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Mix caminaba de vuelta a casa, pero al pasar junto a una parada de autobús vio que venía uno y lo cogió. Era un día demasiado absurdo para que pasear resultara placentero. Unas cuantas hojas amarillentas caían ya de los plátanos y se arremolinaban al otro lado de las ventanillas del autobús. Parecía que algo le estuviera pellizcando la columna vertebral con dedos de hierro y, fuera lo que fuera, le provocó unas punzadas en la zona lumbar cuando se bajó en la esquina de Saint Mark’s Road. Tuvo que hacer el resto del camino a pie y el dolor aminoró un poco con el movimiento.
Como de costumbre, los automóviles ocupaban las plazas de estacionamiento del aparcamiento para residentes de Saint Blaise Avenue, y Mix se fijó en una cosa en la que hasta entonces no había tenido necesidad de fijarse. Uno de los vehículos, un viejo Volvo, tenía un letrero de «Se vende» en el parabrisas con el precio debajo: trescientas libras. Un Volvo era un buen coche, se suponía que duraba años y aquél parecía estar muy bien conservado. Mix rodeó el automóvil y miró el interior por las ventanillas y entonces, de una de las casas situada en la misma acera que Saint Blaise House, salió una mujer que se acercó a él.
– ¿Le interesa?
Mix respondió que no lo sabía, que podría ser que sí. Pese a que ya no era joven, era una mujer bastante guapa, con esa silueta de reloj de arena que a él le gustaba.
– Es de mi marido. Somos los Brunswick. Brian y Sue Brunswick. Brian está de viaje, pero regresará el miércoles. Él iría con usted a dar una vuelta de prueba, si quiere.
– ¿Usted no conduce? -No le hubiera importado ir con ella a dar una vuelta de prueba de cualquier clase.
– Me temo que hace años que no me pongo al volante de un coche.
– Es una lástima -dijo Mix-. Me lo pensaré.
Cruzó el vestíbulo de Saint Blaise House sin hacer ruido, con la palma de la mano apretada contra la parte baja de la espalda y al fijarse en que la puerta del salón estaba entreabierta atisbó por ella. La vieja Chawcer estaba tumbada en el sofá, profundamente dormida. Mix empezó a subir las escaleras. Si bien hacía fresco en comparación con los días anteriores, había salido el sol y el día era radiante. Los rayos de sol que caían sobre las paredes de la escalera ponían de manifiesto hasta la última de las grietas, tanto si eran anchas como si se trataba de líneas delgadas, las manchas de las moscas en los cuadros que colgaban torcidos y las propias moscas que se habían metido entre el grabado y el cristal y que habían muerto allí, y las telarañas que se aferraban a los marcos, cables e instalaciones para las bombillas. Se preguntó adónde iría el fantasma de Reggie durante el día y se dijo que no pensara en ello a menos que no quedara más remedio. El dolor que sentía en la región lumbar se intensificó. Si no mejoraba, tendría que ir al médico.
En lo primero que pensó Gwendolen al despertar fue en la revelación que le había hecho el señor Singh. Aquel hombre no era para ella y lo sabía, en tanto que Stephen Reeves sí lo era. Se había dejado llevar momentáneamente por su atractivo y encanto, pero, de todos modos, ella no aprobaba los matrimonios interraciales (lo que cuando era joven llamaban mestizaje) y el hecho de que hubiese una esposa suponía una traba considerable. Gwendolen apartó de su mente a la desconocida y oculta señora Singh como a una «vacilante mujer autóctona con velo». Lo que le había contado el señor Singh excluía entonces de su mente prácticamente cualquier otra cosa.
