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La casa de Gwendolen Chawcer en Saint Blaise Avenue había sido construida en 1860 por su abuelo, el padre de su padre. En aquel entonces Notting Hill era una zona rural con muchos espacios abiertos y edificios nuevos y se suponía que era un lugar saludable para vivir. Para la Westway faltaban todavía otros cien años. La primera sección del metro de Londres, el Metropolitan Railway desde Baker Street hasta Hammersmith se construiría al cabo de tres años, pero el emplazamiento de la calle que más adelante se llamaría Rillington Place era campo abierto. El padre de Gwendolen, el profesor, nació en Saint Blaise House en la década de los noventa de ese siglo y ella también, en la década de los veinte del siguiente.

El vecindario fue perdiendo cada vez más categoría. Como era barato, los inmigrantes se mudaron allí en la década de los cincuenta y vivían en los barrios venidos a menos de North Kensington y Kensal Town, en Powis Square y Golborne Road, y fue un hombre originario del Caribe quien encontró el primer cadáver del caso Christie cuando estaba echando abajo una pared del piso al que se había mudado. Durante las siguientes dos décadas vivieron allí hippies y gente de ideología semejante. Ladbroke Grove formaba una parte tan habitual en sus vidas que cariñosamente lo llamaron «la arboleda». En sus pisos y habitaciones de alquiler cultivaban marihuana en armarios con luz ultravioleta en su interior. Vestían ropa de estopilla y nació el concepto de Aldea Global.

La señorita Chawcer no sabía nada de todo esto. Esas cosas fluían en torno a ella. Nació en Saint Blaise House, no tuvo hermanos ni hermanas y fue educada en casa por el profesor Chawcer, que ocupaba una cátedra de filología en la Universidad de Londres. El profesor se había opuesto desde el principio a que su hija tuviera trabajo alguno e, invariablemente, todo aquello que el profesor desaprobaba no sucedía, del mismo modo en que lo que aprobaba sí ocurría. Alguien tenía que cuidar de él. La criada se había marchado para casarse y lo normal era que Gwendolen pasara a ocupar su lugar.

La vida que llevaba era extraña pero segura, tal como debe ser una vida carente de miedo, de esperanza, de amor, de cambios o de preocupaciones económicas. La casa era muy grande, tres pisos con innumerables habitaciones que daban a vestíbulos cuadrados o a pasillos largos y una enorme y magnífica escalera formada por cuatro tramos. Cuando ya parecía seguro que Gwendolen no iba a contraer matrimonio, su padre hizo reformar tres habitaciones del piso superior en un piso independiente para ella con su propio vestíbulo, dos habitaciones y una cocina. La ausencia de cuarto de baño no tenía nada que ver con el hecho de que fuera reacia a instalarse allí. ¿Qué sentido tenía estar allí arriba cuando su padre siempre se encontraba abajo en el salón y, al parecer, siempre hambriento de sus comidas o sediento de una taza de té? Su renuencia a irse al piso de arriba empezó en aquel punto. Sólo subía si había perdido algo y ya no sabía dónde más buscar.

El resto de la casa no se había vuelto a pintar y no se había modernizado ninguna otra habitación. Se había instalado electricidad, pero no en todas partes, y en la década de los ochenta se renovó la instalación eléctrica porque la existente resultaba peligrosa. Las paredes se habían enlucido para tapar los agujeros por donde se habían sacado los cables viejos e instalado los nuevos, pero no se había pintado ni empapelado nada. Gwendolen se decía a sí misma que no se le daba muy bien limpiar. La limpieza la aburría. Sin embargo, cuando se sentaba a leer en algún sitio era de lo más feliz. Había leído miles de libros, pues no le veía sentido a hacer ninguna otra cosa a menos que no hubiese más remedio. Para comprar comida se mantuvo fiel a las viejas tiendas tanto como pudo y, cuando desaparecieron el colmado, la carnicería y la pescadería, fue a los nuevos supermercados sin darse cuenta de que el cambio la había afectado. Le gustaba mucho lo que comía y su dieta había cambiado muy poco desde que era niña, salvo por el hecho de que, como no tenía a nadie que cocinara para ella, rara vez tomaba comidas calientes.

