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Ya había leído Las víctimas de Christie, pero hacía mucho tiempo, unos seis o siete años atrás cuando empezó a coleccionar su biblioteca sobre Reggie. Lo recordaba, por supuesto. Pero aun así le resultó fascinante volver sobre sus pasos por el Notting Hill de aquella época y por la vida de uno de los asesinos en serie más famosos de todos los tiempos.
«John Reginald Halliday Christie se trasladó a vivir a Londres en 1938», leyó Mix mientras desayunaba,
y con él llegó su esposa Ethel. Era un hombre curioso. Debe de haber algo extraño, por no decir espantoso, en cualquier necrófilo. La idea de la necrofilia no solamente resulta repugnante a todo el mundo, sino que además, para satisfacer su deseo, a menos que tenga acceso a un depósito de cadáveres, lo cual es poco probable, el hombre que sufre de esta aberración primero tiene que matar a sus víctimas. Considerándolo desde la perspectiva del siglo XXI, el matrimonio de Christie no fue feliz. Al cabo de cinco años de la boda, Ethel lo abandonó y se fue a vivir a Sheffield. Su separación duró varios años hasta que Christie le escribió pidiéndole que volviera con él. Después de su reencuentro, Ethel se ausentaba con frecuencia para ir a ver a su familia al norte. Christie había sido proyeccionista de cine, obrero en una fábrica y cartero, empleo éste en relación con el cual fue enviado a prisión por robar giros postales. Volvieron a encarcelarlo por robar el coche de un sacerdote católico que se había hecho amigo suyo y no obstante se presentó voluntario para la Reserva de Emergencia de las Fuerzas Policiales de Londres y fue aceptado el mismo año en que él y su esposa se mudaron a Rillington Place en Notting Hill, al oeste de la ciudad. Por lo visto, la policía no investigó su pasado o, si lo hicieron, no les pareció lo bastante grave como para descalificarlo, por lo que en 1939 se convirtió en agente especial a jornada completa. Cuatro años después, cuando todavía era policía, conoció a la chica que iba a ser su primera víctima asesinada…
Mix levantó la mirada con renuencia y deslizó un punto de libro entre las páginas. Le había dicho a Danila, la chica del Gimnasio Spa Soshana que llegaría a las diez para hacer el mantenimiento de cinco máquinas, de manera que sería mejor que se marchara. El libro, escrito por un tal Charles Q. Dudley, fue el cuarto o el quinto que había leído sobre el asesino de Rillington Place y los datos que acababa de asimilar ya le eran conocidos. Ya se los esperaba. Lo que él estaba buscando y esperaba encontrar, quizás hacia la mitad del libro, era alguna pista o sugerencia de que a veces Christie visitaba las casas de sus futuras víctimas. ¿Se había fijado en algo así cuando leyó el libro por primera vez? No se acordaba.
Mix se había tomado el día libre a cambio de haber trabajado el domingo anterior. No serviría de nada intentar hacer el trabajo para Shoshana antes o después del suyo porque en dicho horario era muy poco probable que Nerissa estuviera allí. Mix había leído en alguna parte que las modelos se levantaban muy tarde por la mañana en tanto que tenían las noches ocupadas con estrenos de cine, clubs, apariciones públicas y fiestas en casas solariegas de los Home Counties, los condados de los alrededores de Londres. Cuando llegara el feliz momento, fantaseaba Mix, ellos dos dormirían juntos hasta tarde, quizás hasta mediodía o incluso más. Una criada les traería el desayuno, pero no antes de las once, y cuando llegara, sería lo que él había pedido, cóctel buck’s fizz, tostadas con caviar y huevos a la benedictina.
Volvió a la realidad y admitió que iba a tener problemas para aparcar. Ya lo sabía antes de llegar. Al final encontró un parquímetro y pagó dos horas, pero estaba a un largo trecho del gimnasio. Se dijo que todos aquellos paseos debían de estar mejorando su figura. Llegó a las diez en punto, apartó la mirada del número trece cromado y se metió rápidamente en el ascensor. Echó un vistazo a las chicas y a un par de hombres jóvenes que hacían ejercicio y enseguida vio que Nerissa no se encontraba entre ellos. Probablemente era un poco temprano para ella. Su ojo exigente evaluó a Danila y decidió que si bien era flacucha y parecía asustada, tampoco estaba tan mal. Puede que conocerla mejor le sirviera de ayuda en su búsqueda.
