177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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– Tu padre me llamó.

Lo primero que pensó Nerissa fue: «Voy a matar a papá», pero entonces se sintió inundada de amor por su progenitor.

– No debería haberlo hecho -dijo la joven.

– Ese tipo… ¿se ha ido ya?

– Aún sigue aquí.

Darel entró en la habitación donde Mix, que seguía de pie, examinaba una estatuilla de cristal muy parecida a la que se había visto obligado a utilizar con Danila. Otra cosa que tenían en común…

– ¡Fuera de aquí! -exclamó Darel.

– ¿Cómo dice? Creo que no nos conocemos. Mix Cellini. Soy un amigo de la señorita Nash. De hecho, ahora mismo estábamos acordando cómo íbamos a pasar la tarde hasta que nos hemos visto interrumpidos tan bruscamente.

– Le he dicho que se vaya. A menos que quiera que lo eche yo mismo.

– ¡Por el amor de Dios! -Mix estaba perplejo-. Me gustaría saber qué es lo que he hecho. Pregúnteselo a ella si no me cree.

– La verdad es que quisiera que te marcharas -dijo Nerissa-. No os peleéis, por favor. Vete.

– Lo haré porque tú me lo pides -repuso Mix-. Sé que no lo dices en serio. Los dos sabemos que volveré cuando tu matón no se interponga. -Intentó avanzar con dignidad hacia la puerta. Pero se estaba dando cuenta de que, si bien un hombre de barriga prominente puede ser muchas cosas, ser digno no se contaba entre ellas. Una vez en la puerta, se dio media vuelta-: Nunca me separaré de ti -anunció, más porque era lo que había que decir que porque lo pensara de verdad. Abrió la puerta de la calle y la cerró al salir.

– Te lo agradezco mucho -dijo Nerissa con voz débil-. ¿Crees que lo decía en serio, lo de que nunca se separará de mí?

– No. Lo más probable es que crea que vivo aquí, que soy tu pareja sentimental, tu compañero o lo que sea.

Nerissa tuvo ganas de decir: «¡Ojalá lo fueras!» y «¿Lo serás?», pero no pudo hacer otra cosa más que quedarse mirando su rostro de rasgos celtas bien dibujados, su cabello negro, la piel pálida con un leve rubor en las mejillas, sus manos delgadas de dedos largos, su estatura.

– Tengo que decirte una cosa, Nerissa. Llevo semanas esperando tener ocasión de decírtelo.

Era imposible resistirse a una réplica.

– Podrías haberme llamado.

– Ya lo sé. Quería pensar detenidamente en lo que sabía y en lo que quería. Necesitaba estar seguro de estar haciendo lo correcto. Ahora lo estoy.

– ¿Estás seguro de qué?

Él sonrió.

– Ven aquí. Siéntate a mi lado.

La joven había rechazado sin vacilar la invitación de Mix, pero ahora la misma petición, hecha desde el mismo lugar del sofá, provenía de Darel, y ella la aceptó. Él se volvió a mirarla y la tomó de las manos.

– Cuando nos trasladamos a vivir al lado de tu casa, yo era un adolescente mayor y tú una pequeña. Ya me parecías hermosa en aquel entonces. ¿Y a quién no? Pero no hice nada al respecto. De todos modos, no tardé en tener novia. Me marché a la universidad, me pasé cinco años estudiando y un año en Estados Unidos, y cuando volví a casa, tú eras una modelo famosa.

– Lo recuerdo -dijo ella.

– Se me metió en la cabeza que debías de ser una mujer frívola y boba. Pensaba que todas las modelos lo eran. También creía que serías caprichosa y eso que mi madre llama «estirada», y…, bueno, que tendrías una actitud del tipo «Yo no me levanto de la cama por menos de diez de los grandes». Por supuesto no podía evitar sentirme atraído por ti, pero llegué a pensar que si estaba en tu compañía, tu manera de hablar y de actuar me enojaría. Así pues, no fui con mis padres cuando los tuyos nos invitaron a su casa a tomar unas copas. Sabía que tú estarías allí y por eso no fui con ellos el día antes de mudarme.

– ¿Y qué pasó?

– Bueno, sabía que si alguna vez me quedaba a solas contigo seguro que te invitaría a salir, que no podría evitarlo. También estuve pensando en que una vez mi madre comentó que la tuya le había explicado que eras impuntual y muy desordenada con la casa y sabía que no podría soportar eso. Tengo un plan para mi vida, Nerissa, lo tengo todo pensado, adónde voy y cómo voy a llegar hasta allí. Entre otras cosas, quiero una relación seria. Estoy a punto de cumplir los treinta y uno y estoy buscando una pareja a largo plazo, con la que contemplar incluso el matrimonio.

Nerissa asintió con la cabeza y notó que las manos de Darel apretaban las suyas.