Mientras ella estaba ausente y, además, enferma en el hospital, ese hombre, el dichoso inquilino, había estado en su jardín, dos veces, y había cavado agujeros en los arriates. Hubo un tiempo, en la época de prosperidad de los Chawcer, en que un jardinero de verdad se había ocupado de los temas de horticultura y en los arriates florecían lupinos, espuelas de caballero, cinias y dalias, los arbustos estaban bien podados y la textura del césped era como la de una moqueta de terciopelo. Gwendolen lo seguía viendo de la misma manera hasta cierto punto, o lo veía como un poco venido a menos, pero nada que un hombre habilidoso y un cortacésped no pudieran arreglar en cuestión de una hora más o menos. Y el inquilino se había aventurado a salir con una pala (casi seguro que con la suya) a aquel pequeño paraíso y cavar hoyos. Había salido al jardín a cavar hoyos sin su permiso, sin ni siquiera intentar obtener su consentimiento, y para hacerlo debió de haber pasado por su cocina, por su lavadero y, de paso, probablemente hubiera depositado la cosa en el caldero. ¿Por qué lo había hecho? Para enterrar algo, por supuesto. Era posible, o mejor dicho, probable, que le hubiese robado algún objeto y lo hubiese enterrado allí hasta que encontrara un comerciante de mercancía robada. Gwendolen tendría que ir por toda la casa y averiguar lo que faltaba. Volvió a ser presa de la furia y le palpitaron las sienes. No era de extrañar que, ahora que estaba despierta, se sintiera decididamente extraña, la cabeza le daba vueltas y su cuerpo estaba muy débil.
A pesar de todo, lo más probable era que hubiera intentado subir las escaleras, despacio y descansando en cada rellano, de no ser porque Queenie Winthrop llegó justo cuando Gwendolen se estaba decidiendo. Al oír que se abría la puerta tuvo la esperanza de que fuera su huésped y le evitara tener que remontar cincuenta y dos escalones, pero todas sus esperanzas se truncaron cuando oyó la voz de Queenie que la llamaba:
– ¡Yujuuu! Soy yo.
Gwendolen se preguntó cuánto tiempo seguirían ella y Olive con esto, viniendo a verla todos los días con regalos. Tal vez semanas, o meses. ¿O quizá siempre? Ella no quería más bombones, barritas de cereales, peras ni uvas. La botella de oporto que Queenie sacó de su carrito de la compra era mucho más aceptable y Gwendolen se animó y hasta le dio las gracias a su amiga y todo.
– Espero no estar convirtiéndome en una alcohólica -dijo-. Si por ti y Olive fuera, seguro acabaría siéndolo. Claro que es mi inquilino quien me ha empujado a ello. Antes no bebía nada más fuerte que zumo de naranja.
Iba a contarle a Queenie lo de su encuentro con el señor Singh y lo que éste le había revelado sin ser consciente de ello. Sin embargo, no sabía por qué, pero no quiso hablar de su vecino con su amiga ni con nadie más, y no podía describir los delitos del huésped sin involucrar al señor Singh. En cambio, dijo:
– La verdad es que no me gusta pedírtelo. Parece una imposición, pero ¿podrías subir, llamar a su puerta y decirle que me gustaría verle esta tarde a las seis? Por favor -dijo, aunque eso iba en contra de sus principios-. Tengo que tratar varios asuntos con él.
– Bueno, querida. Si no te importa esperar un poco. He venido andando y todavía no he recuperado el aliento. Estuve esperando el autobús un buen rato, pero no vino ninguno. Subiré antes de irme, te lo prometo. Y ahora, ¿quieres que te prepare algo de comer? -Queenie miró la botella con ansia-. ¿O una copa?
– Podríamos tomarnos un vasito de oporto.
– Sí, ¿verdad? Al fin y al cabo es domingo.
– Me parece a mí que lo que se bebe el domingo es el vino de la comunión y no oporto.
– Es posible, querida, pero como no soy practicante no sabría decirte. ¿Sirvo yo?
Gwendolen se estremeció.
– Es vino reconstituyente, Queenie, no es té.
Ella consideraba deplorable esta costumbre de llevar un regalo a una amiga enferma y luego esperar compartirlo. No obstante, jamás se le ocurriría beber sin invitar a una visita. Observó a Queenie, quien sirvió una cantidad de vino que ella consideraba excesiva en el tipo equivocado de copas, alzó la suya y dijo lo mismo que el profesor solía decir en circunstancias parecidas:
– ¡A tu salud!
