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– ¿Ningún resultado concreto aún?

Walter Scott estaba tan enojado que casi se atragantó al hablar. Quentin no pudo evitar la comparación con una fiera encerrada en una jaula al ver a su tío paseando de ese modo, con las manos a la espalda, de un lado a otro de su despacho.

– Ya hace una semana que persigue usted a esos asesinos, inspector, ¿y todo lo que tiene que decirme es que aún no hay ningún resultado concreto?

Charles Dellard se encontraba de pie en el centro de la habitación. Su uniforme tenía el mismo aspecto correcto de siempre y las botas de montar negras relucían. Sin embargo, los rasgos angulosos del inspector habían perdido un poco de su seguridad.

– Le pido perdón, sir -dijo en voz baja-. Por desgracia, nuestras investigaciones no nos permiten avanzar como esperábamos.

– ¿No? -Scott se dirigió hacia su huésped con el mentón apuntando al frente. Quentin temió por un momento que su tío pasara a las manos-. ¿No decía que le faltaba poco para atrapar a las personas que se encontraban tras estos ataques?

– Posiblemente -reconoció Dellard apretando los dientes- eso fue un error.

– ¡Un error! -Scott bufaba como un toro. Quentin no recordaba haber visto nunca a su tío tan exaltado-. Este error, apreciado inspector, ha trastornado a mi familia y a toda la casa. Pasamos un miedo terrible esa noche. Y sin la intervención arrojada y valerosa de este joven -Scott señaló a Quentin-, tal vez habría ocurrido algo peor.

– Lo sé, sir, y le ruego que acepte mis disculpas.

– Con todo el respeto que me merecen sus disculpas, tengo que decir que no disminuyen el peligro, inspector. Exijo que haga su trabajo y atrape a esos bandidos que atacaron y amenazaron mi hogar.

– Eso intento precisamente, sir. Por desgracia, mis hombres y yo hemos perdido las huellas que seguíamos. Son cosas que suceden a veces.

– Tal vez sea porque han seguido las huellas equivocadas -replicó sir Walter agriamente-. En varias ocasiones le he señalado los indicios con los que mi sobrino y yo habíamos tropezado, pero usted se ha negado a aceptar ninguna ayuda. Allí fuera -y señaló hacia la gran ventana, tras la que podía contemplarse la otra orilla del río- se encuentra la incontrovertible prueba, marcada a fuego en el suelo, de que durante todo este tiempo teníamos razón en nuestras suposiciones. Existe una relación entre los ataques de las últimas semanas y el signo rúnico, Dellard, tanto si le gusta como si no.

El inspector asintió lentamente, y luego caminó hacia la ventana y miró hacia fuera. Aunque había pasado casi una semana desde el asalto, aún podía verse el lugar donde había ardido el signo en la maleza de la orilla. Una hoz como la de la luna, cruzada por un trazo rectilíneo.

Scott, que apenas podía contener su furia y su decepción, se colocó a su lado.

– Desde esa noche, mi esposa está completamente fuera de sí, Dellard. La persiguen pesadillas en las que aparecen jinetes enmascarados con capas negras que atentan contra su vida. Esto tiene que acabar, ¿me ha entendido?

– ¿Qué espera de mí? No soy médico. No puedo hacer nada contra las pesadillas de su esposa.

– No, pero puede eliminar las causas que las provocan. Me aconsejó que permaneciera en Abbotsford, y yo me atuve a su consejo, Dellard. Pero eso solo hizo empeorar las cosas, porque sirvió únicamente para atraer a mis enemigos. Estos cobardes asesinos me han perseguido hasta aquí, hasta mi propia casa, y no había nadie para proteger a los míos.

– Lo sé, sir, y lo lamento. Yo le…

– Yo le pedí que destinara algunos hombres a la protección de Abbotsford, pero también eso lo rechazó. Estaba tan seguro de sí mismo y de su absurda teoría que perdió de vista todo lo demás. Faltó poco para que sucediera una catástrofe.

Dellard se puso rígido, sus rasgos se endurecieron aún más. Estoico como una estatua, dejó que los reproches de sir Walter cayeran sobre él sin mostrar ninguna reacción.

– Sir -dijo finalmente-, está en su derecho de estar furioso conmigo. En su lugar tal vez también yo lo estaría, y no podría censurarle si enviara otra carta a Londres para quejarse de mí y del modo en que dirijo este asunto. No dudo que concederán crédito a sus palabras y que en la corte, en consideración a su posición como secretario del Tribunal de Justicia y a su fama, le darán la razón. Por eso me adelantaré a los acontecimientos y yo mismo dimitiré de mi función de inspector investigador. A partir de este momento, el sheriff Slocombe es de nuevo el responsable de los asuntos del distrito.

