Mix se encontraba allí donde debería haber estado la calle. O al menos, allí donde él creía que debería haber estado. La impresión y la incredulidad ya habían quedado atrás. Lo embargó entonces una amarga decepción que se transformó en furia y que le fue subiendo hasta la garganta, medio ahogándolo. ¿Cómo se habían atrevido? ¿Cómo podían haber destruido, quienesquiera que fueran, lo que tendría que haber sido un monumento nacional? La casa en sí debería haber sido un museo, con una de esas placas azules en lo alto de la pared, y el jardín tendrían que haberlo conservado con el mayor cuidado tal y como estaba, como parte del recorrido que podrían haber hecho los grupos de visitantes. Si hubiesen necesitado un conservador allí estaba él, no tendrían que haber buscado más.
Todo era nuevo, diseñado con esmero e insensibilidad. Ésa era la palabra adecuada, «insensible», y se sintió orgulloso de sí mismo por el hecho de que se le hubiera ocurrido. Era un lugar «ideal», pensó asqueado, un edificio que sería típico del país de los yuppies. Las petunias de los arriates lo encolerizaron especialmente. Por supuesto, sabía que poco antes de que él naciera habían cambiado el nombre de Rillington Place por el de Ruston Close, pero ahora ya ni siquiera existía Ruston Close. Había traído consigo un mapa antiguo, pero no le sirvió de nada, pues era más difícil encontrar las viejas calles que buscar los rasgos del niño en el rostro quincuagenario. Cincuenta años era apropiado. Había pasado medio siglo desde que atraparon a Reggie y lo ahorcaron. Si tenían que cambiar el nombre a las calles, podrían haber puesto un letrero en alguna parte donde dijera: «Antes Rillington Place», ¿no? O algo que indicara a los visitantes que se encontraban en territorio de Reggie. Allí debían de acudir cientos de personas, algunas de ellas con expectación y profundamente decepcionadas, otras que no sabían nada en absoluto sobre la historia del lugar, y todas ellas se topaban con aquel pequeño enclave de ladrillo rojo y arriates elevados donde los geranios y las alegrías de la casa desbordaban las jardineras y los árboles se habían elegido por su follaje de tonos dorado y crema.
Era pleno verano y hacía un día magnífico, sin una sola nube en el cielo azul. En las pequeñas parcelas crecía un césped lozano de un verde intenso y una planta trepadora tendía un manto rosado sobre las paredes construidas ingeniosamente a distintos niveles. Mix se dio la vuelta para marcharse en tanto que la furia que lo invadía hacía que el corazón le palpitara más deprisa y con más fuerza, pum, pum, pum… De haber sabido que habían borrado hasta el último vestigio nunca hubiese considerado el piso de Saint Blaise House. Había ido a ese rincón de Notting Hill únicamente porque había sido el barrio de Reggie. Ya sabía que la casa y sus vecinos no estaban, por supuesto, pero aun así había confiado en que el lugar sería fácilmente reconocible, una calle que los pusilánimes evitaran, frecuentada por entusiastas inteligentes como él. Sin embargo, los débiles, los escrupulosos y los políticamente correctos se habían salido con la suya y lo habían tirado todo abajo. Pensó que se habrían reído de la gente como él, se habrían sentido triunfadores al reemplazar la historia con una urbanización de mal gusto.
Se había estado reservando aquella visita para darse un capricho cuando se hubiera instalado. ¡Para darse un capricho! Siendo niño, ¿con qué frecuencia el capricho prometido acababa en decepción? Demasiado a menudo, por lo que él parecía recordar, y no dejaba de ocurrir cuando se era una persona adulta y responsable. De todas formas no iba a volver a mudarse, y menos después de haber pagado a Ed y a su amigo para que le pintaran el piso y acondicionaran la cocina. Se volvió de espaldas a esas viviendas nuevas e ideales, a los árboles y arriates, empezó a caminar lentamente por Oxford Gardens y cruzó Ladbroke Grove para ver la casa en la que la primera víctima de Reggie había tenido una habitación. Al menos eso no había cambiado. A juzgar por el aspecto del lugar, nadie lo había pintado desde la muerte de la mujer en 1943. Por lo visto no se sabía qué habitación había ocupado, no había ningún detalle al respecto en los libros que había leído. Contempló las ventanas especulando y haciendo conjeturas hasta que alguien lo miró desde una de ellas y le pareció que lo mejor era seguir adelante.
