177583.fb2
Mix no había pensado que le resultaría tan difícil comprar una bolsa de plástico larga y gruesa. No encontró nada tan resistente como la que se había llevado del almacén de la empresa (¿por qué había sido tan idiota de cortarla en pedazos y tirarla?) y tuvo que conformarse con una funda de colchón de cama pequeña diseñada para que fuera a prueba de orina. Durante todo el camino de vuelta en el autobús estuvo pensando en el olor del cadáver de Danila cuando empezó a descomponerse. El tiempo volvía a ser más cálido. Hubo días en los que la temperatura sobrepasó con creces los veinte grados. De todos modos, sabía que sería imposible enterrar el cuerpo de Gwendolen en el jardín. Al salir de la tienda de bricolaje, cuando daba la vuelta al edificio, había empezado a sentir punzadas de dolor, unos pinchazos como si unos cuchillos diminutos se le clavaran en la columna. Pensó que si intentaba hundir la pala en ese suelo arcilloso duro como el cemento podría quedarse inválido de por vida.
Mix había envuelto el cadáver de la mujer en una de las sábanas gastadas que ella tenía. Estaba en el suelo del pequeño vestíbulo de su piso. Desenvolvió la funda de colchón y se dio cuenta enseguida de que no serviría. Era demasiado fina y (se estremeció) demasiado transparente. Si la utilizaba, estaría metido en el mismo lío que la última vez… o peor aún, porque al final se realizaría una búsqueda de la vieja Chawcer. No podía hacer otra cosa que esperar al día siguiente para tratar de encontrar una bolsa más fuerte y gruesa.
Volvía a dolerle la espalda. No tendría que haber arrastrado ese cuerpo mucho más pesado por todas esas escaleras. Pero ¿acaso tenía otra alternativa? E iba a tener que arrastrarlo un poco más, no fuera a ocurrir algo que le hiciera imposible negarle la entrada a alguien que tuviera que acceder al piso. Además del dolor de espalda, también tenía el tobillo dolorido allí donde le había arañado el gato. Tenía toda esa zona enrojecida e hinchada y se preguntó si Otto no tendría las zarpas infectadas de bacterias inmundas. No obstante, pensó que su vida era más importante que el dolor y arrastró el cuerpo hasta el salón, lo dejó en una esquina y empujó el mueble bar para ocultarlo.
La presencia del cadáver en el piso lo obsesionaba y primero tuvo que irse a la cocina y luego al dormitorio. ¿Cómo ibas a relajarte en una habitación con un cadáver, por oculto que estuviera, envuelto en un rincón? En el dormitorio se sentía mejor, un poco mejor. Se tumbó en la cama y pensó: «Mañana encontraré un sitio en el que comprar una bolsa más gruesa y resistente, entonces la meteré dentro y bajo las tablas del suelo. Después me lo quitaré de la cabeza, no volveré a pensar más en ello».
Nerissa había salido con su padre. Ella era su única hija y la más pequeña y, aunque no podía decir que la quisiera más que a sus hijos varones, sí era cierto que la quería de una manera distinta, en parte porque ella era la niña que había deseado y en parte porque tenía la piel casi tan oscura como la suya. Sus hijos tenían los rasgos de su madre y la piel más clara que la de él. Eran altos, apuestos, tenían éxito en lo que hacían y él estaba orgulloso de ellos, pero, a diferencia de Nerissa y de su propia madre anciana, no tenían el aspecto de los miembros de su tribu, cuyas mujeres eran famosas por su belleza. Así pues, no por motivos religiosos ni rituales, sino porque, sencillamente, siempre lo hacían, él se tomó el día libre y se fue con Nerissa a la residencia de ancianos de Greenford donde vivía su madre y, también sin ningún motivo en particular, salvo el de que siempre lo hacían, le llevaron una planta africana en floración y los mejores mangos que pudieron encontrar (lamentablemente, no habían madurado al sol ni tenían esa pulpa dorada rebosante de jugo), además de un ramo de banksias rosadas, rojas y doradas de la provincia de El Cabo, aunque ella no provenía de esa parte del continente, pero fue lo máximo que pudieron hacer.