Todas las tardes, después de comer, se tumbaba a descansar y leía hasta quedarse dormida. Tenía una radio, pero no tenía televisor. La casa estaba llena de libros, obras académicas y novelas antiguas, viejos ejemplares de National Geographic y Punch encuadernados, enciclopedias que habían quedado obsoletas hacía ya mucho tiempo, diccionarios publicados en 1906, colecciones como The Bedside Esquire y The Mammoth Book of Thrillers, Ghosts and Mysteries. Los había leído casi todos y algunos los había releído. Se relacionaba con personas que había conocido a través de la Asociación de Vecinos de Saint Blaise y Latimer y que decían ser amigos suyos. Para una hija única que nunca ha asistido a la escuela, este tipo de relaciones resultaban difíciles. Había ido de vacaciones con el profesor, incluso a países extranjeros, y gracias a él hablaba bien el francés y el italiano, aunque no tenía oportunidad de usar ninguno de los dos idiomas, excepto para leer a Montaigne y a D’Annunzio, pero nunca había tenido novio. Aunque había ido al teatro y al cine, nunca había estado en un restaurante elegante ni en un club, un baile o una fiesta. En ocasiones pensaba que, al igual que la Lucy de Wordsworth, «vivió entre los parajes nunca hollados», pero lo decía más bien con alivio que con tristeza.

El profesor murió a la edad de noventa y cuatro años. Pasó los últimos años de su vida sin poder andar y con incontinencia, pero su mente siguió siendo poderosa y sus exigencias no mermaron. Gwendolen cuidó de él con la ayuda esporádica de un enfermero del distrito y, de manera más esporádica aún, la de un cuidador privado. Ella no se quejaba nunca. Jamás daba muestras de cansancio. Le cambiaba el pañal para la incontinencia, le deshacía la cama y en lo único que pensaba mientras tanto era en acabar cuanto antes para poder retomar su libro. Le llevaba las comidas y retiraba más tarde la bandeja con la misma actitud. Por lo visto, la había educado con el único propósito de que se encargara de la casa por él cuando fuera un cincuentón, lo cuidara cuando fuera viejo y leyera para que se portara bien.

A lo largo de su vida había habido momentos en que la había mirado con fría imparcialidad y había reconocido para sí mismo que era una mujer bonita. Él nunca había encontrado otro motivo para que un hombre se enamorara y contrajera matrimonio, o para que al menos deseara casarse, que el de que la mujer que eligiera fuera hermosa. La inteligencia, el ingenio, el encanto, la bondad, un talento especial o la amabilidad, ninguna de estas cosas influyó para nada en su elección ni, que él supiera, en la elección que tomaban otros hombres inteligentes. Él se había casado con una mujer sólo por su belleza, y cuando vio esa misma belleza en su hija se inquietó. Podría ser que algún hombre la viera también y se llevara a su hija de su lado. Nadie lo hizo. ¿Cómo podía haberla conocido ningún hombre cuando él no invitaba a su casa a nadie más que al médico y ella no iba a ninguna parte sin que su padre lo supiera y la vigilara?

Pero finalmente él murió. La dejó en una posición desahogada y le legó la casa que entonces, en los años ochenta, era una mansión desvencijada medio enterrada entre nuevas calles sin salida u otras flanqueadas por antiguas caballerizas convertidas en residencias, fábricas pequeñas, viviendas subvencionadas por las autoridades locales, tiendas de comestibles, hileras de casas degradadas y planes para ensanchar las calles. Por aquel entonces Gwendolen era una mujer alta y delgada de sesenta y seis años cuyo perfil propio de la belle époque se parecía cada vez más a un cascanueces, pues su delicada nariz griega apuntaba notablemente a un mentón prominente. Su rostro, que había sido de tez muy fina y blanca, con un leve rubor en la parte alta de los pómulos, estaba cubierto de arrugas. En ocasiones este tipo de piel se compara con la piel de una manzana que se ha dejado demasiado tiempo en una habitación cálida. El color azul de sus ojos se había convertido en un gris pastel y su cabello antes rubio, si bien todavía abundante, ahora era completamente blanco.

