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Desde la ventana de su dormitorio, Mix observó al señor Singh que colocaba unas luces de colores en las hojas de la palmera. No era Navidad ni tampoco esa fiesta que celebraban los hindúes más o menos en la misma época, de modo que… ¿a qué estaba jugando? «Quizá sea mejor que no podamos tener armas como en Estados Unidos. Si ahora mismo tuviera un arma, le pegaría un tiro a ese tipo.» El señor Singh bajó de la escalera, entró en la casa y encendió las luces, que, rojas, azules, amarillas y verdes, titilaron en aquel árbol exótico. Entonces salió la señora Singh vestida con un sari de color rosa y ambos se quedaron contemplando el árbol, admirando el efecto.
Incluso a aquella hora, los lugares del jardín en los que Mix había cavado se distinguían claramente desde la distancia, una pequeña zona de tierra removida y otra más grande. Debería de haberse puesto a cavar al amparo de la oscuridad, entonces lo supo, pero eso hubiera implicado hacerlo después de medianoche. Las casas de la calle del señor Singh tenían las luces encendidas, pero desde el lado en el que él se encontraba, Mix no podía ver la parte trasera de las viviendas adosadas, sólo sus jardines. Uno de ellos tenía iluminación exterior a lo largo de la pared y entre las plantas de hoja perenne. Reconoció a una mujer que había salido a recoger una sábana y un par de vaqueros del tendedero como a Sue Brunswick. En aquellos momentos la idea de comprar el automóvil de su esposo le parecía como un sueño medio olvidado, por no hablar del hecho de haberse fijado en ella. Incluso Nerissa, en quien a menudo pensaba de manera romántica a aquella hora del día como una canción en la penumbra, se había desvanecido de su mente. No importaba nada, ni los empleos, ni el sustento, ni el hecho de no tener coche, ni el amor…, nada que no fuera impedir que la vieja Chawcer llamara a la policía.
Sin embargo, el miedo lo había paralizado desde que había subido arriba. La cabeza le daba vueltas por todo el ibuprofeno que se había tomado y que, si bien excedía con mucho la dosis máxima recomendada, no había hecho demasiado por su dolor de espalda. Ni siquiera había sido capaz de prepararse algo de beber, pensar en la comida o sentarse, sino que se había quedado allí de pie frente a la ventana, sujetándose al alféizar para sostenerse y mirando fuera. Mix estaba seguro de que la mujer lo haría. No había intentado disuadirla porque sabía con certeza que lo haría. Sólo lo aplazaría hasta el día siguiente porque pertenecía a esa generación que pensaba que los domingos no había que llamar a la policía o al médico ni ir a comprar. Su abuela era igual. Ellos veían el lunes como el día que te ponías a hacer las cosas, de manera que lo primero que haría por la mañana sería cumplir su amenaza.
Las ascuas gemelas que eran los ojos de Otto no se veían por ninguna parte. Mix, que anteriormente nunca había pensado mucho en el gato, se imaginaba entonces cuán maravilloso sería ser él, con casa y comida gratis, sin trabajo ni ninguna necesidad de tenerlo, sin saber lo que era el insomnio, con libertad para recorrer un rico terreno de caza durante todo el día y toda la noche si se le antojaba. Insensible al dolor, ágil, intrépido y dueño de matar cualquier cosa que se cruzara por su camino. Sin sexo, por supuesto. Mix estaba seguro de que a Otto lo habían capado. De todos modos, el sexo era una molestia y no podías echar de menos algo que nunca habías tenido.
Esta pequeña distracción de sus problemas llevó a Mix hasta el salón, donde se preparó un Latigazo con un poquito más de Cointreau de lo habitual. Debería haber atinado a hacerlo hacía un par de horas. Entonces quizá no se habría sentido tan mal. El cóctel surtió su prodigioso efecto y casi al instante hizo que tuviera la sensación de que no había problema que no pudiera resolver. Había que mirar las cosas con perspectiva, tenías que tener claras tus prioridades. En el momento y situación actuales, su prioridad era evitar que la vieja Chawcer hablara con la policía. Mix pensó que era probable que ella no supiera el efecto que sus palabras causarían en ellos. Él sí lo sabía. Ellos estaban buscando el cuerpo de Danila al tiempo que andaban a la caza de su asesino, por lo que se pondrían sobre aviso de inmediato ante la posibilidad de hallarlos a ambos y llegarían en cuestión de diez minutos. Había que detener a esa mujer.