Durante el trayecto en coche hacia allí, Nerissa se envolvió la cabeza con un maravilloso turbante de color blanco, rosa y esmeralda porque, para su abuela, era eso lo que se ponían para salir las mujeres que vestían apropiadamente, y junto con el caftán verde esmeralda ribeteado de rojo rubí que llevaba, parecía la esposa de un jefe. Después de haber hecho feliz a la madre de Tom y, en su compañía, de haber comido y bebido toda clase de cosas que Nerissa sabía que tendría que compensar matándose de hambre, subieron de nuevo al coche y se dirigieron allí adonde fuera que iban a pasar el día. Cada año era un lugar diferente. La última vez habían ido a la Barrera del Támesis y al Museo Marítimo de Greenwich y en aquella ocasión sería el palacio de Hampton Court. Antes de llegar allí, Nerissa se quitó el turbante, volvió a sujetarse el cabello en una cola de caballo y se puso unas gafas de sol grandes para que no la reconocieran. El caftán se lo dejó puesto.
Mientras paseaban por allí contemplándolo todo en aquel magnífico y cálido día, a Nerissa le salieron las palabras de sopetón y le contó a su padre que se había enamorado de Darel Jones.
– Pero no puede decirse que lo conozcas demasiado bien, ¿no? -dijo Tom.
– Supongo que no. No lo he visto desde que fuimos todos a su casa a cenar. Pero lo sé. Sé que llevo muchos años enamorada de él. Desde que se mudaron a la casa de al lado.
– ¿Y él está enamorado de ti, cariño?
– Yo diría que no, papá. No lo he pensado ni por un momento. Si lo estuviera, haría algo al respecto. No se limitaría a invitarme a cenar en compañía de todos vosotros.
Comieron en un restaurante italiano de Hampton que había descubierto Tom, a quien se le daban muy bien los restaurantes. Mientras saboreaban el zabaglione (o mejor dicho, mientras Tom se comía el suyo y Nerissa fingía no poder terminárselo), su padre le dijo que como era tan hermosa y él, personalmente, creía que también era una persona muy agradable, ni su aspecto ni su carácter podían ser responsables de la indiferencia de Darel.
– Sencillamente podría ser un caso de doctor Fell -dijo Tom.
– ¿Quién es el doctor Fell?
No te amo, doctor Fell,
Aunque no sabría decir por qué,
Pero esto sí lo sé, y lo sé bien,
No te amo, doctor Fell.
– Pues espero que no -repuso Nerissa-, porque de ser así no habrá manera de arreglarlo.
– Es muy extraño el amor. Tu madre era muy hermosa, y lo sigue siendo, en mi opinión, pero no sé por qué me enamoré de ella y sabe Dios por qué se enamoró ella de mí. Tu abuela diría que las cosas eran mucho más fáciles cuando los padres del pretendiente y de la chica concertaban la boda y el tipo obtenía un rebaño de cabras y unas cuantas fanegas de grano junto con la novia.
– Darel no podría tener cabras en los Docklands -dijo Nerissa-, y no creo que supiera qué hacer con fanegas de grano. Lo que sí me dijo fue que si volvía a acosarme ese hombre que me acecha, que lo llamara y él vendría. A cualquier hora del día o de la noche, dijo.
– ¿Te están acosando? -Tom parecía preocupado.
– La verdad es que no. Hace una semana que no lo veo.
– Bueno, pues si lo ves, llama a Darel y así matarás dos pájaros de un tiro.
Nerissa lo consideró.
– La verdad es que no quiero esperar a que ese tipo vuelva.
– Piénsalo mejor -replicó Tom-. Quizá sí que quieres.
A primera hora de la mañana siguiente, Queenie y Olive se encontraron en Saint Blaise House y tuvieron una conversación de mujer a mujer. Ambas estaban indignadas con Gwendolen por haberse marchado sin decirles nada. Habían desplegado dos servilletas limpias sobre el asiento del sofá y se encontraban en el salón bebiendo un café instantáneo que Olive había preparado y comiendo unas pastas de la caja de la confitería que había traído Queenie, pues a ninguna de las dos le atraía demasiado la comida que salía de la cocina de Gwendolen.
– Esta habitación está mugrienta -comentó Olive-. Toda la casa está hecha un asco. -Había esterilizado las tazas con agua hirviendo y jabón antiséptico Dettol antes de echar el café en ellas.
– Bueno, querida, eso ya lo sabemos, pero nosotras no tenemos que vivir aquí, gracias a Dios, y si estás pensando en hacer limpieza de toda la casa mientras la pobre Gwendolen está fuera, yo no lo haría. Ya sabes cómo se puso cuando limpiamos la cocina. Creo que no deberíamos meternos en sus cosas.
– No entiendo en absoluto su marcha. En todos los años que hace que la conozco nunca ha estado fuera.
