177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Mix estaba en Campden Hill Square por tercera vez aquella semana, sentado en su automóvil con las ventanillas cerradas y el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado. Era un día caluroso y cada minuto que pasaba hacía más calor. Se sentía como un acechador y eso no le gustaba demasiado, en parte porque le hacía pensar en Javy. Cuando tenía doce años, Javy lo había sorprendido con un par de binóculos que pertenecían a su hermano mayor y le había dado una paliza por mirón. Fue inútil decir que no estaba mirando a la vecina, sino una moto nueva de alguien que estaba aparcada junto al bordillo.

«Olvídalo -se dijo-, sácatelo de la cabeza.» Siempre decía lo mismo cuando empezaba a pensar en su madre, en Javy y en la vida en casa, pero lo cierto es que nunca lo olvidaba. Podría haber pasado el rato leyendo Las víctimas de Christie mientras esperaba, pero entonces quizá se enfrascara en la lectura y no la viera. Debía de hacer una media hora que estaba allí, aguardando a que saliera, vigilando la puerta principal de su casa o desviando la mirada hacia el Jaguar dorado aparcado en su entrada. Ya la había visto en anteriores visitas, por supuesto, pero siempre había ido acompañada de algún hombre, o vestida con uno de esos vestidos semitransparentes que tanto le gustaban debajo de un chal de piel o de una chaqueta vaquera bordada con lentejuelas, o si no con unos vaqueros ceñidos y tacones de aguja que únicamente le permitían dar unos pasos menudos y afectados. En esas ocasiones ella se metió en la limusina que conducía un chófer.

No tardaría en aparecer un guardia de aparcamiento que lo obligaría a seguir circulando. Le hubiera venido bien tener algún cliente en Campden Hill Square, pero no tenía ninguno. A juzgar por los jóvenes bronceados y de músculos firmes que llamaron a varias de aquellas casas, la mayoría de los residentes contaba con entrenadores personales. Se estaba preguntando si tenía algún sentido quedarse allí, puesto que tenía que hacer varias llamadas antes de la hora de comer cuando una mujer que salió a pasear al perro golpeó la ventanilla del coche. Llevaba un cigarrillo en la mano y el perro, no mucho más grande que un peluche Beanie Baby, llevaba un collar rojo del que pendía una placa de identificación de estrás. Allí todos eran ricos.

– ¿Sabes una cosa? -le dijo con una voz parecida a la de Colette Gilbert-Bamber-, está muy mal que te quedes aquí sentado con el motor en marcha. Estás contaminando el ambiente.

– ¿Y qué me dices de tu cigarrillo? -La combinación de estar allí esperando y la voz de la mujer lo enojaron-. ¿Por qué no te vas a paseo con ese juguete que llevas de la correa?

La mujer dijo algo sobre cómo se atrevía y se alejó arrojando la ceniza al suelo. Cuando ya estaba a punto de abandonar, Nerissa salió por la puerta principal de su casa y se metió en su propio coche. Iba vestida con un jersey rosado sin mangas y unos vaqueros blancos y llevaba el pelo recogido en lo alto con una cinta de seda rosa. Mix pensó que estaba más preciosa que nunca, incluso con esas gafas de sol negras y grandes que le tapaban media cara. El estilo informal la favorecía. Aunque ¿acaso había algún tipo de moda que no lo hiciera?

Era fundamental seguirla, aun cuando eso implicara llegar tarde a la cita que tenía a las doce en Addison Road. Llamaría a la mujer y le diría que lo habían retrasado. Nerissa se metió en Notting Hill Gate y torció en dirección a Portobello Road, pero la evitó y tomó Westbourne Grove. Por una vez había muy poco tráfico, nada que separara su vehículo del de ella o que los entorpeciera. Las obras que se estaban realizando en la calzada de la parte alta obligaron a ambos a reducir la velocidad y Mix vio que ella sacaba la cabeza por la ventanilla para intentar ver qué ocurría. Pero al final cruzaron las barreras y dejaron atrás los conos. Más repentinamente de lo que él se esperaba, pues no puso el intermitente, Nerissa torció por una calle lateral, estacionó en una zona de pago, echó las monedas en el parquímetro y se dirigió corriendo a una puerta con el número 13 de Charing Terrace y en la que se anunciaba con grandes letras cromadas: Gimnasio Spa Shoshana. Para entonces, mientras la seguía con la mirada, Mix había provocado una cola de tráfico. Finalmente, el coro de bocinazos y gritos de furia por parte de los demás conductores lo obligó a moverse.