Mix sabía cómo hacer que una mujer se callara. Ya lo había hecho antes.
Gwendolen a duras penas sabía cómo había logrado salir de la cama. Lentamente, consiguió avanzar unos cuantos centímetros. En el jardín del señor Singh había una palmera que se había convertido en una araña de luces de colores. Debían de ser imaginaciones suyas, algo le había pasado en el cerebro. Le resultaba imposible llegar a la puerta, para qué hablar de las escaleras, el salón y el armario de la plata. Le hubiera gustado llamar al médico o incluso a Queenie u Olive, pero para hacerlo hubiera tenido que dejarse caer rodando escaleras abajo. No obstante, que ella supiera, era domingo, aún era domingo y, por muy enojada que hubiera estado con su madre muerta hacía muchos años, el principio de la señora Chawcer de no telefonear a nadie que no fuera de la familia los domingos (y nunca, ningún día de la semana, después de las nueve de la noche) no era algo que se perdiera fácilmente. Así pues, retrocedió como pudo, sin fuerzas para lavarse ni para lo que su madre llamaba «aliviarse», vio que el árbol imaginario seguía allí, brillando con estrellas centelleantes de colores, y cayó en la cama aún totalmente vestida, aunque se las arregló para descalzarse un pie que utilizó para quitarse el otro zapato.
Se quedó allí tumbada boca arriba y con la mano derecha, la que tenía bien, tiró de la colcha para taparse. Ya se imaginaba lo que le ocurría, se lo había figurado hacía una hora, pero hasta entonces no fue capaz de expresarlo con palabras silenciosas. Había sufrido un ataque de apoplejía.
Mix había salido al rellano porque la mujer hacía mucho ruido para salir de la cama. ¿Qué le pasaba? Quizá siempre hiciera el mismo ruido cuando se iba a dormir. No sabría decirlo, no recordaba haberse fijado en ello antes.
Se preguntó si sería capaz de matarla a sangre fría. Con Danila había sido distinto. Esa chica lo había enfurecido con sus insultos y su ataque no provocado contra Nerissa. La luz del rellano se apagó y la luz que proyectaba la ventana Isabella había desaparecido desde que la farola se apagó. «Cuando esté aquí solo voy a cambiar todas las luces para que tarden más en apagarse y voy a comprar bombillas normales, de cien o ciento cincuenta vatios, no esta porquería que hay ahora. No será por mucho tiempo. Pronto me iré de aquí», pensó.
Volvió la mirada hacia el fino haz de luz que salía de la puerta de entrada de su piso, ligeramente entreabierta, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, la dirigió al pasillo de la mano izquierda. Una figura se alejaba caminando en silencio de espaldas a Mix, como si hubiese salido de la habitación más próxima. Al llegar a la puerta del fondo se volvió, lo vio y se quedó inmóvil. Mix distinguió el brillo de las gafas que llevaba sobre su nariz aguileña. Entonces el fantasma se encogió levemente de hombros. Tendió las manos en esa clase de gesto que indica dudas o desesperación y sus labios se separaron. De ellos no salió ni un sonido. Mix cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos el fantasma ya no estaba.
El miedo que normalmente sentía parecía haberse desvanecido en parte por el terror aún mayor de la policía. No se movió de donde estaba, con la vista clavada en el espacio que había ocupado el fantasma. Ese encogimiento de hombros tenía algún significado. El fantasma había intentado decirle algo. Quizás hubiera querido aconsejarle que hiciera lo que Mix ya prácticamente había decidido hacer. Él, Reggie, había matado a seis mujeres y no se había inmutado demasiado. Nadie sabía por qué había matado a su propia esposa, pero la opinión era que ella había averiguado lo de los asesinatos y no sólo se negó a protegerlo, sino que amenazó con hacer precisamente lo que la vieja Chawcer iba a hacerle a él. Así pues, ¿era eso lo que su fantasma le había estado diciendo? «Mátala. Yo no me lo pensé dos veces. Mátala y haz lo que hice yo con Ethel.»