– ¿Demonios, qué clase de hombre es usted, Dellard? ¿Es ese su concepto del honor? ¿Marcharse cuando las cosas se ponen difíciles?

– Bien, sir, había supuesto que usted insistiría en mi despido, y consideraba una prueba de honor…

– ¡Con todo el respeto para su honor, Dellard -exclamó sir Walter-, no me importaría que, para variar, hiciese uso de su entendimiento! Ha cometido errores, eso está claro, pero sigo considerándole un investigador capaz, por más que esté lejos de aprobar sus métodos. No quiero que se vaya; exijo que continúe con las investigaciones. Quiero que atrape a los autores de estos cobardes atentados y los lleve ante la justicia. Entonces mi mujer volverá a conciliar el sueño y todos respiraremos tranquilos. Pero espero que en el futuro incluya en sus investigaciones todos los indicios, incluido el enigmático signo de ahí fuera.

Dellard se volvió y miró de nuevo hacia el exterior.

– No quería creerlo -dijo en voz baja-. No quería admitir la posibilidad de que el incendio en la biblioteca y la runa de la espada estuvieran relacionados.

– ¿Por qué no? -preguntó sir Walter, antes de que un nuevo interrogante surgiera en su mente-. ¿Y cómo es que conoce el significado de este signo? -añadió-. Si no recuerdo mal, nunca se lo mencioné…

– ¿Que cómo lo conozco…? -Dellard se sonrojó. Parecía ser consciente de que había cometido un error-. Bien… es un hecho por todos sabido, ¿no? -objetó.

– En realidad no. -Sir Walter sacudió la cabeza-. Esta runa tiene una antigüedad de siglos, tal vez incluso de milenios, inspector. Con excepción de Quentin y de mí, hasta ahora solo había otra persona que conociera su significado en Kelso.

– Y por esa persona lo he sabido -dijo Dellard rápidamente-. Habla del abad Andrew, ¿no es cierto? Sí, los monjes parecen tener algún antiguo secreto que proteger, o esa impresión tuve yo al menos.

– ¿De modo que ya se había informado sobre la runa?

– ¿Y por qué debería haberlo hecho? Al fin y al cabo, no creía que hubiera ninguna relación entre ella y este caso.

– Pero habló acerca de ella con el abad.

– Sí, lo hice. Como acerca de muchas otras cosas. ¿Acaso debo rendirle cuentas ahora de con quién hablo y acerca de qué?

– No, inspector, pero exijo lealtad. Dígame, ¿por qué le preguntó al abad Andrew sobre la runa? Y ¿qué le dijo el monje sobre ella?

– Que era un signo muy antiguo, que posiblemente había sido utilizado hacía muchos cientos de años por una secta pagana.

– ¿Una secta? -Sir Walter le dirigió una mirada inquisitiva-. ¿Eso dijo?

– Eso o algo parecido, no puedo recordar las palabras exactas. De todos modos, no me pareció que esas cosas pudieran ser importantes para mis investigaciones.

– Bien, inspector -dijo sir Walter, recalcando cada palabra-, ahora ya debe de haber comprendido que en este punto se equivocó. La runa, le guste o no, está directamente relacionada con los acontecimientos de Kelso y con el asalto a mi casa. De modo que debería empezar por ampliar sus investigaciones en esta dirección.

– Así lo haré, sir, pero no creo que eso nos conduzca a ninguna parte. Aunque partamos de la base de que los criminales forman parte de algún tipo de secta, en la práctica no sabemos nada sobre ellos. No dejan huellas, y su rastro se pierde en la oscuridad del bosque. Casi podría creerse que tenemos que habérnoslas con aparecidos.

Scott notó que Quentin se estremecía. Él, por su parte, ni siquiera parpadeó.

– Los aparecidos -dijo tranquilamente- no suelen montar a caballo, mi apreciado inspector. Y por lo que se dice, también son extremadamente insensibles a las balas de plomo. El hombre al que mi sobrino disparó en defensa propia aquella noche no era un aparecido, sino un ser de carne y hueso.

– Sobre cuya identidad, de todos modos, no sabemos nada. Los interrogatorios en la vecindad no han aportado ningún resultado -replicó Dellard-. Nadie parece conocer a este hombre. Es como si fuera un fantasma venido de otro mundo.

– O como si viniera sencillamente de otra región -replicó sir Walter, que había percibido la expresión de susto en el rostro de Quentin-. Le agradecería, inspector, que limitara sus investigaciones al aquí y al ahora. Me da la sensación de que ya tendrá bastante trabajo con eso. No se necesitan explicaciones sobrenaturales para llegar al fondo de estas cosas.