– Madam Shoshana dijo que te pidiera que no toques las máquinas que los clientes estén utilizando. Sólo te digo lo que me dijo ella.
– Puedes confiar en mí -repuso él-. Sé lo que hago.
– Y también dice que no utilices ningún aceite ni nada parecido porque si los clientes se manchan la ropa se ponen hechos un basilisco. Es lo que dijo ella, no yo.
– Sólo utilizo aceite invisible sin grasa -mintió Mix.
Había traído consigo tres cintas nuevas y llaves inglesas para ajustar las piezas. El gimnasio de Shoshana no llevaba mucho tiempo abierto, de modo que no era necesario el mantenimiento, pero Mix mató el rato desmontando las elípticas y comprobando las posiciones de los manillares de las bicicletas estáticas. Saliera lo que saliera de aquello, iba a exprimir a Madame Shoshana por someterlo a esa tediosa tarea. Era una lástima que a Danila le hubieran dicho que no lo perdiera de vista, si no se habría acomodado en un rincón a leer un poco más de Las víctimas de Christie.
Danila era muy delgada. Nerissa también, pero su delgadez era distinta. No veías sobresalir sus huesos como era el caso con Danila. Y ésta tenía un rostro como el de un pájaro, con la nariz aguileña y muy poca barbilla. Con todo, tenía unas piernas magníficas y un cabello oscuro y enredado de lo más abundante que Mix no recordaba haber visto jamás en la cabeza de una mujer. Aquel día ya casi había desistido de buscar a Nerissa. Eran las once y cuarto, y si no quería que le pusieran el cepo al coche, que se lo llevara la grúa o lo que fuera que hicieran por allí, tenía que volver antes de las doce menos diez.
Danila estaba sentada detrás de su mostrador bebiendo una taza de café solo.
– ¿Por casualidad no habría otro de ésos?
– Podría ser, pero no digas nada, ¿quieres? -Desapareció en algún lugar del interior del local y regresó con un café, una jarrita de leche y edulcorante en unos paquetitos tubulares-. Aquí tienes, Shoshana me mataría si lo supiera. Se supone que no debemos ofrecer café a nadie que no sea del personal.
– Eres un cielo -dijo Mix, y obtuvo una sonrisa como respuesta. «No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy», pensó, y sin perder de vista la puerta por si Nerissa entraba precisamente a las doce menos veinte, añadió-: ¿Te apetece ir a tomar una copa? Digamos el miércoles o el jueves si quieres.
La joven se sorprendió. Él hubiera preferido que diera por descontado este tipo de invitaciones, como un deber.
– No me importaría -respondió ella, y entonces lo estropeó diciendo-: ¿Estás seguro?
– Entonces te pasaré a buscar. ¿Dónde vives?
– En Oxford Gardens. -Le dio el número.
– No queda lejos de mi casa -comentó él-. Iremos al KPH -anunció, olvidando que ella no sabría lo que significaban dichas iniciales-. ¿Te parece bien a las ocho?
Mix pensó que no tenía sentido pasar toda la noche con ella. ¿Y si Nerissa pertenecía a esa clase de clientes que Danila había mencionado la última vez que estuvo allí, los que sólo iban al gimnasio cuatro veces y luego perdían interés? No debía impacientarse por el hecho de que Nerissa no hubiera acudido hoy; la chica no iba a ir cada día, por muy entusiasta de la buena forma física que fuera. La próxima semana efectuaría el mantenimiento el miércoles en lugar del martes. Y tal vez se mentalizara y fuera andando. No podía haber más de kilómetro y medio.
