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Capítulo 13

Cuando Ness abandonó a sus hermanos aquel día en Paddington, no se marchó enseguida, sino que se detuvo detrás de un kiosco de sándwiches, con la excusa de encenderse un cigarrillo que le había mangado a Kendra. Mientras buscaba las cerillas en el bolso, sin embargo, también dio la vuelta al kiosco para tener una vista de WH Smith. Aunque la tienda estaba abarrotada, no tuvo ninguna dificultad para distinguir a Joel. Su hermano se dirigía diligentemente a las revistas, los hombros encorvados como era habitual; Toby siguiéndole como siempre.

Ness esperó a que Joel estuviera en la cola de la caja, las compras en una mano, antes de marcharse. No pudo ver qué revista había elegido entre las varias que había a la venta, pero sabía que habría comprado algo adecuado para su madre, porque también sabía que Joel era así: alguien de confianza y extremadamente diligente. También era capaz de fingir lo que necesitara fingir para llegar al final del día. Pero para ella se había acabado el fingir. Fingir la había llevado exactamente a donde se encontraba ahora, o sea, a ninguna parte. Fingir no cambiaba nada y, en especial, no cambiaba cómo se sentía por dentro, llena como si fuera a reventar, como si la sangre fuera a filtrarse por su piel.

Si alguien se lo hubiera pedido, Ness no habría sabido ponerle otro nombre a esa sensación de estar llena. No habría sabido denominarlo simplemente como lo habría hecho un niño: llena de enfado, de maldad, de tristeza o de alegría. No habría sabido denominarlo de un modo más complejo: llena de la encarnación de la bondad humana, llena de compasión, llena del amor que se puede tener por un bebé desvalido o un gatito inocente, llena de ira justificada ante una injusticia, llena de rabia ante las desigualdades de la vida. Lo único que sabía es que se sentía tan llena que tenía que hacer algo para aliviar la presión que crecía en su interior. Esta presión era una constante en su vida, pero había ido aumentando desde el momento en que se había sentado entre el público en ese ballet con el entorno agrediéndola e incapaz de explicar por qué no podía quedarse a contemplar a esos bailarines bourrée por el escenario.

Necesitaba hacer algo. Era lo único que sabía. Necesitaba correr, necesitaba tirar al suelo un cubo de basura, necesitaba llevarse a un bebé de su cochecito y ponerle la zancadilla a su madre, necesitaba echar a una anciana al canal Grand Union y mirar cómo se hundía, necesitaba un modo de dejar de estar llena. Comenzó marchándose del kiosco de sándwiches y yendo al servicio de mujeres.

Hacían falta veinte peniques para entrar. Aquello hizo que Ness se enfadara de una manera tan inexplicable que le dio una patada al torniquete y luego pasó por debajo, no porque no tuviera el dinero, sino porque el hecho de que la estación de tren exigiera pagar por mear, de repente le pareció una vergüenza, por el amor de Dios, la gota que colmaba el vaso. Ni siquiera miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía entrar un poco ilegalmente a cuatro patas. De hecho, quería que la vieran, para dar una salida física a su indignación. Pero no había nadie que pudiera verla, así que entró y utilizó el servicio.

A continuación se examinó en el espejo y vio que debía hacer unos ajustes en su aspecto. Se ocupó primero de la camiseta que llevaba; tiró de ella hacia abajo y se la remetió más en los vaqueros para revelar la ondulación de sus pechos peligrosamente cerca de los pezones. Se inspeccionó el maquillaje y decidió que su piel ya estaba bastante oscura, pero que necesitaba más pintalabios. Del bolso sacó una barra robada hacía tiempo en un Boots y esta acción -sólo la barra de labios descansando en su mano- le recordó a Six y a Natasha. Pero pensar en sus antiguas amigas renovó aquella sensación deplorable de estar llena. Esta vez, la presión fue tan grande que le temblaron las manos. Cuando intentó aplicarse el pintalabios, se le rompió y entonces sintió el horror de ciertas lágrimas.

Las lágrimas implicaban una liberación de la presión y un final a esa sensación de estar llena, pero Ness no lo sabía. Ella sólo conocía las lágrimas como un signo de derrota, el último recurso y, en potencia, el último grito de los débiles terminales y los irremediablemente conquistados. Así que en lugar de sollozar, tiró el pintalabios roto a la basura y se fue del servicio de señoras.

Fuera de la estación, se dirigió a la parada del autobús, donde las vicisitudes del transporte de Londres la obligaron a esperar quince minutos al número 23. Cuando por fin llegó uno, se abrió camino a codazos entre dos mujeres con cochecitos que se esforzaban por subir al vehículo y cuando le pidieron que se apartara y las dejara entrar primero les dijo que se fueran a tomar por el culo. Dentro estaba abarrotado y hacía demasiado calor, pero no subió al piso de arriba como habría hecho con Joel y Toby, sino que avanzó hacia el fondo del piso de abajo y se situó cerca de las puertas de salida, desde donde al menos recibiría el aire fresco cuando las puertas se abrieran en cada parada. Se agarró a una barra mientras el autobús se incorporaba de nuevo al tráfico y se descubrió mirando fijamente a un jubilado, al que le salían pelos de la nariz y de las orejas como antenas minúsculas.