– Casarme y tener hijos, también. ¿Por qué no? Pero no quería recorrer este camino desempeñando un papel secundario para una mujer a la que todo el mundo admiraba y adoraba. No quería estar con una mujer que fuera descuidada y…, bueno, disoluta y extravagante. Y no soporto a la gente que siempre llega tarde. Francamente, no estaba dispuesto a ser «el marido de Nerissa Nash», que llega a la clase de fiestas a las que asistes, o la que yo creía que era tu clase de fiesta, una hora tarde y luego no tener a nadie que hablara conmigo porque tú serías el centro de todas las miradas.

Nerissa, que no estaba demasiado segura de entender el significado de disoluta, lo escuchó.

– Pero aquel día que nos encontramos en Saint James Street -continuó diciendo Darel- empezó a cambiarme. Te puse a prueba con pequeños detalles. El día de la cena, por ejemplo. Lo cierto es que llegaste puntual. Y fíjate en este lugar. Supongo que no lo limpiarás tú misma, pero está claro que lo mantienes tal y como lo ha dejado la asistenta. Durante la cena hablaste de política, de moral y…, bueno, incluso de economía. Entonces pensé: «Dejaré pasar un poco de tiempo. Si me llama por teléfono y empieza a mostrarse exigente o caprichosa, si cree que seré suyo siempre que le plazca, entonces se habrá terminado». Pero no lo hiciste -la atrajo un poco hacia sí-. Superaste la prueba. Con gran éxito. Pensé: «Sí, bien, es adecuada para lo que yo quiero, es perfecta». Así pues, ¿qué le parece si cenamos esta noche, señorita Nash?

Nerissa retiró las manos con delicadeza y retrocedió unos centímetros en el sofá. Su corazón, que normalmente latía al ritmo lento y constante de un atleta o de una joven que hacía mucho ejercicio, según le había dicho un médico, en aquellos momentos empezó a acelerarse y a palpitar en su pecho.

– Me parece que no -respondió ella con voz que incluso a sí misma le sonó remota-. No sabía que estaba participando en un concurso, una competición o lo que sea. De haberlo sabido, no lo hubiera hecho.

– ¿De qué estás hablando, mi amor?

– No soy tu amor, y nunca lo seré. Yo no hago pruebas para ver si soy una… una candidata apropiada.

– Vamos, Nerissa, venga…

– Yo soy lo que soy. Y quienquiera que vaya a entablar conmigo eso que tú has dicho, una relación permanente, tendrá que aceptarme como soy. Gracias por venir y deshacerte de ese hombre. Te estoy agradecida, pero no volveremos a vernos.

Él se levantó y su rostro denotó una simple falta de comprensión.

– Adiós, Darel -dijo Nerissa.

En cuanto se marchó, la joven cogió el teléfono, marcó el número del restaurante en el que iba a comer con la mujer de la revista Vogue y dijo que se retrasaría media hora. Entonces estuvo un rato llorando. Mientras volvía a maquillarse para arreglar el daño que habían hecho las lágrimas sonó el teléfono. Era su padre.

– ¿Vino?

– Sí, sí que vino. No tendrías que haberlo hecho, papá. Sé que tu intención era buena.

– Mientras viva, voy a procurar que mi niña tenga lo que quiere siempre y cuando esté en mis manos. ¿Cuándo vas a volver a verle?

– Nunca. Te llamaré más tarde.

Hizo otra llamada antes de salir. El hombre cogió el teléfono después de que sonara dos veces.

– Rodney, ¿querrías llevarme a algún sitio esta noche? A algún lugar horrible. Me apetece ir al Cockatoodle Club del Soho, nunca he estado allí. Saldremos tarde, llegaremos tarde a casa y beberemos champán. No, ya sé que no bebo, pero esta noche voy a saltarme la norma. ¿Quieres? Eres un cielo. Nos vemos.

Mientras subía al taxi pensó que no tenía que tener pareja, que no tenía que casarse. Era joven. ¿Por qué no limitarse a pasárselo bien? Siempre y cuando fuera amable con la gente y no se le subieran los humos a la cabeza ni empezara a pensar que su atractivo era algo que había conseguido y de lo que debía estar orgullosa. Primero iría a su peluquero y le diría que le hiciera unas trenzas cosidas o tal vez incluso unas rastas. Le hacía muchísima falta un gesto desafiante…

«Últimamente me tienen la casa invadida», pensó Mix cuando bajó a recoger el correo. Era al día siguiente, a media mañana, y desde el vestíbulo oía las voces de tres mujeres en el salón, la abuela Winthrop, la abuela Fordyce y… ¿quién era la tercera? Se quedó escuchando. La madre de Nerissa, por supuesto. La señora de nombre impronunciable. ¿Qué sentido tenía que siguieran viniendo día tras día? Hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo, Mix se sintió indignado por la vieja Chawcer, a la que ni siquiera dejaban que se fuera unos días a ver a unos amigos. ¿Qué les importaba a ellas? Entonces recordó que la mujer estaba muerta.