– Y nunca ha mencionado que tuviera amigos en Cambridge.
– No, pero puede que el profesor tuviera conocidos allí. De hecho, es bastante probable.
– Puede ser -asintió Queenie-, pero ¿por qué no nos lo ha dicho nunca? Y ya sabes, querida, que las personas de su edad -Gwendolen tenía diez años más que ella y doce más que Olive- tardan siglos en prepararse para ir a pasar unos días a cualquier parte. Recuerdo que mi querida madre, con ochenta y tantos años, tardó unas dos semanas en hacer los preparativos cuando tan sólo iba a visitar a mi hermano. Y hasta que al final se marchó, todos los días discutía los pros y los contras del viaje. ¿Debía marcharse por la mañana o por la tarde? ¿Qué tren tenía que coger? ¿Podía pedirle a mi hermano que fuera a buscarla o él ya lo haría igualmente? Ese tipo de cosas, ya sabes. Y con Gwendolen ocurriría exactamente lo mismo. No, ella aún sería peor.
– Pues no sé qué decirte. Bébete el café antes de que se te enfríe.
– Lo siento, Olive, pero no puedo. Sabe a desinfectante. ¿Crees que tendrá una agenda de direcciones en alguna parte? Podríamos echar un vistazo. Debe de escribir la dirección de la gente en algún sitio.
Recorrieron la habitación haciendo comentarios sobre la suciedad y las telarañas y estaban sacando libros de la librería y soplando el polvo de los lomos cuando Mix bajó al vestíbulo. Él había empezado a bajar con la intención de iniciar una vez más su búsqueda de una bolsa de plástico gruesa y fuerte y entonces las oyó entrar en la casa. En un primer momento se retiró a su piso y después, más tarde, decidió que lo mejor sería hacerles frente y, lo más importante, pedirles que le devolvieran la llave de la casa.
Momentos antes de que Mix entrara en el salón, Olive había encontrado una vieja libreta de direcciones en un cajón entre pedazos de papel, lápices rotos, imperdibles, gomas elásticas, anticuados enchufes de quince amperios y unos cincuenta talonarios de cheques usados en los que sólo quedaban las matrices. Cuando entró Mix, ella levantó la vista de las anotaciones de la letra B, que era hasta donde había llegado, y en tono desagradable dijo:
– Ah, buenos días, señor Cellini.
– Hola -repuso Mix.
– Nos estábamos preguntando si por casualidad no sabría usted el nombre de los amigos con los que está la señorita Chawcer.
– No, no lo sé. No lo dijo.
– Estamos deseosas de saberlo -comentó Queenie-. No es propio de ella marcharse sin decir ni una palabra. -Pero le dirigió a Mix una de las sonrisas que tan encantadoras habían sido cuando tenía dieciocho años y le puso la mano en el brazo. Al fin y al cabo, era un hombre-. Pensamos que podría ser que hubiese confiado en usted.
Mix no respondió.
– ¿Pueden devolverme la llave?
– ¿Qué llave? -preguntó Olive con brusquedad.
– La llave de esta casa. Ahora que ella está bien ya no van a necesitarla.
– Sí, sí que la necesitaremos. Tendremos que venir a echar un vistazo mientras ella está fuera. Y otra cosa. Esta llave se la devolveré a la señorita Chawcer y a nadie más que a ella. ¿Queda claro?
– De acuerdo, tranquila, mujer. -Mix dio media vuelta para marcharse y por encima del hombro añadió-: No querrá que le suba la tensión a su edad.
El comentario fue una imprudencia por su parte, aunque Olive no pareció reaccionar en absoluto. La mujer no dijo nada, ni a Mix ni a Queenie, incluso cuando oyó que la puerta de la calle se cerraba tras él, sino que retomó su asiento junto a la mesa en el sofá cubierto por una servilleta y siguió pasando las páginas de la libreta de direcciones de Gwendolen.
– ¡Mira que llega a ser grosero! -comentó Queenie.
– Sí. En esta libreta no hay ni una sola dirección de Cambridge, Queenie.
– Quizá la conozca tan bien que no necesita apuntársela.
– Cuando se tiene su edad uno se olvida hasta de cómo se llama si no lo anota.
Olive cerró la libreta.
– ¿Qué vamos a hacer? No podemos dejarlo así. Cuando vi a Gwen el sábado, me pareció que tenía muy mala cara. Pensé que por su aspecto debería haber estado en la cama. Y luego nos enteramos que a primera hora de la mañana siguiente se va a Cambridge a ver a unas personas de las que nunca hemos oído hablar. ¿En taxi? ¿Cuándo has visto tú que Gwen fuera a alguna parte en taxi? Y eso suponiendo que supiera cómo pedir uno.
