177583.fb2 Trece escalones - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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En su casa de Campden Hill Square, Nerissa Nash se estaba preparando para ir a cenar a casa de sus padres. Si hubiera ido a ver sólo a su madre, cuando su padre estuviera en el trabajo, por ejemplo, se habría puesto unos vaqueros, unas botas y un jersey viejo debajo de su abrigo de piel de borrego. Pero a su padre le gustaba verla elegante porque se enorgullecía mucho de ella.

Aunque Nerissa no tenía ni idea de esto, ellos no entendían ni remotamente su estilo de vida. Si bien no todo el mundo podía llevarlo, ella suponía que cualquiera querría. Se hallaba delimitado por el cuerpo y el rostro, el pelo (mucho en la cabeza y nada en ninguna otra parte), ropa, cosméticos, artículos de belleza, homeopatía, sesiones de ejercicios, masaje, agua mineral con gas, lechuga, suplementos vitamínicos, medicina alternativa, astrología y predicciones, la imagen y actividades de otros famosos, su madre, su padre y sus hermanos. De música, sabía muy poco; de pintura, libros, ópera, ballet, avances científicos y política, no sabía nada y no tenía interés en nada de todo ello. Al tomar parte en los desfiles de modas, había visitado todas las capitales importantes del mundo y de ellas sólo había visto los estudios y probadores de los diseñadores, el interior de los clubs y gimnasios, las instalaciones de los masajistas y su propia cara en los espejos de los cosmetólogos. Era sumamente feliz, salvo que le faltaba una cosa en la vida.

Por cuestión de genética, de sus dos progenitores había heredado un temperamento alegre, la facultad de disfrutar de los placeres sencillos y un carácter bondadoso. La gente decía de Nerissa que haría cualquier cosa para ayudar a un amigo. Disfrutaba de casi todo lo que hacía. Le resultaba particularmente agradable estar sentada frente a su enorme tocador con una capa blanca de tela de algodón cubriendo su vestido suelto de seda y su larga cabellera sujeta atrás mientras se maquillaba. En el reproductor de CD, Johnny Cash cantaba su canción favorita, que le encantaba porque era la que su papá prefería sobre todas las demás, la que hablaba de la reina de las adolescentes, la chica más bonita que habían visto, la que amaba el chico que vivía al lado, el que trabajaba en la confitería. Nerissa se identificaba con esta exitosa belleza en casi todos los aspectos.

A su padre le gustaba que llevara el cabello suelto, de modo que se lo dejó así. Si hubiera hecho frío, se hubiera puesto su nuevo abrigo de piel de imitación que estaba hecha para que pareciera ser de zorro ártico. Ella no quería pieles de verdad, amaba demasiado a los animales. Se estremecía sólo con pensarlo. Pero no, lo mejor sería ponerse algo fino y sedoso. Dejó caer la capa al suelo y sin darse cuenta se llevó por delante la tapa de un tarro y tres pendientes del tocador. ¿Qué podía llevarles a sus padres? Tendría que haber comprado algo, pero había pasado casi todo el día trabajando fuera y no encontró el momento de hacerlo. Daba igual. Al sacar dos botellas de champán del mueble bar se cayó un tarro con palillos que se esparcieron por todas partes. Luego cogió esa caja enorme de bombones que le había regalado Rodney, lo cual era todo un detalle por su parte, pero ¿acaso estaba loco al pensar que ella iba a mirar siquiera el chocolate?

Nerissa iba dejando tras de sí un rastro de cosas desparramadas por toda la casa. Hasta las flores se salían de los jarrones. Las revistas se deslizaban del revistero, los pañuelos de papel se amontonaban sobre las superficies y debajo de las mesas, las lámparas se volcaban, los vasos se rompían y las pequeñas joyas relucían desde el pelo de la moqueta y las repisas de las ventanas. Lynette, que venía a limpiar, estaba tan bien pagada que no le importaba. Iba por la casa recogiéndolo todo, admirando un anillo aquí, un frasco de perfume allá, y si estaba en casa, Nerissa se lo regalaba.

Estaba lloviendo, esa lluvia veraniega fuerte y ruidosa. Nerissa se puso la gabardina blanca brillante encima del vestido y subió al coche de un salto con el champán y los bombones y dejó el paraguas mojado (blanco con una imagen del paseo marítimo de Niza) en el asiento trasero. Se detuvo en Holland Park en una doble línea amarilla para comprar flores para su madre, orquídeas, lirios de agua, rosas y unas cosas verdes muy curiosas que el florista no supo identificar. Como de costumbre, tenía la suerte de su parte. Todos los guardias de aparcamiento estaban metidos en algún sitio viendo la serie Casualty por televisión. Iba a llegar tarde (¿y cuándo no llegaba tarde?), pero a su padre no le importaría. A él le gustaba cenar más cerca de las nueve que de las ocho.