Olive había olvidado que se había dejado el hueso de plástico en casa de Gwendolen y lo había buscado por todo el jardín comunitario del edificio e incluso en varias papeleras frente a las tiendas. Kylie, el perrito blanco, estaba desesperado. Así pues, el hecho de llamar a Gwendolen no fue para recuperar el hueso, sino para desahogarse con alguien comprensivo.
Gwendolen nunca lo era. Escuchó las penas de su amiga con cierto regocijo. El hueso se lo había enviado a Kylie una amiga norteamericana que compartía el amor de Olive por los caniches. A Kylie le había encantado desde el principio. Ahora lo había perdido y Olive no tenía ni idea de qué hacer, puesto que allí era imposible comprar un juguete como aquél. Tampoco se atrevía a escribir a su amiga a Baltimore para confesarle su falta de cuidado y pedirle otro.
Gwendolen se echó a reír.
– Se han terminado tus problemas. Está aquí.
– ¿El hueso de Kylie?
– Te lo dejaste aquí. Pasé por tu casa para dártelo, pero habías salido, por supuesto.
Si a Olive le desagradó ese «por supuesto», no dio muestras de ello. Gwendolen buscó el hueso en su cocina sucia y desordenada y al final lo encontró encima de una pila de periódicos que databan de la época del profesor y debajo de un paquete de bolsas de aspiradora de hacía veinticinco años.
– Acabas de hacer muy feliz a un perrito, Gwen.
– Es un alivio.
Olive no captó el sarcasmo de Gwendolen, estaba tan contenta por haber recuperado el hueso que no lo advirtió. Salió de casa alegremente en dirección a Ridgemount Mansions. Gwendolen, que prefería su propia compañía a la de sus amistades, se alegró cuando la mujer se fue. Durante los últimos días había decidido, con arrojo, intentar averiguar dónde estaba Stephen Reeves entonces y había considerado pedirle ayuda a su inquilino. Él tenía ordenador. Un día que se encontraron por casualidad en el vestíbulo había visto que lo llevaba.
– Pensará que me estoy buscando problemas llevando esto encima -le había comentado-, pero no lo dejaré a la vista sobre un asiento. Irá en el maletero.
Gwendolen no había pensado nada parecido, puesto que no tenía ni idea de qué le estaba diciendo.
– ¿Qué es?
Él la miró con recelo, tal como los desconsiderados miran a los mentalmente perturbados.
– Es un PC. -Ella mantuvo su expresión perpleja-. Un ordenador…, ¿sabe? -dijo él, desesperado.
– ¿En serio? -Gwendolen encogió sus delgados y ancianos hombros-. Pues será mejor que vaya a hacer lo que sea que tenga que hacer con él.
La información que necesitaba… ¿acaso de un modo u otro se depositaría automáticamente en esa cosa que había dentro de aquel maletín pequeño y plano? ¿La proporcionarían todos los aparatos? ¿O necesitabas alguna especie de máquina unida a ellos? ¿Y dónde estaba la pantalla que había visto que tenían en las tiendas? Era muy consciente de que su ignorancia había resultado ridícula para el señor Cellini y por nada del mundo quería volver a quedar como una idiota. No es que hubiera nada esencialmente estúpido en el hecho de que una persona que había leído por entero a Gibbon y las obras completas de Ruskin no supiera cómo funcionaban esos inventos modernos. De todos modos, prefirió no preguntárselo. También prefirió no preguntárselo a Olive. Si pasaba por Golborne Mansions, tendría que presenciar el éxtasis de Kylie, oír la historia del hueso perdido una y otra vez y quizás el dechado de virtudes de la sobrina o la madre de ésta estuvieran allí, cosa que, injustificadamente, siempre le producía pavor.
No perdía nada con visitar uno de esos Internet restaurantes…, no, cafés. Ella era lista, lo sabía. Stephen Reeves la había llamado intelectual e incluso su padre le había dicho varias veces que era muy inteligente para ser una mujer. Por lo tanto, seguro que podría llegar a dominar el manejo de uno de esos ordenadores y conseguir que vertiera su información. Mientras se ponía el sombrero reflexionó sobre el que llevaba Olive, un fedora de un rojo vivo que hacía juego con sus uñas; luego cogió la chaqueta de seda negra y los guantes negros de red porque hacía calor. Se los había regalado su padre cuando cumplió cincuenta y dos años y era increíble lo mucho que le habían durado. Hoy no le hacía falta llevarse el carro.
