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12

Castillo de Edimburgo, verano de 1746

Los venerables muros del castillo que en otro tiempo había sido sede de reyes temblaban bajo los disparos de los cañones enemigos. Las tropas del gobierno ya estaban cerca. Solo era cuestión de tiempo que consiguieran abrir una brecha en la muralla exterior y asaltaran la fortaleza.

Un nuevo impacto hizo temblar los cimientos del castillo. Caía polvo del techo, y hasta el lugar llegaban los gritos de los heridos.

Galen de Ruthven no tenía duda de que aquello era el final. Su decepción era infinita. Durante un breve tiempo había parecido que podría conseguir aquello en lo que sus antepasados habían fracasado. Ahora, sin embargo, tenía que ver cómo sus sueños y sus ambiciosos planes se veían reducidos a la nada por los cañones de las tropas del gobierno.

– Conde -dijo dirigiéndose a su acompañante-, creo que no tiene sentido esperar más. Con cada segundo que perdemos, aumenta el peligro de caer en manos de las tropas del gobierno.

El interpelado, un hombre anciano con barba y cabello gris que le llegaba hasta los hombros, asintió lentamente. Era delgado y huesudo, y su cara estaba llena de arrugas. Su mirada parecía extrañamente vacía, como si la hubiera consumido la carga de una vida larga, muy larga.

– Así se esfuma nuestra oportunidad -dijo en voz baja-. Nuestra última posibilidad de hacer volver el tiempo antiguo. Es culpa mía, Galen.

– ¿Culpa vuestra, conde? ¿Cómo debo entender eso?

– Lo vi en las runas. Me dijeron cómo terminaría la batalla de Culloden y que Jacobo nunca se convertiría en rey. Pero no quise reconocerlo. Renegué de las runas. Y este es el castigo que recibo por ello. Ahora nunca viviré la vuelta del orden antiguo.

– No digáis esto, conde. Vuestros ojos han contemplado muchas guerras. Los gobernantes llegan y se van. Habrá otra oportunidad de alcanzar el poder.

– No para mí. He estado mucho tiempo en este mundo, mantenido en vida por poderes que se encuentran más allá de tu entendimiento. Pero siento que mi tiempo llega a su fin. Ese fue el motivo por el que renegué de las runas e interpreté erróneamente los signos. No quería darme cuenta de que el momento no estaba maduro aún. He esperado tantos siglos…, y ahora el tiempo se me escapa de entre las manos.

Un nuevo impacto hizo temblar los muros de la fortaleza, esta vez tan violentamente que el anciano tuvo dificultades para mantenerse en pie. Galen de Ruthven le sujetó.

– Debemos irnos, conde -le apremió.

– Sí -dijo solo el anciano, y después de coger el envoltorio que tenía ante sí sobre la mesa, lo apretó con fuerza contra su cuerpo como si fuera el bien más valioso que poseía en la tierra.

Algunos de los hombres armados que habían permanecido cerca esperando se quedaron para cubrir la retirada de sus jefes; mientras, el resto acompañaba al conde formando en torno a él un cordón protector, para defenderlo incluso a costa de su vida, si era necesario.

A través de una empinada escalera llegaron a una bóveda sin ventanas, iluminada por antorchas, en la que el tronar de los cañones llegaba amortiguado. Los hombres abrieron la trampa de madera empotrada en el suelo de la cámara, y a continuación cogieron las antorchas de las paredes y bajaron uno tras otro por la abertura.

Aún podían oírse detonaciones sordas; a veces muy alejadas, y luego de nuevo amenazadoramente próximas. Los jacobitas estaban perdiendo la batalla por el castillo. Dentro de poco la ciudad estaría llena de tropas del gobierno, y corrían el riesgo de que también este pasaje, que había sido habilitado en tiempos antiguos y conducía, a través de la roca de la colina del castillo, al aire libre, fuera descubierto.