Llegó diez minutos tarde a casa de la mujer de Addison Road. Durante todo el camino hacia la parte trasera de aquella casona y por las escaleras que bajaban al sótano la mujer lo sermoneó sobre la puntualidad como si fuera su jefa y no su clienta. Mix estuvo a punto de decirle que, en su opinión, la causa de los daños en la máquina escaladora era el desuso y no el desgaste, cosa que no le sorprendía dadas sus dimensiones. Sin embargo, no lo hizo. La mujer tenía encargada una máquina elíptica en Fiterama Accessories y si se mostraba grosero podría ser que anulara el pedido.

Nada de eso importaba ahora que había averiguado a qué gimnasio iba Nerissa. Aunque lo del número era una lástima. Entre sus demás creencias y miedos ocultos, Mix era supersticioso, sobre todo en lo referente a pasar por debajo de escaleras y con el número trece. Siempre que podía evitaba tener nada que ver con ello. No sabía cuándo había empezado su fobia o lo que fuera eso, aunque sí era cierto que Javy, con quien su madre había contraído matrimonio el decimotercer día del mes, cumplía años el trece de abril. Era muy probable que aquel día que le pegó una paliza tan grande que casi lo mata fuera trece, pero entonces Mix era demasiado pequeño para recordarlo o incluso para saberlo.

El Club Cockatoodle del Soho estaba demasiado caldeado, olía a distintas clases de humo y a curry verde tailandés y no era un lugar muy limpio. En cualquier caso, eso fue lo que dijo la chica que Steph, la novia de Ed, había traído consigo para Mix. Ed era otro técnico de Fiterama amigo de Mix y Steph era su pareja, con la que vivía. La otra chica no dejaba de pasar el dedo por las patas de la silla y por debajo de las mesas para luego sostenerlo en alto y que todos lo vieran.

– Me recuerdas a mi abuela -dijo Steph.

– Los lugares en los que la gente come deberían estar limpios.

– ¡Comer, dice! Estaría muy bien poder hacerlo. Ya hace tres cuartos de hora bien buenos que pedimos esas gambas.

La otra chica, que se llamaba Lara, y que padecía fiebre del heno o alguna otra cosa que hacía que se sorbiera mucho la nariz, se puso de nuevo a sacar el polvo de debajo de la mesa con el dedo. Steph encendió un cigarrillo. Mix, a quien no le gustaba que se fumara, calculó que era el octavo desde que habían entrado. Tenían puesta música hip-hop a un volumen demasiado elevado para poder conversar con normalidad y tenías que gritar para hacerte oír. Mix no sabía cómo se las arreglaba Steph con sus pulmones dañados, se imaginó todas las vellosidades latentes ahí adentro. En aquel preciso instante apareció la camarera con gambas al curry para las chicas y pastel de carne con puré de patatas para ellos. El dedo explorador de Lara tocó la rodilla de Mix y la chica lo retiró como si se hubiese pinchado.

Intercambiaron una mirada resentida. Entre el ruido, aquella chica espantosa y que el pastel de carne olía como si le hubiera caído curry encima, a Mix le entraron ganas de irse a casa. No es que fuera muy mayor, pero sí demasiado viejo para todo aquello. Lara dijo que una camarera así vestida era un insulto a todas las mujeres.

– ¿Por qué? Es una chica preciosa. Me encanta su falda.

– Sí, claro, era de esperar. A eso me refiero. Más que una falda es un cinturón, si quieres saber mi opinión.

– No quiero saberla -gritó Ed a voz en cuello-. En cuanto a los insultos, sólo estoy mirando, no me la voy a tirar.

– Eso es lo que tú querrías.

– Oh, vamos, cállate -dijo Steph, que tomó a Ed de la mano con afecto.