La zona de Saint Blaise Avenue con Oxford Gardens era para gente pudiente, un lugar arbolado con cerezos ornamentales; sin embargo, a medida que descendías por ella, la calle iba perdiendo categoría hasta que sólo encontrabas viviendas construidas por el ayuntamiento en la década de los sesenta, tintorerías, negocios de recambios para motocicletas y tiendas de comestibles. Salvo por la hilera de edificios del otro lado, aislada, elegante y victoriana, y por la casona, Saint Blaise House, la única en todo el barrio que no había acabado dividida en una docena de pisos. Mix pensó que era una lástima que no hubieran derribado todo aquello y dejado Rillington Place tal y como estaba.
Allí no había cerezos, sino unos grandes plátanos cubiertos de polvo y cuyos troncos se descortezaban. Estos árboles eran en parte los responsables de que el lugar fuera tan oscuro. Se detuvo a observar la casa, maravillándose de sus dimensiones, como siempre hacía, y preguntándose por qué demonios la anciana no la había vendido a una promotora inmobiliaria años atrás. Era un edificio de tres plantas, con paredes de estuco antes blanco pero ahora gris y una escalinata que conducía a una gran puerta principal medio oculta en las profundidades de un pórtico con columnas. En lo alto, casi debajo del alero, había una ventana circular completamente distinta de las otras, que eran alargadas, en tanto que ésta tenía una vidriera de colores, empañada por la suciedad que se había ido acumulando con los años desde la última vez que la habían limpiado.
Mix entró en la casa. La primera vez que había visto el lugar pensó que sólo el vestíbulo, grande, cuadrado y sombrío como todo lo demás allí dentro, ya era lo bastante amplio como para contener un piso de dimensiones normales. Inútilmente colocadas contra la pared, había unas sillas grandes y oscuras de respaldo grabado, una de las cuales se situaba bajo un espejo enorme con el marco de madera labrada y el cristal salpicado de manchas verduscas como islas en un mapa del mar. Una escalera conducía a un sótano, pero él nunca había estado allí y, que supiera, hacía años y años que nadie lo pisaba.
Al entrar casi tuvo la esperanza de que ella no estuviera por ahí, y normalmente no estaba, pero aquel día no tuvo suerte. La mujer se encontraba junto a una formidable mesa tallada que debía de pesar una tonelada, vestida con las prendas habituales -chaqueta de punto larga y lacia y falda con caída- y sujetando en alto un folleto colorido que anunciaba un restaurante tibetano. Al verle, le dijo: «Buenas tardes, señor Cellini», con su acento de clase alta y una voz que, a juicio de Mix, expresaba una gran cantidad de desprecio.
Cuando hablaba con Gwendolen Chawcer, en las ocasiones en las que resultaba inevitable dirigirse a ella, hacía todo lo posible por escandalizarla… de momento sin éxito notorio.
– Nunca adivinaría dónde he estado.
– Eso es casi seguro -repuso ella-, por lo que parece inútil intentarlo.
¡Vieja bruja sarcástica!
– En Rillington Place -anunció-, o mejor dicho, donde estaba antes. Quería ver el lugar del jardín en el que Christie enterró a todas esas mujeres que mató, pero ya no queda ni rastro.
Ella volvió a dejar el folleto sobre la mesa donde, sin duda, permanecería durante meses. Entonces lo sorprendió diciendo:
– Fui a esa casa en una ocasión, cuando era joven.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
Él ya sabía que la mujer no estaría muy comunicativa, y así fue.
– Tenía una razón para ir allí. La visita no duró más de media hora. Era un hombre desagradable.
Mix no pudo controlar su entusiasmo.
– ¿Qué impresión le causó? ¿Tuvo la sensación de encontrarse en presencia de un asesino? ¿Su esposa estuvo presente?
La mujer se rió con su risa destemplada.
– ¡Por Dios, señor Cellini! No tengo tiempo de responder a todas estas preguntas. Tengo que seguir.
