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Entró en la habitación que estaba oscura como boca de lobo, como el interior de una caja negra, y pensó que podría retrasar su tarea hasta que amaneciera a las seis y media de la mañana. Pero sus ojos se fueron acostumbrando paulatinamente a la ausencia de luz. Al otro lado de la ventana, el cielo empezaba a adoptar un aspecto transparente y luminoso y no había luna. Apagó la linterna y aun así tuvo luz suficiente para ver. Cerró la puerta. Al arrodillarse para ponerse manos a la obra se dijo que no pensara en el fantasma, que se obligara a sacárselo de la cabeza no fuera que el miedo le paralizara las manos.
Al terminar, comprobó que las tablas volvían a estar exactamente igual que la primera vez que colocaron el suelo: encajadas, paralelas y con los bordes bien nivelados. Había metido el cuerpo dentro del pesado plástico que había sellado atando primero la boca de la bolsa con alambre y después, para que su confianza en la seguridad de aquel precinto fuera absoluta, utilizó cola de contacto. Le estuvo doliendo la espalda todo el tiempo que duró su trabajo, a veces era un dolor continuo y otras parecía que unos instrumentos de tortura le martillearan la columna. En estas últimas ocasiones quedaba incapacitado durante unos minutos y tenía que inclinarse hacia delante, hasta que su pecho prácticamente tocaba las rodillas, y hacer presión con las manos en el cóccix.
Cuando hubo terminado y el cuerpo ya no estaba a la vista, se sintió más que aliviado. Fue como si él u otra persona lo hubiera destruido por completo, quizá quemándolo o mediante algún proceso químico. O como si no hubiera muerto, como si sólo se hubiera escondido, sin poder hablar con la policía, sin poder regresar a aquella casa. Una vez retiradas todas las herramientas, la cola y el alambre, la habitación volvió a tener el mismo aspecto de siempre en la penumbra. Allí estaba la vieja lámpara de gas, la cómoda alta con el espejo agrietado encima, el armazón desnudo de la cama y la ventana que se negaba a abrirse. Las telarañas seguían colgando del techo y el polvo seguía cubriendo el alféizar. Era la hora de más calma en la Westway, cuyas grandes olas estaban prácticamente acalladas y sus suspiros amortiguados.
Mix tuvo la sensación de haberse quitado un peso enorme de encima. Aún le dolía la espalda, seguía teniendo punzadas en el tobillo y estaba muy cansado, pero tenía la impresión de que pronto se terminarían sus problemas. Durante el tiempo que había permanecido allí dentro había logrado mantener alejados los pensamientos del fantasma, pero éstos volvieron cuando salió al rellano. Una vez dentro de su piso, intentó relajarse, ponerse a leer hasta quedarse dormido el único libro sobre Christie que todavía no había abierto aun cuando lo tenía desde hacía semanas. Tumbado en la cama, pasaba las páginas de El hombre que hizo llorar a un juez, pero todos los títulos de capítulo que leía y todas las ilustraciones que miraba reavivaban sus temores de que podría haberse dejado alguna prueba que lo incriminara. El libro, además, le recordó la suerte que correría si lo descubrían y que, si bien no sería la misma que corrió Christie, dado que sus asesinatos habían tenido lugar en la época de la pena capital, no sería en absoluto buena. Fue en aquel instante cuando cayó en la cuenta de que había dejado de llamar Reggie al asesino y en su mente había empezado a referirse a él por su apellido.
Para dejar de repetirse constantemente «Maté a una muerta, maté a una muerta», se puso a pensar en el problema de adónde se suponía que había ido Gwendolen. Era imposible que pudieran demostrar que no se había ido, no tenían manera de descubrir si la mujer se había marchado o no. Esas dos viejas no tardarían en cansarse de especular sobre ella. La casa permanecería vacía un tiempo, sólo estaría él. En ausencia de la vieja Chawcer no tendría que pagar el alquiler y se quedaría donde estaba hasta que se convirtiera en novio de Nerissa.