Sus padres vivían en Acton, en una calle de casas adosadas de imitación estilo Tudor, y la suya tenía un dormitorio adicional encima del garaje. Nerissa y sus hermanos habían crecido allí, habían asistido a las escuelas de la zona, visitado el cine del barrio y comprado en las tiendas vecinas. Sus dos hermanos eran mayores que Nerissa y ambos estaban ya casados. Cuando ella empezó a ganar mucho dinero, quiso comprar una casa para sus padres cerca de la suya, tal vez una casita elegante en Pottery Lane, que estaba muy de moda, pero ellos no quisieron ni oír hablar del tema. A ellos les gustaba Acton. Les gustaban sus vecinos, el barrio y su enorme jardín. Todos sus amigos vivían cerca de allí y ellos iban a quedarse. Además, su padre había hecho tres estanques en el jardín, uno delante y dos en la parte de atrás, y los había llenado de peces de colores. ¿Acaso en Pottery Lane podría tener tres estanques, o uno siquiera? Y esta noche los pececitos estaban muy activos, disfrutaban de la lluvia.

Fue su padre quien fue a abrir la puerta. Nerissa lo rodeó con los brazos, luego abrazó a su madre y entregó sus obsequios. Como siempre, éstos fueron recibidos efusivamente. Ella no probaba el alcohol y sólo bebía agua embotellada, pero entonces aceptó con mucho gusto una taza de té de Yorkshire. Podías acabar muy harta de que siempre te endilgaran agua adondequiera que fueras. Su madre siempre anunciaba la cena del mismo modo, y lo decía con un acento francés atroz. Si se hubiese desviado de esta práctica, Nerissa se hubiera preguntado qué le pasaba.

– Mademoiselle est servie.

Sólo comía así cuando iba a casa de sus padres. El resto del tiempo picaba unas uvas y unas galletas de arroz japonesas en casa o comía ensalada verde en los restaurantes. A veces pensaba que era un milagro que sus tripas pudieran sobrellevar el choque de digerir una sopa espesa, panecillos con mantequilla, carne asada con patatas, pudin y coles de Bruselas sin efectos adversos. Su madre creía que ésa era su dieta habitual.

– Mi hija puede comer tanto como quiera -decía a sus amigas-. Nunca engorda ni un gramo.

Cuando llegaron a la fase de la carlota de manzana y el pastel Alaska, Nerissa le preguntó a su madre sobre sus vecinos. Tenían una gran amistad con esa familia, casi como si fueran primos.

– Están bien, creo -dijo su madre-. Hace días que no los veo mucho. Sé que Sheila tiene un nuevo trabajo… Ah, y que a Bill le han dado el alta en el hospital.

– Eso está muy bien -Nerissa se anduvo con pies de plomo-. ¿Y el hijo? ¿Aún vive en casa?

– ¿Darel? -intervino su papá-. Es un chico muy educado. Sigue viviendo en casa, pero Sheila me contó que va a comprarse un piso en Docklands. El muchacho dice que ya es hora de marcharse.

Nerissa no sabía si para ella era una buena o una mala noticia. Siempre que cenaba con sus padres esperaba que Darel Jones acudiera a su puerta para pedir un par de bolsitas de té o para devolver un libro prestado. Nunca lo hizo, aunque, según decía su madre, los Jones y ellos estaban constantemente «entrando y saliendo de sus respectivas casas». Pensó en él en la casa de al lado, mirando la televisión con sus padres, o tal vez hubiera salido con una chica. La segunda opción era la más probable para un joven muy atractivo y encantador de veintiocho años. Suspiró y acto seguido sonrió para evitar que sus padres se dieran cuenta.

A Gwendolen rara vez la inquietaba la culpabilidad. En su opinión, ella llevaba, y siempre había llevado, una vida intachable de integridad absoluta. Ella consideraba que el hecho de entrar en el piso de un inquilino en su ausencia y explorarlo era un derecho del casero, y si además disfrutaba con ello, pues tanto mejor. El único inconveniente era que tenía que descansar y respirar profundamente entre tramo y tramo de escalera.