Ocupaba un asiento en el pasillo. El hombre le sonrió; parecía una sonrisa de abuelo hasta que bajó la mirada al pecho de Ness. La mantuvo allí el tiempo suficiente como para anunciar qué estaba observando y entonces la levantó de nuevo para capturar la de ella. Sacó la lengua, blanca por alguna especie de capa poco atractiva, y se la pasó por los labios, sin color y agrietados. Le guiñó un ojo.

– Que te jodan. -Ness no intentó hablar en voz baja. Quería darle la espalda, pero no se atrevió, ya que aquello la habría dejado desprotegida. No, necesitaba los ojos del viejo sobre ella, así que los mantuvo ahí. Si el hombre decidía hacer algún movimiento, estaría preparada.

Pero no pasó nada más. El anciano dedicó otra mirada a sus pechos, dijo «Dios mío» y abrió un tabloide. Lo colocó de un modo que la chica en topless de la página tres quedaba bien visible. «Gilipollas de mierda», pensó Ness, y en cuanto el autobús llegó a la parada más cercana a Queensway, se bajó.

No tuvo que ir muy lejos para atraer una gran cantidad de miradas. Queensway estaba atestado de compradores, pero incluso así, Ness era algo distinto. Su ropa reveladora -algunas prendas breves y otras ajustadas- exigía llamar la atención. Su expresión y su modo de andar, la primera altiva y el segundo confiado, consiguieron crear la impresión de una mujer decidida a seducir. Combinados, estos elementos le permitían proyectar un aire de peligrosidad tal que estaba a salvo de que se le acercara nadie, que era justo lo que quería. Si alguien se acercaba a alguien, sería ella.

Cuando llegó a una farmacia, entró. Igual que la acera, estaba abarrotada. Los cosméticos estaban lo más alejados de la puerta como era posible, pero era un reto que Ness no tuvo ninguna dificultad en aceptar. Fue directamente al expositor de pintalabios y examinó brevemente los colores. Escogió un burdeos oscuro, y sin molestarse a mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía, deslizó la barra de labios en su bolso en el mismo momento en que alargaba la mano para inspeccionar otro color. Pasó unos minutos más en la tienda con el corazón latiéndole con fuerza en los oídos antes de dirigirse hacia la puerta. Al cabo de unos instantes, se encontraba fuera, en la acera, bajando por la calle en dirección a Whiteley's, con la misión cumplida.

Era fácil, en realidad: robar un pintalabios un día en que el resto del mundo estaba de compras y divirtiéndose a lo loco. En justicia, Ness no tendría que sentirse especialmente exultante. Pero sí se sentía así. Le apetecía cantar. Le apetecía dar una patada en el suelo y pavonearse. En resumen, se sentía totalmente distinta a como se había sentido antes de entrar en la tienda. La oleada de satisfacción que la invadía pareció alterar su esencia, como si hubiera tomado una droga en lugar de infringir simplemente la ley. Por fin se sentía liberada de la presión que la llenaba.

Se paseó ufana. Se rió. Se carcajeó. Volvería a hacerlo, decidió. Se dirigió hacia Whiteley's, donde las ganancias eran mejores. Joel y Toby aún tardarían horas en regresar a la estación de Paddington.

Entonces vio a Six y a Natasha, justo cuando cruzaba la calle. Caminaban con las cabezas juntas y los brazos entrelazados. Andaban como tropezándose, lo que sugería que habían estado bebiendo o drogándose.

Animada por el éxito de su acción, Ness decidió que había llegado el momento de enterrar el hacha de guerra que había estallado entre ellas.

– ¡Six! ¡Tash! -gritó afablemente-. ¿Dónde andabais?

Las dos chicas se detuvieron. Sus rostros cambiaron de expectantes a recelosos cuando vieron quién las había llamado. Se miraron entre ellas, pero se mantuvieron firmes mientras Ness se acercaba.

– ¿Cómo va? -dijo Six saludando con la cabeza a Ness-. Hace tiempo que no te vemos, lumbrera.

Ness interpretó esta nueva versión de su historia en común como una señal de reconciliación. No intentó corregirla, sino que la aceptó tal como venía y buscó sus cigarrillos. La costumbre sugería ofrecer uno a cada chica, pero no había cogido suficientes Benson & Hedges de su tía, así que en lugar de encenderse uno ella y ofenderlas cuando parecía que tenía una oportunidad con las chicas, sacó la barra de labios recién robada. La sacó de la caja y giró la base hasta que el cilindro de color estuvo totalmente visible y con un aspecto vagamente obsceno. Jugueteó un poco con él, arriba y abajo, arriba y abajo y ofreció a sus amigas una sonrisa antes de girarse hacia el escaparate de la tienda más cercana y utilizarlo de espejo. Se aplicó el color y se examinó los labios.

– Vaya mierda. Parece que me haya estado comiendo un animal ensangrentado, ¿verdad? -dijo, y tiró el pintalabios nuevo al suelo. Era un gesto que decía «a la basura, de donde ha salido»-. He mangado esa mierda en una farmacia cerca de Westbourne Grove. Tendría que haber pillado cinco, ha sido tan fácil, ¿sabéis qué quiero decir? Bueno, ¿qué hacéis?

– No mangamos mierda en el Boots, eso seguro -dijo Six. Era una señal de advertencia, pero no bastó para desinflar por completo a Ness.

– ¿Por qué? -preguntó con una sonrisa-. ¿Has cambiado tu forma de mentir y robar, Six? ¿O tienes un hombre que te suministra?