Ahora ya no parecía haber ningún impedimento para llegar a conocerla en toda regla. Ella había sido siempre tan simpática con él que probablemente estaba esperando que fuera a verla, puede que incluso estuviera decepcionada por el hecho de que aún no hubiera ido y estuviera pensando que la había defraudado. Aquel mismo día iría a Campden Hill. De este modo se tranquilizó.
Ya eran las dos de la madrugada. Se untó la espalda con el preparado antiinflamatorio que el farmacéutico le había recomendado y notó que el creciente calor que producía se extendía por sus músculos. Se tomó dos ibuprofenos, se desnudó y se tumbó en la cama, pensando: «Maté a una mujer que ya estaba muerta».
Aunque la noche de la fiesta de Darel había decidido que no volvería a acercarse nunca más a una adivina, que estaba claro que no eran más que tonterías y que no tendría que haberse dejado engañar, pues todo el mundo lo decía, Nerissa iba a consultar de nuevo a Madam Shoshana. Sería la última vez, lo tenía decidido, pero necesitaba saber la opinión de la adivina sobre si tenía alguna posibilidad con él o no la tenía. Antes de salir ordenó el dormitorio, tiró los pañuelos de papel y pedazos de algodón usados al cubo de la basura y recogió las prendas que se había quitado y las echó en el cesto de la ropa sucia. Hasta retiró el edredón para que se ventilaran las sábanas y el colchón antes de que viniera Lynette e hiciera la cama. En el piso de abajo ya estaba todo ordenado. Fue una tarea atroz y la dejó agotada, pero mientras llevaba los vasos sucios a la cocina se imaginaba la aprobación de Darel cuando al fin viniera a su casa, que pensaría que ella estaba hecha para ser su novia e incluso que sería una esposa excelente.
Johnny Cash y la chica que amaba al vecino que trabajaba en la confitería ya no estaban en el reproductor. En aquellos momentos había un cedé de Dvorák. Sobre la mesa de centro, de la que se había retirado todo lo demás, había dos libros adquiridos en la librería Hatchards, uno sobre la política europea en el periodo posterior a la Guerra Fría y el otro llamado Denuncia del ocultismo. ¡Ojalá viniera Darel y viera en qué entorno tan refinado e incluso intelectual vivía!
Mientras conducía hacia Westbourne Grove la inquietaba el miedo a encontrarse con Mix Cellini en las escaleras del gimnasio. Se había puesto unos vaqueros anchos y una sudadera gris porque sabía que esa ropa no la favorecía y tampoco se había maquillado. De todos modos, no se le había escapado el hecho de que el maquillaje no hace mucho en una mujer negra que ya es hermosa. Su padre incluso decía que se la veía mejor sin, pero, claro, ¡qué iba a decir él! Sólo le quedaba esperar que no fuera el día en que Cellini hacía lo que fuera que hiciera con las máquinas del gimnasio. Si tenía que verle, prefería que fuera en Campden Hill Square, donde al menos tendría un motivo para llamar por teléfono a Darel.
Llegado el momento, subió las escaleras sin encuentros de ningún tipo. Llamó a la puerta y ocurrió algo sin precedentes. Shoshana le pidió que aguardara un minuto. Que tomara asiento y esperara un minuto nada más. Al mirar su reloj se dio cuenta de que había llegado con dos minutos de antelación. Aprender a llegar puntual también formaba parte de la campaña para agradar a Darel. En aquel diminuto rellano no había ningún asiento, a menos que se hubiera sentado en el suelo, por lo que Nerissa se quedó de pie pensando en Darel Jones, en su trabajo del «Nuevo Rostro de 2004», en la sesión fotográfica para Vogue, en Darel Jones y en los libros que tenía intención de leer para complacerlo. Entonces Madam Shoshana la llamó con esa voz baja e intrigante:
– Pasa.