Galen de Ruthven permaneció al lado del anciano, que se apoyaba en él con un brazo y con el otro mantenía abrazado el paquete. Ya se disponían a descender por el bajo pasadizo que se abría ante ellos penetrando en la roca, cuando de pronto se escuchó una nueva detonación.

La explosión sonó muy cerca, justo encima, y fue tan atronadora que los hombres gritaron asustados. Instintivamente, Galen de Ruthven miró hacia arriba, y descubrió con horror que se había formado una grieta en el techo de la galería. Un instante después el pasaje se derrumbó.

Grandes fragmentos de roca y piedras sueltas cayeron con un ruido ensordecedor y aplastaron a los hombres que se encontraban bajo el lugar del derrumbe. El polvo se elevó en el aire y les cegó, y Galen de Ruthven perdió el contacto con el anciano. Instintivamente dio un salto hacia delante para escapar al mortal desprendimiento; en el mismo instante, otra sección del techo se desplomó y cayó con fuerza aniquiladora sobre los fugitivos.

Finalmente volvió el silencio. Aquí y allá llovieron aún algunas piedras pequeñas. Y luego todo acabó.

Galen de Ruthven se encontró tendido en el suelo. Sangraba por una herida en la cabeza, pero milagrosamente sus miembros no habían sufrido ningún daño. En el polvo denso que flotaba en el aire en torno a él, no podía ver nada; solo se oían los gritos de los heridos.

Con esfuerzo se puso en pie y sujetó la antorcha, que yacía abandonada en el suelo a su lado e increíblemente todavía ardía. En el resplandor amarillo pudo ver cómo el polvo se iluminaba y le dejaba ver la magnitud de la destrucción.

La bóveda se había derrumbado y la entrada a la galería estaba obstruida por las piedras. Aquí y allá sobresalían miembros humanos de los escombros; con horror, Galen de Ruthven descubrió también entre ellos una mano pálida y huesuda. Tosiendo, se precipitó hacia allí y trató de apartar las rocas con las manos. Pero desde arriba seguían lloviendo cascotes.

En torno a él se agitaban los supervivientes del derrumbe, que se palpaban los miembros gimiendo y miraban alrededor desorientados.

– ¡Aquí! -les gritó Galen de Ruthven-. ¡Venid, tenéis que ayudarme! ¡El conde está enterrado!

Enseguida dos hombres acudieron a su lado para echarle una mano. Pero tampoco sus esfuerzos obtuvieron ningún resultado; cada vez se desprendían más rocas, de modo que al final el cuerpo del conde quedó completamente sepultado.

– ¡Está muerto! -gritó uno de los hombres-. Ya no tiene sentido continuar. Huyamos de aquí.

– No podemos huir -replicó Galen de Ruthven con los dientes apretados-. El conde tenía la espada. Tenemos que llevárnosla.

De pronto se escucharon unos pasos pesados en la galería, acompañados de un fuerte griterío.

– ¡Tropas del gobierno! ¡Han descubierto la galería! Tenemos que huir…

Galen de Ruthven sabía que el hombre tenía razón. No podían volver atrás porque el camino estaba cortado. De modo que solo les quedaba huir hacia delante. A regañadientes, Galen de Ruthven tuvo que reconocer que su causa estaba perdida, por el momento.

Los supervivientes del derrumbe desenvainaron furiosamente sus armas y corrieron tras Galen para enfrentarse al enemigo. Pasaron por el lugar donde el constructor de la galería había instalado la trampa mortal, y de repente se tropezaron con un numeroso grupo de atacantes que habían irrumpido en el pasaje secreto.

Sonó un disparo, y uno de los rebeldes cayó. A través del velo polvoriento que todavía flotaba en el aire, podían distinguirse los uniformes de los hombres de la Guardia Negra, soldados escoceses al servicio de la Corona británica que luchaban contra sus propios compatriotas.

Galen de Ruthven apuntó con su pistola de pedernal y apretó el gatillo. El estampido resonó en el bajo techo de la galería y uno de los soldados se desplomó. Lanzando un grito ronco, Ruthven se precipitó contra sus enemigos, que eran a sus ojos unos infames traidores que merecían mil veces la muerte. Ahora ya no podía pensar en la espada: un combate a vida o muerte se había desencadenado.