Era un día de sol radiante. Aquel verano había hecho calor todos los días y la temperatura estaba subiendo. Varios chicos y chicas jóvenes iban por la calle con camisetas de manga corta y sandalias. Había una joven que llevaba la parte superior del biquini y un chico que parecía haberse dejado la camisa en alguna parte porque sólo llevaba un chaleco. Gwendolen meneó la cabeza preguntándose qué habría dicho su madre si ella hubiera intentado salir a la calle en sujetador.
Nerissa había ido al gimnasio, donde recibió un masaje integral y facial y ahora, de nuevo con las gafas oscuras que se había puesto para ir hasta allí sin que la reconocieran, se dirigía al piso de arriba para ver a Madam Shoshana.
Las escaleras eran estrechas y empinadas. Estaban cubiertas de un linóleo marrón de una época en la que ni la madre de Nerissa había nacido. Los peldaños tenían una moldura metálica en el borde que se había soltado en algunas partes, con lo que cabía la posibilidad de tropezar y el riesgo de sufrir un accidente serio era grande. Subió con mucho cuidado. Una modelo amiga suya se había fracturado la tibia en unas escaleras muy poco seguras y cuando la fractura se soldó, un tobillo le quedó más grueso que el otro. Aunque el ventanuco que había a medio camino estaba abierto de par en par, la escalera apestaba, olía como a col rancia y hamburguesas baratas. El aire hizo ondear una cortina de encaje muy sucia contra el rostro de Nerissa. Ella ya estaba acostumbrada. Subía allí una vez por semana para que le predijeran el futuro.
En la combada puerta de color marrón había un letrero en el que se leía: «Madam Shoshana, adivina. Llamen a la puerta, por favor», y debajo, escrito en bolígrafo de cualquier manera: «(Aunque tenga cita)». Nerissa llamó. Una voz suave e inquietante respondió:
– Adelante.
Nerissa no había entrado nunca en una habitación tan colmada, atestada y abarrotada de cachivaches como aquélla. Casi hacía demasiado calor incluso para ella, y eso que le gustaba el calor. Las cosas extrañas no tan sólo llenaban los estantes y cubrían las superficies, sino que además brotaban del suelo y pendían del techo. Había macetas con plantas artificiales, en su mayoría cipreses, pero también azucenas y pasionarias, que se alzaban por allí como estalagmitas en tanto que del techo pendían, a modo de estalactitas, varas, campanillas, móviles y colgantes de cristal. Lo más raro de todo aquello era la propia Madam Shoshana, una anciana flacucha envuelta en varias capas de tela de muchos tonos, pero todos ellos eran los colores de un cielo tormentoso, índigo y carbón, gris paloma y gris pizarra, violeta y blanco sucio, azul tempestuoso y plata. La cabellera de un blanco amarillento le llegaba a la cintura y los mechones desgreñados le colgaban por encima de los hombros y le bajaban por la espalda enredándose en ciertos sitios con las cadenas de plata y sartas de cristal que llevaba alrededor del cuello. Aunque había creado una gama de cosméticos que vendía en el local a precios inflados, ella nunca llevaba maquillaje y daba la impresión de no lavarse mucho la cara. Nerissa pensaba que sus uñas parecían garras de ave, en absoluto humanas.
Las cortinas de terciopelo estaban corridas y, por alguna razón que sólo Madam Shoshana conocía, prendidas en varios puntos con broches anticuados de diseño celta. Unos cuantos pájaros disecados entre los que predominaba un gran búho blanco se hallaban dispuestos de forma que miraban al suplicante cuando él o ella entraba en la habitación, pero quizá su detalle más inquietante fuera la figura de un hombre parecido a Merlín (o a Gandalf), ataviado con unas vestiduras grises y que, inexplicablemente, sostenía un báculo de Esculapio. Esta figura de cera quedaba a espaldas de Madam Shoshana cuando ésta tomaba asiento frente a su amplia mesa de mármol como si la asesorara sobre la sabiduría antigua, la hechicería, la nigromancia, los pronósticos astrológicos o lo que quiera que ella pudiera requerir. No había más luz que la que proporcionaba una única lámpara de mesa de poca potencia y de diseño un tanto Art Nouveau, hecha de peltre y cristales de colores apagados.