Las ideas habían empezado a abandonar la cabeza de Gwendolen, dejándola prácticamente vacía. Stephen Reeves apareció de forma fugaz antes de desaparecer por una calle larga por la que corrían dichas ideas y donde, en la distancia, al borde de algo indefinible, Gwendolen distinguía unas formas borrosas que tal vez fueran sus padres, o puede que no. Estas formas también se desvanecieron paulatinamente y se deslizaron hacia el otro lado de ese borde por el que Stephen se había marchado. Ella estaba sola en el mundo, pero eso no tenía nada de extraño. Siempre había estado sola. Y en aquellos momentos, mientras algo retumbaba y murmuraba allí donde habían estado las ideas, supo que iba a marcharse de este mundo sola. Por ningún motivo en especial, sin ningún deseo concreto, ordenó a sus manos y brazos que se movieran, pero éstos ya no la obedecían y ella estaba demasiado cansada para volver a repetírselo. Respiró con lentitud, inspiró y espiró, inspiró y, al cabo de mucho rato, espiró, inspiró de nuevo muy levemente y espiró con un prolongado suspiro vibrante. De haber habido observadores, éstos hubiesen esperado a la próxima inhalación y, al ver que ésta no tenía lugar, se hubieran levantado de sus asientos, le hubieran cerrado los ojos y tapado la cara con la sábana.
La brillante luz de la luna entraba a raudales en el dormitorio. Cuando se metió en la cama, Gwendolen estaba demasiado enferma y demasiado cansada como para correr las cortinas y, en las cuatro horas que habían transcurrido desde entonces, una luna casi llena había remontado el cielo despejado de nubes. Debido a la posición de la gran cama doble y a la altura y anchura de la ventana, la luna situada entre las cortinas medio abiertas extendía una franja pálida sobre la ropa de la cama, una banda de blancura, y sumía el rostro de la mujer en la oscuridad. Las luces de la casa del señor Singh se habían apagado antes de lo que era habitual y el árbol con luces de colores también estaba a oscuras.
Para su consternación, Mix se sorprendió temblando al entrar en el dormitorio, no solamente por la temperatura, sino también de miedo. De todos modos, allí dentro no había nada que debiera temer. Aquella vez el fantasma ni siquiera le había producido escalofríos. Todas las puertas de abajo estaban cerradas con llave y, allí donde era posible, con el cerrojo echado. Estaban los dos solos. El fantasma estaba en el piso de arriba, por supuesto, pero Mix había tenido la sensación, y todavía la tenía, de que Reggie aprobaba lo que estaba a punto de hacer. Y el dolor de espalda se le había pasado de un modo desconcertante. No había tomado más ibuprofeno y aun así había desaparecido. Ahora iba a estar bien.
Al acercarse a la cama, una forma negra se desenroscó y retrocedió arqueando el lomo. Los ojos verdes parecían más grandes y brillantes que de costumbre.
– A ti también te mataré -dijo Mix.
Arremetió contra Otto, que esquivó su mano con facilidad, bufó como una serpiente, saltó en dirección a la puerta abierta y salió a las escaleras. La mujer de la cama estaba completamente inmóvil. «Hazlo rápido -se dijo-, hazlo ya. No la mires. Hazlo sin más.» Ella tenía la cabeza apoyada en una almohada y había otra a su lado, con una tercera apoyada en vertical contra la cabecera. Mix agarró la almohada situada en vertical con las dos manos temblorosas y, al tiempo que apartaba la mirada, la apretó contra el rostro de la mujer con toda la fuerza de la que fue capaz.
Ella no se movió. No iba a oponer resistencia. Permaneció absolutamente inerte. Mix mantuvo las manos donde las tenía y sujetó la almohada mientras contaba hasta cien, doscientos… Al llegar a quinientos aflojó las manos y al hacerlo sus dedos rozaron la piel del cuello de la mujer. Estaba frío como el hielo. Mix nunca había tocado a una persona tan vieja (su abuela había muerto a los setenta años) y se preguntaba si todas las ancianas estaban tan frías, si el calor de la sangre, la calidez de la vida, se enfriaban gradualmente con la edad.