Tomaron un refrigerio de queso con galletas, fruta y una porción cada una del pastel de zanahoria que era un regalo de la hija mayor de Quennie. Gwendolen dispuso sobre la mesa unos viejos y amarillentos manteles individuales ribeteados de encaje que había encontrado en uno de los cajones del aparador.
– Tienes aspecto de que vas a quedarte dormida en cualquier momento -comentó Queenie.
– La «cosa» no es el único tema por el que tengo que quejarme al inquilino -dijo Gwendolen como si su amiga no hubiese hablado-. Durante mi estancia en el hospital esperaba una carta muy importante. Debería haber llegado y por lo visto no ha sido así. -No tenía intención de desvelar muchos detalles sobre la naturaleza de esa carta o de su remitente a Queenie-. Sospecho que Cellini la ha interceptado. -Hacía tiempo que ya no lo llamaba señor-. A menos que Olive o tú hayáis tocado mi correo, lo cual -añadió en un tono más conciliador- me parece poco probable.
– Pues claro que no lo hemos hecho, querida. ¿De dónde tenía que llegar esa carta que dices?
– Probablemente el matasellos fuera de Oxford. Y ahora quiero dormir, de verdad, por lo que tal vez podrías ir arriba a ver al inquilino. Tiene que presentarse aquí a las seis en punto.
Queenie subió pesadamente las escaleras, pero antes, al pasar junto al teléfono, lo miró con anhelo. Sin embargo, hubiera bastado con levantar el auricular para que Gwendolen la oyera y hubiese arremetido contra ella como una tonelada de ladrillos. A pesar de ser mayor, Gwendolen tenía mejor oído que ella. En el primer rellano se quitó los zapatos de tacón alto que le maltrataban los pies y, respirando más profundamente aún, siguió adelante con esfuerzo, con los zapatos en la mano. Si el hombre no estaba en casa, le diría cuatro cosas a Gwendolen. Su amiga no tenía necesidad de creerse con el derecho exclusivo a la grosería. Donde las dan las toman.
Él estaba en casa. Acudió a la puerta con una chaqueta de punto atada sobre los hombros y los pies descalzos.
– Ah, hola. ¿Qué pasa?
Desde que tenía quince años, Queenie había creído que si querías algo de un hombre, si simplemente querías existir en su presencia, tenías que mostrarte exageradamente educada, dulce, encantadora e incluso coqueta, y ella había actuado según su convicción. Ello no había contribuido a su bienestar, pero sí a la felicidad de su matrimonio.
– Señor Cellini, lamento mucho molestarle, y además en domingo, pero la señorita Chawcer dice si sería usted tan amable de dedicarle tan sólo cinco minutos de su tiempo a eso de las seis de esta tarde. Si pudiera bajar un momento y hablar con ella, estoy segura de que no lo entretendrá mucho, de modo que si pudiera…
– ¿De qué quiere hablarme?
– No me lo ha dicho -Queenie le dirigió una enorme sonrisa enseñando los dientes, de las que, una vez, un hombre le había dicho que le iluminaban el rostro, y pasó a servir a Dios y al diablo-. Ya sabe cómo es, señor Cellini -dijo, traicionando a Gwendolen sin ser consciente de que lo hacía-, terriblemente quisquillosa por cualquier nimiedad. Aunque nadie lo diría, a juzgar por el estado de su casa, ¿verdad?
– Ya lo creo. -Mix quería ver el partido que había grabado hacía un par de semanas del Manchester United jugando con algún equipo de Europa Central-. Dígale que estaré abajo sobre las seis. Bueno, adiós.
Cuando Queenie regresó al salón, Gwendolen estaba dormida. En un pedazo de papel, escribió: «El señor Cellini vendrá a las seis. Ánimo. Queenie».
