177584.fb2 Trece Runas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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13

La llave encajaba.

Las mejillas de sir Walter estaban tan ruborizadas como las de un escolar que roba manzanas en el jardín del vecino. El cerrojo emitió un chasquido y el candado se abrió. Siguió un sonoro matraqueo cuando Quentin tiró de la herrumbrosa cadena y la dejó caer al suelo. El acceso a la cámara prohibida estaba libre.

Naturalmente ni sir Walter ni su sobrino habían malgastado una sola palabra para referirse el memorable regalo con que les habían obsequiado la víspera. Se habían limitado a decir al bibliotecario que querían volver a echar una ojeada a la colección de fragmentos. Una vez en la bóveda, se habían puesto enseguida a la tarea de abrir la puerta prohibida.

Con un gemido metálico, la puerta giró hacia delante, y el resplandor de la lámpara cayó sobre las estanterías que ocupaban las paredes de la cámara. Todas estaban llenas hasta el borde de rollos de escritura y carpetas de cuero con documentos y escritos fragmentarios. Y en algún lugar entre ellos -sir Walter estaba seguro-, encontrarían indicios sobre la hermandad secreta.

– Seguro que el profesor Gainswick daría cualquier cosa por estar ahora con nosotros -comentó Quentin cuando entraron en la cámara.

– Sin duda -le dio la razón sir Walter-. Posiblemente hallaremos algún escrito que podamos presentarle para que lo examine. Manos a la obra, muchacho. Tú te ocupas de la estantería del lado derecho, y yo me dedicaré al lado izquierdo.

– De acuerdo, tío. ¿Y qué buscamos exactamente?

– Cualquier cosa que tenga que ver con el tema de nuestra investigación, aunque sea solo aproximadamente. Si caen en tus manos escritos sobre costumbres paganas, runas o hermandades secretas, habrás encontrado lo que buscamos.

Quentin se encogió de hombros, y se puso enseguida al trabajo. Su sentido de la prudencia y su curiosidad se encontraban ahora equilibrados. El primer archivador que cogió estaba cubierto de gruesas telarañas. Se levantó una nube de polvo, que le hizo toser, pero al final colocó el volumen abierto sobre la mesa, y se dispuso a estudiarlo. La cubierta de cuero contenía un gran número de escritos, la mayoría en papel viejo e hinchado. La tinta estaba corrida en muchos lugares, de modo que tuvo algunos problemas para leerlos. La lectura de los pergaminos era mucho más fácil; pero en la mayoría de los casos Quentin se vio obligado a recurrir a sus conocimientos de latín y griego para arrancar un sentido a esos signos que se alineaban los unos junto a los otros sin un final aparente.

La mayoría de los documentos eran escrituras de transmisión de propiedades, que incluían derechos de feudo u otras cargas sucesorias ligadas a ellas. El motivo de que los tuvieran cerrados bajo llave, pensó Quentin, no debía de residir tanto en que el material fuera delicado como en el interés en hacerlos desaparecer para que no pudieran reclamarse derechos retroactivos.

Quentin cerró el archivador y pasó a ocuparse de la siguiente carpeta. Los documentos que contenía estaban casi exclusivamente escritos en pergamino e incluían sellos con dataciones que se remontaban hasta la época paleocristiana. Al pensar en la antigüedad de aquellos escritos, el sobrino de sir Walter sintió un enorme de respeto por aquel testimonio de un pasado remoto. Hacía cientos de años, monjes y escribanos de la corte los habían redactado, sin duda sin pensar que alguna vez serían leídos en un futuro lejano. Progresivamente, Quentin iba comprendiendo a qué se refería su tío cuando hablaba de la historia viva y de aprender de los hechos y los errores de las generaciones pasadas.

A continuación, Quentin tropezó con algunos palimpsestos, pergaminos en los que ya se había escrito y que posteriormente se reutilizaban por razones de ahorro. Bastante a menudo, sin embargo, esta operación se había hecho de forma poco cuidadosa, de manera que en algunos lugares todavía podía verse lo que se había inscrito antes.