– Bueno, querida, yo no me fiaría ni un pelo de ese Cellini.
– Entonces, ¿qué hacías sonriéndole de esa manera tan insinuante?
Mix ya debería estar recorriendo las ferreterías y los establecimientos de bricolaje, pero tenía miedo de dejar a esas dos brujas solas en la casa. Seguro que la registraban. ¿Y si resulta que la vieja Chawcer había tenido una llave de su piso? Mix no se lo había preguntado y, que él supiera, la mujer no había entrado mientras él estaba ausente. Por otro lado, ella nunca le había dicho que poseyera una llave de su piso y él no se lo había preguntado. Si tenía una, ellas la encontrarían. No osaba arriesgarse a salir.
Se sentó en el último peldaño del tramo embaldosado, frente a su puerta, y escuchó. Las oyó salir del salón. Oía sus voces estridentes mientras cotorreaban la una con la otra. Como aves de presa, pensó, como cuervos o lo que fueran esas criaturas que veías picoteando cosas muertas en las cunetas de las autopistas. Cosas muertas… La comparación le recordó el cadáver que había detrás del mueble bar, envuelto de manera inadecuada, a tan sólo unos cuantos pasos de donde él se encontraba. En el piso hacía calor. Al recordar lo que había ocurrido con el cuerpo de Danila cuando empezó a hacer calor, abrió las ventanas del piso.
Por lo visto, esas dos habían entrado en la cocina. Bajó al piso inferior muy despacio, sintiendo unas punzadas de dolor que le recorrían la espalda. Desde allí oyó que andaban haciendo ruido por la cocina y el lavadero. ¿Qué estaban buscando? Regresaron al vestíbulo y Mix volvió a subir hasta la mitad del último tramo de escaleras. No es que hubiera muchas posibilidades de que lo vieran o lo oyeran. El pesado ascenso de las dos mujeres era demasiado lento para eso, pues subían resoplando, jadeando y descansaban, Mix imaginó que aferradas a la baranda. Estaba claro que se dirigían al dormitorio de la vieja Chawcer y su presencia allí hizo que Mix se sintiera más inquieto que nunca. Desde el rellano superior, a través del barrote de la barandilla, las vio entrar en la habitación. Para alivio de Mix, las mujeres no cerraron la puerta. Las oyó caminar por allí, moviendo muebles pequeños, cambiando de lugar los adornos. Una de ellas tosió, sin duda por el polvo que levantaron al mover las cortinas o rebuscar en un estante.
A Mix no le gustaba que estuvieran allí, donde la había matado y todavía se preguntaba si no habría dejado alguna prueba de su presencia y sus actividades. Entonces recordó que había sacado la sábana encimera de la cama de la mujer para envolverla. Lo invadió una oleada de calor. Seguro que las ancianas se daban cuenta de ello, era el tipo de cosa en el que se fijarían. Vio que le temblaba todo el cuerpo y que las manos se le agitaban de manera descontrolada.
Sin embargo, las mujeres salieron de la habitación al cabo de diez minutos y, mientras bajaban por las escaleras, Mix oyó que la abuela Fordyce decía:
– Estoy segura de que hemos pasado algo por alto, Queenie. Es una sensación que tengo.
– Yo también la tengo, querida. En esta casa hay algo que si pudiéramos encontrar nos diría de inmediato dónde está y qué se trae entre manos.
– De eso ya no estoy tan segura.
La abuela Fordyce continuó hablando, pero él ya no pudo oír lo que dijo. Para entonces la mujer ya había alcanzado el vestíbulo y lo único que llegó a oídos de Mix fue el parloteo de sus voces. Escuchó hasta que la puerta de la calle se abrió y se cerró.
Mientras se ponía el abrigo, Queenie comentó que volvía a hacer calor. Había algo que no era normal. ¿A Olive no le parecía?
– Es el calentamiento global -afirmó Olive-. Supongo que la Tierra acabará desintegrándose, pero al menos ya no estaremos aquí para verlo.
– Vamos, querida, ¿no te parece que es una idea un poquito morbosa?
– Es realista, nada más. He estado pensando en la sábana que faltaba. Gwen es una mujer muy rara, quizá nunca usaba la sábana encimera, sólo la bajera y el edredón.
