177584.fb2
El despertar fue extraño.
Cuando Mary de Egton abrió los ojos, por un momento no supo dónde se encontraba. Sorprendida, recorrió con la mirada el aposento, con sus fríos muros de piedra. El alto techo estaba forrado con paneles de madera oscura, casi negra, y las paredes estaban guarnecidas con tapices bordados que representaban escenas de caza medievales. Dos armarios de madera, decorados con tallas, a los que se añadía una cómoda con un gran espejo, formaban el mobiliario. En un colgador torneado de madera de roble colgaba un vestido de damasco de un color gris plateado que le resultaba completamente desconocido, hasta que recordó que había llevado esa prenda durante la cena. En realidad no era suya, sino un préstamo de Eleonore de Ruthven, que había insistido en vestirla hasta que no tuviera ropa nueva.
Mary podía sentir cómo la sangre fluía en sus venas. Con una pulsación intranquila, palpitaba a través de su cuerpo como si algo le hubiera provocado un estado de terrible excitación.
Entonces, como si hubieran descorrido poco a poco una cortina, volvió el recuerdo de su sueño de esa noche. Las imágenes eran tan vivas e intensas como si fueran reales. Mary recordó a la joven -Gwynn- y a su hermano Duncan como si aún se encontraran ante ella. Como si efectivamente hubiera sido testigo de la conversación que habían mantenido. Y eso no era todo.
Mary recordaba también los sentimientos de la joven, que había sentido como si fueran los suyos propios: primero la vaga esperanza de que el padre pronto volviera a casa; luego su decepción, su duelo; y finalmente, cuando había oído hablar a su hermano de mentira y traición, el horror y la confusa intuición de una futura desgracia.
Extraño… Mary nunca había tenido un sueño como aquel. Aunque sus sueños eran vivaces y a menudo podía recordarlos, jamás había visto surgir en ellos unas imágenes tan próximas a la realidad. Había podido sentir el viento áspero que acariciaba los muros del castillo, el olor terroso de las Highlands. Y seguía teniendo la impresión de que efectivamente había estado con Gwynneth y su hermano.
Mary se rió de su irracionalidad; naturalmente aquello era completamente imposible. ¿Cómo podían ser reales los personajes de un sueño? Debía de haberlo imaginado todo. Lo que había visto era una imagen onírica, cuya intensidad podía explicarse de forma muy sencilla: el día anterior, Mary había estado leyendo, en el libro de historia de sir Walter, sobre William Wallace y la lucha de los escoceses por su libertad. ¿No se había concentrado particularmente, en el viaje en carruaje a Ruthven, en el capítulo sobre la batalla de Stirling? ¿No había leído que muchos señores de los clanes habían encontrado la muerte en ella, y que aquello habían conducido a desacuerdos entre los nobles escoceses? ¿Que no pocos habían creído que Wallace pretendía la corona y quería dominar a los clanes?
¡Naturalmente!
Aunque Mary leía libros con frecuencia y le gustaba perderse en los mundos que los escritores evocaban con hermosas palabras, era una persona suficientemente sensata para saber que había una explicación racional para todo. En este caso la tenía a mano: el enigmático sueño era el resultado de su interés por la historia de Escocia. Su intensidad podía explicarse por los acontecimientos de la víspera, por su llegada al castillo de Ruthven y el frío recibimiento de Eleonore.
Aunque tal vez, se dijo, el día anterior había estado demasiado cansada para hacer honor a su nuevo hogar. Un nuevo día empezaba, y quizá hoy lo vería todo de un modo distinto. Al fin y al cabo, pronto se encontraría por primera vez con el hombre con quien iba a compartir el resto de su vida.
Aquella idea ya no la asustó tanto como lo había hecho solo unos días atrás. Como si algo de la majestad y la tranquilidad que emanaba de esta vasta tierra y de sus habitantes se hubiera transferido a ella, Mary sintió de pronto una profunda tranquilidad interior. Apartó la manta, saltó de la cama y caminó con los pies descalzos hacia la ventana.
El suelo de piedra estaba frío, pero apenas lo notó; se sentía colmada de una calidez interna, que debía de proceder aún del extraño sueño. La inexplicable sensación de ser parte de un todo la llenó por un instante de una profunda paz interior, como la que había sentido en el punto fronterizo de Carter Bar cuando contempló los prados y bosques de las Lowlands.