Sorprendidos por el ataque, los soldados se replegaron. No habían contado con encontrar resistencia en la galería, y menos aún con esa fuera tan encarnizada. Con el valor que da la desesperación, los rebeldes corrieron entonces hacia sus enemigos, encabezados por Galen de Ruthven, que se lanzó hacia ellos con la cara manchada de sangre y deformada por el odio.

Hacía rato que había tirado la pistola. Como no tenía tiempo para recargarla, no podía utilizarla; en su lugar, hizo danzar el sable por entre las filas de los soldados luchando como una fiera rabiosa. Los rebeldes no podían retroceder; su única posibilidad consistía en abrirse paso hacia el exterior peleando, aunque fuera a costa de sufrir numerosas pérdidas. Los soldados dispararon sus fusiles desde muy cerca y calaron las mortíferas bayonetas. Por todas partes se escuchaban los gritos de los heridos, y el humo acre de la pólvora llenaba el aire.

Galen de Ruthven apenas podía ver nada. Lanzaba golpes en todas direcciones, dominado por un delirio homicida; casi no se daba cuenta cuando su hoja tropezaba con resistencia y cortaba la carne y los huesos. No le preocupaba el plomo que llenaba el aire a su alrededor. Su desesperación por el fracaso del plan se había impuesto a todo, y ya solo anhelaba venganza. Venganza por la traición al pueblo escocés, venganza por el fracaso de sus ambiciosos planes, venganza por la muerte del druida. El enemigo avanzaba, pero no vencería. Galen de Ruthven estaba decidido a luchar hasta el último aliento por la causa de la hermandad.

Oyó cómo sus hombres gritaban, les vio caer bajo las balas y las bayonetas de los soldados. Siguió luchando denodadamente, incontenible en su furia ciega; hasta que el frenesí de pronto se desvaneció.

Respirando pesadamente, Galen de Ruthven permaneció inmóvil en la galería, con la antorcha en una mano y la hoja ensangrentada en la otra. Su corazón latía muy deprisa, y el largo cabello, empapado de sudor y manchado de sangre, le caía sobre la cara. Frenéticamente giró sobre sí mismo, miró a un lado y a otro, hasta que comprendió que era el único que permanecía en pie. Los demás, amigos y enemigos, yacían en el suelo inmóviles o revolviéndose en su propia sangre. La galería se extendía vacía y libre de adversarios ante él. Galen de Ruthven emprendió la huida.

Avanzó precipitadamente por el túnel, tan rápido como lo permitían sus cansadas piernas. Por fin llegó a la salida, trepó por los peldaños fijados a la roca, y así llegó a la chimenea en la que desembocaba el pasaje secreto. La salida estaba abierta; ante ella yacían los cadáveres de los dos guardias que el conde había destacado para que vigilaran la galería. Los soldados del gobierno los habían matado.

La sala de la posada estaba vacía, con las mesas y las sillas volcadas. Desde la calle llegaba un fuerte griterío, y en la lejanía se escuchaban disparos y tronar de cañones.

Rápidamente, Galen de Ruthven cerró la salida con la rejilla de la chimenea. Luego cogió su sable y lo utilizó para trazar unos signos misteriosos sobre el escudo que se encontraba encima del hogar, tallado en la salida de humos. Ahora ya era demasiado arriesgado volver y recoger la espada; el peligro de que lo capturaran y cayera en manos enemigas era demasiado grande. Pero algún día, no sabía cuándo, llegaría el momento de hacerlo. La hermandad no estaba acabada…

Un vidrio saltó en pedazos, alcanzado por una bala perdida. Galen de Ruthven dio media vuelta; tenía que huir si no quería caer en manos de las tropas del gobierno. Pero volvería para recoger lo que les correspondía por derecho, a él y a los suyos.

La espada, y el poder.