Le había pedido a Nerissa que esperara porque, por una vez, la chica había llegado pronto, y cuando ésta llamó a la puerta, ella estaba ocupada con el hechizo que lesionaba la columna y que le había proporcinado Hécate. Lo había hecho una vez más y entonces decidió que era hora de decir basta. No porque sintiera lástima por Mix Cellini, en absoluto, sino por su propia frugalidad. El hechizo podía utilizarse cuatro veces, ella sólo lo había hecho dos, pero ¿y si aparecía alguien más que mereciera un dolor de espalda? Al fin y al cabo, iba a tener que pagar por él. El hecho de que Hécate no le hubiese hecho llegar una factura no significaba que no fuera a cobrárselo. Hécate era como uno de esos médicos o dentistas de categoría que te enviaban la cuenta y te daban una sorpresa desagradable meses después de haber terminado el tratamiento y cuando tú ya te habías olvidado del tema.
La mesa todavía estaba llena de toda la parafernalia necesaria para el hechizo. No se trataba exactamente de ojos de tritón ni de dedos de rana, pero sí de varios recipientes de agua destilada, un vial de ácido sulfúrico y otro de orina de embarazada (cosa que era difícil de obtener, pero que Kayleigh, quien vivía con Abbas Reza y esperaba un hijo suyo, le había proporcionado de buen grado), un frasco de bicarbonato de sosa y una botella de tinta verde. No es que Shoshana fuera a utilizar nada de todo aquello, pues ese Cellini ya habría sufrido sus dos semanas de dolor, pero tenía que tirar la orina, colocar el bicarbonato en el armario que le correspondía y volver a echar el ácido sulfúrico en su botella estriada de color verde. Había que guardarlo todo eso antes de que Nerissa entrara para que las gemas pudieran ocupar su lugar en la mesa.
Nerissa siempre se había sentido intimidada en presencia de Madam Shoshana. Aquella mujer le daba bastante miedo y no le gustaban nada el mago ni el búho, la suciedad (aunque no el desorden) le repugnaba y la fealdad de la propia Shoshana le provocaba aversión. Aquel día la adivina se había puesto unas vestiduras en tonos grises y azulados con ribete emplumado y un penacho de plumas negras en la cabeza, de manera que, a ojos de Nerissa, parecía una malvada ave rapaz. Sus manos como garras se movían de forma misteriosa por encima del círculo de piedras.
– Cuando hayamos hecho esto -dijo Nerissa con vacilación-, ¿podré hacerte una pregunta?
– ¿Y por qué no se lo preguntas a las piedras? ¿Cuáles son las que sientes que se acercan a tus dedos?
Como sabía perfectamente que, nombrara las que nombrara, Shoshana diría que había elegido las piedras equivocadas, Nerissa dijo los primeros colores que se le pasaron por la cabeza.
– La amarilla y la malva.
– ¿De verdad? No creo que te estés concentrando. Está claro que las que atraes hoy son la cornalina de color sangre y el cuarzo rosa pálido. Haz tu petición a la cornalina.
– De acuerdo. -Los invitados a la fiesta de Darel podrían haberse dado por satisfechos si hubieran visto lo estúpida que se sentía Nerissa preguntándole su opinión a un pedazo de piedra. No obstante, ruborizada, se lo preguntó-: Hay un hombre… -empezó a decir, y se le entrecortó la voz. Carraspeó-. Hay un hombre y quiero saber, quiero tener alguna idea de si él…, bueno, de si me querrá algún día.
El cristal de color rojo oscuro permaneció en silencio, lo cual no era sorprendente. Nerissa se sintió mejor ahora que había pronunciado aquellas palabras, y estuvo a punto de reírse tontamente al pensar que la piedra hablara. «Aunque si se pusiera a hablar no creo que me hiciera ninguna gracia», pensó. Shoshana asumió el papel de intérprete y lo que dijo provocó en Nerissa algo muy distinto a la hilaridad.
– Tendrás que pedirle que venga. Llámalo y él vendrá. Y entonces, cuando haya venido, todo dependerá de cómo le hables. Lo que digas entonces decidirá tu destino… para el resto de tu vida. -Shoshana levantó la vista y miró a Nerissa a los ojos-. Esto es todo. La cornalina ha hablado.