Ninguno de ellos se lo estaba pasando demasiado bien. Aun así, se quedaron. Ed compró una botella de champán de Moravia e intentó bailar con Steph, pero la pista era diminuta y estaba tan llena de gente que no solamente resultaba imposible moverse, sino incluso mantenerse derecho. Lara empezó a estornudar y tuvo que utilizar la servilleta como pañuelo. No se marcharon hasta las dos. Todos tenían la sensación de que, si se iban a casa más temprano, el cielo se les vendría encima. Mix se embarcó en una de sus fantasías, esta vez vengativa, en la que acompañaba a Lara en coche, pero en lugar de llevarla a su casa en Palmers Green (que, para un tipo que vivía en Notting Dale, suponía un buen trecho a esas horas de la noche), se imaginó que la llevaba hasta Victoria Park o London Fields, la sacaba del coche de un empujón y la dejaba allí para que volviera a casa sola. Eso si no era víctima de los maníacos homicidas que supuestamente frecuentaban esos lugares. Pensó que Reggie sí se hubiera ocupado de ella.

Circularon en dirección de Hornsey en silencio mientras Mix se imaginaba a Reggie atrayéndola a Rillington Place con la excusa de que le curaría la fiebre del heno con un inhalador que lo que haría en realidad sería gasearla. Haría que se sentara en su hamaca y le haría respirar el cloroformo…

– ¿Por qué has sido tan horrible? -le preguntó después de que él le hubiera dirigido un frío «Buenas noches» mientras le abría la puerta del acompañante. Mix no respondió, sino que desvió la mirada. Ella entró por la puerta principal del número trece (seguro que era ese número) y cerró dando un portazo. Lo más probable era que en aquel edificio hubiera otros diez ocupantes como mínimo y los habría despertado a todos. Cuando se instaló en el asiento del conductor, Mix tuvo la sensación de que el lugar aún retumbaba.

La noche era fría y los coches aparcados ahí afuera tenían los parabrisas cubiertos de hielo. Mix no conocía muy bien aquella zona, pasó de largo la calle por la que tenía que girar y, después de conducir durante lo que le parecieron horas, se encontró en la parte posterior de la estación de King’s Cross. Daba igual. Tomaría Marylebone Road y el paso elevado. Allí había movimiento día y noche. El tráfico nunca cesaba. Sin embargo, las calles laterales estaban desiertas y las farolas, que deberían haberlas animado, les daban un aspecto más inhóspito y menos seguro que la oscuridad.

Tuvo que subir y bajar por Saint Blaise Avenue y subir de nuevo antes de encontrar un sitio en el aparcamiento para residentes en el que dejar el coche. Si lo dejaba en la línea amarilla, tendría que salir antes de las ocho y media de la mañana para moverlo. A esas horas de la noche la calle estaba llena de vehículos y vacía de gente. Era tal la oscuridad entre los pilares del pórtico que tardó un rato en encontrar la cerradura y meter la llave en ella.

Cruzó el vestíbulo y vio su imagen en el espejo como si fuera la de un extraño, irreconocible en la penumbra. Todas las luces de la escalera y los descansillos tenían temporizador y se apagaban solas, según sus cálculos, al cabo de unos quince segundos. Las bombillas de las lámparas colgantes del vestíbulo y la escalera eran de un voltaje muy bajo y unos grandes pozos de negrura se abrían frente a las curvas y recodos. Mix empezó a subir maldiciendo la longitud de la escalera. Estaba muy cansado y no sabía por qué. Tal vez tuviera que ver con el estrés emocional de localizar a Nerissa y averiguar adónde iba, o quizá fuera debido a esa tal Lara que tan opuesta era a ella. Le pesaban las piernas y empezaron a dolerle los músculos de las pantorrillas. Al cabo de dos tramos, en el primer descansillo, allí donde dormía la señorita Chawcer al otro lado de una gran puerta de roble situada en un profundo hueco, las luces se atenuaban aún más y se apagaban más rápido. Era imposible distinguir la parte superior del siguiente tramo de escaleras. Desde allí, el piso de arriba se hallaba sumido en una densa sombra negra.