¿Seguir con qué? Por lo que él sabía, rara vez hacía otra cosa que no fuera leer. Debía de haber leído miles de libros, leía continuamente. Se sintió frustrado tras su respuesta insatisfactoria, si bien provocativa. Tal vez fuera una mina de información sobre Reggie, pero era demasiado engreída para hablar de ello.
Mix empezó a subir por la escalera que aborrecía con un odio feroz aun cuando no era estrecha, precaria ni curva. Tenía cincuenta y dos peldaños y una de las cosas que le desagradaban de ella era que estaba formada por tres tramos: veintidós escalones en aquel primero, diecisiete en el otro y nada menos que trece en el último. Si algo había que alteraba a Mix más aún que las sorpresas desagradables y las viejas maleducadas, era el número trece. Por suerte, Saint Blaise House estaba en el número 54 de Saint Blaise Avenue.
Un día en que la vieja Chawcer había salido, Mix contó los dormitorios sin incluir el suyo y se encontró con que había nueve. Algunos de ellos estaban amueblados, si es que se podía llamar muebles a lo que contenían, y otros no. La casa entera estaba hecha un asco. En su opinión, hacía años que allí nadie había hecho las tareas domésticas, aunque a ella la había visto pasar el plumero por encima. Toda aquella ebanistería, labrada con escudos, espadas y cascos, rostros y flores, hojas, guirnaldas y cintas, se hallaba cubierta por una antigua acumulación de polvo. Las telarañas formaban cuerdas que unían un balaustre con otro, o una cornisa con la moldura para los cuadros. La mujer había vivido allí toda su larga vida, primero con sus dos progenitores, después con su padre y luego sola. Aparte de esto, Mix no sabía nada más sobre ella. Ni siquiera sabía cómo era que la casa tenía tres dormitorios en la planta de arriba cuando ésta ya se había reformado y convertido en un piso.
A partir del primer rellano la escalera se estrechaba y el último tramo, el superior, estaba embaldosado, no enmoquetado. Mix nunca había visto una escalera de baldosas negras y relucientes, pero en casa de la señorita Chawcer había muchas cosas que no había visto nunca. Daba igual los zapatos que llevara, en esas baldosas hacían un ruido terrible, un golpeteo sordo, o bien un taconeo, y creía que la mujer había embaldosado los peldaños para enterarse de la hora a la que entraba su inquilino. Él ya había tomado por costumbre quitarse los zapatos y continuar en calcetines. No es que alguna vez hiciera algo «malo», pero no quería que ella estuviera al tanto de sus asuntos.
El vitral moteaba el descansillo superior con manchas de luz de colores. La vidriera representaba una chica mirando una maceta con alguna clase de planta en su interior. Cuando la vieja Chawcer lo acompañó arriba la primera vez, la había llamado la ventana Isabella, y el dibujo, Isabella y la maceta de albahaca, no le decía nada a Mix. Por lo que a él concernía, la albahaca era una cosa que crecía en una bolsa que comprabas en el supermercado Tesco. La chica parecía enferma, pues su rostro era el único pedazo de cristal que era blanco, y a Mix le molestaba tener que verla cada vez que entraba o salía de su piso.
Él se refería a su vivienda como a un apartamento, pero Gwendolen Chawcer la llamaba «habitaciones». En su opinión, aquella mujer vivía en el pasado, y no treinta o cuarenta años antes, como ocurre con la mayoría de ancianos, sino un siglo. Él mismo había instalado el baño y la cocina con la ayuda de Ed y su amigo. Lo había pagado de su bolsillo, por lo que la señorita Chawcer no podía quejarse. En realidad, tendría que estar contenta; cuando fuera famoso y se hubiera mudado, todo aquello quedaría allí para el siguiente inquilino. El hecho es que ella nunca había sido capaz de ver la necesidad de tener un baño. Le explicó que, cuando ella era joven, uno tenía el orinal en el dormitorio, una jofaina en el palanganero y la criada te subía un jarro con agua caliente.
Mix disponía de un dormitorio además de una amplia sala de estar en la que dominaba una fotografía tamaño póster de Nerissa Nash, tomada cuando un periódico empezó a mencionar a las modelos además de a los diseñadores de ropa. Eso fue en la época en la que la definían como una Naomi Campbell de baratillo. Ya no era así. Tal como hacía con frecuencia al entrar, Mix se quedó parado frente al póster como un devoto que contemplara una imagen sagrada, pero, en lugar de plegarias, sus labios murmuraron:
– Te quiero, te adoro.