Mix volvió a dejar la almohada allí donde la había encontrado y retiró la ropa de cama del cuerpo de la mujer. Se sorprendió al verla completamente vestida. Quizá siempre se fuera así a la cama y no se quitara la ropa. Sacó la sábana encimera de debajo de la manta y la colcha y empezó a envolver el cuerpo con ella. Como ya tenía cierta experiencia en ese tipo de cosas, estaba menos temeroso y torpe. El temblor que no podía explicar había cesado por completo. Se sentía muy calmado y resignado. Había tenido que hacerlo. Antes de rodearle la cabeza y la cara con el extremo de la sábana se obligó a mirar. Los ojos de la mujer, abiertos de par en par, le hicieron pensar en los de Danila. Pero los de la chica habían sido jóvenes y limpios, y su cuerpo cálido al tacto. Aquellos otros, legañosos y turbios, descansaban en un nido de arrugas. Y la anciana estaba helada.
Pesaba mucho más que Danila y Mix tardó un buen rato en arrastrarla por las escaleras hasta el piso de arriba mientras el cuerpo iba golpeando cada uno de los peldaños. Se esperaba que volviera a dolerle la espalda, pero no fue así. En cuanto hubo metido el cuerpo en su piso y se tomó un trago, un vaso grande de ginebra, regresó al dormitorio de la mujer y arregló la cama para dejarla tal y como creía que lo habría hecho ella, de un modo un tanto descuidado. Debía de haberse quitado los zapatos antes de meterse en la cama y Mix los metió en el armario, donde se sumaron al revoltijo que ya había dentro. Iba a decirle a todo aquel que preguntara que la mujer había decidido marcharse para recuperarse y lo dejaría todo tal y como lo hubiese hecho ella si se hubiera marchado de verdad.
Mientras la arrastraba hasta el piso de arriba no dejó de pensar en que podría volver a hacerse daño en la espalda, pero no sentía ningún dolor. Y no sabía por qué, pero tenía la certeza de que así continuaría siendo, a menos que le sobreviniera más tarde, como había ocurrido la última vez. En el juicio de Timothy Evans, Reggie había hecho creer al tribunal que él no podía haber matado a la esposa de Evans porque tenía la espalda tan mal que no hubiese podido levantarla. «Yo no voy a tener que acercarme a ningún tribunal -se dijo Mix con resolución-. Me deshago de ella para evitar ir a juicio.»
Bajó para descorrer los cerrojos de la puerta principal por si la abuela Winthrop o la abuela Fordyce decidían pasar por allí a primera hora de la mañana y les extrañaba que la puerta estuviera cerrada. Mix no quería que nadie creyera que había algo raro. Por la noche aquella casa era espantosa, tanto que no debería permitirse que existiera un lugar semejante, pensó el hombre. Si vivías en ella durante mucho tiempo, debías de acabar volviéndote loco. Con la sensación de que todo se desmoronaba y se pudría lentamente a tu alrededor, de que la madera, las colgaduras y las viejas alfombras se desintegraban por horas, por minutos. Si te quedaras quieto y escucharas, casi podrías oírlo, leves goteos y sonidos de cosas que se desprendían, el mordisqueo de las polillas, la pintura desconchándose, astillas, herrumbre y moho convirtiéndose en polvo. ¿Por qué había pensado alguna vez que quería vivir allí? ¿Por qué se había gastado tanto dinero en hacer habitable una pequeña parte de la casa?
Cuando volvió a las escaleras, vio a Otto sentado en el primer rellano. ¿La mujer habría dado de comer al gato? Siempre lo hacía antes de irse a la cama y también lo habría hecho antes de marcharse por la mañana para realizar ese viaje al que se suponía que había ido. Mix fue a ver por si una de esas dos viejas lo comprobaba y encontraba demasiado extraño que el plato del gato estuviera vacío. O bien Otto ya había comido, o bien no le habían puesto comida. Mix abrió una lata y le llenó el plato.
– Echaría veneno en la comida si tuviera -dijo en voz alta.