La sensación desapareció en el momento en que miró por la ventana y vio los muros y las torres grises del castillo de Ruthven, que recortaban el azul del cielo y el árido paisaje. El sol ya había salido, pero ninguno de sus rayos llegaba al aposento de Mary; también el patio del castillo tenía el mismo aspecto del día anterior, lúgubre y oscuro, y solo se veían algunos sirvientes y criadas. Parecía como si la vida y la luz describieran un arco en torno a esos viejos muros; pero, naturalmente, Mary sabía que eran solo imaginaciones suyas.
Simplemente, Ruthven era completamente distinto a lo que había esperado, sobre todo si lo comparaba con la propiedad de Abbotsford de Walter Scott: no una romanza en piedra, sino un amurallado canto fúnebre. Allí brotaban las flores, la afabilidad y la luz, mientras que todo eso parecía ser ajeno a este lugar.
Mary se descubrió deseando encontrarse de vuelta en Abbotsford, pero pensó que era una tonta al perderse en esa ingenua nostalgia. También eso debía de proceder del peculiar sueño que había tenido. Al parecer, la había turbado más de lo que quería reconocerse.
Enérgicamente alejó de sí aquel recuerdo y se concentró de nuevo en el presente. Su atención no debían dirigirse al pasado, sino al futuro, se dijo. A la realidad, y no a los sueños.
¿Cómo habría podido saber que detrás de aquello se ocultaba más de lo que ella o cualquiera otra persona en la tierra podía imaginar?
Kitty ayudó a Mary a vestirse y a prepararse para el desayuno. En Egton, Mary no estaba acostumbrada a vestir de damasco para la primera comida del día. Pero en Ruthven aquello parecía ser lo habitual, y ella quería demostrar que valoraba y respetaba las costumbres de su nuevo hogar.
Eleonore le había anunciado que uno de los sirvientes iría a buscarla a las nueve en punto. El reloj de pared aún no había dado la hora cuando llamaron tímidamente a la puerta de su aposento.
– ¿Lady de Egton?
– ¿Sí? -preguntó Kitty a través de la puerta.
– La señora ha llamado para el desayuno.
A una seña de Mary, Kitty abrió la puerta. Fuera había un sirviente, que llevaba una librea negra con galones plateados. El hombre, que debía de tener unos cuarenta años, tenía el cabello ralo y una nariz ganchuda; pero lo que más llamó la atención de Mary fue que caminaba extrañamente encorvado, como si temiera que en cualquier momento pudiera abatirse sobre él una terrible desgracia.
Sumisamente, el sirviente bajó la mirada y se inclinó aún más.
– Lady de Egton -repitió la invitación-, la señora ha llamado al desayuno. Si quiere hacer el favor de seguirme.
– Encantada -dijo Mary, y sonrió-. ¿Cómo te llamas, amigo mío?
– S… Samuel -respondió el hombre, dirigiéndole una mirada furtiva-. Pero mi nombre no tiene ninguna importancia, milady. Solo mi trabajo hace que me atreva a molestarla con mi humilde presencia.
En el tono con que pronunció estas palabras y en la mirada de sus ojos grises había algo que inspiraba compasión. Kitty rió entre dientes, y tampoco Mary pudo evitar una sonrisa.
– Estoy dispuesta a adaptarme a los usos y costumbres que imperan aquí, en el castillo de Ruthven -dijo-, pero no puedo imaginar que esté prohibido llamar a un sirviente por su nombre, mi querido Samuel. De modo que no temas, y muéstrame el camino al salón del desayuno.
– Como desee milady -dijo el sirviente, que se inclinó de nuevo y le dirigió desde abajo una mirada cohibida-. Que Dios la proteja, milady.
Acto seguido se volvió y abandonó la habitación. Mary le siguió, y Kitty permaneció en el aposento. Ya había tomado el desayuno a primera hora, con las demás doncellas y ayudas de cámara.
Samuel condujo a Mary por un largo pasillo de piedra natural. Como el lugar carecía de ventanas, también durante el día tenían que estar encendidas las velas, que difundían un resplandor tembloroso y sombrío.