Sobre la mesa de mármol había un círculo formado con cristales de cuarzo rosa, espato de Islandia, cuarzo amatista, esquisto de olivino, basalto y lapislázuli en el centro del cual había un tapete redondo de encaje tejido a ganchillo. La silla de Shoshana era de ébano con incrustaciones de cristales blancos y amarillos por todo el respaldo y los brazos, pero la del cliente era una Windsor de madera sencilla, manchada aquí y allá de una cosa que parecía sangre, pero que probablemente fuera ketchup.
– Siéntate.
Nerissa ya conocía la rutina y obedeció. A una orden de Madam Shoshana, colocó las manos sobre el tapete de encaje del círculo de piedras; aquella misma mañana se había hecho la manicura y llevaba las uñas pintadas de un color dorado ligeramente más pálido que el de la piel de sus dedos. Shoshana miró las manos de Nerissa y dejó que su mirada vagara en círculos pasando de un cristal a otro, como un gato que siguiera un punto de luz en movimiento.
– Dime cuál de las piedras sagradas puedes sentir más próxima a tus dedos. ¿Cuáles son las dos piedras que atraes gradualmente?
El hecho de que Nerissa nunca pudiera sentir, y mucho menos ver, que alguno de los cristales se moviera, era motivo de consternación para la joven. La adivina siempre le reprochaba que no fuera capaz. Madam Shoshana parecía dar a entender que era debido a una ausencia de sensibilidad por su parte, o a la falta de concentración. Convencida de que, una vez más, fallaría, dijo:
– Creo que son la azul oscuro y la rosa.
– Inténtalo otra vez.
– La azul oscuro y la verde.
Shoshana meneó la cabeza con más pena que furia. Había algunos clientes a los que conocía desde hacía años, pero nunca los trataba con más amistad o familiaridad de lo que lo había hecho en su primera visita. Miró a Nerissa como si la viera por primera vez.
– Hoy están en tu Círculo del Destino el basalto y la amatista -la voz de Shoshana sonó como si llegara de muy lejos y de un pasado remoto. Tal como quizá sonaría la de una momia si pudiera hablar-. Los dos están empujando con fuerza para romper la barrera de energía que hay entre ellos y tus dedos. Tienes que relajarte y dejar que vengan. Vamos, relájate y pídeles que se acerquen a ti.
Nerissa ya había pasado por aquella rutina muchas veces. Intentaba relajar las manos, pero era muy consciente del búho blanco y de la figura de cera de vestiduras grises que la miraban, ella creía que de manera acusatoria. «Vamos, vamos, vamos», entonó. De repente se le ocurrió que eso era exactamente lo que un arrogante ex novio suyo solía susurrarle cuando estaban haciendo el amor y tuvo que morderse el labio para no echarse a reír.
– Concéntrate -dijo Shoshana con severidad.
Nerissa pensó en lo mucho que se asustaría si el basalto y la amatista se movieran de verdad a su antojo. Pero la única que podía verlo era Madam Shoshana. Empezó a hablar:
– Tu equilibrio profético está muy mal alineado. Las piedras hablan de confusión, duda y temor. Me hablan de un hombre moreno cuyo nombre empieza por de. Él es tu destino, para bien o para mal. Y su destino es vivir junto al agua… Estás apartando las piedras… Vaya, demasiado tarde. Han dejado de hablar. Ya ves cómo se encogen cuando les sale el alma.