– No necesito a ningún hombre para conseguir lo que quiero -contestó Six, y para demostrarlo, sacó un teléfono móvil y lo examinó, como si acabara de recibir un mensaje de texto.

Ness sabía que tenía que admirar el móvil. Era parte del ritual.

– Qué bonito -dijo servicialmente-. ¿De dónde lo has sacado?

Six ladeó la cabeza y puso cara de suficiencia. Tash se mostró menos fría.

– Se lo chorizamos a una chica blanca en Kensington Square -dijo con orgullo evidente-. Six se acercó a ella y le dijo: «Dame eso, zorra», y yo me puse detrás por si pensaba salir corriendo. Se echó a llorar y dijo: «Oh, por favor. Mi mamá se va a quedar muy fastidiada si me roban su móvil». Six se lo cogió y la tiramos al suelo. Cuando se levantó, ya estábamos a medio camino de la calle principal. Fue pan comido, ¿verdad, Six?

Six pulsó unos cuantos números.

– ¿Tienes un piti? -le preguntó a Tash. Obedientemente, Tash hurgó en su bolso y le dio un paquete de Dunhills. Six cogió uno, lo encendió y le devolvió los cigarrillos-, Tash -dijo Six en un tono que indicaba qué debía hacer cuando la chica empezó a tender la cajetilla hacia Ness.

Tash miró a Six, luego a Ness y otra vez a Six. Como sabía lo que le convenía, guardó los Dunhills.

– Eh, cariño -dijo Six al móvil-. ¿Cómo va? ¿Tienes algo para tu mami o qué? No, joder. No voy a ir tan lejos. ¿Qué esperas conseguir de mí si voy hasta allí? En Queensway con Tash… Sí, Tash y yo podemos, si tienes un material que merezca la pena, ya me entiendes. Si no… -Six escuchó lo que le decían al otro lado de la línea telefónica. Apoyó el peso en una cadera y dio unos golpecitos con el pie en el suelo. Al final dijo-: Ni de coña, tío. Si Tash y yo vamos hasta allí, estaremos demasiado hechas polvo para… Eh, no me hables así o te vas a enterar, cariño. Tash y yo te zurraremos y lo lamentarás, sí. -Se rió y le guiñó un ojo a Natasha. Por su parte, la chica simplemente parecía confusa. Six escuchó un momento más-. Vale, pero tenlo preparado, tío -dijo antes de apagar el móvil y mirar a Ness con una sonrisa de satisfacción.

La sonrisa era innecesaria, ya que Ness, a diferencia de Natasha, no tenía un pelo de tonta. Los constantes «Tash y yo» de la conversación habían tenido el efecto deseado. Había límites y no era posible cruzarlos. Tampoco había forma de que las cosas volvieran a ser como antes. Por un centenar de razones adolescentes femeninas más una, Ness era una persona odiada y seguiría siéndolo.

Podría haber exigido una explicación. Podría haber acusado o analizado. Pero con la presión del momento fue incapaz de hacerlo. Sólo fue capaz de intentar guardar las apariencias por haber cruzado la calle para hablar con las dos chicas.

Guardar las apariencias significaba mostrar indiferencia. Implicaba no dignificar un desaire reconociéndolo. Significaba no hacer caso a la sensación de estar llena que notaba en su interior.

Ness clavó los ojos en los de Six y asintió con la cabeza, de manera brusca.

– Como quieras -dijo.

– Sí -dijo Six.

Tash parecía tan confusa como con los «Tash y yo» de la conversación telefónica de Six, en la que la chica había insinuado una igualdad claramente inexistente entre ellas.

– Vamos, anda. Nos están esperando -le dijo Six a Tash, y mientras se apartaba para dejarla pasar, le dijo a Ness-: Cuídate, tía. -Y así puso punto final a la interacción.

Ness las observó mientras se marchaban. Se dijo que eran dos zorras estúpidas de mierda y que no quería su amistad, que tampoco la necesitaba. Pero mientras se convencía de aquel hecho -que era verdad- volvió a sentir el impulso. Por consiguiente, caminó hacia Whiteley's. Había pintalabios esperando a que alguien los robara. Ness sabía que ella era la chica adecuada.

* * *

Kendra estaba cargando su mesa de masajes en el Punto cuando Fabia Bender llegó a Edenham Estate en compañía de dos perros enormes y bien cuidados: un dóberman reluciente y un schnauzer gigantesco. Aunque Kendra, que tenía un conocimiento limitado sobre razas caninas, se habría visto en apuros para identificar al segundo animal, su tamaño la impresionó e intimidó, ya que la cabeza llegaba más arriba de la cintura de Fabia Bender. Kendra dejó lo que estaba haciendo. Cualquier movimiento -precipitado o no- no parecía prudente.

– No se preocupe, señora Osborne -dijo Fabia Bender-. En realidad son unos corderitos. El dóberman se llama Castor. Y el schnauzer, Pólux. No son parientes, por supuesto, pero en un arrebato decidí que tener dos cachorros a la vez sería más fácil que pasar dos veces por la maternidad perruna, así que pensé: «Bueno, por qué no». Desde el principio quise tener dos perros. Dos perros grandes. Me gustan grandes. Pero me costó cuatro veces más adiestrarlos, y se supone que las dos razas son fáciles. Veo que le ha caído bien a Pólux. Espera que le dé una palmadita en la cabeza.