Las dos mujeres mayores que se denominaban sus amigas, que llevaban las uñas rojas, el pelo teñido y se vestían imitando la moda vigente, en ocasiones decían que la señorita Chawcer tenía una forma de vestir victoriana. Lo cual ponía de manifiesto hasta qué punto habían olvidado su propia juventud, pues parte del guardarropa de Gwendolen podía haberse situado en 1936 y parte en 1953. Muchos de sus abrigos y vestidos eran de esa época y le hubieran podido pagar mucho dinero por ellos en las tiendas de Notting Hill Gate donde este tipo de cosas se valoraban mucho, como la ropa de 1953 que había comprado para el doctor Reeves. Pero él se marchó y se casó con otra persona. En su día había sido una ropa de muy buena calidad y estaba tan bien cuidada que nunca se desgastaba. Gwendolen Chawcer era un anacronismo viviente.

No había cuidado tan bien de la casa como de su padre. Para ser justos, al cabo de uno o dos años de la muerte del profesor, Gwendolen había decidido que había que darle una buena mano de pintura y en algunos lugares incluso hacer algunos arreglos. Pero siempre fue más bien lenta a la hora de tomar decisiones, y cuando llegó al punto de buscar un albañil, se encontró con que no podía permitírselo. Como nunca había pagado el Seguro Nacional y nadie había hecho ninguna contribución en su nombre, la pensión que recibía era muy pequeña. El rendimiento del dinero que su padre había dejado se reducía cada año.

Una de sus amigas, Olive Fordyce, le sugirió que buscara un inquilino para una parte del piso de arriba. Al principio la idea aterrorizó a Gwendolen, pero con el tiempo se fue convenciendo de ello, aunque por ella misma nunca hubiera tomado ninguna medida al respecto. Fue la señora Fordyce quien encontró el anuncio de Michael Cellini en el Evening Standard, quien concertó la entrevista y quien lo mandó a Saint Blaise House.

Gwendolen, la hablante de italiano, se dirigió a él como señor Chellini, pero él, nieto de un prisionero de guerra italiano, siempre se había llamado Sellini. Ella se negó a rectificar; sabía qué era correcto y qué no, aunque él no tuviera ni idea. Él hubiera preferido que hubieran sido Mix y Gwen, pues vivía en un mundo en el que todas las personas se tuteaban, y así lo había sugerido.

– Creo que no, señor Cellini -fue lo único que respondió ella.

El hecho de llamarla por su nombre de pila probablemente la hubiese matado, y en cuanto a lo de Gwen, sólo Olive Fordyce, para gran desagrado de Gwendolen, utilizaba este diminutivo. Ella no lo llamaba su inquilino, ni siquiera «el hombre que tiene alquilado el piso», sino su huésped. Cuando él la mencionaba, que era pocas veces, la llamaba «la vieja bruja», pero en general se llevaban bien, en buena parte porque la casa era tan grande que rara vez coincidían. Claro que todavía era pronto para decirlo. Sólo llevaba quince días viviendo allí.

En uno de sus muy raros encuentros él le había contado que era ingeniero. Para la señorita Chawcer, un ingeniero era un hombre que construía presas y puentes en territorios distantes, pero el señor Cellini le explicó que su trabajo consistía en instalar y reparar equipos de entrenamiento deportivo. Ella tuvo que preguntarle qué significaba eso y, sin expresarse demasiado bien, él se vio obligado a decirle que vería máquinas similares en la sección de deportes de cualquiera de los grandes almacenes de Londres. Los grandes almacenes Harrods eran los únicos de Londres que Gwendolen visitaba alguna vez y en la siguiente ocasión fue a ver las máquinas de hacer ejercicio. Entró en un mundo que no comprendía, pues no veía ningún motivo para subirse a ninguno de esos aparatos y a duras penas creía lo que le había dicho Cellini. ¿Podría ser que «se la hubiera dado con queso», para utilizar un raro ejemplo de los coloquialismos entrecomillados del profesor?