La casa era tan grande y los techos tan altos que el ambiente resultaba escalofriante incluso en un día luminoso. Por la noche, las flores y frutas talladas en la madera se convertían en gárgolas y, en aquel silencio, a Mix le parecía oír suaves suspiros provenientes de los rincones más oscuros. Mientras subía despacio porque, como de costumbre, ya estaba sin aliento, recordó, tal como suele ocurrir en estas situaciones, que creía a medias en los fantasmas. Él había dicho con frecuencia, refiriéndose a alguna casa vieja en particular, que no creía en fantasmas, pero que por nada del mundo pasaría una noche allí. Le resultaba difícil romper con la costumbre que había adquirido de contar los peldaños del tramo superior como si eso pudiera cambiar el resultado a doce o a catorce. Parecía hacerlo automáticamente después de pulsar el interruptor situado al pie. Había llegado sólo a tres cuando, bajo el débil brillo de la luz, creyó ver una figura arriba. Era un hombre más bien alto y en las gafas que llevaba sobre su nariz aguileña se reflejaban los colores de la ventana Isabella.

El sonido que acudió a su boca salió de ella como un gemido débil, de los que emites en una pesadilla cuando piensas que estás gritando fuerte. Al mismo tiempo cerró los ojos con fuerza. Permaneció allí con una mano extendida hasta que el interior de sus párpados se ensombreció y supo que la luz había vuelto a apagarse. Dio un paso atrás, pulsó otra vez el interruptor, abrió los ojos y miró. La figura había desaparecido. Eso si es que había llegado a estar allí, si no la había imaginado.

Aun así, necesitó hacer acopio de todo su coraje para subir las escaleras, pasar por el lugar donde había estado la figura y cruzar las motas de luz de Isabella para entrar en su piso.

Hacía una mañana radiante y la luz del sol disipó los terrores nocturnos. Era sábado, por lo que Mix no iba a levantarse hasta tarde. Se quedó tumbado en la cama en el calor sofocante de su dormitorio, excesivamente caldeado, observando una bandada de palomas, una única garza volando bajo, un avión que dejaba una estela parecida a una cuerda de nube por el cielo azul. Entonces pudo decirse a sí mismo que la figura de las escaleras fue una alucinación o algo causado por esa vidriera de colores. La bebida y la oscuridad hacían que la mente te jugara malas pasadas. Él había bebido bastante y el hecho de que la casa en la que vivía la chica fuera el número trece fue el colmo.

Al levantarse para hacerse un té con la idea de llevárselo de vuelta a la cama vio a Otto abajo, una silueta de color chocolate oscuro sentada en uno de los muros que se desmoronaban, contra los cuales se apoyaban unos árboles antiguos y en el que había un viejo enrejado medio caído. En la jungla casi idéntica que había al otro lado de aquel jardín, dos gallinas de Guinea con unas crinolinas de plumaje gris iban de aquí para allá entre los tallos de hierbajos muertos y las zarzas. Otto se pasaba horas mirando aquellas gallinas de Guinea, tramando cómo atraparlas y comérselas. Mix lo había observado a menudo y, aunque no le gustaba el gato, en cierto modo tenía la esperanza de presenciar la caza y muerte de la presa. Casi seguro que era ilegal tener aquellas aves, pero las autoridades locales desconocían su existencia y ningún vecino informó nunca de ello.

Sacó sus álbumes de recortes de Nerissa de un cajón y se los llevó a la cama con él. Aquella mañana soleada sería estupenda para tomar una fotografía de su casa y quizás otra del gimnasio. Y cabría la posibilidad de volver a verla. Mientras pasaba las páginas de su colección de fotografías y recortes, se sumergió en una fantasía de cómo podía conocerla. Conocerla de verdad y recordarle su encuentro previo. Una fiesta sería el tipo de ocasión que necesitaba, una fiesta a la que ella asistiera y a la que él pudiera conseguir que lo invitaran. Lo fue invadiendo el temor insistente de que ella pudiera haberlo visto frente a su casa y supiera que la había seguido hasta el gimnasio. Debía tener más cuidado.