A Nerissa le parecía que las piedras estaban igual que antes, pero sabía que era debido a su ceguera espiritual. Shoshana se lo había comentado en ocasiones anteriores. La adivina le había dicho que era demasiado mundana, que no pensaba en otra cosa que no fuera su apariencia, las posesiones y los artefactos. Ella no sabía muy bien cuál era el significado de «artefactos», y aunque quería buscar la palabra en el diccionario, siempre se le olvidaba. Los pájaros disecados y la figura del mago la miraban con desprecio. Nerissa bajó la mirada, humillada.
La sesión había terminado. Su tarea consistía en prestar mucha atención al hombre cuyo nombre empezaba por de y al agua con criaturas nadando en ella, aunque no se trataba de peces. Nerissa se levantó y rebuscó el billetero en el bolso. Madam Shoshana de pie era muy distinta a Madam Shoshana sentada. Se volvía más práctica y comercial, menos consciente del alma y más del bolsillo.
– Cuarenta y cinco libras, por favor, no acepto euros ni tarjetas de crédito -dijo, como si se tratara de un cliente nuevo.
Nerissa caminó pensativamente por Westbourne Grove. Cuando Madam Shoshana dijo que el hombre moreno era su destino, el corazón le había dado un vuelco porque estaba segura de que se refería a Darel Jones. Pero ¿y si no era así? ¿Y si se refería a Rodney Devereux?
Podía habérselo preguntado, pero sabía que no hubiera servido de nada. Shoshana se habría limitado a decir que las piedras ya no le decían más, dando a entender que la culpa era de Nerissa por bloquearlas con su energía. En cuanto a lo del agua, lo que le vino a la cabeza de inmediato fue el restaurante Pacific Rim que a Rodney le encantaba y al que siempre la llevaba, aunque a Nerissa no le gustaba ver nadar los peces por esas enormes peceras con la parte posterior de espejo y al cabo de diez minutos comerse uno de ellos. No sabría decir por qué era distinto de comprar el pescado en el Harrods Food Hall y comérselo después, pero de algún modo lo era.
De todos modos, Shoshana debía de referirse a esto cuando lo dijo justo después de mencionar al hombre con una de por inicial. Claro que ella había dicho explícitamente que no eran peces, pero en aquellas peceras también había otras cosas: caracoles de conchas coloreadas, unas cosas pequeñas que se arrastraban y una criatura que parecía una serpiente de agua. La última vez que fueron allí temió que Rodney se comiera la serpiente y eso le revolvió el estómago. Había estado a punto de decirle que nunca más volvería al Pacific Rim, pero por algún motivo no lo había hecho. Y ahora tendría que ir allí. Era su destino.
Que se sepa, la primera víctima de Christie fue una joven de origen austríaco llamada Ruth Fuerst. Había sido enfermera, pero cuando Christie la conoció en 1943 trabajaba en una fábrica de munición y era prostituta a tiempo parcial. Si la conoció haciendo la ronda cuando era policía o si fue en un café o en un bar, es motivo de dudas, pero él afirmó que ella fue a verle a Rillington Place cuando Ethel Christie se encontraba trabajando en la fábrica de Osram. Ninguna de las personas involucradas en el caso supo decir si él llegó a visitarla en la habitación que la joven tenía alquilada en el número 41 de Oxford Gardens…
Mix levantó la mirada del libro y mantuvo el dedo sobre la página. ¡Qué cosa tan asombrosa! Aunque había leído todos los libros sobre Christie que había podido conseguir, principalmente rebuscando en las librerías de segunda mano, en ninguno de ellos había figurado exactamente el lugar donde vivía Ruth Fuerst. Pero allí estaba, en la misma calle, a unas pocas casas de distancia de la dirección que Danila le había dado. ¡Ojalá hubiera sido la misma casa!, pensó con una punzada de pesar. ¡Ojalá hubiera tenido la misma habitación! Se imaginó regresando allí con ella, quizá tirándosela en aquel preciso lugar… De todos modos, lo que había descubierto hacía que salir con ella fuera una experiencia muy emocionante.