De vez en cuando, aunque no con mucha frecuencia, Gwendolen recorría la casa con un plumero y un cepillo mecánico para las alfombras. Empujaba dicho utensilio con desgana y nunca vaciaba el recipiente donde se recogía el polvo. La aspiradora, adquirida en 1951, se había estropeado hacía veinte años y no la había mandado a reparar. Estaba en el sótano entre rollos de alfombras viejas, el ala de una mesa de comedor, cajas de cartón aplastadas, un gramófono de los años treinta, un violín desencordado de procedencia desconocida y la cesta de la bicicleta que el profesor había utilizado para ir y volver de Bloomsbury. El cepillo mecánico depositaba la suciedad al mismo ritmo con que la recogía. Cuando llegaba a su dormitorio, arrastrando el cepillo escaleras arriba tras ella, Gwendolen ya se había hartado de todo aquello y quería volver a lo que estuviera leyendo entonces, ya fuera Trollope o, una vez más, Balzac. No podía molestarse en volver a bajar el cepillo mecánico, de modo que lo dejaba en un rincón de su dormitorio con el trapo sucio colgado del mango y a veces se quedaba allí semanas enteras.

Aquel mismo día, a eso de las cuatro, Gwendolen esperaba a Olive Fordyce y a su sobrina a tomar el té. A la sobrina no la conocía, pero Olive decía que sería cruel no dejarle ver dónde vivía Gwendolen, puesto que las casas viejas la volvían «absolutamente loca». Se pondría contentísima sólo con pasar una hora en Saint Blaise House. Gwendolen no estaba haciendo nada especial, aparte de releer Le Père Goriot. Dentro de un minuto saldría a comprar repostería en la tienda hindú de la esquina y tal vez un paquete de galletas Custard Cream.

La época en la que esto no habría sido suficiente había quedado atrás hacía ya mucho. Hacía años que Gwendolen no horneaba ni cocinaba nada más que, digamos, unos huevos revueltos, pero en otro tiempo era ella quien hacía todos los pasteles que se comían en esa casa, todas las empanadas, galletas de avena y pastelillos de crema. Recordaba especialmente un tipo de brazo de gitano con el bizcocho de un pálido color amarillo crema, mermelada de frambuesa y ligeramente espolvoreado con azúcar en polvo. El profesor no toleraba que se comprara repostería. Y la hora del té era la favorita de los tres. Cuando invitabas a la gente a tu casa, si es que lo hacías, era para tomar el té. Cuando la señora Chawcer se puso muy enferma, cuando moría lenta y dolorosamente, al médico que la visitaba con regularidad siempre le pedían que se quedara a tomar el té. Con su madre en el piso de arriba y el profesor dando una conferencia en alguna parte, Gwendolen se encontró a solas con el doctor Reeves.

Se convenció de que enamorarse de él, y él de ella, era el acontecimiento más importante de su vida. Él era más joven, pero no mucho, Gwendolen creía que no lo suficiente como para que su madre pudiera no aceptarlo por motivos de la edad. La señora Chawcer desaprobaba los matrimonios en los que el hombre tuviera más de dos años menos que la mujer. El doctor Reeves tenía un aspecto juvenil, un cabello rizado y moreno, unos ojos oscuros pero ardientes y una expresión entusiasta. Aunque era un hombre delgado, comía una enorme cantidad de bollitos calientes con nata y mermelada de fresa casera, torta Dundee y palos de nata de Gwendolen, en tanto que ella mordisqueaba delicadamente una galleta maría. La señora Chawcer decía que a los hombres no les gustaba ver que una chica engullía…, aunque casi había dejado de decirlo ahora que su hija pasaba de los treinta. Antes del té, entre bocado y bocado y al terminar, el doctor Reeves hablaba. Hablaba de su profesión y sus ambiciones, del lugar en el que vivían, de la guerra de Corea, del telón de acero y de los tiempos cambiantes. Gwendolen también hablaba de estas cosas, como nunca antes había hablado con nadie, y a veces de que esperaba experimentar más de la vida, hacer amigos, viajar, ver mundo. Y siempre hablaban de su madre moribunda, de que no viviría mucho tiempo más y de lo que ocurriría después.

Se sabe que la letra de médico es ilegible. Gwendolen examinaba las recetas que el doctor prescribía para la señora Chawcer intentando descifrar su nombre de pila. Al principio creyó que era Jonathan, después Barnabas. Lo siguiente que leyó fue Swithun. Con astucia, desvió la conversación hacia el tema de los nombres y de la mucha o poca importancia que éstos tenían para las personas que los llevaban. A ella le gustaba su nombre, siempre que nadie la llamara Gwen. ¿Nadie? ¿Quiénes eran esas personas que podrían emplear un diminutivo sin que ella lo supiera? Sus padres eran los únicos que no la llamaban señorita Chawcer. De todo esto no le dijo nada al doctor Reeves, sino que escuchó con avidez su intervención.