Los llevaba atados con correas extensibles y cuando les dijo: «Sit, chicos», la obedecieron, y Fabia Bender dejó caer las correas al suelo. Castor permaneció atento, como era propio de su raza. Pólux resolló, se tumbó en el suelo y descansó su gran cabeza sobre las enormes patas. Una persona de letras habría pensado de inmediato en los Baskerville. Kendra pensó en por qué Fabia Bender, entre todas las razones, había aparecido de improviso en su casa.

– Ness está haciendo los servicios comunitarios, ¿verdad? -preguntó-. Se marcha de casa a su hora, pero no la he seguido para asegurarme de que va. Me pareció que tenía que… ¿demostrar que confío en ella?

– Y es una buena idea -dijo Fabia Bender-. Hasta la fecha, la señora Ghafoor sólo nos ha entregado informes positivos sobre Ness. Yo no diría que esté disfrutando de la experiencia, me refiero a Ness, no a la señora Ghafoor, pero es constante. Eso dice mucho en su favor.

Kendra asintió con la cabeza y esperó una aclaración. Tenía una cita en un barrio fino de Maida Vale, con una estadounidense blanca de mediana edad que quería convertirse en clienta regular suya y que también disponía de mucho tiempo libre y dinero. Kendra no quería llegar tarde. Miró la hora y metió el contenedor de aceites y lociones en la parte trasera del coche, junto con la mesa de masajes.

– En realidad he venido a hablar del hermano de Ness -dijo Fabia- ¿Podríamos mantener esta conversación dentro en lugar de en la calle, señora Osborne?

Kendra dudó. No preguntó qué hermano porque le pareció que tenía que ser Joel. No podía imaginar que una asistente social del Departamento de Menores tuviera una razón para hablarle de Toby, lo que significaba -con lo difícil que resultaba creerlo teniendo en cuenta su personalidad- que ahora Joel era quien tenía problemas.

– ¿Qué ha hecho? -dijo, e intentó parecer preocupada en lugar de aterrada, que era como estaba.

– ¿Podríamos entrar? Los chicos se quedarán aquí fuera, naturalmente. -Sonrió-. No se preocupe por sus cosas. Si les pido que vigilen el coche, lo harán muy bien. -Ladeó la cabeza en dirección a la puerta, expectante-. No tardaremos -añadió, y les dijo a los perros-: Vigilad, chicos.

Estos comentarios finales eran un modo de decir que no había forma de eludir su intención de entrar en la casa, y Kendra los reconoció como tales. Cerró la puerta del maletero y pasó por delante de los perros, ninguno de los cuales se movió. Fabia Bender la siguió.

Una vez dentro, la asistente social no reveló su misión de inmediato, sino que preguntó si la señora Osborne podía enseñarle la casa. Nunca había estado en una de las casas adosadas de Edenham Estate, dijo en tono agradable, y confesó tener interés por cómo estaban dispuestos todos los edificios o cómo los habían reformado para alojar a familias.

Kendra se lo creyó tanto como creía que las vacas vuelan, pero no vio más alternativa que colaborar, teniendo en cuenta los problemas que Fabia Bender podía causarle si la asistente social así lo decidía. Así que si bien no había mucho que ver, Kendra le enseñó el piso de todos modos, siguiéndole el juego, a la vez que sabía lo improbable que era que la mujer blanca hubiera ido a visitarla para ampliar sus conocimientos sobre diseño de interiores.

Fabia hacía preguntas mientras caminaban: ¿cuánto tiempo llevaba Kendra viviendo en esta casa? ¿Era una afortunada propietaria o pagaba alquiler? ¿Cuántas personas vivían aquí? ¿Cómo dormían?

Kendra no entendía qué tenían que ver esas preguntas con Joel o con cualquier problema que pudiera tener el chico, así que desconfió. No quería tenderse una trampa, si ésa era la intención de la asistente social y, por eso, respondió las preguntas con tanta brevedad e imprecisión como pudo cuando le pareció que la situación lo exigía. Por lo tanto, en el primer piso, no aportó ninguna razón para el biombo que estaba apoyado contra la pared cerca del sofá como una debutante lánguida sin pareja de baile y, en el segundo piso, no explicó por qué tenía plegatines y sacos de dormir para los chicos en lugar de camas normales y sábanas.

Por encima de todo, no mencionó a Dix. Daba igual que en toda la ciudad -por no mencionar en todo el país- hubiera gente que vivía en condiciones mucho más irregulares que ésta, con las parejas de los padres entrando y saliendo con una regularidad mareante mientras las mujeres buscaban a los hombres y los hombres buscaban a las mujeres, todos aterrorizados de estar solos más de cinco minutos. Kendra decidió que cuanto menos dijera sobre Dix, mejor. Llegó a mencionar incluso que compartía su cuarto con Ness, una decisión que lamentó cuando Fabia Bender echó un vistazo al baño y vio las camisetas de hombre secándose en perchas encima de la bañera. Encima del lavabo había más pruebas de la ocupación masculina de la casa. Los utensilios de afeitar de Dix estaban perfectamente colocados: la maquinilla, la espuma y la brocha.

Fabia Bender no dijo nada hasta que volvieron abajo. Allí, sugirió que Kendra y ella se sentaran a la mesa de la cocina un momento. Le explicó que durante el tiempo que había pasado con Ness -en la comisaría de Policía, en el juzgado y en el despacho del Departamento de Menores en Oxford Gardens- nunca se había mencionado que había dos niños Campbell más viviendo con la señora Osborne. Lo había descubierto a través del Centro de Aprendizaje Westminster, donde una mujer llamada Luce Chinaka había mostrado su preocupación cuando no le habían devuelto, como había solicitado, unos papeles que requerían la firma de un padre o de un tutor. La petición se había cursado a Joel Campbell y hacía referencia a su hermano, Toby.