¡Menudo era bebiendo! Desde la última vez que había estado allí arriba habían ido a parar a la caja de reciclaje una botella de ginebra vacía, una que había contenido vodka y cuatro botellas de vino. Resultaba evidente que no comía mucho en casa, puesto que la nevera volvía a estar prácticamente vacía y olía a antiséptico. Encima de la mesa de centro había un libro grande encuadernado en cuero. Como no podía pasar junto a un libro sin abrirlo, Gwendolen abrió aquél. Allí no había más que fotografías de una chica de color con faldas muy cortas o trajes de baño. Quizá fuera eso lo que llamaban pornografía; la verdad es que nunca lo había sabido.

Junto al libro había un ejemplar del Daily Telegraph del día anterior. A Gwendolen le gustaba bastante el Telegraph y también lo compraría si no fuera tan ruinosamente caro. Le desconcertó que Cellini lo hubiese comprado. Sin duda los tabloides eran más de su estilo y la mujer no se habría sorprendido de saber que ese ejemplar se lo habían regalado. Ed había visto un artículo en él sobre máquinas de hacer ejercicio que mencionaba especialmente a Fiterama y se lo había pasado.

De la misma forma en que Gwendolen no podía pasar junto a un libro sin abrirlo, le resultaba imposible ver la letra impresa sin leerla. Por encima, claro está. Leyó la primera plana ignorando el artículo sobre las máquinas de ejercicio, luego pasó a la página siguiente y, aunque se las arregló bastante bien, lamentó no haber traído consigo la lupa. Cuando llegó a los nacimientos, bodas y defunciones, dejó el periódico y se fue a la puerta a escuchar. Él casi nunca regresaba en mitad del día, pero no estaba de más ser precavida. ¡Qué ordenado que estaba todo! Le hacía gracia pensar que, de ellos dos, se diría que la anciana era él, con su limpieza y sus manías, en tanto que a ella todo el mundo la vería como una persona cultivada, fina y cortés, más parecida a un hombre, en realidad.

No le interesaban mucho las bodas y los nacimientos, nunca le habían interesado, pero paseó la mirada (en realidad, la forzó y aguzó) por la columna de los decesos. La gente ya no tenía aguante y cada día morían muchas personas más jóvenes que ella. Anderson, Arbuthnot, Beresford, Brewster, Brown, Carstairs… Una vez había conocido a una tal señora Carstairs que vivía más abajo en aquella misma calle, pero no era ella; ella se llamaba Diana, no Madeleine. Davis, Edwards, Egan, Fitch, Graham, Kureishi. Había tres Nolan, lo cual era muy extraño puesto que no era un apellido muy común. Palmer, Pritchard, Rawlings, Reeves… ¡Reeves!

¡Qué coincidencia tan extraordinaria! Era la primera vez que leía el Telegraph desde hacía meses y va y se encuentra el anuncio de la muerte de su esposa. Porque se trataba de su esposa, desde luego.

El 15 de junio falleció en su casa Eileen Margaret, de 78 años, amada esposa del doctor Stephen Reeves de Woodstock, Oxon. El funeral se celebrará el 21 de junio en la iglesia de San Beda, Woodstock. No se aceptan flores. Sí donaciones para la investigación contra el cáncer.

Le resultaba terriblemente difícil leer aquella letra tan pequeña, pero no había ninguna duda al respecto. ¿Se daría cuenta él si le recortaba el periódico? Podría ser; no obstante, ¿qué iba a hacer si se daba cuenta? Ahora tenía que encontrar las tijeras. Las suyas puede que estuvieran en el botiquín del cuarto de baño o en el horno que, como rara vez lo utilizaba, le resultaba un armario muy útil, o en alguna parte en la librería, pero una anciana como él guardaría las suyas bien colocadas en un cajón junto a otros artilugios como pelapatatas o abridores. Seguro que de estos últimos tenía varios.

Gwendolen fisgoneó por la cocina de Mix prestando una atención especial al microondas cuya función era un misterio para ella. ¿Qué salía de allí dentro, tostadas o música? Podría incluso tratarse de una lavadora muy pequeña. Encontró las tijeras en el lugar exacto en el que se figuró que estarían y cortó el anuncio del fallecimiento de la esposa del doctor. Abajo podría estudiarlo cuando le viniera bien con la ayuda de su lupa.

Bajó justo a tiempo. Cuando descendía por el último tramo de escaleras, él entró por la puerta principal.

– Buenas tardes, señor Cellini.