– ¿Adónde conduce este camino, Samuel? -preguntó Mary cuando cruzaron un pasaje del que partía una empinada escalera.
– A los aposentos del laird -replicó el sirviente amedrentado. Su mirada reflejaba desconfianza.
– ¿De modo que ha vuelto de la caza? -preguntó Mary, que recordaba que la puerta del pasaje estaba cerrada la noche anterior.
– Sí, milady. La caza ha sido buena. El laird ha matado por fin al ciervo que perseguía desde hacía tanto tiempo.
– ¿Y esta puerta? -preguntó Mary al llegar a una nueva encrucijada.
De nuevo el sirviente la miró confundido. -Milady perdonará la pregunta, pero ¿no la han llevado a visitar el castillo?
– No. -Mary sacudió la cabeza-. Llegué ayer.
Samuel pareció aliviado.
– Esta puerta -dijo a continuación- conduce a la torre oeste. Pero no está permitido abrirla. El laird lo ha prohibido.
– ¿Por qué? -preguntó Mary, mientras seguían caminando despacio.
– Milady no debería hacerme estas preguntas. Solo soy un sencillo sirviente y no sé mucho.
Mary sonrió.
– De todos modos sabes mucho más que yo, Samuel. Soy una extraña aquí y agradezco cualquier información.
– Con todo, milady, le ruego que no me pregunte a mí, sino a algún otro. A alguien que merezca su confianza.
Era evidente que el sirviente no quería hablar, y Mary tampoco quería forzarle a ello; de modo que calló durante el resto del camino, que, a través de una escalera de caracol de piedra, les llevó al piso inferior, donde se encontraban el salón y el comedor del castillo.
La sala en que se servía el desayuno era alargada y tenía un techo alto soportado por pesadas vigas, del que colgaba un gran candelabro de hierro. A través de la alta ventana de la parte frontal penetraba la luz pálida de la mañana, y podían verse los muros del castillo y detrás las colinas de un color verde mate de las Highlands, que, como el día anterior, estaban envueltas en niebla. En la chimenea ardía un tímido fuego, que no consiguió disipar la sensación de frío que asaltó a Mary en cuanto entró en la habitación.
Dos personas se encontraban sentadas a la larga mesa que ocupaba el centro de la sala. Mary ya conocía a una de ellas: era Eleonore de Ruthven, la señora del castillo. La otra era Malcolm, laird de Ruthven y futuro esposo de Mary.
Mary no supo qué debía decir al ver por primera vez al hombre con el que pasaría el resto de su vida.
Malcolm era de su misma edad; su cabello, corto y negro como la pez, se retiraba un poco en las sienes, a pesar de su juventud, y tenía la piel tan pálida como su madre. De hecho, el laird parecía haber heredado la apariencia ascética de Eleonore: la misma boca de labios delgados, las mismas mejillas alargadas y los mismos ojos hundidos. Madre e hijo tenían incluso en común esa mirada escrutadora, inflexible, con la que Mary tropezó, en una doble versión, al entrar en la sala del desayuno.
– Buenos días, hija mía -la saludó Eleonore con una sonrisa benevolente-. Como ves, no te he prometido demasiado. Este es Malcolm, el laird de Ruthven y mi hijo, tu futuro esposo.
Mary inclinó la cabeza y dobló la rodilla, como exigía la etiqueta.
– ¿Qué te había dicho, hijo mío? -oyó que preguntaba Eleonore-. ¿No es todo lo que te había prometido? ¿Una verdadera dama y una joven de belleza sin par?
– Realmente lo es.
Malcolm se levantó, se acercó a Mary y le tendió la mano a modo de saludo. Por fin podían mirarse el uno al otro a los ojos; pero Mary se estremeció interiormente al comprobar que aquellos ojos eran para ella los de un completo extraño.
No es que hubiera esperado otra cosa; al fin y al cabo, era la primera vez que veía a Malcolm de Ruthven. Pero una pequeña parte de ella, romántica sin remedio -probablemente la que apreciaba tanto los libros de Walter Scott-, había esperado descubrir en la mirada de Malcolm de Ruthven al menos un asomo de confianza, un ligero presagio del afecto que tal vez un día sentirían el uno por el otro.