¿Podría convencer a Colette Gilbert-Bamber para que diera una fiesta? Y lo que es más, si la celebraba, ¿podría persuadirla para que lo invitara a él? El marido, a quien no conocía, era una incógnita. Mix nunca había visto una fotografía suya. Quizás odiara las fiestas o sólo le gustaran las formales, llenas de ejecutivos que bebían vino seco y agua mineral con gas mientras comentaban la tendencia a la baja del mercado. Aun cuando la fiesta tuviera lugar, ¿tendría valor para pedirle a Nerissa que saliera con él? Tendría que llevarla a algún sitio fabuloso, pero ya había empezado a ahorrar para eso y en cuanto lo hubieran visto salir con ella… o al cabo de, digamos, unas tres veces, tendría el futuro asegurado, empezarían a lloverle ofertas para ir a la televisión, solicitudes para entrevistas, invitaciones para asistir a estrenos…

Tenía que estar preparado. Llamaría al gimnasio esa misma mañana y solicitaría hacerse socio. ¿Y si averiguaba quién era el gurú de Nerissa, su clarividente o lo que fuera? Mix sabía que tenía uno. Había salido publicado en los periódicos. Eso sería más fácil que una fiesta. Al lugar de trabajo de un gurú no haría falta que lo invitaran, podía ir sin más, siempre que pagara, claro está. Había maneras de averiguar cuándo tenía Nerissa sus citas y entonces concertar la suya de algún modo para que antecediera o precediera a la de ella. Además, no todo sería fingido, sólo sería una estratagema. A Mix no le importaría ir a ver a algún adivino. Averiguar si en realidad existían los fantasmas, los espíritus o lo que fuera, o si el hecho de verlos era siempre cosa de la imaginación. Un gurú o médium podría explicárselo.

Mix terminó de beber el té, cerró el álbum de recortes y se obligó a acercarse al espejo de pie, que era alargado y con el marco de acero inoxidable. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ahí lo tenía…, detrás de él no había nada ni nadie, ¡qué idea más disparatada! Al verse desnudo, reconoció que la cosa se podía mejorar. Teniendo en cuenta a qué se dedicaba y lo que ambicionaba, debería tener una figura perfecta, abdominales esculpidos, caderas estrechas y el trasero pequeño y duro. Antes ya había sido así… y resolvió que volvería a serlo. La culpa era de todas esas patatas fritas y barritas de chocolate que comía. Su cara estaba bien. Colette y otras mujeres lo encontraban atractivo con sus facciones regulares y los ojos azules de mirada firme y honesta. Sabía que le admiraban su magnífica mata de cabello castaño claro con reflejos rubios, pero su piel no tendría que estar tan pálida. Nerissa estaría acostumbrada a hombres de físico perfecto y bronceado magnífico. El gimnasio y el salón de bronceado de la esquina eran la respuesta. No podía verse la espalda, pero sabía que las cicatrices ya habían desaparecido de todos modos. Era una lástima, la verdad. Seguía alimentando una fantasía que había empezado cuando aún le sangraba la espalda, la de enseñarle a alguien (a la policía o a los servicios sociales) lo que Javy le había hecho y ver cómo lo esposaban y se lo llevaban a la cárcel. O eso, o matarlo.

Durante cinco años Mix había sido el niño mimado de su madre. Era su único hijo y el padre los había abandonado cuando él tenía seis meses. Ella tenía tan sólo dieciocho años y quería a su hijito con pasión, pero no de manera perdurable o exclusiva porque cuando Mix tenía cinco años conoció a James Victor Calthorpe, se quedó embarazada y se casó con él. Javy, como lo llamaba todo el mundo, era un hombre grandote, moreno y guapo. Al principio no hacía mucho caso de Mix, excepto para pegarle, y al niño le parecía que su madre lo quería tanto como siempre. Entonces nació el bebé, una niña de ojos y cabellos oscuros a la que llamaron Shannon. Mix no recordaba haber tenido muchos sentimientos hacia el bebé ni haber visto que su madre le prestara más atención que a él, pero el psiquiatra al que le hicieron ir cuando fue mayor le dijo que su problema era ése. Le contrariaba que su madre le hubiese retirado su amor para transferirlo a Shannon. Fue por este motivo por el que intentó matar al bebé.

Mix no recordaba nada al respecto, no recordaba haber cogido la botella de ketchup y haber golpeado a la niña con ella. O no haberla golpeado exactamente. Haber tirado la botella dentro de la cuna y haber fallado. No recordaba que Javy hubiera entrado en la habitación, pero sí que recordaba la paliza que le propinó. Y su madre allí de pie mirándolo sin hacer nada para detenerlo. Había utilizado el cinturón de cuero con el que se sujetaba los vaqueros. Le levantó la camiseta a Mix por encima de la cabeza y le azotó la espalda hasta que sangró.