– ¡Hola! -dijo Mix, pensando en el embarazo de la mujer y que hubiera acudido a Reggie para que la ayudara-. ¿Qué tal está? ¿Bien?

Cuando telefoneó al gimnasio, la chica llamada Danila le dijo que Madam Shoshana estaba de acuerdo en que se ocupara del mantenimiento de las máquinas. Quizá querría acercarse cualquier momento y traer el contrato. Mix improvisó un contrato con una cabecera en la que se leía «Mix Maintenance» y de la cual estaba muy orgulloso, e imprimió dos copias.

En lugar de moderarse con el paso del tiempo, su miedo fue acrecentándose a medida que transcurrían los días. No había vuelto a ver la figura en las escaleras, aunque a veces creía oír ruidos que no debería percibir, pisadas en el largo pasillo, un curioso crujido como si alguien sacara o metiera papel arrugado de unas bolsas y en una ocasión el sonido de música, aunque eso podía haber sido de la calle. Por la noche tenía que armarse de valor para entrar. Y esas escaleras que siempre había odiado eran lo peor de todo.

Al llegar a Saint Blaise House se obligó a meter la llave en la cerradura y entrar al vestíbulo, que se iluminó con la tenue luz artificial. «Intenta no pensar en ello -se dijo mientras empezaba a subir-, piensa en Nerissa y en ponerte en forma como a ella le gustaría que estuvieras… ¿Por qué no te compras una bicicleta para hacer ejercicio? En Fiterama te la dejarían a precio de coste. Ve a caminar, haz pesas.» Siempre estaba explicando a sus clientes el maravilloso beneficio físico que obtendrían utilizando las máquinas. «Explícatelo a ti mismo -pensó-. E intenta alegrarte por estas escaleras. Subirlas también es un buen ejercicio.»

Esto funcionó como una especie de terapia hasta que llegó al rellano al pie del tramo embaldosado. La débil luz que se filtraba a través de las ramas de un árbol, del follaje y de la suciedad del cristal, atravesaba la ventana Isabella y las motas de color rozaron a Mix cuando subió. La luz se posaba en el suelo de lo alto como un dibujo hecho a tiza, difuminado y absolutamente inmóvil en aquella noche sin viento. Dos pasillos largos y oscuros se extendían alejándose del descansillo, vacíos y silenciosos, con todas sus puertas cerradas. Mix volvió a encender la luz, miró con temor hacia el pasillo de la izquierda y entonces apareció el gato por una de las puertas que se abrió y cerró sola. Vio los ojos verdes y brillantes del animal, que caminó hacia él con aire despreocupado, le bufó al pasar y enfiló hacia las escaleras.

¿Quién o qué había abierto la puerta? Mix se metió rápidamente en su piso buscando a tientas el interruptor de la luz que al final logró encender. Aquel resplandor repentino hizo que soltara el aire con un largo suspiro de alivio. Había oído hablar de gatos que aprenden a abrir las puertas y, aunque las del piso tenían pomos, no manijas, quizá las de ahí afuera eran distintas. Pero no iba a salir a mirarlo, eso seguro. La puerta en cuestión debía de tener manija y Otto, que era inteligente, si bien malvado, había aprendido a ponerse de pie sobre las patas traseras y a aplicar la presión necesaria con su zarpa. ¿Quién la había cerrado? Las puertas se cierran por sí solas, se dijo. Ocurre continuamente.

Una película alegre en televisión, un musical de Hollywood no demasiado antiguo, una taza de chocolate caliente con unas gotas de whisky y tres galletas Maryland acabaron por tranquilizarlo. De todos modos, cuando empezara con la dieta saludable, tendría que dejar de comer y beber ese tipo de cosas. En el piso hacía calor, pero no demasiado, unos veintisiete grados. Era la temperatura que a él le gustaba. El calor, la comida dulce que llenaba, un colchón grueso y mullido, haraganear y no hacer nada…; ¿por qué todas las cosas buenas eran perjudiciales?

El gato y sus ojos quedaron desterrados de su pensamiento mientras duró el musical. No oyó nada en el piso de arriba ni al otro lado de la puerta de entrada, y cuando apagó el televisor, el silencio sólo quedó roto por el rumor del tráfico de la Westway.

Se sentía mejor. Se felicitó por su capacidad de recuperación. No obstante, cuando estuvo en la cama y apagó la lámpara de la mesilla, pensó otra vez en el gato y la puerta y, aunque no podía ver nada, mantuvo los ojos cerrados para protegerse de la oscuridad.