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El tren con destino a Norwich y con parada en Witham, Colchester e Ipswich tenía prevista su salida del andén número trece. Por un momento Mix pensó en cancelar el viaje o marcharse de la estación e intentar llegar en autobús. No, ya había sacado el billete y era terriblemente caro. La última vez que había viajado en tren se había sentado en primera clase, pero ahora las cosas eran distintas. Debía ser cauto con el dinero. Se acercaba la hora de comer. Fue al vagón restaurante, compró una hamburguesa con patatas fritas y una lata de Coca-Cola. Entonces pensó: «¿Qué diablos?», y adquirió una botella de ginebra en miniatura para echársela en la bebida.
Iba a pasarlo fatal en casa de Shannon. «Odio a los niños», pensó, y sentía náuseas sólo con imaginarse compartiendo un dormitorio con los hijos de su hermana. Recordaba que el más joven tenía un resfriado perpetuo y se sorbía la nariz constantemente. Nunca se lavaban, ninguno de los dos, y Shannon trabajaba en exceso y estaba demasiado cansada para controlarlos. De repente le vino a la cabeza el día que había intentado matarla. Pero ¿lo había hecho? ¿Lo había hecho de verdad? ¿Era eso lo que quería hacer en realidad, golpearla con esa botella hasta que muriera? De hecho, no la había tocado, Javy había llegado primero.
Ahora que lo pensaba, todos sus problemas habían empezado cuando Javy lo azotó por eso. Luego había pegado a su madre y tuvo que marcharse y arreglárselas solo. Eso eran dos cosas. Y después de eso, ¿qué? Había estado bien trabajar para Fiterama en Birmingham, pero nunca debería haber aceptado el ascenso y haberse trasladado al sur. Aun cuando Crippen no le había importado mucho, fue decepcionante encontrarse con que su casa había desaparecido, aunque eso no fue nada comparado con la indignación que sintió con lo de Rillington Place. Trasladarse a Nottingh Hill fue un error y mudarse a ese piso fue otro. Lo fue invadiendo la autocompasión hasta que notó que le escocían los ojos.
La mala suerte lo había perseguido durante toda su vida. Había acudido al gimnasio de Shoshana y el destino había hecho que conociera a Danila y ella lo había obligado a matarla. El hindú le había contado a Chawcer que lo había visto cavando en el jardín, se había lastimado tanto la espalda que ya nunca volvería a recuperarse y había matado a una mujer que ya estaba muerta. Ahora se encontraba en un tren que salía del andén número trece.
Mientras reflexionaba sobre sus infortunios había estado contando. Trece. Habían sido trece. Dejó escapar un débil gemido sin querer y una joven se lo quedó mirando.
– ¿Se encuentra bien?
Él asintió, intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió. Trece pasos hasta donde se encontraba en aquellos momentos, sin empleo, cada vez más corto de dinero, probablemente perseguido durante el resto de su vida, abandonado por sus amigos. Trece pasos, los mismos que había que dar para bajar de su piso a los oscuros dominios de aquella mujer. Vertió la ginebra en la lata de Coca-Cola medio vacía con las manos temblorosas. La chica que le había preguntado si estaba bien le lanzaba miradas de preocupación y le susurraba algo al joven que la acompañaba.
Tendría que haber estado acostumbrado, pero la mezcla de ginebra y Coca-Cola lo dejó para el arrastre. Se sentía exhausto. Pese a que el vagón estaba repleto de gente, la mayoría personas muy jóvenes y todas ellas comiendo y bebiendo el mismo tipo de comida que él, tirando envoltorios aceitosos y latas al suelo, Mix se quedó dormido. No pudo mantenerse despierto.
En el sueño que tuvo se encontraba en lo alto de esas escaleras, mirando abajo. En su cabeza, una voz le estaba diciendo que no bajara, que retrocediera. «Quédate donde estás, incluso el primer escalón será fatal.» Sin embargo, algo parecía tirar de él, lo arrastraba hacia delante y abajo, uno, dos, tres… Dio un paso, luego otro, y al llegar al pie vio que Reggie lo estaba esperando. Se despertó gritando. La chica que estaba sentada frente a él ya no se mostró comprensiva. Le dijo algo al oído a su amigo y Mix supo que le estaba diciendo que estaba borracho.
Tal vez lo estuviera. El aire del exterior le despejaría la cabeza y quizá fuera mejor que en casa de Shannon no hubiera alcohol. Se oyó una voz por el sistema de megafonía que dijo: «El tren llegará a Colchester en breves momentos. Próxima parada Colchester».