Con el sable en la mano, corrió hacia la puerta, abrió una rendija y lanzó una ojeada al exterior. En las calles reinaba el caos. Los ciudadanos se habían parapetado en sus casas, mientras combatientes de los clanes Cameron y Grant ofrecían aún una aislada resistencia a las tropas gubernamentales. Los soldados avanzaban, y por todas partes se oían gritos y disparos.

Galen de Ruthven esperó a que el momento fuera propicio; luego se deslizó al exterior e intentó avanzar a lo largo de la pared de la casa hasta la esquina siguiente para protegerse allí.

– ¡Tú!

Oyó la llamada ronca, y mientras aún se estaba volviendo, supo que había cometido un error fatal.

Lo último que vio fue la boca oscura de un mosquete. Luego se produjo el disparo.

El ruidoso estampido despertó a Mary de su inconsciencia. La joven se incorporó a medias y miró alrededor, solo para constatar que no se encontraba en medio de las violentas batallas de las calles de Edimburgo. Una vez más había tenido un sueño que le había parecido tan real como si efectivamente estuviera allí.

De todos modos, la realidad no era menos aterrorizadora: Malcolm de Ruthven se encontraba de pie ante ella y la miraba desde arriba con ojos llenos de odio. A su lado se encontraba uno de sus partidarios, que llevaba la cogulla oscura y la máscara ennegrecida con hollín de la hermandad.

– ¿Dónde está? -preguntó Malcolm-. Y te aconsejo que no te desmayes de nuevo.

– ¿De qué estás hablando?

– La espada -la apremió Malcolm-. Sabes que la buscamos. Leíste las anotaciones de Gwynneth. ¿Contienen algún indicio sobre la espada?

– Ya sabes dónde están las notas -replicó Mary retadoramente-. ¡Léelas tú mismo!

Pero Malcolm de Ruthven no estaba dispuesto a que le arrastraran a aquel juego. El jefe de los sectarios se inclinó hacia ella, la sujetó por los cabellos y le empujó la cabeza hacia atrás, de modo que su cuello quedaba expuesto y desprotegido. Luego desenvainó de nuevo la espada y la apretó contra su piel.

– No tenemos tiempo para eso, y ya estoy harto de que me tomes el pelo -siseó-. De modo que dime si en las notas hay alguna indicación sobre la espada de la runa.

– No -susurró Mary.

– ¡Mientes! Miserable ramera, no volverás a convertirme en el hazmerreír de la gente. Antes te cortaré el cuello, ¿me has entendido?

Sometida a aquel trato despiadado, Mary solo pudo asentir rígidamente con la cabeza. Las lágrimas asomaron a sus ojos.

– En las notas… no hay nada… sobre la espada -balbuceó.

– ¡Mentira! ¡Todo mentiras! -aulló Ruthven, y se dispuso a clavarle su arma.

– Un sueño -soltó Mary desesperada-. Tuve… un sueño.

– ¿Qué clase de sueño?

– Visiones… Veo el pasado…

– ¿Qué cuento es ese? ¿Otra vez tratas de engañarme?

– No es un cuento…, es la verdad… La vi.

– ¿La espada?

– Sí.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Edimburgo… Jacobitas…

– ¡Mientes!

– No…, digo la verdad -dijo Mary con voz ahogada-. Había un hombre allí.

– ¿Qué hombre?

– Lo había visto antes, en otro sueño… Sus acompañantes lo llamaban «conde»…

De pronto Malcolm aflojó la presa y apartó la hoja de su cuello. Los encapuchados y su jefe intercambiaron una larga mirada sorprendida.

– ¿Qué aspecto tenía ese conde?

Mary tosió y tuvo que carraspear varias veces antes de encontrarse de nuevo en disposición de hablar.

– Tenía el pelo gris y barba, era imposible determinar su edad. Tenía una boca fina, y en su mirada había algo siniestro…

– Mujer ignorante -siseó Malcolm furioso-. Viste al fundador de nuestra hermandad. El príncipe Kalon, lord Orog, el pretor Gaius Ater Maximus, el conde Millencourt: son múltiples los nombres y títulos que ha tenido que adoptar en el curso de los siglos para permanecer entre los hombres sin ser reconocido. Él fue quien fundó la Hermandad de las Runas y la ayudó a alcanzar el poder y la fama.