Al principio, Quentin encontró apasionante descubrir, en una labor detectivesca, lo que había querido ocultarse a la posteridad; pero finalmente se dio cuenta de que los escritores del pasado sin duda habían tenido sus razones para eliminar la primera escritura de los pergaminos. Se trataba en general de contenidos mortalmente aburridos: anotaciones, apuntes y documentos que habían perdido su interés hacía tiempo y que no tenían nada que ver con lo que sir Walter y su sobrino buscaban.

Así transcurrieron unas horas.

A la luz de dos linternas de petróleo, que tuvieron que rellenar varias veces, sir Walter y su sobrino estudiaron un sinfín de escritos; inspeccionaron documentos y leyeron fragmentos de libros inacabados o que solo se habían transmitido parcialmente. Así dieron con un libro con detallados dibujos del cuerpo humano, y también con hojas que contenían poemas amorosos de Catulo, Ovidio y otros poetas del clasicismo romano; un rico fondo de escritos cuya sola existencia habría bastado para escandalizar a los guardianes de las buenas costumbres. Sin embargo, lo que realmente habían ido a buscar no aparecía por ningún lado.

Finalmente, Quentin fue a coger un tomo que se encontraba en el estante más alto y cuyo grosor doblaba con creces el de los demás archivadores. Apenas lo tenía sujeto, cuando perdió el equilibrio y se inclinó hacia delante. Con un grito cayó de la silla a la que se había subido para alcanzarlo, y en la caída el archivador cargado de papeles se le escapó de las manos. Con un golpe sordo, los dos aterrizaron en el suelo entre una nube de polvo y un revuelo de hojas.

– ¡Quentin! -tronó sir Walter, que se había llevado un buen susto-. ¡Parece que atraes la desgracia! ¿Qué nuevo desaguisado has organizado?

– Yo… no sé -balbuceó Quentin aturullado, mientras se limpiaba el polvo de los ojos.

Cuando los abrió parpadeando, pudo comprobar el revuelo causado. Rodeado por innumerables hojas sueltas, Quentin permaneció agazapado en el suelo, como un mocoso al que han atrapado haciendo una travesura.

– Ordena todo esto -exigió sir Walter en tono severo-, ¡y ahora mismo! Recoge hasta la más pequeña hoja de papel y vuelve a colocarla donde estaba antes de que…

De pronto calló, y en un instante la indignación que se reflejaba en su rostro dio paso a una sorpresa inaudita. En pocas ocasiones había visto Quentin a su tío tan estupefacto.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el joven, indeciso-. ¿He vuelto a hacer algo mal?

En lugar de responder, sir Walter se inclinó y levantó un escrito que había caído justo ante sus pies. Incrédulo, lo miró antes de mostrárselo a su sobrino.

– ¡Eureka! -gritó Quentin.

Era el signo de la runa de la espada.

El símbolo no era reconocible a primera vista. El calígrafo lo había incorporado a los ornamentos que adornaban el borde de la hoja. Solo cuando se giraba la página destacaba el trazo vertical con el arco que lo cruzaba.

– Esto no puede ser casual -dijo sir Walter, entusiasmado-. Coge la lámpara, muchacho, y tráela a la mesa. Y perdona que haya dicho que atraías la desgracia. Si esta es la información que buscamos, en el futuro podrás decir con toda razón que eres un hombre de suerte.

Quentin se incorporó de nuevo e hizo lo que le ordenaban. A la luz blanquecina de la lámpara, los dos hombres empezaron a leer.

Los signos del fragmento no eran fáciles de descifrar. Habían sido trazados con una caligrafía minúscula que, al menos a Quentin, le planteó algunos problemas. Sir Walter iba siguiendo cada signo con el dedo, mientras murmuraba en voz baja.

– Aquí hay algo -constató al cabo de un rato-. En el escrito se habla de «secreta fraternitatis».