En cuanto hubo pagado las cincuenta libras, pues Madam Shoshana había subido su tarifa, Nerissa volvió a bajar por las escaleras con miedo a encontrarse con Mix Cellini. Únicamente vio a una mujer, la siguiente cliente de Shoshana, que esperó abajo, puesto que las escaleras eran demasiado estrechas para que pasaran dos personas.
Cuando Mix se despertó, le seguía doliendo la espalda, pero el dolor se había hecho más tenue y sordo y los arañazos de la pierna se le estaban curando. Había dormido bien, salvo por una pesadilla. Se dio una ducha, se lavó el pelo y se vistió con esmero, tras lo cual se sintió mucho mejor, aunque no era capaz de olvidarse del sueño. Tenía que ver con su padrastro y con el viaje de Mix a Norfolk para buscar a Javy y matarlo. Era una cosa con la que a menudo había soñado de pequeño y en la que llevaba años sin pensar. Javy había abandonado a la madre de Mix cuando éste tenía catorce años y se había ido a vivir con otra mujer a King’s Lynn o alrededores. No obstante, en el sueño le sobrevino de nuevo el deseo de matarlo de una manera dolorosa y verlo morir sufriendo y cuando estuvo completamente despierto, como estaba entonces, Mix no vio en ello nada irracional ni poco práctico. Al fin y al cabo, había matado a dos personas (o creía haberlo hecho) y no le había pasado nada, de manera que no había ningún motivo por el que no pudiera matar a una tercera. Christie no le hubiera dado ninguna importancia, para él hubiese formado parte de su jornada laboral. Javy había hecho más para merecerse ser su víctima que cualquiera de esas dos mujeres, la joven y la vieja.
No tenía mucho sentido acudir a Campden Hill Square antes de las diez. Hacía una mañana estupenda, con un cielo azul y despejado y, mientras desayunaba, dijeron por televisión que iba a hacer un día cálido y soleado con una leve posibilidad de algún aguacero. El paseo que tenía por delante le parecía una perspectiva agradable y lo que le esperaba al final… Mix tenía un plan para entrar en casa de Nerissa y para tal fin se armó con una carpeta de cartón naranja que tenía de su empleo en la empresa, un par de panfletos electorales que había guardado por algún motivo que ya no recordaba y dos bolígrafos. A las nueve y veinte ya estaba listo para salir cuando oyó que se abría y cerraba la puerta principal y que alguien entraba en el vestíbulo de abajo.
Era la abuela Winthrop, por supuesto. Tenía que tratarse de una de ellas dos. Eran como los autobuses, en cuestión de un minuto pasaría otro. Tendría que haberles quitado la llave, de ser necesario hasta por la fuerza. ¡El alboroto que se hubiese armado de haberlo hecho! En un primer momento, con la llegada de la mujer, Mix notó esa tensión en los músculos que era uno de los síntomas del miedo, pero entonces se recordó que no tenía nada que temer. La vieja Chawcer estaba tan escondida e invisible como si de verdad estuviera en Cambridge; oculta en un lugar más seguro todavía, pues allí donde se encontraba nadie podría dar con ella. Así pues, Mix le dirigió un «Buenos días» a la abuela Winthrop cuando se cruzó con ella en el vestíbulo y un «Hace un día estupendo» mientras abría la puerta principal. La abuela Fordyce estaba entrando por la verja.
– ¿Otra reunión del Instituto de la Mujer? -le dijo Mix con grosería-. Debe de ser genial tener tanto tiempo libre.
Olive pasó junto a él mirándolo por encima del hombro.
Queenie y ella dedicaron un rato a discutir el comportamiento de Mix con indignación. Luego, con dos cafés con leche con chocolate rallado por encima servido en unas tazas que Queenie había traído consigo y repostería danesa, tomaron asiento en el salón junto a la cristalera abierta y celebraron un concilio para tratar de lo que habría que hacer respecto a Gwendolen. No les había resultado fácil abrir esas ventanas. Los pestillos estaban atascados y no cedieron hasta que Olive los engrasó. Al final consiguió separar las dos puertas de cristal. Aproximadamente unas cincuenta arañas muertas y sus telas acumuladas allí durante un cuarto de siglo cayeron al suelo y una cosa que parecía un nido de golondrina muy viejo y abandonado desde hacía mucho tiempo se desmoronó en los peldaños, esparciendo barro, ramitas y cáscaras de huevo hechas añicos por todas partes.