En el piso de arriba Mix se desentendió del partido de fútbol. Había recibido el mensaje sin pensar demasiado, pero en cuanto estuvo a solas fue presa de las dudas. Pensó que la mujer debía de haber encontrado el tanga. Alguien lo había encontrado, y ¿quién más probable que la vieja Chawcer? Debía inventar algún motivo para que la prenda estuviera en el caldero y lo único que se le ocurrió, decir que le había hecho la colada a una amiga porque se le había estropeado la lavadora, estaba claro que no era viable. ¿Quién lavaba la ropa en unos agujeros anticuados como aquél? ¿Qué tenía de malo la lavandería? De todos modos, no explicaba el hecho de que él no debería haber estado en el lavadero.
Tal vez pudiera convencerla de que no sabía nada al respecto. Puede que eso fuera lo mejor. Si podía arreglárselas, sería mejor aún sugerir que la abuela Fordyce o la abuela Winthrop tenían algo que ver con ello. Hasta podía decir que había visto a una de ellas con el tanga en la mano. «No te preocupes -se dijo-. No pienses en ello siquiera. Piensa en otra cosa.» ¿Cómo cuál? ¿En que Frank, el del Sun in Splendour, podría estar hablando con la policía en aquel preciso momento? ¿En que Nerissa había salido con otro tipo? No, pensaría en la posibilidad de ofrecerle a Brian Brunswick doscientas cincuenta libras por el Volvo. ¿Por qué no volvía a la casa al día siguiente y le pedía a Sue Brunswick que fuera a dar una vuelta en el coche con él? Ella no tendría que conducir, sólo ir sentada a su lado. Eso sería genial. Podía llevarla hacia Holland Park o, mejor aún, a Richmond y sugerir que comieran en uno de esos pubs de moda. Si quería vender el coche, no podría negarse. Y después, estando el viejo ausente, ese tal Brian, cuando volvieran a su casa…
Probablemente sería una cosa excepcional, y tanto mejor. Cuando hubiera entrado en casa de Nerissa y hablado con ella frente a una taza de café ya no iba a necesitar mujeres mediocres como Sue Brunswick ni coches de segunda mano, tendría el Jaguar y, por encima de todo, tendría a Nerissa. El próximo domingo sus circunstancias podrían haber cambiado por completo. Puede que ni siquiera estuviera allí, en ese piso, por atractivo que fuera, se mudaría a Campden Hill Square, ya no necesitaría un empleo, ni un coche, ni tendría que preocuparse por lo que una panda de viejas pensara de él. En casa de Nerissa no habría el fantasma de un asesino. Le contaría lo del tanga y se reirían juntos un rato, sobre todo de cuando le había dicho a la vieja Chawcer que el tanga pertenecía a la abuela Winthrop. ¡Como si fuera posible que se lo pusiera con su gordo trasero!
Se tomó tres ibuprofenos de cuatrocientos miligramos, se puso los calcetines y los zapatos, pasó los brazos por las mangas de la chaqueta de lana y bajó cuando pasaban diez minutos de las seis. Gwendolen no estaba tumbada, ni siquiera sentada, sino que caminaba de un lado a otro de la habitación porque el huésped llegaba más de diez minutos tarde. Cuando él apareció, estaba tan enojada que no pudo controlarse.
– Llega tarde. ¿Es que acaso la hora ya no significa nada para la gente?
– ¿Qué quería?
– Será mejor que tome asiento -dijo Gwendolen.
¿Era verdad que la furia te provocaba un aumento de la tensión arterial y que podías sentir cómo subía y te martilleaba la cabeza? A veces pensaba en sus arterias, que a estas alturas debían de estar cubiertas de una cosa parecida a la placa que se forma en los dientes. La cabeza le daba vueltas. Tuvo que sentarse, aun cuando hubiera preferido quedarse de pie para descollar sobre él. Pero tenía miedo de caerse y de que eso la hiciera vulnerable ante su presencia.
– Un vecino mío encantador vino a verme esta mañana -dijo, y respiró profundamente-. Los inmigrantes podrían enseñar a muchas personas de por aquí lo que son las buenas maneras. Sin embargo, sea como sea, tenía algo que decirme. Supongo que puede imaginarse de qué se trataba.