Otto bajó las escaleras y él intentó darle una patada, pero el gato dio un salto al tiempo que arremetía contra su tobillo desnudo con unas garras como rastrillos. Mix soltó un grito, se llevó la mano a la pierna y la retiró llena de sangre. Profirió una maldición y escudriñó con la mirada la oscuridad iluminada por la luna buscando esa forma y esos ojos, pero Otto había desaparecido, dejando la comida intacta.
Mix fue tras él, sangrando. La luz de la luna entraba por allí donde podía encontrar una ventana sin cortinas o una grieta entre una puerta y su jamba, vertiendo motas y haces de luz blanca. También entraba por las ventanas del rellano y se colaba por la puerta del dormitorio de la mujer, que Mix había dejado entreabierta. Por encima de él, vio a Otto que subía por el tramo embaldosado sin hacer ruido. Al llegar arriba, el gato no vaciló, cruzó el gran cuadrado de luz de luna y torció por el pasillo de la izquierda. Cuando Mix subió, ya no vio al animal por ninguna parte. Había desaparecido en la morada del fantasma, como el familiar de alguna bruja. Mix estaba demasiado asustado para seguirlo hasta allí.
Se le ocurrió volver a buscar los somníferos de Gwendolen, pero le dio miedo. Sabía que era irracional tener tanto miedo, igual que la horrible fantasía que tenía de que si se dormía demasiado profunda y largamente, cuando se despertara adormilado, se encontraría a la policía en el piso, la puerta principal derribada a patadas y a la abuela Fordyce desenvolviendo el fardo en el que estaba el cuerpo de Gwendolen. Tenía que mantenerse alerta, tumbarse a descansar, pero sin dormir. Por la mañana tenía quehaceres que no podían esperar.
A Queenie la habían invitado a un almuerzo familiar de los Fordyce y los Akwaa. Consideró muy amable por su parte que lo hubiesen hecho porque los asistentes serían Olive, su hermana, su sobrina Hazel y los dos hijos de ésta con sendas esposas y dos niños pequeños; ella sería la única persona ajena a la familia. A Gwendolen también la habían invitado, pero ella había rechazado la invitación, cosa que Olive ya sabía que haría y que tal vez fuera el motivo por el que le había preocupado tanto pedírselo.
Gwendolen era una persona difícil. Todo el mundo que tenía contacto con ella lo sabía, pero había que tener en cuenta su edad, diez años más que la propia Queenie, y su soltería. Era bien sabido que uno se volvía egoísta después de tantos años soltero. Queenie y Olive hablaban a menudo de la grosería y «terquedad» de Gwendolen y estaban de acuerdo en que debían aguantarlo y no plantearse retirarle su amistad. También coincidían en que, en su estado actual, era impensable dejarla sola más de unas cuantas horas. Queenie sería la que pasaría por Saint Blaise House por la mañana y Olive intentaría hacerlo más tarde, pues antes estaría muy ocupada con el almuerzo.
Aun siendo temprano, no tenía más alternativa que ir a las nueve de la mañana. Todavía tenía cosas que hacer antes de ir a casa de Olive. Seguía pendiente el controvertido tema de qué iba a ponerse. ¿El vestido rosa o el traje pantalón blanco nuevo que había tenido la suerte de conseguir en una talla cuarenta y ocho?
Lo más probable era que Gwendolen estuviese aún en la cama. Queenie entró en la casa exclamando «¡Yuujuu!» como siempre hacía porque no quería darle un susto a su amiga. Primero miró en el salón. La botella de oporto seguía sobre la mesa, así como los dos vasos con los restos carmesí en el fondo de cada uno. La cocina estaba desordenada como de costumbre. No había nada de raro en ello. Queenie sabía que el orden y la limpieza que habían logrado Olive y ella no iban a durar. El cuenco de comida de Otto estaba medio lleno. Queenie se sintió aliviada al ver que Gwendolen había tenido fuerzas suficientes para darle de comer antes de irse a la cama.
Era inevitable, tendría que subir esas dichosas escaleras. Dos veces, probablemente, pues seguro que Gwendolen querría una taza de té. Resolvería ese problema preparándolo entonces. La vieja tetera, recubierta de quemaduras por el exterior y sin duda con una capa de sarro en el interior, tardó una eternidad en hervir. Finalmente Queenie pudo hacer el té, una taza para Gwendolen y otra para ella, con una dosis generosa de azúcar granulado para que les diera energía. Puso las dos tazas en una bandeja e inició el ascenso.