– ¿Ah sí? ¿Usted cree? -Dellard dio un paso adelante y habló en un cuchicheo ronco-. Hace pocos días también yo habría dicho lo mismo, pero cuanto más descubro sobre este extraño caso, más me parece que aquí ocurre algo raro.

– ¿Qué quiere decir, inspector? -preguntó Quentin, que no podía contenerse por más tiempo.

– Misteriosos signos rúnicos que brillan en la noche, asociaciones secretas paganas que celebran rituales antiquísimos, jinetes enmascarados cuyas huellas se pierden en la nada y que no pueden ser perseguidos. No sé qué le parecerá a usted, señor Quentin, pero yo encuentro todo esto muy insólito.

Sir Walter no reaccionó. En lugar de eso miró inquisitivamente al inspector, tratando de descubrir qué pensamientos se ocultaban tras los rasgos pálidos y severos del inglés.

– ¿Qué más sabe? -dijo con calma-. ¿Qué más le ha contado el abad Andrew?

– ¿Qué quiere decir?

– Presiento que nos oculta algo, inspector. Que no nos dice toda la verdad. Desde hace ya cierto tiempo tengo la sensación de que sabe más de lo que quiere admitir ante nosotros, y le rogaría que acabara de una vez con este juego de ocultaciones. Después de todo lo que ha ocurrido, creo que mi sobrino y yo tenemos derecho a la verdad.

Quentin asintió con la cabeza, aunque en realidad no estaba muy seguro de querer escuchar la verdad. Posiblemente era mejor que algunas cosas permanecieran ignoradas, que algunas verdades no llegaran a ser pronunciadas.

Charles Dellard no respondió enseguida. Por un instante, que a Quentin se le hizo eterno, el inspector hizo frente a la mirada inquisitiva de sir Walter sin parpadear.

– Lo lamento, sir -dijo finalmente-, si debido a errores que he cometido en el pasado, he perdido su confianza. Si ese es su deseo, seguiré trabajando en el caso y haré todo lo que esté en mi mano para recuperar la confianza perdida. Pero eso es lo único que puedo aportar por mi parte. Usted, sir, deberá aprender también a confiar de nuevo; en caso contrario, las suspicacias y el recelo le devorarán lentamente. Como es natural, no puedo forzarle a adoptar esta actitud, y es usted libre de seguir reflexionando por su cuenta sobre este caso y los acontecimientos relacionados con él. Pero debo prevenirle: si sigue ocupándose de ello, lo perderá todo.

– ¿Es esto una amenaza? -preguntó sir Walter.

– Naturalmente que no, sir. Solo una sencilla conclusión. Si no se mantiene al margen de estos asuntos, pronto no podrá pensar ya en nada más. Su trabajo se resentirá por ello, y también su familia. La idea de ser perseguido no le abandonará en todo el día e incluso de noche le visitará en sus sueños. Será lo primero que le venga a la cabeza por la mañana, cuando se despierte de un sueño intranquilo, y lo último que piense antes de ir a dormir. Créame, sir, sé de qué hablo.

La mirada que el inspector dirigió a sir Walter era imposible de descifrar, pero por primera vez Quentin tuvo la impresión de que su tío no era el único en la habitación que tenía que arrastrar una pesada carga.

– Libérese de esto, sir -dijo Dellard en voz baja, casi en tono conspirativo-. No puedo forzarle a que confíe de nuevo en mí, pero en interés de su familia y de sus seres queridos, debería hacerlo. Se lo aconsejo con la mejor intención, sir. Y ahora perdónenme, señores. Tengo que hacer.

Con cortesía militar, Dellard dio un taconazo e insinuó una reverencia; luego dio media vuelta y abandonó la habitación. Uno de los sirvientes, que esperaba fuera, le condujo hasta la puerta.

Durante un rato reinó el silencio en el despacho. Quentin, profundamente impresionado por las palabras del inspector, tenía la sensación de que debía decir algo pero no se le ocurría nada apropiado, y se sintió aliviado cuando finalmente su tío rompió el silencio.

– Un hombre extraño, ese inspector -murmuró sir Walter pensativamente-. Por más que me esfuerzo, no acabo de comprenderle.

– Es inglés -sentenció Quentin con cierta candidez, como si aquello lo explicara todo.

– Lo es, sí. -Sir Walter no pudo evitar una sonrisa-. Y eso puede explicar algunas de sus peculiaridades, pero ni mucho menos todas. Cada vez que nos encontramos me sorprende de nuevo.