Aquello no volvió a suceder, aunque Javy seguía pegándole cada vez que no acataba la disciplina. Salvo por el hecho de que el psiquiatra le hablara de ello, Mix sólo sabía que había intentado matar a Shannon porque Javy se lo repetía constantemente. Se llevaba bastante bien con su hermana pequeña y con el pequeño Terry, que nació un año después, pero si alguna vez Javy lo veía discutiendo con Shannon o quitándole algún juguete, volvía a repetir esa historia y a decir que Mix había intentado matarla.

– De no ser por mí, que detuve a ese crío asesino, ahora estarías muerta -le decía a su hija. Y a su hijo pequeño-: Tendrás que vigilarle, te matará en cuanto te despistes.

En ocasiones Mix pensaba que matar a tu padrastro por venganza sería una manera de hacerse famoso. Sin embargo, Javy los había abandonado cuando él tenía catorce años. La madre de Mix lloró, sollozó y se puso histérica hasta que él se hartó de todo aquello y le pegó un bofetón.

– ¡Yo sí te voy a dar un motivo para hacerte llorar! -le había gritado presa de la furia-. ¡Quedarte de brazos cruzados mirando cómo me pegaba!

Lo mandaron al psiquiatra por haber golpeado a su madre. Un maltratador en ciernes, fue la descripción que oyó por casualidad de boca de un asistente social. Su madre seguía viva, aún no había cumplido los cincuenta, pero Mix no había vuelto a verla.

Era sábado, de modo que en Westbourne Park Road se podría estacionar más o menos en cualquier parte en la que pudiera encontrar un hueco. Resultó que lo hizo en el mismo estacionamiento que había utilizado Nerissa. Mix estaba tan perdidamente enamorado que eso le hizo muchísima ilusión, lo mismo que le ocurriría si tocara algo que hubiera tocado ella o si leyera algún letrero que hubiese leído ella horas antes. Se dirigió a la puerta y llamó al botón inferior de una serie de timbres. La puerta emitió un zumbido y se abrió a un vestíbulo poco atractivo que olía a incienso y en el que había una escalera estrecha y empinada y un flamante ascensor todo de acero y cristal como el espejo que tenía en casa. Éste lo llevó un par de pisos hacia arriba, donde, para alivio de Mix, todo era del mismo estilo, un brillante diseño funcional de líneas elegantes. Había varias puertas que daban al pasillo y en cuyos rótulos se leía Reflexología, masaje y podología. El gimnasio estaba lleno de jóvenes que se ejercitaban en cintas de correr y bicicletas estáticas. A través de un gran ventanal vio chicas en biquini y hombres con el aspecto que él quería tener, sumergidos o sentados en el borde de un amplio jacuzzi burbujeante. Una chica delgada y morena vestida con unas mallas y una bata blanca abierta encima le preguntó qué quería. Mix había tenido una idea. Explicó a qué se dedicaba y preguntó si necesitaban a alguien para ocuparse del mantenimiento y la revisión de las máquinas. Su empresa consideraría hacerse cargo de dicho trabajo en el gimnasio Shoshana.

– Es curioso que diga eso -comentó la chica-, porque el tipo que iba a hacerlo nos dejó plantados ayer mismo.

– Creo que nosotros podríamos encargarnos -dijo Mix. Le preguntó qué les cobraban los que los habían plantado. La respuesta le agradó. Podía dar un presupuesto más bajo. Empezó a pensar con osadía en asumir el trabajo personalmente, lo cual iba en contra de las normas de la empresa, pero ¿por qué iban a enterarse?

– Tendré que preguntárselo a Madam Shoshana. -La joven tenía una voz vacilante y unos ojos brillantes y nerviosos como los de un ratón-. ¿Querría llamarme por teléfono más tarde?

– Lo haré, no hay problema. ¿Cómo te llamas?

– Danila.

– Es un nombre muy curioso -comentó él.

La chica parecía tener unos dieciséis años.

– Soy de Bosnia. Pero llevo viviendo aquí desde que era pequeña.

– De Bosnia, ¡vaya! -Allí había habido una guerra, pensó vagamente, tiempo atrás, en la década de los noventa.