Continuó leyendo. «Christie mató a Ruth Fuerst un día de mediados de agosto. “Se desvistió -dijo- y quiso que tuviera relaciones sexuales con ella.”» En su libro 10 Rillington Place que Mix tenía entre el resto de su biblioteca, Ludovic Kennedy, al escribir que la relación entre ellos dos se desarrolló paulatinamente, sugiere que sería mucho más probable que la mujer hubiese realizado una sencilla transacción de prostituta a cliente, o que le hubiese brindado sus favores a cambio de que él, en su capacidad de agente especial, no denunciara su ejercicio de la prostitución.
«Durante las relaciones sexuales él la estranguló con un trozo de cuerda. Después la envolvió en su abrigo de piel de leopardo (¡un abrigo de piel en agosto!), la llevó al salón y la colocó debajo de las tablas del suelo junto con el resto de su ropa.
»Aquella misma tarde, Ethel, que había estado ausente en Sheffield con sus familiares, llegó a casa acompañada por su hermano Henry Waddington, quien tenía intención de quedarse a pasar la noche allí. Como en la casa sólo había un dormitorio y estaba ocupado por el señor y la señora Christie, Henry Waddington durmió en el salón, a unos cuantos palmos de distancia del cuerpo temporalmente sepultado de Ruth Fuerst…»
Mix tuvo que dejarlo ahí. Iba a pasar a buscar a Danila a las ocho y quería salir pronto para quedarse un rato frente al número 41 y contemplar la casa en la que había vivido aquella primera víctima. El número 41 de Oxford Gardens se hallaba al otro lado de Ladbroke Grove, un edificio bastante degradado que necesitaba con urgencia una mano de pintura y un acondicionamiento general. No había duda de que actualmente su valor alcanzaría una enorme suma, algo increíble para sus ocupantes del tiempo de la guerra si alguno de ellos siguiera aún con vida. Un gato bastante parecido a Otto, si bien éste era mayor y con el hocico gris, subió al muro y se detuvo al ver a Mix mirando. Él lo espantó y le hizo una mueca, pero el animal era astuto y experimentado. Le lanzó una mirada inescrutable y se dirigió lenta y tranquilamente hacia un macizo de arbustos.
¿Alguna vez Reggie había estado allí donde estaba él, luego se había decidido y había recorrido el sendero y llamado al timbre? Puede que hubiera acudido allí en otras ocasiones antes del encuentro fatal. ¿Acaso el autor del libro más conocido sobre Reggie no había sugerido que se conocían desde hacía tiempo? Muy probablemente todas sus relaciones con las víctimas se desarrollaran paulatinamente. Era lógico que alguna vez se hubiese acercado al lugar donde vivían. Al fin y al cabo, por regla general Ethel Christie estaba en casa en Rillington Place y él no siempre podría haberlas conocido en cafeterías o bares.
Mix estaba cada vez más convencido de que Reggie había visitado a Gwendolen en Saint Blaise House. Cuando al principio le alquiló el piso, ella había mencionado de pasada a su madre y a su padre, con quienes había vivido en aquella época lejana, y también había mencionado la muerte de su madre poco después de la guerra. El padre había trabajado de profesor, aunque Mix no sabía lo que enseñaba, y seguro que estaba a menudo fuera de casa. Se imaginaba a Gwendolen dejando entrar a Reggie, llevándolo a la cocina para tomar una taza de té (esnob que era ella) mientras hablaban sobre el aborto, sobre la necesidad que tenía ella de llevarlo a cabo y de la habilidad de él para realizar la operación. Tal vez Gwendolen no pudiera pagar los honorarios que pedía Reggie, pero Mix no recordaba haber leído en ninguna parte que hubiese cobrado alguna vez…
Cuando volvió a la casa en la que vivía Danila dos minutos después de las ocho, se la encontró esperándolo al otro lado de la puerta principal. No se sintió complacido por ello, pues era un indicio demasiado evidente de desesperación. Hubiera preferido que lo hubiese hecho esperar, aunque hubiera sido media hora. Pero ahora ella estaba allí con él y, como solía decir su abuela, iba de punta en blanco, con unos pantalones de cuero muy ceñidos, una blusa plisada y una chaqueta de piel de leopardo de imitación. Igual que Ruth Fuerst, pensó él, y se preguntó si Fuerst habría tenido ese mismo aspecto, flaca morena y de rasgos marcados. Trató de recordar si alguna vez había visto alguna fotografía suya. Fueron caminando hasta Ladbroke Grove y al Kensington Park Hotel.