– ¡Cómo se puede vivir así! -exclamó Olive.
Queenie se estremeció de forma exagerada.
– Es horrible. Pero ya sabes, querida, que debemos pensar qué vamos a hacer respecto a Gwen. Si hay que creer a ese hombre, se marchó para coger un tren con destino a Cambridge el lunes por la mañana, hace dos días. ¿Y si resulta que ese hombre se ha inventado lo de Cambridge y lo del tren? ¿Y si se fue a dar un paseo y se desplomó en la calle y ahora está en algún hospital? ¿Quién iba a saberlo? ¿A quién iban a decírselo?
– Sí, pero ¿por qué iba a inventárselo?
– ¡Quién sabe lo que pasa por la cabeza de ese individuo! Podría estar planeando echarla de esta casa para hacerse con ella. He oído decir que hay inquilinos sin escrúpulos que lo hacen con ancianos que son sus caseros, y él es exactamente ese tipo de personas.
Olive, que era una mujer más práctica, dijo que podrían probar a llamar por teléfono a los hospitales.
– Sí, querida, pero ¿a cuáles? Debe de haber un centenar en Londres. Bueno, o docenas. ¿Por dónde empezamos?
– Por aquí. Si se fue a dar un paseo, tal como dijiste, si bien a mí me parece muy impropio de Gwen, no debió de ir muy lejos antes de desplomarse. Así pues, vamos a empezar por el Saint Charles, que está a la vuelta de la esquina, o por el Saint Mary Paddington, ¿no? Llamaré al Saint Charles en cuanto me termine el café. ¡Anda! ¡Mira lo que he encontrado metido en este asiento! Es ese tanga del que no dejaba de hablar la pobre Gwen.
– ¡Qué raro! Voy a cerrar la cristalera, querida, o entrarán más moscas.
Antes de salir de casa, había reunido fuerzas con dos vodkas. Sin tónica, sólo con un par de cubitos de hielo. En su caso, no fue coraje holandés, sino ruso. Empezó a caminar por Oxford Gardens hacia Ladbroke Grove. El dolor de espalda había desaparecido, salvo por alguna que otra punzada débil que le recordaba lo que había sido, y se sentía cargado de confianza. Al pasar frente a la casa en la que había vivido Danila, se dijo lo tonto que había sido al preocuparse por ella. Había quedado en nada. La mayor parte de las cosas por las que te preocupas no ocurren. Lo había leído en alguna parte y era cierto.
Kayleigh estaba en una de las ventanas del primer piso que ahora compartía con Abbas Reza, mirando la calle. Los árboles, que aún conservaban las hojas, crecían a ambos lados de la calzada, pero delante de aquella casa habían cortado y retirado uno de ellos, con lo que se tenía una buena vista. Iban a salir a comer, lo que tenían pensado hacer en un pub junto al río. Kayleigh no tenía que entrar a trabajar en el gimnasio hasta las cuatro y estaba viendo si en la aceras había algún indicio de gotas de lluvia. Ella nunca se preocupaba de llevar paraguas o impermeable, pero Abbas, al ser mayor, se tomaba muy en serio estas cosas.
– No sé qué son esas salpicaduras de la ventana, Abby, pero no son de lluvia. Ven a ver -le dijo.
Abbas se acercó, le rodeó la cintura con el brazo y miró a la calle. Un hombre vestido con ropa «elegante, pero informal» caminaba por la acera en dirección a Ladbroke Grove.
– ¡Míralo!
– ¿A quién, Abby?
– La persona que acaba de pasar, me crucé en las escaleras con él cuando vino a visitar a la señorita Kovic.
– Bromeas.
– Oh, no. No te engaño, Kayleigh. Es el novio al que todos buscan.
– ¿Estás seguro? ¿Estás completamente seguro? Porque si lo estás, tendrás que contárselo a la policía. Así pues, ¿no tienes ninguna duda?