– Vi cómo moría -dijo Mary en tono desafiante.

– Desvarías.

– No. Lo vi en mi sueño. Vi una huida a través de un pasaje subterráneo. Se escuchaba el tronar de los cañones y reinaba una enorme excitación.

– La batalla por el castillo de Edimburgo -susurró Malcolm-. ¿Qué viste exactamente?

– Vi cómo vuestro alabado conde huía cobardemente -replicó Mary con fruición-. Y con él también Galen de Ruthven.

– Mi abuelo -susurró Malcolm, y con aquello parecieron esfumarse sus últimas dudas-. ¡Dime qué viste, mujer! ¿Llevaban algo consigo? ¿Algún objeto? ¡Habla, maldita, o te desataré la lengua a la fuerza!

– Un paquete.

– ¿Era alargado, del tamaño de una espada?

– Sí. Pero se perdió.

– ¿Dónde? -preguntó Malcolm con voz temblorosa, y Mary tuvo la sensación de que aquella era la pregunta decisiva.

– Hubo un cañonazo -afirmó-. Una parte de la galería se derrumbó y enterró al conde, y con él se perdió también la espada. Los supervivientes trataron de desenterrarla, pero no lo consiguieron. Luego llegaron los soldados del gobierno, y hubo una lucha sangrienta…

– ¿Dónde? -repitió Malcolm su pregunta-. ¿Dónde sucedió esto? Recuérdalo, mujer, ¿o tendré que torturarte con hierros ardientes?

– No lo sé -respondió Mary-. Mi sueño acabó poco antes de que pudiera verlo.

– ¡Sandeces! ¿Qué es lo último que recuerdas? Quiero saberlo todo, ¿me oyes? ¡Cada detalle!

– La galería… terminaba… -balbuceó Mary, mientras trataba de recordar las últimas imágenes que había visto-. Galen de Ruthven fue el único que consiguió huir…, trepó por un pozo… Había una chimenea…

– ¿Una chimenea? ¿Qué tipo de chimenea?

– Una chimenea con un escudo encima.

– ¿Qué clase de escudo?

– No lo sé.

– ¿Qué clase de escudo? ¿Hablarás de una vez?

– No lo sé -insistió Mary, y ya no pudo contener las lágrimas-. Era una corona, con un león debajo, un león rampante…

– El escudo de la casa Stewart -concluyó Malcolm-. ¡Sigue!

– Galen dibujó en la chimenea unos signos extraños. Luego abandonó el edificio. Había mesas y sillas, y un mostrador. La sala de una taberna, pero no había nadie. Desde fuera llegaban gritos, se oían disparos… Galen salió, y ya no recuerdo más. Por favor, Malcolm, tiene que creerme. Esto es todo lo que vi.

Malcolm la miró desde arriba, respirando pesadamente. Sus ojos echaban chispas, como si se hubieran inflamado.

– Todo encaja -susurró-. El tiempo está maduro. Se ha resuelto el enigma. -Se dirigió al compañero que había permanecido en silencio a su lado-. Por fin sabemos qué ocurrió entonces.

– ¡Pero sir! ¿De verdad va a creer a esta mujer? Puede habérselo inventado todo.

– Imposible. Sabe cosas que nadie que no fuera un iniciado podría saber. Por razones que desconocemos, el druida la eligió para comunicarme a mí, su sucesor, dónde se encuentra la espada. Quiero que cabalguéis enseguida a Edimburgo y encontréis el arma. La descripción es muy clara: una posada que se encuentra muy cerca del castillo y en cuya chimenea aparece tallado un escudo de los Stewart.

– Comprendido, sir.

– Por fin sabemos dónde tenemos que buscar. ¡Después de tantos siglos de espera, nuestro destino se cumplirá! Y no consentiré un fracaso, Dellard. No esta vez…