Mix bajó su mochila del portaequipajes y avanzó hacia la puerta. Ya estaba abarrotada de jóvenes cargados con mochilas y bolsas y rodeados por más. El tren entró lentamente en la estación y los pasajeros que se apeaban allí salieron a empujones y bajaron al andén. Mix también bajó, pero no llegó muy lejos.
Nadie le puso una mano en el hombro. Eso sólo ocurría en las películas. Eso era para la televisión. Las palabras que le dirigió el policía de más edad las había oído cientos de veces por televisión, se las sabía de memoria. Todo ese rollo de decir lo que tuvieras que decir ahora o podría ser que perjudicaras tu defensa si querías basarte en ello ante un tribunal. Pues bien, él quería basarse en ello porque era la verdad.
– Lo de la chica fue en defensa propia -dijo-. Y la anciana ya estaba muerta antes de ponerle la mano encima. Yo no soy un asesino. Yo no soy Christie.
Olive había extraviado las gafas de leer. El único par que tenía era de hacía cincuenta años y ya no le servían de nada. Estaba a punto de llamar a la óptica para encargar otro par cuando recordó que era muy posible que se las hubiera olvidado en Saint Blaise House.
La casa había sido territorio prohibido durante una semana y sólo habían tenían acceso a ella la policía y los expertos patólogos y forenses. Ahora ya se habían marchado todos. Michael Cellini había sido acusado del asesinato de Gwendolen en el juzgado de primera instancia y las cosas se habían calmado. Tom dijo que la policía se estaba reservando la muerte y sepultura de Danila Kovic para tener otro asesinato que imputarle si se daba el caso de que se librara. Olive entró en la casa y decidió que al salir, ya fuera con las gafas o sin ellas, dejaría la llave dentro. Tal vez la dejara en el lugar donde se guardaban las llaves importantes, en la centrifugadora. El hecho de devolverla a aquel lugar ridículo, satisfaciendo así los extraños deseos de su antigua propietaria, le parecía un pequeño tributo a Gwendolen.
Olive entró en la sala de estar preguntándose qué le ocurriría a aquella casa. ¿Acaso la heredaría alguien? Gwendolen nunca le había hablado de ningún pariente, salvo de una vieja prima de su madre que había asistido al funeral de ésta. Pero el funeral de la señora Chawcer había tenido lugar hacía cincuenta años. Que Olive supiera, Gwendolen había sido hija única de unos hijos únicos. ¿Había llegado a hacer testamento? Saint Blaise House valdría millones para un promotor inmobiliario.
Intentó recordar dónde había estado durante las horas que había pasado allí. En el salón, por supuesto, en la cocina (allí no habría necesitado las gafas de leer), arriba en el dormitorio en el que había pasado la noche. Subió las escaleras. Queenie había llorado por la muerte de Gwendolen, pero ella no, ella se había enojado, pero al mismo tiempo se había alegrado de no haber tenido a Cellini cerca cuando la verdad salió a la luz. «Lo hubiera agredido, le hubiera clavado las uñas en la cara», dijo dirigiéndose a la casa vacía. El hecho de mantenerlas largas y afiladas bien hubiera valido la pena, aunque sólo hubiera sido por eso. Entró en aquel dormitorio triste, sucio y abandonado. Tardó tres minutos en buscar por allí y luego tuvo que lavarse las manos.
Las gafas aparecieron en el salón. Estaban debajo de una de las butacas en un pequeño enclave de polvo, pelusa y moscas muertas. Se dirigió a la cocina y estaba a punto de lavarlas debajo del grifo cuando sonó el timbre de la puerta. Mientras iba a abrir pensó que sería algún vendedor de pescado, o un afilador.
En el umbral encontró a un hombre mayor y a una mujer de mediana edad. ¿Dos de los parientes olvidados de Gwendolen?
– Me llamo Reeves -dijo el hombre muy sonriente-. Soy el doctor Stephen Reeves. Pasaba por el barrio por casualidad y se me ocurrió venir a hacerle una visita a la señorita Chawcer. A propósito, ésta es mi esposa, Diana. ¿Está la señorita Chawcer en casa?
– Me temo que no. -Olive se dio cuenta de que tendría que explicar el motivo de su ausencia, aunque en versión expurgada-. Gwendolen ha fallecido. Fue muy repentino.
El doctor Reeves meneó la cabeza e intentó aparentar tristeza.
– ¡Vaya por Dios! Bueno, ya tenía sus años. A todos nos llega nuestra hora. Simplemente se nos ocurrió pasar. La verdad -permitió que su sonrisa afluyera- es que hemos venido aquí en nuestra luna de miel.