– Bueno, visto así… no, no estoy seguro de poder jurar ante un tribunal que ése era él. Debo pensar. Si es posible que lo vea de cerca. Si voy tras él, si voy ahora…
– No, no vayas, Abby. Vamos a salir, ¿recuerdas? Y si te acercas demasiado y te lo tomas como algo personal será a ti a quien arrestarán y no a él.
No venía ningún autobús, de manera que Mix fue andando hasta Ladbroke Grove y cruzó Holland Park Avenue para dirigirse al domicilio de Nerissa. El coche de la joven no estaba a la vista. ¿Significaba eso que lo tenía en el garaje o podía ser que hubiera salido? «Que no haya salido, por favor», rogó a una deidad en la que no creía y que tenía la vaga sensación de que no lo apoyaría a la hora de eludir su castigo, pero podía ser que lo ayudara a convertirse en el amante de Nerissa. La deidad, o el ángel de la guarda, lo hizo. Mix blandía la carpeta naranja con bastante ostentación delante de la casa de al lado cuando el Jaguar subió la cuesta rápidamente y se detuvo. Ella no podía haberle visto, un arbusto grande lleno de bayas rojas lo ocultaba. Mix pulsó el timbre, y cuando una mujer con unas gafas grandes de montura negra y un traje de raya diplomática fue a abrirle, empezó a resumirle con seriedad su propia valoración de las virtudes de la representación proporcional.
Como de costumbre, Nerissa había recorrido la calle con la mirada mientras conducía para ver si veía el Honda azul. Una vez más, no estaba. No lo había visto por allí desde…, bueno, debía de hacer ya un par de semanas. Pensó que el hombre se había dado por vencido y eso, si bien era lo que ella estaba deseando, la dejaría sin excusa para llamar a Darel Jones.
Aunque se había duchado antes de salir, Nerissa siempre se sentía sucia después de haber ido a ver a Madam Shoshana en su… «guarida»; ésa era la palabra que siempre empleaba para describirlo. De todas formas, iba a salir a comer con la mujer de la revista Vogue y lo mejor sería que se fuera preparando. Así pues, cuando Mix llamó a su timbre al cabo de media hora, ella iba vestida con un traje de color amarillo pálido, el cabello peinado en alto con un moño y las piernas calzadas en unas botas de ante de un amarillo pastel.
La mujer del traje austero y gafas se lo había hecho pasar mal a Mix. Le dijo que era una diputada del Parlamento y hasta hacía poco profesora universitaria en la London School of Economics. Lo que ella no supiera de la representación proporcional y, de hecho, de todos los sistemas de análisis electoral, estaba claro que no valía la pena saberlo, en tanto que él no sabía nada más que lo que había leído en un periódico sensacionalista. Mix se marchó sintiéndose injustamente castigado sólo por intentar averiguar si a la gente le gustaba de verdad votar por un individuo, en lugar de por un partido político. El hombre que le abrió la puerta en la casa de al lado no estaba interesado y claramente se exasperó cuando Mix, de un modo un tanto confuso, intentó darle algunas de las explicaciones presentadas por la diputada. En la casa que lindaba con la de Nerissa no había nadie. Mix respiró profundamente, se dijo que no debía tener miedo, sólo era una mujer como cualquier otra, y se acercó a la puerta.
Ella se horrorizó al verlo, pero, mientras otra mujer en su situación podría haberle cerrado la puerta en las narices sin escuchar siquiera lo que tuviera que decir, permaneció sujetando la puerta abierta. La habían educado para tener buenos modales.
Mix había ensayado lo que le diría:
– Hola, buenos días, señorita Nash. No somos precisamente unos desconocidos, ¿verdad? Si no me falla la memoria, la primera vez que nos vimos fue en casa de mi amiga Colette.
– Sí, nos hemos visto antes -repuso ella.
Estaba tan hermosa que Mix a duras penas podía disimular el anhelo de su mirada ni la esperanza de su expresión. Como una rosa amarilla, pensó él, que no estaba acostumbrado a las comparaciones llenas de lirismo, como una reina africana.