No era ninguna coincidencia que Fabia Bender hubiera recibido la llamada de Luce Chinaka. Sobrepasada por el trabajo, como todos los empleados del Departamento de Menores, la secretaria que desviaba las llamadas a los asistentes sociales reconoció en el apellido «Campbell» a uno de los niños de Fabia y le pasó la llamada. Históricamente, los problemas inundaban a las familias. Cuando Luce Chinaka expresó su preocupación por un tal Joel Campbell, a la secretaria le pareció probable que se tratara de un hermano de Ness.

– ¿Qué clase de papeles? -preguntó Kendra-. ¿Por qué Joel no me los ha dado?

Tenían que ver con unas pruebas avanzadas que querían realizarle a Toby, para darle una formación más adecuada, acorde a sus necesidades, mejor que la recibida en la escuela Middle Row, le contó Fabia.

– ¿Pruebas? -preguntó Kendra con cautela. Se dispararon las alarmas, se encendieron las sirenas. Toby era territorio prohibido. Hacer pruebas a Toby, examinar a Toby, evaluar a Toby… Era del todo impensable. Sin embargo, como tenía que conocer la naturaleza exacta del enemigo al que se enfrentaba, dijo-: ¿Qué clase de pruebas? ¿Hechas por quién?

– Aún no estamos seguros -dijo Fabia Bender-. Pero en realidad no he venido por eso.

Como había tres niños, y no uno, ocupando la vivienda de la señora Osborne, le explicó, estaba allí para evaluar las condiciones en las que vivían. También estaba allí para hablar de establecer una custodia permanente, oficial y formal de los niños.

Kendra quiso saber por qué era necesario todo aquello. Los Campbell tenían una madre, tenían una abuela -aunque no mencionó que Glory se había trasladado a Jamaica- y tenían una tía. Alguno de sus parientes siempre cuidaría de ellos. ¿Por qué había que hacerlo oficial? Y, de todos modos, ¿qué significaba oficial?

Papeleo, resultó ser. Firmas. Que Carole diera la custodia de sus hijos a alguien o que fuera incapacitada legalmente, para que otra persona pudiera ocuparse de ellos. Había que tomar decisiones sobre su futuro y al parecer, actualmente, no se había designado a nadie para tomarlas. Si nadie estaba dispuesto a asumir esa responsabilidad, entonces el Gobierno…

Kendra le dijo que aquellos niños no iban a acabar en una familia de acogida, si a eso se refería Fabia Bender. Causaban problemas, no iba a negarlo. En especial, Ness, y aguantar a la chica no tenía prácticamente ninguna recompensa. Pero los niños eran los últimos familiares de sangre que le quedaban a Kendra en Inglaterra y, si bien nunca había pensado que sería un detalle importante, al tener a Fabia Bender sentada a la mesa de su cocina hablando del Gobierno y de realizarle pruebas a Toby, se convirtió en un detalle muy patente.

Fabia se apresuró a tranquilizarla. Cuando había un familiar dispuesto, el Gobierno siempre era partidario de dejar a los niños con sus parientes. Siempre que, por supuesto, los parientes fueran adecuados y pudieran proporcionar un entorno estable en el mejor interés de los niños. «Parecía» que ése era el caso -a Kendra no se le escapó el énfasis del verbo de la frase- y Fabia lo reflejaría en su informe. Mientras tanto, Kendra tenía que leer y firmar los papeles que Luce Chinaka le había dado a Joel en el centro de aprendizaje. También necesitaba hablar con la madre de los niños sobre el establecimiento de una custodia permanente. Siempre que hubiera…

En ese momento, los perros empezaron a ladrar. Como Fabia sabía lo que significaba aquello, se puso de pie en el mismo instante en que Dix D'Court gritó desde fuera:

– ¡Ken, nena! ¿Qué sucede? ¿Llego a casa para amar a mi mujer y así me recibes?

Fabia se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió.

– Basta, chicos -ordenó-. Dejadle pasar. -Y le dijo a Dix-: Le ruego que me disculpe. Han pensado que quería tocar el coche; les había dicho que lo vigilaran. Pase. Ahora ya no le molestarán.

Una mujer blanca en casa le decía a Dix que algo ocurría, así que no continuó con la misma actitud que había mostrado fuera. Entró, llevaba dos bolsas de la compra. Las dejó sobre la encimera, donde rebosaron verduras, fruta, nueces, arroz integral, judías y yogures. Se quedó allí, apoyado en ella, los brazos cruzados y la expresión expectante. Llevaba una camiseta, igual que las que había colgadas sobre la bañera, pantalones cortos de correr y deportivas. La ropa resaltaba su cuerpo. Lo que había dicho fuera antes de entrar en la casa indicaba qué tipo de relación había entre Kendra y él.

Tanto Dix como Fabia Bender esperaron a que Kendra los presentara. No había forma de eludir la situación, así que lo hizo tan brevemente como pudo.

– Dix D'Court, Fabia Bender, del Departamento de Menores. -Fabia anotó el nombre-. No sabía que eran tres -añadió Kendra-. Ha tenido trato con Ness, pero ha venido por Joel.