Y al final salió:

– Stephen es de ese tipo de nombres que siempre quedan bien. Actualmente está de moda. Por primera vez, en realidad. De modo que quizás, algún día, las gentes supondrán que tengo treinta años menos.

Siempre decía «gentes» en lugar de «gente» y «suponer» cuando quería decir «creer». A Gwendolen le encantaban estas idiosincrasias. Se alegró mucho al averiguar su nombre. A veces, en la soledad de su dormitorio, pronunciaba para sí misma combinaciones interesantes: Gwendolen Reeves, señora de Stephen Reeves, G. M. Reeves. Si fuera norteamericana, podría llamarse Gwendolen Chawcer Reeves, y en algunas partes de Europa, señora del doctor Stephen Reeves. Para utilizar el lenguaje del servicio, él la estaba cortejando. Gwendolen estaba segura de ello. ¿Cuál sería el siguiente paso? Una invitación para ir a alguna parte, diría seguramente su madre. ¿Quiere venir conmigo al teatro, señorita Chawcer? ¿Alguna vez va al cine, señorita Chawcer? ¿Puedo llamarla Gwendolen?

Su madre ya no decía nada. Se hallaba en estado comatoso por la morfina. Stephen Reeves acudía regularmente y siempre se quedaba a tomar el té con Gwendolen. Una tarde la llamó Gwendolen y le pidió que lo llamara Stephen. Normalmente el profesor llegaba a casa para vigilar a su hija cuando ellos estaban terminando sus porciones de bizcocho Victoria, y Gwendolen se fijó en que el doctor Reeves volvía a llamarla señorita Chawcer cuando su padre estaba presente.

Dio un leve suspiro. De eso hacía medio siglo y ahora no era al doctor Reeves a quien esperaba para tomar el té, sino a Olive y a su sobrina. Gwendolen no las había invitado a venir ese día, ni siquiera se le habría ocurrido. Se habían invitado ellas mismas. Si en aquel momento no hubiese estado tan cansada, y más harta aún de la compañía de Olive, hubiera dicho que no. Deseando haberlo hecho, subió al dormitorio que había sido de su madre y donde ésta había muerto, de hecho, pero no la misma habitación en la que había probado todas esas combinaciones de nombres, y se puso un vestido de terciopelo azul con un añadido de encaje en el escote, lo que antes se llamaba un «entredós», aunque ya no. Añadió unas perlas y un broche con la forma de un fénix renaciendo de sus cenizas y se colocó el anillo de compromiso de su madre en la mano derecha. Lo llevaba todos los días y por la noche lo guardaba en el joyero de plata y cristal de espejo grabado que también había sido de su progenitora.

La sobrina no vino. En su lugar, Olive trajo a su perro, un pequeño caniche blanco que parecía andar de puntillas como una bailarina. Gwendolen se sintió molesta, aunque no le sorprendió demasiado. Ya lo había hecho otras veces. El perro tenía un juguete como si de un niño pequeño se tratara, sólo que el suyo era un hueso de plástico blanco que parecía de verdad. Olive se comió dos pedazos de brazo de gitano y una gran cantidad de galletas y habló sobre la hija de su sobrina en tanto que Gwendolen pensaba que era una suerte que ésta no hubiera venido o tendría a dos personas hablándole de ese dechado de virtudes, de sus logros, su riqueza, su preciosa casa y su devoción por sus padres. Pero resultaba que ya le habían estropeado el día. Tendría que haber estado sola, para pensar en Stephen, para recordar… ¿Y tal vez para hacer planes?

Olive llevaba un traje pantalón de color verde esmeralda y un montón de joyas de oro de imitación, cosa que Gwendolen, para sus adentros, calificó de kitsch. Olive estaba demasiado gorda y era demasiado vieja para llevar pantalones o cualquier prenda de ese color. Estaba orgullosa de sus uñas largas y se las había pintado del mismo tono escarlata que su lápiz de labios. Gwendolen observó esos labios y uñas con la mirada crítica y burlona propia de una joven. A menudo se preguntaba por qué tenía amigas cuando más bien le desagradaban y no quería su compañía.

