel hombre era tan atractivo (y no solamente para ser oriental) y encantador que se sentía muy débil en su presencia. Como la reina de Saba frente a Salomón, ya no le quedaba fortaleza.
– En este caso «hoja» significa página -explicó con vacilación-. Pasar página, se suele decir. Una página en…, bueno, en el libro de la vida, supongo.
El señor Singh sonrió. Fue una sonrisa como aquella con la que podría obsequiarte el dios del sol; amplia, benévola, que iluminó su bello rostro y reveló la misma dentadura que poseían los adolescentes norteamericanos, reluciente, blanca y uniforme.
– Gracias. En ocasiones, aun cuando llevo treinta años en este país, tengo la sensación de habitar en un nuevo Siglo de las Luces.
Gwendolen, desarmada, le devolvió la sonrisa. Hizo una oferta de las que no había hecho extensiva a un visitante ocasional desde que Stephen Reeves desapareció de su vida.
– ¿Le apetece tomar un té?
– Oh, no, gracias. He pasado sólo un momento. Permítame que vaya al grano. Cuando estuvo enferma y no se encontraba en casa, vi a su jardinero trabajando, un joven de lo más laborioso, y le dije a la señora Singh, mira, este joven es justo lo que necesitamos para que arregle las cosas aquí. Y es por eso por lo que vine a verla. Para que, si me hace el favor, me diera el nombre y número de teléfono de su jardinero, con la esperanza de que pueda hacerse cargo del trabajo que quiero encomendarle.
Fueron varias las emociones que se enfrentaron en la cabeza de Gwendolen. No sabía por qué había sentido que se le caía el alma a los pies cuando oyó mencionar a una señora Singh, aunque sí comprendía el asombro y la ira incipiente que empezaron a invadirla al mismo tiempo. Se irguió en el asiento mientras se preguntaba fugazmente si podría ser que él la considerara diez años más joven de lo que era en realidad y dijo:
– Yo no tengo jardinero.
– Oh, sí, señora, claro que sí. Lo tiene. Tal vez se le haya olvidado. Entiendo que ha estado usted indispuesta e ingresada en el hospital. Fue entonces cuando estuvo aquí. No hay duda de que lo contrató y el hombre vino a hacer su trabajo en su ausencia.
– Yo no le contraté. No sé nada al respecto. -El hombre la miraba con lástima, como si viera en ella a una mujer no diez años menor de lo que era, sino a una anciana que padecía demencia senil-. ¿Qué aspecto tenía? -le preguntó.
– A ver… De unos treinta años aproximadamente, cabello tirando a rubio, rostro británico, ojos azules, creo, y atractivo. No era tan alto como yo ni… -la miró como si la midiera, con ojo crítico- como usted, con todos mis respetos, señora.
– ¿Qué estaba haciendo exactamente?
– Cavando el jardín -respondió el señor Singh-. Cavó en dos sitios. El suelo, sabe usted, es muy duro, duro como la roca, como… piedra diamantina -se aventuró a fantasear.
Gwendolen pensó que incluso hablaba el mismo lenguaje que ella. Si hubiera conocido antes a su vecino, ¿hubiera reemplazado a Stephen Reeves en su afecto?
– El hombre del que me está hablando -dijo ella, y la furia afloró de nuevo- es mi inquilino. Vive arriba, en el piso superior.
– Entonces le pido disculpas por haberla molestado.
El señor Singh se puso de pie permitiendo así a Gwendolen el lujo de volver a ver su alta figura de porte marcial, su estatura y su estómago plano como una tabla. Le entraron ganas de gritar: «¡No se vaya!» En cambio, le dijo:
– Se llama Cellini y no se le permite el acceso a mi jardín.
Otra sonrisa, pero en esta ocasión triste.
– No le diré que no estoy desilusionado. No, por favor, no se levante. Es una mujer convaleciente y que, si se me permite decirlo, ya no tiene quince años. -Vio su propio reflejo en uno de los muchos espejos llenos de manchas de moscas y con el plateado desvaído-. ¿Y quién los tiene? -añadió con más tacto-. Bueno, pues ahora le digo buenos días, gracias por las molestias y me voy.
El enojo de la mujer era mayor que antes. Ahora sí que iba a quedarse a esperar a Cellini, bebería café, haría lo que fuera para permanecer despierta hasta que lo oyera entrar. La cosa, la carta y ahora esto, pensó. Tenía que deshacerse de él y encontrar a una dama agradable que ya no tuviera quince años. ¡Cómo la había herido esa frase! Aunque él se hubiera incluido en dicha categoría. ¡Pero ese Cellini! Iba a desahuciarlo en cuanto tuviera ocasión.