Mix ganaba un buen sueldo en Fiterama y no había reparado en gastos con el piso. Había comprado a plazos el televisor, el vídeo y el reproductor de DVD, que iban en un mueble de barras cromadas, así como gran parte de los enseres para la cocina, pero eso, para utilizar una de las expresiones favoritas de Ed, era moneda corriente, todo el mundo lo hacía. La alfombra blanca y el tresillo de cheviot color gris los había pagado en efectivo y había adquirido la figura en mármol negro de la chica desnuda llevado por un impulso, pero no lo lamentó ni por un momento. Había hecho enmarcar el póster de Nerissa con el mismo acabado cromado que el mueble del televisor. En la estantería de fresno negro guardaba su colección de libros sobre Reggie: 10 Rillington Place, John Reginald Halliday Christie, La leyenda de Christie, Asesinato en Rillington Place y Las víctimas de Christie, entre muchos otros. La película de Richard Attenborough, El estrangulador de Rillington Place, la tenía en vídeo y en DVD. Pensó que resultaba indignante que en Hollywood no dejaran de hacerse nuevas versiones de películas y que no hubiera noticia de una nueva versión de ésta. La suya se la ponía con frecuencia y la versión digital era aún mejor, más nítida y clara. Richard Attenborough estaba magnífico, eso no lo discutía, pero no se parecía mucho a Reggie. Hacía falta un actor más alto, con rasgos más marcados y mirada intensa.
Mix era propenso a soñar despierto y en ocasiones especulaba sobre si sería famoso por Nerissa o por sus conocimientos expertos sobre Reggie. Lo más probable era que en la actualidad no quedara nadie con vida, ni siquiera Ludovic Kennedy, el autor del libro, de ese libro
Eran cerca de las seis. Se sirvió su bebida favorita. La había inventado él mismo y la llamó «Latigazo» por lo fuerte que pegaba. Le desconcertaba ver que nadie a quien se la había ofrecido parecía compartir su gusto por una doble medida de vodka, un vaso de Sauvignon y una cucharada de Cointreau, todo vertido sobre hielo picado. Tenía una nevera de ésas de las que salía el hielo picado ya preparado. Estaba saboreando el primer sorbo cuando sonó su teléfono móvil.
Era Colette Gilbert-Bamber que llamaba para decirle que necesitaba que le repararan la cinta de correr urgentemente. Tal vez sólo fuera un problema de la clavija del enchufe o podría tratarse de algo más grave. Su esposo había salido, pero ella había tenido que quedarse en casa porque esperaba una llamada telefónica importante. Mix ya sabía lo que significaba todo aquello. El hecho de que estuviera enamorado de su estrella distante, de su reina y señora, no significaba que no pudiera darse el gusto de divertirse un poco de vez en cuando. Cuando Nerissa y él estuvieran juntos, cuando fuera de conocimiento público, entonces la cosa sería distinta.
A desgana, si bien consciente de sus prioridades, Mix metió el Latigazo en el frigorífico. Se lavó los dientes, hizo gárgaras con un enjuague bucal cuyo sabor no era muy distinto al de su cóctel, pero no tenía sus efectos estimulantes, y bajó las escaleras. En el interior de aquella casa no podías hacerte una idea de cuán magnífico era el día ni de cuánto brillaba y calentaba el sol. Allí siempre hacía frío y, además, reinaba un silencio extraño, siempre. No se oía el metro de la Hammersmith and City Line que transcurría por la superficie entre las estaciones de Latimer Road y Shepherd’s Bush, ni el tránsito de Ladbroke Grove. El único ruido que llegaba era el de la Westway, pero, si no lo sabías, no podías imaginar que era el tráfico lo que llegaba a tus oídos. Sonaba como el mar, como las olas al romper en la playa, un rugido suave e incesante como cuando te llevabas al oído una concha de las grandes.