Le encantaba el KPH, no porque tuviera nada especial, sino porque Reggie lo había frecuentado todos esos años atrás. Era un lugar histórico. Deberían tener un letrero que indicara a la clientela que una vez fue el local del asesino más infame del oeste de Londres. No obstante, ¿qué podías esperar de una gente tan ignorante como para echar abajo Rillington Place y destruir todo indicio del célebre emplazamiento?
– No eres muy hablador -le dijo Danila ante un vodka con grosella-. A Kayleigh le gustaría saber si se te ha comido la lengua el gato.
Aquello le recordó desagradablemente a Otto.
– ¿Quién es Kayleigh?
– La chica que hace el turno de tarde en el gimnasio. Es amiga mía. -Al ver que Mix no respondía, ella añadió con entusiasmo (¿o acaso con desesperación?)-: Hoy me han predicho el futuro.
Mix iba a replicar que el tema no le interesaba y que no era más que una sarta de estupideces cuando recordó haber leído que Nerissa frecuentaba a los curanderos, a los adivinos y que tenía un gurú. Además, ahora él también creía a medias en los fantasmas, ¿no?
– Creo que debe de haber algo de cierto en todo eso. Hay muchas cosas que no sabemos, ¿no es verdad? Me refiero a que algunas de ellas resultará que tienen fundamento científico.
– Eso es precisamente lo que yo digo. A mí me lee el futuro Madam Shoshana en el gimnasio. Es la jefa, pero también es adivina, tiene toda clase de títulos.
– ¿Y qué te dijo?
– No tienes que reírte. Mi destino está ligado al de un hombre cuyo nombre empieza por ce. Y yo pensé que podría tratarse del tipo que hace las pedicuras en el spa. Se llama Charlie, Charlie Owen.
Mix se echó a reír.
– Podría ser yo.
– Tu nombre empieza por eme.
– Mi apellido no.
– Sí, pero es una ese.
– No, no es así. ¡Si lo sabré yo! Se escribe ce, e, elle, i, ene, i.
Ella lo miró a los ojos.
– Estás de broma.
– ¿Quieres otra copa? -le preguntó Mix.
En el camino de vuelta a Oxford Gardens, Mix compró dos botellas de vino blanco de California en la vinatería, los restos baratos del cajón de las ofertas. Se lo bebieron en la cama de la chica y después Mix no creyó haberse desenvuelto muy bien. Pero ¿qué importaba eso? Los dos estaban borrachos y ella no era la clase de chica con la que sientes que tienes que hacer un buen papel. Frente a la puerta, el suelo y el techo se mecían como las olas del mar, se alzaban, descendían y se agitaban. Mix se dirigió a la escalera agarrado a la barandilla, tropezó, estuvo a punto de caerse de rodillas y la chaqueta se le subió a la nuca. Se la arregló lo mejor que pudo, empezó a bajar y se cruzó con un hombre que subía y que se apartó, encogiéndose inequívocamente cuando percibió su aliento. Otro inquilino, conjeturó su mente embotada, un tipo de Oriente Próximo de rostro cetrino y bigote negro; todos parecían iguales. Mix no volvió la vista atrás y no vio que el tipo recogía una pequeña tarjeta blanca del rellano frente a la habitación de Danila.
Mix se fue a casa arrastrando los pies en medio de la noche húmeda y bochornosa. Un aire más frío tal vez lo hubiera despejado un poco, pero aquello era como un baño templado. Otto volvía a estar en las escaleras, lamiéndose los bigotes como si hubiese estado comiendo algo. Mix encontraba que había algo extraño y quizá desagradable en el hecho de que el gato pasara tanto tiempo allí arriba en las escaleras. Cuando se mudó, esto no ocurría. La antipatía era mutua, por lo tanto no era él lo que atraía al animal. ¿Qué era entonces?