– ¿En qué sentido, tío?

– Por ejemplo, dejando ver que no es una hoja en blanco. También él parece perseguido por sus demonios, lo que podría explicar algunas cosas.

– ¿Demonios? -preguntó Quentin, asustado.

– En sentido figurado, muchacho. Solo en sentido figurado. La advertencia que me ha hecho era sincera. O al menos, eso supongo.

– Entonces ¿seguirás su consejo?

– No he dicho eso, querido sobrino.

– Pero ¿no crees que Dellard tiene razón?

– Desde luego que lo creo, muchacho. Lo creo porque lo vivo cada día. Es cierto: la muerte de Jonathan y los acontecimientos posteriores me persiguen hasta en mis sueños. Y por la mañana son lo primero en que pienso.

– Entonces ¿no sería mejor olvidar el asunto?

– No puedo olvidarlo, Quentin. Posiblemente hace solo unos días aún habría estado dispuesto a hacerlo; pero hoy ya no. No después de que esa gente haya atacado mi residencia. Al hacerlo traspasaron un límite que no deberían haber cruzado.

– De modo que… ¿no dejaremos el asunto en manos del inspector?

– Al contrario. Dellard puede hacer lo que considere conveniente, pero también nosotros proseguiremos con nuestras indagaciones.

– ¿Dónde, tío?

– En el mismo lugar donde ya hemos solicitado información en dos ocasiones y no nos la han proporcionado: en el monasterio de Kelso. Parece que con el inspector el abad Andrew fue algo más hablador que con nosotros. Sigo estando convencido de que el abad sabe qué se oculta tras el signo rúnico. Dellard ha hablado de una secta pagana; posiblemente ahí se encuentre la clave de todo. Pero tengo que estar seguro.

– Comprendo, tío. -Quentin asintió no muy convencido. Durante un brevísimo instante una idea aterradora cruzó por su mente.

¿Y si ya había empezado? ¿Y si las palabras de Dellard ya se habían hecho realidad, y la desconfianza y el recelo habían empezado a minar interiormente a sir Walter? ¿Era posible que la manía persecutoria hubiera hecho presa en él? Al fin y al cabo, el señor de Abbotsford estaba a punto de lanzarse en persecución de una ominosa secta. ¿Era normal en un hombre cuya pasión era la ciencia y que se enorgullecía, por encima de todo, de su racionalidad?

Quentin apartó enseguida aquella idea de su pensamiento. Claro que la muerte de Jonathan había conmocionado profundamente a su tío, pero eso no significaba que no supiera qué hacía. Un instante después, Quentin ya se avergonzaba de sus pensamientos y creyó que debía desagraviar de algún modo a sir Walter.

– ¿Cómo puedo ayudarte, tío? -preguntó.

– Yendo a Kelso en mi lugar, sobrino.

– ¿A Kelso?

Sir Walter asintió.

– Escribiré una carta al abad Andrew solicitándole que te deje investigar en los libros que pudieron ser salvados de la biblioteca. Le comunicaré que has tomado el relevo de Jonathan y que debes recopilar para mí datos para una nueva novela.

– ¿Quieres escribir una nueva novela, tío? ¿Ya está acabada la otra?

– De ningún modo, es solo una excusa. Una astucia a la que tenemos que recurrir porque me temo que nos están ocultando la verdad. En realidad aprovecharás esa oportunidad para tratar de encontrar en la librería del abad Andrew otros indicios, muchacho, indicios sobre la runa de la espada y la enigmática secta de la que ha hablado Dellard.

Quentin se quedó con la boca abierta, estupefacto.

– ¿Debo ir a espiar, tío? ¿A un monasterio?

– Solo debes compensar un poco la ventaja que nos llevan -expresó diplomáticamente sir Walter-. El abad Andrew y el inspector Dellard no muestran sus cartas, y no pueden esperar que nosotros lo aceptemos sin más. Es evidente que ocultan un secreto, y después de todo lo que ha ocurrido, pienso que deberían compartir sus conocimientos con nosotros. Al fin y al cabo, no es su vida la que está amenazada, sino la nuestra, y no se trata de su casa y su hogar, sino del mío. Y haré todo lo que sea necesario para protegerlo. ¿Me ayudarás en esto?

Quentin no tuvo necesidad de reflexionar, aunque actuar como espía en la comunidad de Kelso no le entusiasmaba precisamente.

– Claro, tío -aseguró-. Puedes confiar en mí.

– Muy bien, muchacho. -Sir Walter sonrió-. El abad Andrew y Dellard deberían saber que la verdad nunca se puede ocultar por mucho tiempo. Más pronto o más tarde saldrá a la luz.