Mix se lo imaginaba. Aunque había estado dando vueltas a las posibles razones por las que la vieja Chawcer quería verle, aquélla no era una de ellas. No tenía ninguna explicación que ofrecer. Con creciente consternación, escuchó la larga versión de la mujer sobre la visita del señor Singh, del malentendido del hombre en cuanto a la presencia de Mix en el jardín y de su propia indignación.
– Y ahora quizá quiera decirme qué estaba haciendo.
– Cavando el jardín -repuso Mix-. No me dirá que no le hace falta.
– Eso no es asunto suyo. El jardín no tiene nada que ver con usted. -Gwendolen había decidido no mencionar la «cosa». Lo de la carta era otro asunto-. Y tengo motivos para creer que ha estado hurgando mi correo.
– Eso es mentira, para empezar.
– A mí no me hable así, señor Cellini. ¿Cómo se atreve a insinuar que puedo ser una mentirosa? Todavía no me ha dado ninguna razón por la que estaba cavando en mi jardín, por no hablar de que entró en mi cocina y en mi lavadero.
En su instituto de secundaria había una profesora como ella. Mix se acordaba incluso de su nombre: señorita Forester. Había dado clases a su madre antes que a él, y a su abuela también, que él supiera. Pero los niños de su generación se lo hicieron pasar muy mal y tuvo que marcharse antes de acabar sufriendo una crisis nerviosa. Él había sido uno de esos niños, pero en aquella época no tenía nada que perder. Lo de entonces era distinto. Le gustaría haber dicho lo que recordaba haberle dicho a la señorita Forester, pero, sin saber por qué, las palabras «Vete a la mierda, vieja imbécil» murieron en sus labios.
– O me da una explicación satisfactoria de su conducta o le entregaré una notificación para que abandone el piso.
– No puede hacer eso -replicó Mix-. Es un piso sin amueblar. La ley protege mis derechos de inquilino.
Gwendolen lo sabía perfectamente, aunque fuera injusto, pero aun así lo había probado.
– ¿Qué fue lo que enterró? Alguna de mis pertenencias, supongo. ¿Una joya valiosa? ¿O tal vez la plata? Lo comprobaré, no tema, voy a hacer un inventario de cosas desaparecidas. ¿O acaso ha asesinado a alguien y enterró el cadáver? ¿Es eso?
Pese a la mancha en la base de la figura de Psique, Gwendolen no pensó ni por un momento que fuera eso lo que había ocurrido. Eso era cosa de ficción y, como tal, algo que ella había leído muchas veces a lo largo de los años. No lo dijo porque lo creyera cierto, ni siquiera porque lo considerara remotamente probable, sino para insultarlo. No se percató de que Mix había palidecido y que su rostro inexpresivo ya no tenía un gesto perdido. Pero él no dijo nada, sólo bajó la mirada, que hasta entonces había tenido clavada en ella.
Triunfalmente, Gwendolen vio que lo había derrotado por completo y ahora terminaría el trabajo.
– Mañana por la mañana sin falta informaré a la policía. Cuando salga de la cárcel, dudo que quiera volver aquí, aunque le esté permitido hacerlo.
– ¿Ha terminado? -preguntó Mix.
– Casi -contestó Gwendolen-. Sólo le repito que mañana por la mañana voy a informar a la policía de sus actividades.
Cuando Mix se hubo marchado, la mujer tuvo que echarse. En cuanto oyó que se cerraba la puerta de su piso (del portazo que dio pareció que temblaba la casa entera), se levantó como pudo del sofá y empezó a andar lentamente hacia las escaleras. Más tarde quizá no tuviera fuerzas suficientes para subir, pues ya carecía de ellas para iniciar el ascenso. Permaneció unos diez minutos sentada en el suelo y luego empezó a subir los peldaños a gatas. Tuvo la impresión de haber tardado horas en llegar a su dormitorio y entrar en él.