– ¿Está en apuros? -preguntó Dix-. No parece propio de Joel.

A Kendra le complació la respuesta. Sugería la implicación positiva de Dix con el chico.

– Tenía que darme unos papeles del centro de aprendizaje y no lo ha hecho.

– ¿Y es un delito o qué?

– Sólo es un punto de interés -dijo Fabia Bender-. ¿Vive usted aquí, señor D'Court? ¿O sólo viene de visita?

Dix miró a Kendra para que le diera alguna pista de qué se suponía que tenía que contestar, lo que ya fue respuesta suficiente.

– Voy y vengo -dijo.

Fabia Bender escribió algo en su libreta, pero por el modo de apretar los labios parecía evidente que las palabras «mentira» o «falsedad» formaban parte de la información que había anotado. Kendra sabía que seguramente tendría en cuenta, en su recomendación final, la presencia de Dix en la misma casa que una chica núbil de quince años. Al fin y al cabo, Fabia había visto a Ness. Probablemente concluiría que un hombre encantador de veintitrés años y una adolescente seductora conducirían a algo que se podría calificar como «problema potencial» en lugar de «situación adecuada».

Cuando acabó de escribir lo que tenía que escribir, Fabia Bender cerró su libreta. Le dijo a Kendra que le pidiera a Joel los papeles que Luce Chinaka le había dado para firmar y también que le dijera a Ness que la llamara. Cumplió con la formalidad de informar a Dix de que había sido un placer conocerlo y acabó exponiendo la suposición de que Ness no tenía un lugar privado para dormir o vestirse. ¿Era así, señora Osborne?

– Le monté ese biombo y… -empezó a decir Dix.

– Le damos la intimidad y el respeto que necesita -le interrumpió Kendra.

Fabia Bender asintió con la cabeza.

– Comprendo -dijo.

Lo que vio, sin embargo, fue algo que no comentó.

* * *

Cuando Kendra abordó a Joel, estaba enfadada y preocupada. A pesar de su intención de no hacer nada con los papeles, sermoneó al chico. Para empezar, si le hubiera dado los documentos, le dijo, no habría hecho falta que Fabia Bender pasara por Edenham Estate y, en consecuencia, la mujer no habría tenido que redactar ningún informe. Ahora seguramente habría problemas y se las verían negras para dar explicaciones, soportar investigaciones y reunirse con funcionarios. Las reticencias de Joel de llevar a cabo su sencillo deber los habían colocado directamente en las garras del sistema, enfrentándolos a todas las actividades intrínsecas que éste comportaba y que tanto tiempo exigían.

Así que Kendra quería saber en qué diablos estaba pensando al no darle los papeles que aquella mujer del centro de aprendizaje -con los nervios había olvidado el nombre de Luce Chinaka- quería que viera. ¿Entendía que ahora estaban todos a prueba? ¿Sabía qué significaba que una familia llamara la atención de los Servicios Sociales?

Joel lo sabía, por supuesto. Era su mayor temor. Pero no podía verbalizarlo, ya que si lo hacía le daría una legitimidad que podía convertirlo en real. Así que le dijo a su tía que se había olvidado porque estaba ocupado pensando en… Tenía que contemplar cuál podía ser el centro de sus pensamientos y decidió contarle que había estado ocupado pensando en «Empuñar palabras y no armas», ya que al menos era algo sano. Tampoco estaba tan lejos de la verdad.

No previó que Kendra lo animara a ir al conocer aquella afición, pero fue lo que hizo. Para ella, sería una prueba de una influencia positiva en la vida de Joel y sabía que seguramente todos los niños necesitaban influencias positivas en su vida para compensar la posible influencia negativa de vivir con una tía de cuarenta años que satisfacía sus impulsos más básicos por las noches y en dosis considerables con un culturista de veintitrés.

Así pues, Joel se descubrió asistiendo a «Empuñar palabras y no armas», mientras dejaba a Toby con Dix, Kendra, una pizza y una peli. Se dirigió a Oxford Gardens, donde un cartel escrito a mano en la puerta de un edificio de posguerra largo y bajo -que también albergaba el despacho del Departamento de Menores- dirigía a los participantes al Basement Activities Centre, que resultó ser un lugar bastante fácil de encontrar. En la entrada, había una joven negra sentada a una mesa plegable escribiendo etiquetas con nombres a medida que la gente pasaba por la puerta. Joel dudó antes de acercarse a ella, hasta que la mujer le dijo:

– ¿Es tu primera vez? Genial. ¿Cómo te llamas, cielo?

Entonces Joel notó que la sangre le subía a las mejillas. La mujer le había aceptado con total naturalidad. Le había dado la bienvenida sin parpadear.

– Joel -contestó, y contempló cómo enlazaba las cuatro letras de su nombre en la etiqueta.

– No comas galletas de crema -le dijo mientras le pegaba la etiqueta en la camisa-. Parecen suelas de zapato. Coge los bollitos de mermelada de higo. -Y le guiñó el ojo.

Joel asintió con solemnidad, esta información le pareció la clave del éxito de todo aquel asunto. Entonces se acercó furtivamente a la mesa del refrigerio situada a un lado de la sala. Había galletas y tartas en platos de hojalata y el aroma a café borboteaba en un termo. Cogió una galleta de chocolate y lanzó una mirada insegura a la gente reunida para el evento.