Pero allí no había nada. Lo que Mary vio en los ojos de un azul acerado de su futuro esposo fue, sobre todo, frialdad; aunque el joven se esforzó en suavizar esta impresión con palabras.
– Debo decir -señaló Malcolm con una ligera sonrisa- que mi madre no ha exagerado. Es usted realmente una belleza, Mary. Más hermosa de lo que nunca me atreví a soñar.
– Es usted muy generoso en sus alabanzas, honorable laird -replicó Mary avergonzada-. Naturalmente mi modesta ilusión era agradar a sus ojos. Ahora que sé que es así, siento un gran alivio, porque temía no corresponder a sus esperanzas.
Malcolm esbozó una sonrisa.
– Entonces ya somos dos los que sentíamos ese temor -dijo-. Mi madre suele alardear tanto de mis virtudes que a veces es casi imposible estar a la altura de sus himnos de alabanza.
– Tenga la seguridad de que no me defrauda, honorable laird -dijo Mary cortésmente, y le devolvió la sonrisa; posiblemente la primera impresión que había tenido de él había sido equivocada.
– Por favor, llámeme por mi nombre. Entre prometidos no debería interponerse ninguna formalidad. Me llamo Malcolm. Y ahora, por favor, tenga la amabilidad de acompañarnos a mi madre y a mí en el desayuno.
– Encantada -replicó Mary, y ocupó su lugar al otro extremo de la mesa, donde habían colocado un servicio para ella. Una sirvienta llegó y le sirvió té negro, tostadas y mermelada. Aunque Mary tenía un hambre de lobo, que arrastraba del largo viaje, se guardó de comer demasiado, y se limitó a untar un minúsculo pedacito de pan y a morder solo un trocito -en realidad, habría preferido desayunar con Kitty y las doncellas, donde habría podido comer mantequilla y queso.
Un penoso silencio se hizo en la sala. Mary pudo ver que Eleonore lanzaba a su hijo miradas apremiantes.
– ¿Ha tenido un buen viaje? -preguntó Malcolm a continuación insípidamente.
– Por desgracia, no -respondió Mary-. Cerca de Selkirk, mi carruaje fue atacado por unos salteadores de caminos. Mi cochero perdió la vida en el ataque, y mi doncella y yo también estuvimos a punto de morir.
– ¡Esto es inaceptable! -El puño de Malcolm de Ruthven se aplastó violentamente contra la mesa-. Estoy definitivamente harto de oír estas historias. Hoy mismo enviaré una carta al gobierno exigiendo que actúen con dureza contra esta pandilla de campesinos. No quiero pensar en lo que habría podido sucederle, querida Mary.
– Tranquilícese, apreciado Malcolm, no me ocurrió nada. Afortunadamente unos hombres valerosos se encontraban cerca y nos salvaron la vida, a mi doncella y a mí. Resultó que uno de mis salvadores era nada menos que sir Walter Scott.
– ¿Walter Scott? -Malcolm levantó las cejas-. ¿Debería conocerle? Al parecer es un noble.
– Lo es, aunque no según los patrones habituales -le aseguró Mary-. Sir Walter es un gran escritor, que hace revivir el pasado de nuestra tierra en sus magníficas novelas. Incluso en la corte de Londres se leen sus libros, aunque él es demasiado modesto para darse a conocer allí como el autor de sus obras.
– Libros. -Por su expresión, parecía que Malcolm hubiera mordido un limón-. Debo reconocer, querida, que no son precisamente mi especialidad. Los libros deben de estar muy bien para los eruditos y para aquellos que son demasiado viejos o perezosos para vivir grandes cosas por sí mismos. Yo, por mi parte, prefiero la fama de los propios hechos a las fabulaciones de un visionario exaltado.
Mary mordió otro pedacito de pan y tuvo que masticar lentamente para no dejar ver hasta qué punto la habían herido aquellas palabras. De un solo golpe, Malcolm no solo había ofendido a sir Walter y a su obra, sino que la había acusado también indirectamente de ser indolente y perezosa; parecía demasiado teniendo en cuenta que acababan de conocerse en aquel momento. Tal vez Mary habría podido pasar por alto que el laird de Ruthven no fuera un amante de la literatura, si él no hubiera insistido en arrancarle una reacción.