– Del secreto de una hermandad -tradujo Quentin, y sintió cómo se le erizaba el pelo en la nuca.

– Sí -dijo sir Walter-, y un poco más abajo se describe con más detalle a esta hermandad. «Fraternitas signorum vetatorum», dice aquí: «la hermandad de los signos prohibidos».

– Los signos prohibidos podrían hacer referencia a las runas -opinó Quentin-. Esto significaría que en el escrito se trata de la Hermandad de las Runas.

– Eso parece, muchacho. Aquí abajo hay otros indicios que lo confirman. Por lo que puedo entender, aquí se habla de algo relacionado con encuentros secretos en noches de luna llena y de la invocación de espíritus oscuros y demonios «ex aetatibus obscuris».

– De las edades oscuras -dijo Quentin estremeciéndose.

– Es evidente que el redactor de este escrito conocía de cerca la hermandad y sus costumbres. Aquí menciona incluso dónde solían celebrar sus encuentros: «in circulo saxorum».

– En el círculo de piedras -tradujo Quentin.

– Con esto se hace referencia, sin duda, a las agrupaciones de menhires que se han conservado de épocas precristianas -explicó sir Walter-. Los eruditos siguen discutiendo sobre la función que debían de desempeñar en otros tiempos. Tal vez este fragmento encierre una respuesta a ello. Porque si el redactor de este escrito tiene razón, uno de estos círculos de piedras era el lugar de reunión de los sectarios. Allí se encontraban «ad artes obscuras et interdictas».

– Para artes oscuras y prohibidas -dijo Quentin con una voz que podía competir con la del viejo Max el Fantasma-. Y así ocurre todavía hoy -añadió con un estremecimiento.

– Espero que no creas realmente en ello, mi querido sobrino -dijo sir Walter ligeramente enojado-. Aunque en realidad no puedo discutírtelo… Hay muchos indicios de que los rebeldes que actuaron en Kelso y en Abbotsford se remiten a esta antigua charlatanería para inspirar miedo y aterrorizar a los espíritus simples. Pero supongo que no creerás que esta gente efectivamente adora ídolos y cree en antiguos hechizos rúnicos.

– El profesor Gainswick parece estar convencido de ello.

– Con todo el respeto que siento por mi antiguo maestro, debo decir que, tras pasar años ocupándose de libros y antiguos escritos, el profesor Gainswick se ha vuelto un poco excéntrico.

– ¿Y qué me dices del abad Andrew? ¿No afirmabas tú mismo, tío, que el abad callaba algo? Él nos advirtió expresamente del peligro que se oculta tras la runa de la espada. Posiblemente sabía algo de esto.

– Una sospecha fundada -reconoció sir Walter-, que transmitiremos al abad Andrew personalmente tan pronto como podamos.

– ¿Quieres volver a Kelso?

– Nuestro objetivo era encontrar en la biblioteca algún elemento en que apoyarnos, y sin duda lo hemos encontrado. Si permitimos ver este escrito al abad Andrew, tal vez se muestre un poco más generoso con nosotros en lo que hace a sus conocimientos sobre antiguos secretos. Transcribe esta página, muchacho, sin omitir nada; entretanto yo miraré si hay otros escritos que formen parte de este fragmento.

– Algo me dice que no será así -opinó Quentin.

– ¿Por qué no?

– En fin… Si este libro hubiera contenido efectivamente más informaciones sobre la hermandad prohibida, seguro que hace tiempo que habría sido destruido. O se habría perdido en las turbulencias de la Edad Media. O… -De pronto se interrumpió y su nariz se puso extrañamente pálida-. Tío -susurró en tono conspirativo-, posiblemente con esto es con lo que tropezó Jonathan en el archivo de Kelso. Tal vez el signo que encontré fuera una especie de marca. Una indicación oculta para señalar que en el estante había otro fragmento. Y el pobre Jonathan tropezó con él por casualidad; ya sabes cómo le gustaba hundir la nariz en antiguos escritos.