Ahora, en ciertas ocasiones, Gwendolen necesitaba ayudarse con una lupa para leer la letra pequeña. Y, por desgracia, casi todos los libros que ella quería leer estaban impresos en el tamaño de letra que según tenía entendido se llamaba cuerpo 10. Sus gafas de uso diario no podían con la edición de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de su padre, por ejemplo, o con lo que estaba leyendo en aquellos momentos, un ejemplar muy antiguo de Middlemarch, publicado en el siglo XIX.
Al igual que su dormitorio, situado encima, el salón abarcaba toda la profundidad de la casa, tenía un par de ventanas grandes de guillotina con vistas a la calle y unas cristaleras que daban al jardín de la parte de atrás. Cuando leía, Gwendolen se recostaba en un sofá tapizado en pana marrón oscuro cuyo respaldo estaba coronado por un dragón de caoba tallada. La cola del dragón se curvaba sobre uno de los brazos del sofá en tanto que su cabeza se alzaba como si le gruñera a la chimenea de mármol negro. Casi todo el mobiliario era de un estilo muy parecido: madera labrada, acolchado grueso y tapicería de velvetón en tonos granate y marrón, o bien de un verde apagado; pero había algunas piezas de mármol oscuro y veteado, con patas de color de oro. En una de las paredes colgaba un espejo enorme con un marco dorado de hojas, frutas y arabescos a los que el tiempo y el descuido habían arrebatado el brillo.
Al otro lado de las cristaleras, que en aquellos momentos estaban abiertas para dejar entrar la cálida luz de la tarde, se encontraba el jardín. Gwendolen aún lo veía como era antes, con el césped tan bien recortado que adquiría la misma suavidad que un terciopelo esmeralda, con un estallido de flores en el arriate y con los árboles podados para sacar el mayor provecho posible de su follaje exuberante. O más bien veía que podía ser así con un poco de atención, nada que no pudiera conseguirse con un día de trabajo. El hecho de que la hierba llegara a la altura de la rodilla, que los arriates fueran un amasijo de maleza y que las ramas muertas echaran a perder los árboles le pasaba inadvertido. Para ella era más real la letra impresa que un interior cómodo y un exterior agradable.
Alguna que otra vez, su mente y también sus recuerdos eran más fuertes que el libro; entonces dejaba la lectura y se quedaba mirando el techo pardusco cubierto de telarañas y los prismas polvorientos de la araña de luces, para pensar y para recordar.
No le gustaba ese hombre, Cellini, pero eso no tenía importancia. Su conversación poco elegante había despertado cosas que estaban dormidas, Christie y sus asesinatos, Rillington Place, el miedo que sintió, el doctor Reeves y Bertha. Debían de haber pasado al menos cincuenta y dos años, tal vez cincuenta y tres. Rillington Place había sido un lugar sórdido con hileras de casas adosadas que daban a una calle en cuyo extremo más alejado había una fundición de hierro y una chimenea. Hasta que no fue allí, no tenía ni idea de que existían lugares como aquél. Ella había llevado una vida muy protegida, tanto antes de aquel día como después. Bertha se habría casado…, esa clase de personas siempre lo hacían. Probablemente tuviera toda una prole, hijos que ahora serían personas de mediana edad, y el primero de los cuales sería la causa de sus infortunios.
¿Por qué las mujeres se comportaban de esa manera? Nunca lo había entendido. Ella nunca había estado tentada. Ni siquiera con el doctor Reeves. Sus sentimientos hacia él siempre habían sido castos y honorables, lo mismo que los suyos hacia ella. No tenía ninguna duda al respecto, a pesar de su comportamiento posterior. Tal vez ella, al fin y al cabo, hubiera elegido la mejor opción.
¿Por qué demonios Cellini estaba tan interesado en Christie? No era una disposición de ánimo saludable. Gwendolen volvió a coger el libro. No en aquél, sino en otro de George Eliot, Adam Bede, aparecía una chica que se había comportado como Bertha y corrió una suerte horrible. Estuvo leyendo durante otra media hora totalmente ensimismada, ajena a todo, excepto a la página que tenía delante. La alertó el ruido de una pisada por encima de su cabeza.