– ¿Qué opina usted, querida? -preguntó-. ¿No cree también que es más propio de un hombre de honor conquistar la fama por sí mismo en lugar de tratar de emular las aventuras de unos héroes inventados?
– No todos los héroes de sir Walter son inventados -replicó Mary enseguida-. Una de sus novelas más famosas está dedicada, por ejemplo, a Rob Roy.
– ¿Ese ladrón, ese hombre sin ley?-preguntó Eleonore horrorizada.
– Nunca fue un ladrón, y solo fue un hombre sin ley a ojos de los ingleses. Scott lo representa como un héroe y un luchador por la libertad, que se opone a la injusticia de que fueron víctimas él y su familia.
– Debo decir que no me extraña que el crimen y el desprecio por la ley sigan aumentando en las Lowlands -replicó Malcolm-, si hombres como ese Scott andan libremente por ahí y elevan a los bandidos al rango de héroes.
– Sir Walter es un famoso artista y un gran hombre -dijo Mary, sin esforzarse ya en ocultar la ira en su voz-. Me salvó la vida y nos acogió en su casa, a mí y a mi doncella. Tengo una gran deuda con él, y no permitiré que su honor sea puesto en cuestión en mi presencia.
– Calma, hija -la previno Eleonore fríamente-. Tus palabras están fuera de tono.
– Deja, madre. -Malcolm sonrió-. Es evidente que mi futura esposa no solo es extremadamente hermosa y encantadora, sino que también posee el corazón de una luchadora. Esto me agrada. ¿Podrá perdonar mis frívolas observaciones, apreciada Mary?
Mary dudó solo un momento.
– Naturalmente -dijo enseguida-. Y le ruego que perdone que haya levantado la voz.
– Está olvidado -aseguró Malcolm, y cambió de tema-. Después del desayuno le mostraré la propiedad de la familia Ruthven. Quedará impresionada.
– Estoy convencida de ello.
– La familia de Ruthven se remonta a una tradición de siglos, hija -explicó Eleonore en un tono que Mary encontró algo irritante-. Conservar estas tradiciones y preservar la propiedad y la posición de nuestra familia constituye la más elevada responsabilidad de mi hijo.
– Naturalmente, madre -dijo Malcolm-. Pero, por favor, no aburras a mi futura esposa con informaciones áridas. Preferiría hablarle de los maravillosos progresos que hemos realizado en nuestras tierras en los últimos años. Ahí donde mi padre, que en paz descanse, todavía arrendaba la tierra a los campesinos, cuyos diezmos apenas bastaban para cubrir los costes, hoy se obtienen elevados beneficios.
– ¿De qué modo? -quiso saber Mary.
– Cría de ovejas-se limitó a decir Malcolm.
– ¿Se dedican a la cría de ovejas?
– No, hija, no nosotros -dijo Eleonore, y su tono revelaba que la pregunta le parecía de una absurdidad difícil de superar-. Solo ponemos nuestras tierras a disposición de los criadores de ovejas del sur, que pagan bien para que les dejemos apacentar a su ganado en ellas.
– Comprendo -replicó Mary pensativamente-. Perdone la pregunta, que seguramente le parecerá ingenua…, pero ¿qué ha ocurrido con los campesinos que trabajaban estas tierra en época de su padre?
– Se han trasladado -dijo Malcolm, encogiéndose de hombros-. A la costa.
– ¿Abandonaron el país de forma voluntaria?
– No exactamente. -El laird rió-. Los menos de entre ellos fueron suficientemente razonables para marcharse voluntariamente; pero no pocos debieron ser obligados por la fuerza, y algunos particularmente testarudos tuvieron que ver cómo sus casas ardían sobre sus cabezas antes de llegar a convencerse de que mi decisión era irrevocable.
Perpleja, Mary miró a su prometido.
– ¿Expulsó de su hogar a estas personas? ¿Lo considera justo?
– Es el progreso, hija mía. El progreso raramente es justo. En todo caso no para los mendigos y los campesinos, ¿no cree?
De nuevo rió. Mary no pudo dejar de sentir que había algo pérfido y malicioso en su risa. Con amargura recordó lo que el viejo escocés le había contado, en el Jedburgh Inn, sobre los reasentamientos, y de pronto tuvo la sensación de que Malcolm se divertía a costa del anciano.