Tanto el dormitorio como la cama de Gwendolen estaban vacíos. La cama estaba hecha, no al estilo de Queenie con las sábanas remetidas, sino exactamente de la manera que Gwendolen consideraría adecuada. Las cortinas estaban medio corridas sobre las ventanas y el ambiente tan cargado como de costumbre. Salió y oyó que una voz le decía desde arriba:
– ¡Eh, hola!
Queenie pensó que era muy raro en él. ¿Por qué era tan agradable?
– ¿Es usted, señor Cellini? Buenos días. ¿No sabrá por casualidad dónde está la señorita Chawcer?
Mix bajó. A ella le pareció que tenía muy mala cara; su rostro redondo tenía un aspecto demacrado, con los ojos hundidos y la tez con un brillo húmedo. El vientre le sobresalía por encima de los vaqueros e iba con los cordones de las zapatillas de deporte desatados.
– Se ha marchado -respondió-. Dijo que para recuperarse. A algún lugar cerca de Cambridge. Tiene unos amigos allí.
Que Queenie supiera, la mujer no tenía más amigos que a Olive y a ella. Entonces recordó que Gwendolen había mencionado que estaba esperando una carta de Cambridge (¿o había dicho de Oxford?), ésa de cuya sustracción había prácticamente acusado al señor Cellini. ¿Acaso Gwendolen había recibido una carta de esos amigos y no les dijo nada ni a ella ni a Olive? Era más que posible. Sería propio de ella. O podía ser que esa gente de Cambridge la hubiera telefoneado la noche anterior. De todos modos, había sido con muy poca antelación. Y Gwendolen no parecía estar ni mucho menos en condiciones de…
– ¿Cuándo se fue?
– Debió de ser sobre las ocho. Bajé a recoger el correo y la encontré en el vestíbulo con las maletas hechas esperando que llegara un taxi.
Queenie no se imaginaba a Gwendolen llamando a un taxi, y todavía menos que tuviera una cuenta con alguna empresa de taxis, pero ¿qué sabría ella? ¿Cómo iba a saberlo?
– Supongo que le pidió que le diera de comer al gato, ¿no?
– Claro, y le dije que me ocuparía de ello.
– ¿Sabe cuándo volverá?
– No me lo dijo.
– Bueno, pues no tiene sentido que me quede, señor Cellini. Tengo que asistir a un almuerzo. -Queenie estaba orgullosa de que la hubiesen invitado, aun siendo una viuda sin particular importancia, a lo que venía a ser una reunión familiar de otra persona-. Es una comida conjunta de Olive y su sobrina la señora Akwaa.
Mix se la quedó mirando.
– ¿Asistirá la señorita Nash?
¡Qué hombre tan ridículo! Se acordó de las cosas que le había dicho a Nerissa el día que Gwendolen había abandonado el hospital. Era evidente que estaba loco por ella, que estaba coladito, como solía decir su difunto esposo.
– Lamentablemente, no. -A Queenie le desagradaba que un hombre mostrara preferencia por cualquier mujer que no fuera ella. Obtuvo cierto placer malévolo, algo del todo impropio de ella, negando al señor Cellini la oportunidad de enviar algún mensaje acaramelado-. En esta época del año ella siempre pasa un día fuera con su padre y habían quedado para hoy. Se ha convertido en toda una tradición.
La mujer bajó las escaleras y, para su sorpresa, Mix la siguió.
– ¿Ha venido hasta aquí en coche? -le preguntó cuando estuvieron en el vestíbulo.
– Yo no tengo coche. ¿Por qué lo pregunta?
– No importa. Es que pensé que si tenía, tal vez podría usted acercarme hasta esa tienda de bricolaje que hay en la North Circular.
Queenie, quien habitualmente carecía de la mordacidad de Olive, se olvidó por una vez de ejercer su encanto sobre un hombre y, con acritud excesiva en ella, dijo:
– Le aseguro que lamento decepcionarlo. Tendrá que ir en autobús. -En la puerta principal se dio media vuelta-. Olive y yo volveremos juntas. Querremos llegar al fondo de este misterioso viaje de Gwendolen.