Aunque su vista era cada vez peor, Gwendolen poseía un oído magnífico. Ya no para una mujer de su edad, sino para cualquier persona de cualquier edad. Su amiga Olive Fordyce decía que estaba segura de que Gwendolen podría oír el chillido de un murciélago. Se quedó escuchando. Él estaba bajando las escaleras. Sin duda creía que ella no sabía que se quitaba los zapatos para intentar entrar y salir a hurtadillas. No se la engañaba tan fácilmente. El tramo inferior crujía y nada de lo que él hiciera podría impedirlo, pensó triunfalmente Gwendolen. Oyó que cruzaba el vestíbulo con paso suave, pero cuando cerró la puerta principal lo hizo dando un portazo que sacudió la casa e hizo que una escama blancuzca se desprendiera del techo y se posara en el pie izquierdo de la mujer.
Se acercó a una de las ventanas delanteras y lo vio subir al coche. Era un automóvil pequeño de color azul que, en su opinión, ese hombre mantenía absurdamente limpio. Cuando Cellini se hubo marchado, ella fue hasta la cocina, abrió la puerta de una vieja centrifugadora de ropa que nunca se utilizaba y sacó una bolsa de red que una vez había contenido patatas. La bolsa estaba llena de llaves que no llevaban ninguna etiqueta, pero ella conocía perfectamente la forma y el color de la que quería. Con la llave metida en el bolsillo de su chaqueta de punto, empezó a subir las escaleras.
Había un buen trecho hasta llegar arriba, pero ya estaba acostumbrada. Puede que tuviera más de ochenta años, pero era delgada y fuerte. No había estado enferma ni un solo día de su vida. Claro que no podía subir esos peldaños con la misma rapidez que hacía cincuenta años, pero eso era de esperar. En medio del tramo superior estaba Otto descuartizando y comiéndose algún pequeño mamífero. La mujer lo ignoró y él hizo lo mismo. La brillante luz del sol de la tarde penetraba por la ventana Isabella y, como el viento no soplaba sobre el cristal, un dibujo colorido y casi perfecto de la chica y la maceta de albahaca aparecía reflejado en el suelo, un mosaico circular de rojos, azules, verdes y púrpuras. Gwendolen se detuvo para admirarlo. Lo cierto era que aquel facsímil rara vez podía verse tan claro e inmóvil.
Permaneció allí sólo un minuto o dos más, tras lo cual insertó su llave en la cerradura y entró en el piso de Cellini.
Gwendolen pensó que no era muy aconsejable haberlo pintado todo de blanco. Se veían todas las marcas. Y el gris no era un buen color para el mobiliario y demás, era frío y austero. Entró en el dormitorio y se preguntó por qué Cellini se molestaba en hacerse la cama cuando tendría que deshacerla por la noche. Resultaba deprimente lo ordenado que estaba todo. Era muy probable que padeciera ese mal sobre el que había leído en un periódico, un desorden obsesivo-compulsivo. La cocina no era mucho mejor que el resto. Parecía una de esas que podrían mostrarse en la Feria del Hogar Ideal, a la que Olive se había empeñado en llevarla una vez, en la década de los ochenta. Había un lugar para cada cosa y todo estaba en su sitio, no había ni un paquete o lata sobre la encimera y el fregadero también estaba vacío. ¿Cómo se podía vivir así?
Abrió el frigorífico. Dentro se veía muy poca comida, pero en el estante de la puerta había dos botellas de vino y al frente de la balda central un vaso casi lleno de algo que parecía agua ligeramente coloreada. Gwendolen lo olisqueó. No era agua, por supuesto que no. De modo que bebía, ¿eh? No podía decir que eso la sorprendiera. Volvió al salón y se detuvo frente a la librería. Los libros siempre le llamaban la atención, fueran del tipo que fueran. No se trataba precisamente del tipo de literatura que ella leería, y quizá nadie debería leer esas cosas. Todos ellos, excepto uno, Sexo para hombres del siglo XXI, versaban sobre Christie. Gwendolen llevaba más de cuarenta años sin pensar apenas en ese hombre, y aquel día parecía que no había manera de alejarse de él.
En cuanto a Cellini, ésa debía de ser otra de sus obsesiones. «Cuanto más conozco a las personas, más me gustan los libros», dijo Gwendolen citando a su padre. Se dirigió al piso de abajo y fue a la cocina. Allí cogió un sándwich de queso y pepinillos ya preparado de la tienda de comestibles, se lo llevó junto con un vaso de zumo de naranja al sofá del dragón y retomó Middlemarch.