Joel vio que había personas de todas las razas y edades. Negros, blancos, orientales, pakistaníes e indios todos mezclados: desde ancianos a bebés en cochecitos y sillitas. La mayoría de ellos parecían conocerse, puesto que, tras saludarse con entusiasmo, se pusieron a hablar, con lo que el nivel de ruido aumentó.

Ivan Weatherall se movió entre todos los asistentes. Vio a Joel y levantó la mano para saludarle, pero no se acercó, a pesar de que Joel decidió que el mentor parecía alegrarse de verle. Ivan se abrió paso hasta una tarima delante de la sala donde había un micrófono con un taburete alto detrás. Delante del micro, había sillas de plástico amarillas y naranjas, y el movimiento de Ivan hacia la tarima fue la señal para que los participantes en el evento comenzaran a llenar las filas.

– Una asistencia récord esta noche -dijo Ivan, y parecía encantado-. ¿Puede ser porque hemos aumentado el dinero del premio? Bueno, siempre he pensado que erais sobornables.

El comentario fue acogido con risas. Era obvio que Ivan se sentía cómodo con el grupo. A Joel no le sorprendió.

– Veo caras nuevas y os doy la bienvenida a «Empuñar palabras y no armas» -dijo Ivan-. Espero que encontréis aquí un hogar para vuestros talentos. Así que dejémonos de chácharas… -Consultó la carpeta sujetapapeles que llevaba-. Eres el primero, Adam Whitburn. ¿Me permites esta noche que te anime a intentar superar tu natural timidez?

Todo el mundo se rió mientras un rastafari con las rastas escondidas en una gorra de punto enorme se levantó de un salto de entre el público y subió a la tarima con la actitud de un boxeador entrando en el cuadrilátero. Se tocó el borde de la gorra y ofreció una sonrisa afable a alguien que había gritado «Vamos, colega». Se sentó en la punta del taburete y empezó a leer de una libreta de espiral muy sobada. Anunció que la pieza se llamaba: «Stephen vuelve a casa».

– Lo pillaron en la calle, sí. / La sangre roja salía a borbotones, / ardía como el fuego, pero la navaja estaba fría. / Atrapado como nadie, papá, / ni un hombre, ni una cabra. / Atrapado porque la calle es así.

La sala guardó silencio mientras Adam Whitburn leía. No se oyó nada, ni siquiera el lloro de un bebé que intentara llamar la atención. Joel bajó la mirada a sus rodillas mientras Adam relataba la historia: «Documentar la muchedumbre congregada, la Policía, la investigación, la detención, el juicio y el final. No había justicia ni ninguna forma de enterrar nada. Nunca. Muerto en la calle simplemente».

Cuando Adam Whitburn acabó, no ocurrió nada durante un momento. Entonces los aplausos surgieron de entre el público, acompañados de gritos y silbidos. Pero lo que siguió después fue una sorpresa para Joel. Los miembros del público comenzaron a aportar críticas sobre el escrito, refiriéndose a él como un «poema», lo que también le sorprendió, puesto que no rimaba y lo único que sabía él de poesía era que se suponía que las palabras tenían que rimar. Nadie mencionó los hechos de la obra: en concreto la muerte y la injusticia posterior que trataba, sino que se habló del lenguaje y la métrica, la intención y el logro. Se habló de versos y de lenguaje figurado, y la gente le preguntó a Adam Whitburn por la forma. El rastafari escuchó atentamente, contestó cuando fue necesario y tomó notas. Luego dio las gracias al público, asintió con la cabeza y regresó a su asiento.

Una chica llamada Sunny Drake ocupó su lugar. A Joel le pareció que la obra que había escrito trataba sobre el embarazo y la cocaína, sobre nacer siendo adicto a la adicción de la madre, sobre dar a luz a un niño igual. A continuación, de nuevo, se abrió un debate: críticas que no juzgaban los hechos.

De este modo, pasaron noventa minutos. Aparte de Ivan anunciando los nombres que leía de la carpeta, nadie dirigió la velada tras sus comentarios iniciales, sino que pareció que se dirigía sola, con la familiaridad de un ritual que todo el mundo conocía. Cuando llegó el momento de la pausa, Ivan regresó al micrófono. Anunció que «Caminar por las palabras» tendría lugar al principio de la sala para aquellos que estuvieran interesados, mientras el resto del público disfrutaba del refrigerio. Joel observó con curiosidad mientras el grupo se dispersaba y doce personas del público avanzaban con entusiasmo hacia la tarima. Allí, Ivan estaba repartiendo unas hojas, y por eso y por los murmullos de conversación que incluían las palabras «cincuenta libras», Joel comprendió que aquélla era la parte del evento que había llamado su atención en un principio: la parte que incluía el premio en metálico.

Si bien sabía que no tenía muchas posibilidades de ganar -en especial porque no tenía ni idea de qué iba el evento-, avanzó hacia delante con el resto de la gente. Vio que Adam Whitburn estaba en el grupo y, en ese momento, casi se planteó marcharse. Pero Ivan gritó:

– Encantado de verte, Joel Campbell. Aquí estás. Únete a la contienda -dijo, y al momento siguiente Joel tenía un trozo de papel en la mano en el que había escritas cinco palabras: «confusión», «siempre», «pregunta», «destrucción» y «perdón».