– Supongo que no sabía que en mi tiempo libre hago estudios de mercado.
– No -repuso ella-. No, no lo sabía.
– Hoy me gustaría hablarle de las elecciones. Me imagino que ya sabe lo que es la representación proporcional, ¿verdad?
La joven no dijo nada, puso cara de desconcierto y, en cierto modo que Mix reconoció, pero no podría haber explicado, de impotencia.
– ¿Puedo pasar?
Era lo último que ella quería. De haberse tratado de un completo desconocido hubiera podido rechazarlo, pero ya habían hablado con anterioridad, en tres ocasiones.
– Tengo que salir -Aún le quedaba una hora por delante-. Que sea sólo un minuto.
En cuanto las palabras salieron de su boca, Nerissa supo que no debería haberlas pronunciado. Tendría que haberse mantenido firme y enérgica, haberle dicho lo mismo que hubiera dicho, cosa que ya había hecho a menudo, con los Testigos de Jehová y los vendedores de artículos de cocina, que muchas gracias, pero que no le interesaba. Sin embargo, antes de que pudiera pensar todo esto, él ya estaba en su casa, cruzando lentamente el vestíbulo al tiempo que iba pasando la mirada de un lado a otro con fascinación, asintiendo con la cabeza y sonriendo de un modo que indicaba claramente su admiración por todo.
Ella no lo hubiera dejado pasar del vestíbulo, lo hubiera mantenido tan cerca como fuera posible de la puerta de la calle, pero él no le dio la oportunidad. Antes de que Nerissa pudiera intentar evitarlo siquiera, él ya estaba en el salón. Aquél era el día en que llegaban las flores. Lynette las había entrado en casa mientras ella estaba con Madam Shoshana y las había colocado en la vasija grande de cerámica color crema y en unos cuencos de cristal grabado. Por un momento Nerissa lo vio con otros ojos, con los ojos de una persona que no estaba acostumbrada a la opulencia decorada con lilas, azucenas y gerberas, y comprendió por qué estaba tan impresionado.
– Tiene una casa preciosa, ya lo creo.
– Gracias -dijo Nerissa en un hilo de voz.
– ¿Puedo sentarme, señorita Nash? Y tengo una segunda petición. ¿Puedo llamarte Nerissa?
Ella tampoco supo cómo decirle que no. Negarse a ello parecía una grosería y, en cierto modo, sería como erigirse en alguien superior y desde que empezó a ser conocida y solicitada había decidido no llegar nunca a considerarse mejor que nadie y ni mucho menos demostrarlo. Observó con impotencia a Mix, que se acomodó en uno de los sofás, abrió la carpeta de cartón de color naranja que llevaba y levantó la vista para dirigirle una sonrisa de oreja a oreja mostrando los dientes.
Mix ya tenía mucha práctica, si no exactamente en aquel tipo de cosas, al menos en vender tanto su persona como sus varios productos, en mostrarse agradable y un poco insinuante con las mujeres. La falta de seguridad en sí mismo que hubiera podido tener en otras circunstancias se desvanecía cuando hablaba con una mujer y quería exponer alguna idea. Además, el vodka había empezado a hacer efecto antes de que llamara al timbre de la diputada.
Mix ya no veía ningún motivo para andarse con rodeos y dijo:
– Voy a decir la verdad con toda franqueza, Nerissa, y a contarte que no he venido aquí para hablar de política, de elecciones ni de ninguna de esas cosas aburridas. De todos modos, no sé mucho de este tema, tal como la sabihonda de tu vecina tuvo el detalle de comunicarme a la cara. No, he venido para verte porque lo que te dije cuando nos encontramos en casa de la vieja Chawcer era completamente cierto, hasta la última palabra. Y me gustaría decírtelo otra vez y en esta ocasión elegir mis palabras con un poco más de cuidado, pero, antes de eso, ¿crees que podrías preparar café, vida mía?