Lo más probable era que la señora de nombre impronunciable estuviera al corriente de su enfrentamiento del día anterior con el matón. Por otra parte, podría ser que Nerissa no se lo hubiera contado. Puede que ella quisiera deshacerse del matón y entablar una relación con él antes de decirles nada a sus padres. Dejaría pasar un día o dos y luego volvería y se enteraría de qué había pasado después de que él hubiera decidido que lo más maduro era marcharse. Ese matón tenía algo que le recordaba a Javy, la mirada más que nada. A estas alturas Javy ya estaría canoso, pero antes de que Mix se marchara de casa había tenido esa piel olivácea, las mejillas sonrojadas y una buena mata de cabello negro. Las mujeres lo encontraban atractivo, aunque Mix nunca entendió por qué.

Había ido a la Oficina de Empleo y se había registrado. Le habían dado un poco de dinero y le habían ofrecido un montón de trabajos que a Mix no le habían causado muy buena impresión. Ya tendría tiempo de sobra para eso dentro de un par de semanas. Como no quería encontrarse con ninguna de esas tres mujeres, cogió los catálogos de venta por correo de Dig-it y Wall y se los llevó arriba, aunque, al no ser ni un jardinero ni una mujer, no le iban a servir de mucho. Veintidós escalones hasta llegar al piso donde la mujer había dormido, diecisiete hasta llegar allí donde no dormía nadie y adonde nunca iba nadie y trece más hasta arriba. No siempre los contaba, y menos cuando tenía miedo, pero entonces sí lo hizo, como si pudiera conseguir que fueran catorce.

Hazel Akwaa, con el tanga en el regazo, estaba preguntando a su tía y a Queenie si se les había ocurrido echar un vistazo a la ropa de Gwendolen. Ambas dijeron que no con la cabeza y Olive se encogió de hombros.

– Es que parece tan indiscreto, querida -dijo Queenie-, una invasión de su intimidad. Lo que quiero decir es que ¿a ti qué te parecería si mientras estuvieras fuera tus amigas empezaran a revolver tu ropa? Te sentirías violada.

– Sí, me sentiría así si les hubiera dicho adónde iba y les hubiera dejado la dirección de dónde podrían encontrarme. Pero si yo desapareciera y estuviera perdida me alegraría de que lo hicieran. Querría que me encontraran.

– Visto así, creo que deberíamos hacerlo -admitió Olive. Empezaron a subir las escaleras-. Espero que alguien le esté dando de comer a ese gato.

– Le han puesto comida todos los días, pero no la ha tocado desde el domingo. Se ha ido a alguna parte.

– Parece como si se hubiera ido cuando se marchó Gwendolen -comentó Queenie, que le contó a Hazel lo de la sábana que faltaba.

– ¿Estás segura?

– Tiene unas costumbres muy raras. Pensé que podría haber sacado la sábana encimera y haber dejado sólo la bajera y las mantas, pero miré en la lavadora e incluso en ese horrible y viejo caldero, pues con Gwendolen nunca se sabe. Puede que hasta se los llevara consigo.

– ¿El qué? ¿El gato o la sábana?

– Bueno, cualquiera de las dos cosas. No hay nadie, por excéntrico que sea, nadie en absoluto, que se lleve una sábana sucia a casa de unos amigos. Para hacer eso habría que estar loco de remate. ¿Y cómo iba a arreglárselas para llevarse al gato?

Habían llegado ya al dormitorio de Gwendolen y Olive había abierto la ventana porque aún hacía buen tiempo y brillaba el sol.

– No huele muy bien -comentó Hazel.

Su tía se encogió de hombros.

– Es lo que pasa en los sitios si no los limpias.

– ¿Sabéis qué? En realidad, esta moqueta es azul, pero está tan cubierta de pelos de gato que parece gris.

Hazel abrió la puerta del armario y la asaltó el fuerte tufo del alcanfor. Los antiguos vestidos de Gwendolen colgaban apiñados de unas perchas forradas hacía mucho tiempo con seda plisada y de las que pendían unas bolsitas de lavanda. Debajo de ellos estaban los zapatos, todos revueltos, no dispuestos por pares. Olive empezó a contarlos.

– Siete -dijo-. Lo cual es significativo. Hace no mucho me dijo que tenía siete pares de zapatos.

– Debe de haberse comprado algunos más.

– Estoy segura de que no lo hizo. Me lo hubiera contado. No quiero decir con esto que yo fuera una confidente especial, sólo que Gwen no podía comprar nada, y mucho menos un artículo tan importante, sin quejarse del precio a todo el mundo con quien hablaba.

– No pudo haberse marchado sin zapatos -dijo Hazel.

– Y tampoco sin su anillo de rubí, querida. -Queenie había abierto el joyero y estaba mirando su interior. Sostuvo en alto un anillo con una piedra roja-. Era de su madre y ella nunca salía sin él.