Se quedó mirándolas sin comprender nada. Sabía lo que significaban, pero aparte de eso, no tenía más pistas. Miró a su alrededor en busca de algún indicio de lo que se suponía que tenía que hacer y vio que los otros participantes de «Caminar por las palabras» comenzaban a crear algo; escribían furiosamente, se paraban a pensar, mordían los lápices, jugaban con los bolígrafos. A Joel le pareció que tenían que estar creando más de esa poesía curiosa. Sabía que podía irse o unirse a ellos. Cincuenta libras parecían razón suficiente para quedarse.

Durante los cinco primeros minutos, se quedó mirando el papel que le habían dado, mientras a su alrededor la gente garabateaba, borraba, murmuraba, garabateaba, tachaba, borraba, y garabateaba un poco más. Escribió «confusión» y esperó a que se produjera un milagro, un rayo de inspiración que lo convirtiera en un san Pablo poeta. Convirtió una «o» de confusión en una rueda con radios. Rodeó la palabra con estrellas fugaces. La adornó con dibujitos y la subrayó. Suspiró e hizo una bola con el papel.

A su lado, una mujer blanca con aspecto de abuela que llevaba unas gafas enormes mordisqueaba pensativa el capuchón del bolígrafo. Miró a Joel, luego le dio una palmadita en la rodilla.

– Empieza con una de las otras palabras, cielo -le susurró-. No hace falta que vayas de arriba abajo ni que sigas un orden en particular.

– ¿Seguro?

– Vengo desde el principio. Escoge la palabra que sientas aquí -se tocó el pecho- y empieza por ahí. Déjate ir. Tu subconsciente hará el resto. Inténtalo.

Joel la miró sin convicción, pero decidió probarlo a su modo. Alisó el papel y volvió a leer las palabras. Le pareció que la palabra que más sentía era «siempre», así que la anotó, y entonces sucedió algo curioso: las palabras comenzaron a amontonarse encima de la primera -«siempre»- y él simplemente actuó como su escriba.

«Siempre el tipo de lugar que la agarra», escribió. «Ella pregunta por qué y la pregunta grita. No hay respuesta, chica. Hace demasiado tiempo que juegas. No hay perdón por la muerte que llevas dentro. Lo que hiciste, acabó en destrucción. Mueres, zorra, y la confusión desaparece.»

Joel soltó el lápiz y se quedó mirando, con la mandíbula flácida, lo que había escrito. Se sentía como si le saliera humo de los oídos. Leyó los versos dos veces, luego cuatro más. Estaba a punto de guardarlos subrepticiamente en el bolsillo de los vaqueros cuando alguien pasó deprisa a su lado y le arrancó el papel de la mano. Acabó en poder de un grupo que se había presentado voluntario para conformar el jurado de la noche. Desaparecieron de la sala con todas las aportaciones, mientras «Empuñar palabras y no armas» continuaba con más lecturas y más reacciones del público.

Después de eso, Joel no pudo prestar mucha atención. Se quedó mirando la puerta que habían cruzado los jueces de «Caminar por las palabras». Le pareció que pasaban cuatro «Empuñar palabras y no armas» más mientras esperaba a escuchar el veredicto de los jueces sobre su primera creación literaria. Cuando al fin salieron, entregaron las hojas a Ivan Weatherall, que las repasó y asintió contento mientras las leía.

Cuando llegó el momento de anunciar al ganador de «Caminar por las palabras», el reconocimiento se produjo en orden inverso: descubrieron primero las menciones honoríficas. Se leyeron los poemas y los poetas se identificaron, recibieron aplausos y se les entregaron certificados grabados en oro junto con un cupón para alquilar gratis una película en el Videoclub Apollo. El tercer puesto fue para la anciana que había aconsejado a Joel: recibió un certificado, cinco libras y un cupón para un curry para llevar en Spicy Joe's. El segundo puesto fue para una chica pakistaní que llevaba un pañuelo en la cabeza -Joel miró a ver si era Hibah, pero no lo era-. Entonces el grupo se sumió en el silencio para el anuncio del primer puesto y las cincuenta libras.

Joel se dijo que no podía ganar. No conocía los poemas y no desconocía las palabras. Aun así, no pudo evitar pensar en las cincuenta libras del premio y en lo que podría hacer con el dinero si ocurría un milagro y él resultaba ser…

El ganador fue Adam Whitburn.

– Suba aquí, recoja su premio y acepte la adulación de sus semejantes, señor mío -le dijo Ivan.

El rastafari avanzó dando saltos, todo sonrisas. Se quitó la gorra e hizo una reverencia, y las rastas cayeron sobre sus hombros. Cuando los aplausos murieron, cogió el micrófono por segunda vez esa noche y leyó su poema. Joel intentó escuchar, pero no oía nada. Tenía el convencimiento de estar hundiéndose en el agua.

Deseó huir de allí, pero estaba sentado en el centro de la fila y no había forma de salir sin pasar por encima de la gente y de los cochecitos. Por lo tanto, tuvo que soportar el triunfo de Adam Whitburn. Esperó con agonía a que la velada acabara y pudiera irse a casa. Pero cuando Adam regresó a su asiento, Ivan Weatherall volvió a coger el micro. Tenía un último anuncio que hacer, dijo, porque los jueces también habían seleccionado a un «poeta prometedor» y era la primera vez que se concedía este honor desde que el propio Adam Whitburn lo había recibido cinco años atrás. Querían dar a esta persona un reconocimiento especial, declaró Ivan. Entonces leyó el poema y Joel escuchó sus propias palabras.

– Que el autor se levante para recibir nuestros aplausos -dijo Ivan.