– No me parece muy plausible. -Sir Walter sacudió la cabeza-. ¿Por qué debería nadie esconder fragmentos de este volumen en Kelso?

– En Kelso almacenaban libros que habían podido rescatarse de Dryburgh, ¿no es cierto? Y en otro tiempo el monasterio de Dryburgh fue uno de los grandes centros de conocimiento de esta tierra, con una biblioteca tan famosa como la Biblioteca Real de Edimburgo.

– No sé adónde quieres ir a parar.

– ¿Y si las páginas del libro se hubieran repartido deliberadamente por diversas bibliotecas? ¿Y si la Hermandad de las Runas hubiera querido ocultarlas de este modo a los severos ojos de los censores conventuales? En este caso, en el curso de los siglos el conocimiento de la pervivencia de los fragmentos podría haberse perdido; hasta que infortunadamente el pobre Jonathan tropezó con uno de ellos.

– Tu historia suena tan descabellada que casi podría ser cierta, muchacho -reconoció sir Walter-. Sin embargo, hasta ahora no tenemos la menor prueba de que sea así. Seguiremos buscando y veremos si encontramos algo que pueda corroborar tu teoría.

– ¿Y qué me dices de este círculo de piedras del que se habla en el texto? -El brillo en los ojos de Quentin revelaba que la fiebre de la caza también se había apoderado ahora de él y era más fuerte que su miedo y su prudencia-. ¿No podríamos tratar de localizarlo?

– Por desgracia no hay ninguna descripción del lugar donde se encuentra. Solo en las Lowlands existen docenas de estos círculos de piedras, por no hablar de las Highlands. Mañana volveremos a visitar al profesor Gainswick; tal vez él pueda decirnos algo más sobre ello. Y ahora ponte al trabajo, muchacho.

– De acuerdo, tío.

– Y… ¿Quentin?

– ¿Sí, tío?

Una sonrisa aprobatoria se dibujó en el rostro de sir Walter Scott.

– Buen trabajo, muchacho. Realmente has hecho un muy buen trabajo.

La posterior búsqueda de fragmentos del escrito, que posiblemente había sido redactado por un monje de la Alta Edad Media para dar cuenta de las maquinaciones de los círculos de druidas y las sectas rúnicas, no dio resultado. Aunque sir Walter revisó cantidades enormes de escritos y fragmentos sueltos, mientras Quentin sacaba una copia exacta de su hallazgo, no encontraron ningún otro manuscrito que pudiera encajar con el fragmento encontrado, y tampoco descubrieron coincidencias de contenido; ninguna otra indicación sobre la hermandad, ni tampoco sobre el círculo de piedras o la runa.

Ya era de noche cuando sir Walter y Quentin dieron por terminada la búsqueda.

Ambos estaban cansados, y los ojos les dolían a causa de la luz artificial. Sin embargo, sir Walter no podría concederse un descanso; durante dos días había descuidado sus deberes de escritor en beneficio de sus investigaciones privadas, un lujo que en realidad, con los apretados plazos que debía cumplir, no podía permitirse. Quentin sabía que su tío trabajaría toda la noche, aunque para él era un misterio de dónde sacaba fuerzas para hacerlo.

Abandonaron la biblioteca por la salida trasera. El guardián nocturno les abrió la estrecha puerta y los dos se deslizaron afuera, al callejón situado entre el edificio de la biblioteca y la parte trasera de la universidad. De las farolas de la Chambers Street llegaba solo un débil resplandor, y el callejón estaba sumergido en una penumbra gris. La niebla había subido desde el Firth of Forth y cubría el suelo. Los pasos de sir Walter y de su sobrino sonaban huecos y amortiguados sobre el pavimento.

De pronto, Quentin sintió un vago malestar. Primero lo atribuyó a su habitual miedo y a la niebla que se arrastraba por el callejón. Estaba a punto de reprocharse ser un necio que nunca crecería, cuando se dio cuenta de que aquel temor impreciso que se filtraba hacia su interior tenía una base muy real.