– Oh, no, querida. No quiero decir que no sea rara. En ese punto estoy absolutamente de acuerdo contigo. Pero, en cuanto a lo de la sábana encimera, sé que sí la usaba. Me acuerdo perfectamente de haberla visto las veces que subimos a su dormitorio antes de que ingresara en el hospital. Además, estaba mugrienta.
– Entonces, ¿dónde está? -dijo Olive mientras las dos mujeres cerraban la puerta principal al salir, y luego caminaron por Saint Blaise Avenue.
Hasta primera hora de la tarde, Mix no consiguió comprar una bolsa de plástico lo bastante grande y resistente. El dolor de espalda, que por la mañana se le había calmado un poco, volvió a acometerle entonces con hirientes punzadas y una especie de cosquilleo muy desagradable, como si unas agujas al rojo vivo recorrieran sus vértebras de un extremo a otro. Una vez satisfecho su cometido, Mix había tenido intención de acercarse a la Oficina de Empleo, pero resultó que apenas podía caminar derecho y el peso insignificante de la bolsa de plástico casi era demasiado para él. Si entraba así en la Oficina de Empleo, creerían que había ido a solicitar un subsidio por incapacidad. Al paso que iba, aún podría ser que llegara a ese extremo…
Cuando estuvo de nuevo en casa, un poco reconfortado por un generoso Latigazo (se había quedado sin ginebra), se dispuso a sacar el cuerpo de la sábana que lo envolvía y meterlo en la bolsa de plástico. Se acercó a él a gatas, pero cuando se puso de pie agarrándose al mueble bar supo que, aunque éste era relativamente ligero, le resultaría imposible moverlo sin lastimarse la espalda quizás irreversiblemente, y no había otra manera de sacar el cadáver de ahí detrás, pues las dos esquinas posteriores del mueble bar estaban pegadas a las paredes que se unían formando un ángulo recto.
Mix fue presa del pánico. Las lágrimas asomaron a sus ojos y se puso a golpear el suelo con los puños. Al cabo de un rato, haciendo todo lo posible para no perder el control, se arrastró hacia la cocina, volvió a ponerse de pie sujetándose como pudo y se tomó cuatro ibuprofenos de los fuertes que tragó con los restos de Latigazo.
Olive regresó a Saint Blaise House al cabo de unas horas acompañada por su sobrina Hazel Akwaa. Tenía la sensación de que necesitaba el apoyo de una persona sensata y más joven. El sol se estaba poniendo y una luz carmesí iluminaba el cielo sobre Shepherd’s Bush y Acton cuando las dos mujeres salieron al jardín. Al otro lado del muro, donde la palmera con luces de colores competía con el crepúsculo, el señor Singh echaba grano a sus gansos.
– Buenas tardes, señoras mías -dijo con modales exquisitos.
– Me encanta su árbol -comentó Hazel-. Es precioso.
– Es usted muy amable. A falta de un jardinero, a mi esposa y a mí nos pareció que a este lugar le hacía falta una pizca de embellecimiento. ¿Cómo se encuentra la señorita Chawcer?
– Por lo visto se ha ido fuera para recuperarse, a casa de unos amigos.
– Supongo que se habrá ido al campo, ¿no? Eso le hará bien.
Olive buscaba a Otto con la mirada.
– ¿Sabe una cosa? -dijo-. Desde anteayer que no he visto al gato.
– Pues ahora que lo dice, yo tampoco -repuso el señor Singh-. Debo decir que no es que lo lamente. Ese animal es tan depredador que temo que mis pobres gansos puedan correr la misma suerte que mis gallinas de Guinea.
Echó un último puñado de grano a las aves, dedicó una especie de reverencia cortés a Olive y Hazel y entró en su casa. Los gansos parparon.
– Echa un vistazo a ese arriate -dijo Hazel-. ¿No parece como si alguien hubiese cavado una tumba?
– Tienes demasiada imaginación, Hazel.
– Eso es porque siempre que vengo por aquí pienso en Christie, el asesino. Vivía a un tiro de piedra de aquí. Yo era un bebé cuando ocurrió, pero de pequeños solíamos acercarnos a Rillington Place y nos quedábamos mirando su casa.
– Lo recuerdo muy bien -repuso Olive-. Primero le cambiaron el nombre y luego la echaron abajo. Si no me falla la memoria, creo que eso no ocurrió con ningún otro lugar en el que hubiera vivido un asesino.