Dios quisiera que no tuviera que instalar la cama en el piso de abajo. De momento ni Queenie ni Olive lo habían sugerido, pero lo harían, lo harían… Nunca se sometería a eso, pensó mientras luchaba infructuosamente por desvestirse y ponerse el camisón. Lo que sí consiguió fue quitarse el anillo de rubí y meterlo en el joyero, pensó en lavarse las manos, pero sólo lo pensó. Le parecía tan imposible llegar al baño como ir andando hasta Ladbroke Grove y volver, por decir algo. Se tumbó y cerró los ojos. La flaqueza debilitaba todo su cuerpo, pero el sueño que había sobrevenido con tanta facilidad y de manera tan irresistible durante la última semana, que la embargaba cuando ella no quería e incluso cuando intentaba resistirse, ahora la rehuía, desterrado por la cólera.
No era tan sólo la ira provocada por el comportamiento del inquilino, aunque eso ya era bastante grave, sino la furia de toda una vida que la iba invadiendo, borbotando y arremolinándose en sus venas. Furia contra su madre, quien le había enseñado a ser una dama a expensas de la libertad de palabra, del cultivo de la mente, de la libertad de movimientos, del amor, de la pasión, de la aventura y de la búsqueda de la felicidad; furia contra su padre, quien ocultaba su negativa a que recibiera una verdadera educación bajo un manto de protección contra la maldad del mundo y que la tuvo en casa para que fuera su enfermera y amanuense; furia contra Stephen Reeves, que la había defraudado, se había casado con otra y no había respondido a sus cartas; furia contra aquella enorme casa ruinosa que se había convertido en su prisión.
Durante largo rato, no supo cuánto, se sintió como si no tuviera existencia física y fuera sólo una mente en la que bullían la rabia y las ideas vengativas. Entonces, en un momento pasó de estar furiosamente enojada a quedarse tranquila con la mente en blanco. Era como dormir y sin embargo no lo era. Lo primero que pensó al emerger de ese estado fue que al menos podía castigar al inquilino con la policía. Intentó incorporarse y no pudo. No bastaría con eso, al menos aquella noche; tenía que comprobar si el resto de las alhajas estaba en el joyero, ver qué era lo que faltaba, si es que faltaba algo, y estaba enterrado en un agujero embarrado en el jardín. Tenía que bajar y mirar en el armario donde estaba la plata, que no se había utilizado en muchos años, envuelta en paño verde.
Tuvo la impresión de haber perdido la consciencia unos momentos. No sabía si podría sostenerse de pie. En aquella ocasión no era porque tuviera miedo a que el mareo pudiera provocarle una caída, sino por una aparente imposibilidad de mover el lado izquierdo del cuerpo. Calambres, por supuesto. De vez en cuando sufría de calambres y normalmente ocurría por la noche. Se frotó la pierna izquierda, luego el brazo izquierdo, y aunque creyó recuperar un poco la sensibilidad, sólo fue capaz de poner los pies en el suelo con un esfuerzo enorme. El brazo le colgaba inútil. Cuando estaba pensando que debería intentar llegar al interruptor de la luz y luego a la puerta, ésta se abrió poco a poco y entró Otto tranquilamente. La tenue luz de las farolas de la calle que aún funcionaban ennegreció su elegante forma de color chocolate e hizo brillar sus ojos, que tenían el mismo color que las limas que vendían en la tienda de la esquina. Gwendolen se encontró pensando, extrañamente, puesto que nunca lo había pensado antes, que el animal tenía unos ojos preciosos y que, con su juventud y su agilidad, era la única cosa perfecta que veía alguna vez. Él no le hizo caso, se sentó frente a la chimenea vacía y, con sus dientes blancos y afilados, empezó a sacarse trocitos de ramitas y piedras diminutas de entre las almohadillas de las patas.
Valiéndose de la mano derecha, Gwendolen tiró de su pierna izquierda para volver a meterla en la cama. El esfuerzo la dejó exhausta. Cuando terminó de hacerse la manicura, Otto saltó a la cama con gracilidad y se hizo un ovillo junto a los pies de la anciana.