Los pasos que oía y que resonaban en los muros no eran solo los suyos y los de su tío; había más ruidos. Unos pasos apagados que procedían de algún lugar tras ellos.

Quentin ya iba a volverse para comprobar sus sospechas, cuando la mano derecha de su tío se movió hacia delante y lo sujetó por el hombro.

– No te vuelvas -siseó sir Walter.

– Pero tío -susurró Quentin desconcertado-. Alguien nos sigue.

– Lo sé, muchacho. Desde que abandonamos la biblioteca. Serán ladrones, maleantes que actúan al amparo de la oscuridad. Sigue caminando tranquilamente y haz como si no hubieras notado nada.

– ¿No deberíamos llamar a algún agente?

– ¿Y arriesgar la vida? El guardián del orden más próximo podría estar a unas calles de aquí. ¿Qué harías hasta que llegara? ¿Enfrentarte con tres o cuatro bandoleros? Cuando estos hombres se sienten amenazados, muchacho, son como animales acorralados. Ya no tienen nada que perder y se defienden con todas sus fuerzas.

– Comprendo, tío.

Quentin se esforzó en no mirar por encima del hombro, aunque todo en él le impulsaba a hacerlo. El hecho de que el enemigo que les seguía no tuviera rostro le aterrorizaba aún más. Quentin no sabía cuántos hombres había ni qué intenciones abrigaban. ¿Querrían robarles tan solo, o tendrían también la intención de asesinarles alevosamente?

El pulso se le aceleró hasta que lo escuchó martillear en su cabeza. Miró anhelante hacia el extremo del callejón, que de pronto parecía hallarse a una distancia inalcanzable.

Quentin trató de combatir el pánico que sentía crecer en su interior. Aunque aún podía oír los pasos de sus perseguidores, estos no se habían acercado más. La distancia entre ellos se mantenía. Pero ¿por qué motivo? Quentin no encontraba ninguna explicación para aquello, pero en él germinó la esperanza de que tal vez efectivamente pudieran escapar y salir indemnes de aquel mal paso.

Y en ese momento sucedió algo inesperado.

En un instante, en el callejón se escucharon unos ruidos completamente distintos: un sonoro tintineo y gritos estridentes. Quentin comprendió que solo a unos pasos tras ellos se había iniciado una pelea salvaje.

– ¡Corre! -le indicó su tío, y Quentin empezó a trotar junto a sir Walter, que de pronto parecía capaz de arrastrar su pierna enferma a una velocidad sorprendente.

En contra del consejo de su tío, Quentin miró hacia atrás por encima del hombro. Y lo que vio se grabó a fuego en su memoria.

En el callejón se desarrollaba efectivamente una pelea. Unas figuras negras saltaban desde ambos lados desde los tejados de las casas, que en la penumbra se distinguían solo confusamente. Llevaban amplias cogullas e iban armadas con largos bastones, con los que se plantaron ante sus perseguidores cortándoles el paso. Estos -envueltos también en capas oscuras- se precipitaron, lanzando gritos de cólera, contra sus adversarios, y se inició un brutal combate.

En la débil luz que caía en el callejón, Quentin vio brillar las hojas de los cuchillos. Pudo escuchar los chillidos agudos de los heridos; de pronto, de entre la aglomeración de capas oscuras, una máscara ennegrecida de hollín le miró fijamente. Aquella visión le provocó un terror desmedido. Lanzó un grito estridente y quiso detenerse, paralizado de horror, pero su tío le sujetó y lo arrastró consigo. De pronto, Quentin se dio cuenta de que habían llegado al extremo del callejón.

A toda prisa se dirigieron al carruaje, que les esperaba en el cruce. Sir Walter no dejó siquiera que el cochero bajara.

– ¡En marcha, rápido! -indicó al estupefacto conductor, mientras abría la puerta de un tirón y hacía subir a su sobrino, para seguirle tan deprisa como pudo.