– Perdone, apreciado laird -replicó fríamente-, pero me temo que no tiene idea de lo que está hablando.
La engreída risa de Malcolm de Ruthven cesó, y tanto él como su madre le dirigieron una mirada escrutadora y cargada de reproches.
– ¿Qué quiere decir con esto, mi apreciada Mary?
– Quiero decir que no sabe qué es ser expulsado de su país de nacimiento y verse forzado a empezar de nuevo en una tierra extraña. No sabe cuánto valor se necesita para eso, y no tiene ni idea de la miseria a que ha lanzado a esas pobres gentes.
El color de la cara de Eleonore cambió visiblemente; su rostro se encendió de ira, y la pálida tez de la señora del castillo se tiñó de rosa. La mujer tomó aire para reprender a Mary con brusquedad, pero su hijo la contuvo.
– Si me lo permites, querida madre -dijo-, me gustaría contestar a eso y explicárselo a Mary.
– ¿Existe alguna explicación que pueda justificar semejante injusticia? -Mary levantó las cejas-. Tengo que reconocer que siento curiosidad.
Malcolm volvió a reír, pero su risa ya no sonaba tan satisfecha y fatua como antes.
– Mi querida Mary, por lo que dice, podría parecer que ha pasado las últimas semanas en compañía de escoceses rebeldes. Las universidades de Edimburgo y Glasgow están llenas de jóvenes fanáticos que echan pestes contra las Clearances e invocan el espíritu de los viejos tiempos, en los que eran libres y la tierra en que vivían aún les pertenecía.
– ¿Y? -se limitó a preguntar Mary.
– La verdad, mi querida amiga, es que el país nunca perteneció realmente a esta gente. Somos nosotros, los señores de los clanes, los que desde hace siglos tenemos el poder en nuestras manos. A nosotros pertenece la tierra en que viven estas personas. Durante todo este tiempo les hemos soportado, aunque nunca consiguieran sacudirse de encima el polvo de la pobreza y prosperar con los frutos que arrancaban al pobre suelo. En los actuales tiempos de progreso, todo esto ha cambiado. La gente abandona sus cabañas de barro de las Highlands y se traslada a la costa, porque allí encuentran trabajo y bienestar. La pesca tiene una gran necesidad de hombres capaces, y las tejedurías emplean a cientos de mujeres como fuerza de trabajo. Por ello se les paga un salario justo, y el progreso no queda reservado ya a solo a unos pocos. Esta gente nunca será como usted y como yo, apreciada Mary. No son nada, y no tienen nada, y su nombre es como humo que se desvanece en el viento. Pero gracias a las medidas que ha adoptado el gobierno, en colaboración con los lairds y los duques, ahora el bienestar estará al alcance de todos. ¿Sabía que la mayoría de esos pilletes que crecen en granjas apartadas no saben ni leer ni escribir? ¿Que la ayuda médica más próxima a menudo está a días de viaje y que por eso muere mucha gente? Todo esto cambiará, Mary, gracias al progreso.
Malcolm dejó de hablar, y Mary permaneció sentada en silencio. No sabía qué debía replicar, y se avergonzaba de haber juzgado de un modo tan rápido y precipitado. Posiblemente lo que había vivido en Jedburgh había enturbiado su capacidad de juicio, y también su propia situación debía de haber contribuido a que se sintiera más afectada por el destino de los highlanders expulsados de su tierra de lo que realmente correspondía.
Tal vez Malcolm tuviera razón; tal vez para los hombres de las tierras altas fuera efectivamente mejor trasladarse a la costa. Era algo parecido a lo que ocurre con los niños, que no saben aún qué es bueno para ellos y sus padres tienen que decidir en su lugar. Como señor de las tierras que ocupaban, Malcolm había decidido por esa gente. Seguro que la decisión no había sido fácil, y ahora Mary se avergonzaba un poco de haber sospechado que solo perseguía su propio beneficio.
– Le ruego -dijo, bajando humildemente la cabeza- que disculpe mis palabras petulantes e irreflexivas. Me temo que todavía tengo mucho que aprender sobre mi nuevo hogar.
– Y yo la ayudaré encantado a hacerlo -replicó Malcolm sonriendo-. Sígame, Mary. Quiero enseñarle todo lo que constituye mi patrimonio…