– Por un momento temí que quisiera hacerse socio -dijo Danila-. Tenemos una lista de espera larga interminable. La mayoría no vienen más de cuatro veces seguidas, es lo habitual, cuatro veces, pero están registrados, ¿no? Son socios.

A Mix sólo le interesaba una de sus socias.

– Te llamaré más tarde -dijo.

¿Y si Nerissa se encontraba allí en aquel momento? Recorrió sin prisas el pasillo entre las máquinas. Unos pequeños televisores colgaban a la altura de la cabeza frente a cada una de ellas y en todos se veía o bien concursos de la tele, o bien dibujos animados muy antiguos de Tom y Jerry. La mayoría de los usuarios estaban viendo los dibujos mientras pedaleaban o corrían. Nerissa no estaba allí. No le hubiera hecho falta mirar con atención. Ella destacaba entre los demás como un ángel en el infierno o una rosa en una cloaca. Esas piernas largas, ese cuerpo de gacela y ese cabello negro como el azabache debían de causar sensación en aquel lugar.

Mientras consideraba la posibilidad de ir a ver una película y después a tomar una copa con Ed en el Kensington Park Hotel, el pub que Reggie había frecuentado y al que llamaba KPH, pensó en la figura con la que había alucinado en las escaleras. ¿Y si no fuera una alucinación, sino un fantasma de verdad? ¿Y si hubiera sido Reggie? Es decir, su fantasma. Su espíritu, condenado a rondar los alrededores del lugar en el que había vivido. Mix sabía que en realidad Reggie no se parecía a Richard Attenborough; ni tampoco a él, ahora que lo pensaba. Su aspecto habría sido totalmente distinto, más alto y delgado y mayor. En sus libros aparecían muchas fotografías. Mix se asustó mucho cuando intentó evocar una imagen del hombre de las escaleras. Además, no podía hacerlo. Sólo sabía que era un hombre, que no era muy joven y que tal vez llevara gafas. Sí, podía ser que lo de las gafas se lo hubiera inventado, ¿no? Podrían haber estado sólo en su mente.

Puede que Reggie hubiera estado en Saint Blaise House en vida. ¿Por qué no? La señorita Chawcer se le había escapado, pero podría ser que él hubiese acudido allí a por ella. Mix, que conocía meticulosamente los detalles de la vida de Reggie después de su llegada a Notting Hill, se la imaginó yendo a Rillington Place, tal y como era entonces, para un aborto, pero luego le entró miedo y se marchó corriendo. Tuvo suerte de librarse. ¿Acaso Reggie había intentado persuadirla para que le permitiera hacerlo en su propia casa? No, porque tenía que deshacerse del cadáver. Fue allí para conseguir que volviera…

¿Existían los fantasmas? Y de ser así, ¿era el espíritu del asesino el que había visto? ¿Por qué había regresado? ¿Y por qué estaba allí y no en Rillington Place, que había sido la tumba de tantas mujeres muertas? Resultaba bastante evidente por qué no había vuelto. No reconocería el lugar después de lo que le habían hecho, la casa victoriana de tres plantas y todas las demás como ella arrasadas. Todas esas hileras de casas adosadas, los árboles y el ambiente «jovial» le habrían quitado las ganas de volver nunca más. Podía haber ido al lugar de Oxford Gardens donde su primera víctima, Ruth Fuerst, había tenido una habitación. El hueso de la pierna que habían encontrado apoyado en la verja del jardín de Reggie era suyo. O a casa de su segunda víctima, Muriel Eady, que había vivido en Putney. Sin embargo, Saint Blaise House se encontraba más cerca y «no había cambiado». Eso debió de gustarle, una casa tal y como había sido en los años cuarenta y cincuenta. Allí se sentiría cómodo y, además, aún tenía asuntos inacabados de los que ocuparse.

Ahora ella era vieja, pero él no. Él tenía la misma edad que cuando lo habían ahorcado y siempre sería así. ¿Acaso no era lo más probable que hubiera regresado a buscar a la vieja Chawcer y llevársela con él al lugar de dondequiera que viniera? «No pienses así, para ya -se dijo Mix mientras subía las cincuenta y dos escaleras-, o te vas a morir de miedo.»