El cochero no dudó ni un instante. Hizo restallar el látigo, y el tiro de dos caballos arrancó. El callejón y con él los encapuchados, que seguían combatiendo ferozmente, quedaron atrás y desaparecieron en la oscuridad. Solo unos instantes más tarde, nada indicaba que todo aquello hubiera sucedido realmente. Sin embargo, el horror que tenían todavía metido en los huesos era totalmente real…

– Por todos los santos -exclamó sir Walter, mientras se secaba el sudor de la frente-. Nos hemos salvado por un pelo. ¿Quién iba a pensar que esa gentuza merodeara de noche por nuestras calles? Naturalmente pienso denunciar este suceso.

– Tío -gimió Quentin, que por fin había recuperado el habla-, ¡han sido ellos!

– ¿De qué estás hablando, muchacho?

– Los sectarios -soltó Quentin fuera de sí-. ¡Los hermanos de las runas! ¡Eran ellos los que nos perseguían!

– ¿Estás seguro?

– Vi a uno de ellos. Llevaba una máscara y me miró fijamente. Y luego estaban esos otros hombres con cogullas oscuras. Iban armados con palos y luchaban contra ellos.

– ¿Y no es posible que tus sentidos te hayan engañado, muchacho? Estaba bastante oscuro en la callejuela.

– Estoy completamente seguro, tío -insistió Quentin-. Eran los hermanos de las runas, y no creo que fueran detrás de nosotros por casualidad. Sabían que estábamos en la biblioteca y nos acechaban.

– Pero eso… -exclamó sir Walter, e incluso el animoso señor de Abbotsford palideció un poco al decirlo-… ¡eso significaría que estos sectarios conocían perfectamente nuestros pasos! Que sabían dónde nos encontrábamos y solo estaban esperando a que abandonáramos la biblioteca.

– Así es, tío -confirmó Quentin estremeciéndose-. Tal vez incluso fueran ellos los que nos hicieron llegar la llave de la cámara prohibida. El paquetito no llevaba remitente, ¿verdad?

– Es cierto. Pero ¿qué motivo podría tener esta gente para enviarnos la llave?

– Tal vez quieren que descubramos algo por ellos. Que desvelemos un secreto por ellos.

– ¡Por favor, Quentin! Te dejas llevar de nuevo por tu fantasía. ¿Por qué los sectarios deberían estar interesados en que trabajemos para ellos? No tiene ningún sentido.

– A primera vista, tampoco esta pelea en el callejón parece tener sentido, tío, y sin embargo ha tenido lugar.

– Debo reconocer que también esto es cierto -confirmó sir Walter-. Por lo que se ve, la Hermandad de las Runas tiene enemigos, posiblemente un grupo rival. Las calles de algunas zonas de la ciudad están llenas de bandas que pelean a cuchillo entre sí, a pesar de todos los esfuerzos que realiza nuestra administración para velar por la ley y el orden. Pero no es habitual que se arriesguen tan lejos de sus territorios. Informaremos inmediatamente del caso a las autoridades.

– ¿Para qué? Apuesto a que no encontrarán absolutamente nada en el callejón. Por lo visto no somos los únicos que queremos desvelar el enigma de la runa de la espada, tío. Tengo el presentimiento de que aquí se está urdiendo algo cuyas auténticas dimensiones solo ahora empezamos a intuir.

– Ya hablas como el buen profesor -opinó sir Walter-. Realmente, no debería haberte llevado a verle.

– Tal vez hable como él, tío -dijo Quentin en tono apagado-; pero tal vez el profesor tenía razón y tras este asunto se oculte más de lo que suponemos. Tal vez haya empezado ese combate entre las fuerzas del Bien y del Mal de que nos habló Gainswick, y es posible que con nuestras indagaciones nos hayamos colocado entre los frentes.

– Naturalmente eres libre de creer en ello, muchacho -replicó sir Walter con su habitual serenidad-. Yo, en cambio, soy de la opinión de que tiene que haber una explicación razonable para todas estas cosas. Y no descansaré hasta que la haya encontrado…