Nerissa no hubiera sabido decir si fue por ese «vida mía», por el hecho de que llamara «vieja Chawcer» a la amiga de su tía abuela o por su aspecto y su tono, pero, en cuanto al café, se alegró de tener la oportunidad de salir de la habitación e ir a buscar su teléfono móvil. No es que fuera a llamar a Darel Jones, por mucho que le hubiese encantado verlo. Pero sabía que no podía hacerle venir. No sería justo hacerle salir del trabajo y sería una sucia jugarreta para ese hombre desagradable. Llevaba semanas anhelando tener la oportunidad de llamarlo, incluso pensando en alentar a ese tipo para tener una excusa y ahora, llegado el momento, no pudo hacerlo. Era a su padre a quien llamaría. Primero puso el café en la cafetera y luego el agua a hervir. A continuación marcó el número del despacho de su padre, y cuando éste contestó, solamente dijo:
– Papá, está aquí, en casa, ese acosador del que te hablé.
– De acuerdo -repuso él-. Yo me ocupo.
Si le hubieran preguntado a la agente de Nerissa y, ya puestos, a su madre, padre, hermanos y a Rodney Devereux, todos hubieran dicho que Nerissa debía de estar muy acostumbrada a tratar con hombres que se le insinuaban de manera poco grata, pero, en realidad, eran muy pocos los que lo habían hecho. La joven tenía algo, cierto aire de doncella de hielo, si bien cálido e inocente, que disuadía a cualquier hombre un poquito más sensato que Mix Cellini. Había habido pocos cuyo acercamiento resultara agradable y todos ellos habían sabido a qué atenerse antes de realizar la tentativa inicial. Mix, en cambio, era incapaz de diferenciar a una mujer que accedía a ofrecerle un café y un asiento porque detestaba la idea de ser grosera y una que lo hacía porque esperaba meterse en la cama con él en breve. Mix tomó la taza que ella le ofreció con un esbozo de sonrisa y una mirada muy sexy y le dijo:
– Ven a sentarte a mi lado.
– Me quedaré aquí, si no te importa.
– Pues la verdad es que sí me importa, me importa mucho -Mix crispó el rostro con una sonrisa obsequiosa-. Pero de momento lo dejaremos correr. Bueno, dime, ¿de dónde sacaste ese nombre tan bonito, Nerissa? Es un nombre precioso, de verdad, y, ¿sabes una cosa?, no creo que lo haya oído nunca.
– Mi madre lo sacó de una obra de Shakespeare.
– ¿En serio? Veo que provienes de una familia culta. Creo que este tipo de parejas mixtas es lo mejor, ¿no te parece? Por la mezcla de genes y todo eso. Mi abuelo era italiano. No me importa decírtelo, aunque no es una cosa que le cuente a todo el mundo, fue un prisionero de guerra italiano. Romántico, ¿eh?
– No lo sé -contestó la joven con gesto de impotencia.
– Tal vez sea mejor que vaya al meollo de la cuestión. Por cierto, este café está muy bueno. Muy bueno. Voy a empezar diciendo que me imagino que tenemos mucho en común, tú y yo, el mismo tipo de educación, la misma edad, ambos somos fanáticos de la buena forma física y ambos vivimos en el viejo y bonito distrito 11 Oeste. No me importa decirte que llevo enamorado de ti hace siglos y considero que no se puede decir que yo te desagrade precisamente. Así pues, ¿qué tal si lo probamos?
Nerissa ya se había puesto de pie, seriamente asustada y más aún cuando él también se levantó. No había más de un metro de distancia entre ellos y Mix dio un paso hacia ella.
– ¿Qué me dices de un besito para empezar?
La joven se estaba preparando para rechazarlo, para utilizar los tacones de sus botas como arma, si era necesario, pero justo cuando empezó a retroceder sonó el timbre de la puerta, lo cual desconcertó a Mix. No parecía perplejo ni decepcionado, sino furiosamente enojado. Hizo una mueca con el labio superior.
– Disculpa -dijo Nerissa, a sabiendas de que era ridículo decir eso en estas circunstancias. Casi fue corriendo a la puerta para dejar entrar a su padre.
No era su padre. Era Darel Jones.