– Es como lo que los romanos hicieron con Cartago. Tom me contó que la arrasaron y araron la tierra de lo que había sido su emplazamiento. Christie enterró a varias de esas mujeres en su jardín.
– Bueno, pues a Gwendolen no la ha enterrado nadie. Esa tierra hace tiempo que se ha removido. Ya empiezan a crecer los cardos. Pero lo que sí me pregunto es qué ha pasado con el gato. Diga lo que diga Gwendolen, estoy segura de que le tiene mucho cariño, y si se ha perdido, cuando regrese de adondequiera que haya ido, adivina quién se va a llevar la culpa.
Entraron de nuevo en la casa y se marcharon paseando con calma de vuelta a casa de Olive en aquella tarde anormalmente cálida al tiempo que escudriñaban la calle esperando encontrarse el cadáver de Otto junto a una alcantarilla.
Tal vez fuera por el efecto de las pastillas, por el fuerte licor o por ambas cosas, pero la cuestión era que, después de haber dormido un rato, Mix se despertó mareado, el dolor no había desaparecido, pero era más débil, como el recuerdo de un achaque anterior o el anuncio de uno aún por sufrir. Cuando se había tumbado y cerrado los ojos, lo hizo con la inquietante sensación de que antes había ocurrido algo que era de vital importancia, pero que por alguna razón él no lo había reconocido así. Lo acosó un cierto desasosiego que se desvaneció cuando se quedó dormido. En aquellos momentos, el mareo remitía y pareció que se le despejaba la cabeza. Ya sabía qué era lo que había ocurrido antes y comprendió ahora la importancia de lo que significaba; debió estar más receptivo.
La abuela Winthrop le había tocado el brazo, el brazo desnudo, con un dedo. Fue cuando le estaba preguntando si la vieja Chawcer había confiado en él. La mujer lo había tocado con el dedo y estaba caliente, tan caliente como la piel con la que hizo contacto. Y eso tendría que haberle dicho que la gente mayor no estaba fría al tacto, que tenían la misma temperatura que los jóvenes, pero no lo supo hasta entonces. De manera que, si la vieja Chawcer estaba fría como el hielo, era porque… ¡ya estaba muerta!
Estaba muerta antes de que Mix entrara en el dormitorio, antes de que la mirara, antes de que la tocara. Por eso su piel estaba helada al tacto y por eso no había forcejeado cuando le tapó la cara con la almohada. Le empezaron a sudar el rostro y las palmas de las manos y sin embargo un enorme escalofrío le recorrió el cuerpo. Había matado a una muerta. Le pareció un acto horrible y estúpido. Había matado a una persona que ya estaba muerta.
En cierto sentido fue como lo que hizo Reggie. No era de extrañar que el fantasma le pareciera comprensivo. Él no había tocado a la mujer como hacía Reggie, por supuesto, la idea lo horrorizó y le provocó más sudores. No obstante, existían ciertas similitudes. Así pues, ¿se hallaba bajo la influencia de Reggie? ¿Había sido el fantasma el que había dirigido sus actos?
Se levantó y cruzó la habitación hasta donde estaba el cuerpo. Puso las manos sobre el mueble bar y se apoyó en él. Poco a poco fue tomando conciencia de que, de haberlo sabido, de haberse percatado, sencillamente podría haberla mirado, tocado esa piel fría y haberla dejado allí. No podría haber dicho nada a la policía. Estaba muerta. En cambio, él le había puesto una almohada en la cara y había contado hasta quinientos. Había retirado una sábana de la cama y había envuelto en ella a una mujer que llevaba horas muerta. Para que el cuerpo estuviera tan frío, debían de haber transcurrido horas.
Al hacer eso se había incriminado, porque ¿quién iba a creerse ahora que había muerto por causas naturales? Se había llevado su cadáver y lo había escondido, había sacado una sábana de la cama, tal vez hubiera dejado su ADN (de eso sabía muy poco) adherido a la piel de la mujer, les había explicado a esas dos ancianas que la vieja Chawcer se había marchado y les había dicho que la había visto esperando un taxi. Y ahora tenía su cadáver ahí arriba. ¿La policía sería capaz de averiguar que falleció de muerte natural? ¿O un forense? La cosa no debía llegar a ese punto.
Le pasara lo que le pasara en la espalda, aun si se quedaba lisiado para toda la vida, tenía que meter el cuerpo en la bolsa aquella misma noche y esconderlo bajo las tablas del suelo. El tobillo le dolía más que nunca, con unas punzadas pulsátiles bajo la piel tirante y purpúrea.