– Con catorce años mi sobrina nieta ya medía un metro y setenta y siete centímetros de estatura -dijo Olive-. Entonces mi esposo aún vivía. «Si sigues creciendo, no vas a encontrar novio», le dijo. «Los chicos no querrán salir con una joven más alta que ellos.» ¿Y qué crees que ocurrió? Pues que, cuando tenía diecisiete años y medía más de metro ochenta, conoció a ese agente de Bolsa. Él había querido ser actor, pero no lo querían porque medía casi dos metros, demasiado alto para el teatro, de manera que se metió en el corretaje de valores y ganó un fortunón. Hacían una pareja estupenda. Él quería casarse, pero ella tenía que pensar en su carrera.

– ¡Qué interesante! -comentó Gwendolen en tanto que pensaba en el doctor Reeves, quien una vez le dijo que era una joven muy agradable y que le tenía muchísimo cariño.

– Hoy en día las chicas no tienen que casarse como hicimos nosotras. -Parecía haber olvidado la soltería de Gwendolen y siguió hablando con despreocupación-. No tienen la sensación de haberse quedado para vestir santos. El matrimonio ya no da prestigio. Sé que es un poco atrevido decirlo, pero si volviera a ser joven no me casaría. ¿Y tú?

– Yo no me casé nunca -respondió Gwendolen en tono severo.

– No, es verdad -dijo Olive como si su amiga pudiera haber tenido alguna duda al respecto-. Tal vez hiciste lo adecuado desde un principio.

«No obstante, yo me hubiera casado con Stephen Reeves si me lo hubiera pedido -pensó Gwendolen cuando Olive ya se había ido y estaba retirando los platos del té-. Hubiéramos sido felices, yo lo hubiera hecho feliz y me habría alejado de mi padre.» Pero él no se lo pidió. En cuanto el doctor le hubo expresado su cariño, su padre pareció haberse propuesto estar siempre allí, aunque no podía haberlo oído. Cuando su madre murió, Stephen firmó el certificado de defunción y dijo que si querían incinerar a la señora Chawcer necesitarían la firma de un segundo médico, por lo que le pediría a su socio que se diera una vuelta.

No dijo que había disfrutado de todas aquellas veladas que habían pasado juntos tomando el té, ni que las echaría de menos y a ella también. Por lo tanto, ella supo que regresaría. Probablemente existiera alguna norma en la etiqueta médica que prohibía a un médico de medicina general pedir salir a los familiares de un paciente para festejar. Pensaba volver, esperaría hasta después del funeral. O tal vez su intención era asistir al mismo. Gwendolen atravesó una racha de sufrimiento porque se le había olvidado invitarlo al funeral. Puede que eso también constara en el reglamento de la etiqueta médica. A su padre no podía preguntárselo. Se suponía que ambos estaban demasiado apenados como para preguntarse una cosa parecida.

El doctor Reeves no asistió al funeral. Se celebró en la iglesia de San Marcos y, aparte de Gwendolen y de su padre, sólo estuvieron presentes otras tres personas: una vieja prima de la señora Chawcer, la criada que tenían en aquel entonces y que acudió porque era una persona religiosa y el anciano que vivía al lado en Saint Blaise Avenue. Puesto que no había asistido al funeral, Gwendolen tenía la seguridad de que Stephen Reeves aparecería por su casa cualquier día. Lo estaba aplazando un poco por respeto hacia la fallecida y los dolientes. Durante aquella semana, Gwendolen invirtió más tiempo, molestias y dinero que nunca en su aspecto, más de lo que había hecho tanto antes como después. Fue a que le cortaran el pelo y la peinaran, se compró dos vestidos nuevos, uno gris y otro azul marino y experimentó con el maquillaje. Todas las demás mujeres se maquillaban mucho, sobre todo los labios y los párpados. Por primera vez en su vida se pintó los labios de un rojo vivo hasta que su padre le preguntó si había estado besando un coche de bomberos.

El doctor Reeves no regresó nunca.