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Capítulo 14

Poeta prometedor. Después de que acabara «Empuñar palabras y no armas», Joel aún era capaz de evocar el placer que sintió con las palmaditas en la espalda y las felicitaciones. Aún podía ver las sonrisas en los rostros de los asistentes mientras los miraba desde la tarima, y pasaría mucho tiempo antes de que el sonido de los aplausos se apagara en sus oídos.

Mientras la multitud comenzaba a dispersarse, Adam Whitburn buscó a Joel.

– ¿Cuántos años tienes, chaval? -le preguntó; cuando Joel le dijo su edad, añadió con una sonrisa-: ¿Doce? Joder. Eres la bomba, tío. -Chocó palmas con él-. Yo no junté las palabras así hasta los diecisiete. Tienes algo especial.

Joel notó que un escalofrío de placer le recorría la columna. Como nunca le habían dicho que era especial en nada, no sabía muy bien cómo se suponía que tenía que responder, así que asintió y dijo:

– Guay.

Se dio cuenta de que no quería marcharse del Basement Activities Centre, lo que significaría poner fin a la velada, así que se quedó y ayudó a apilar las sillas de plástico y meter en bolsas de basura lo que quedaba del refrigerio. Cuando terminaron estas pequeñas tareas, esperó junto a la puerta, prolongando la sensación de haber formado parte de algo por primera vez en su vida. Observó a Ivan Weatherall y a las otras personas que se habían quedado para asegurarse de que el sótano estaba ordenado. Cuando pareció que todo estaba en su lugar, alguien apagó las luces y llegó la hora de irse.

Entonces Ivan se acercó a él, silbando suavemente y transmitiendo lo que sentía, que era una gran satisfacción al término de una noche satisfactoria. Dio las buenas noches a los que se marchaban y rechazó ir a tomar un café diciendo:

– ¿Otro día, tal vez? Me gustaría hablar con nuestro poeta prometedor. -Y ofreció una sonrisa amigable a Joel.

Joel se la devolvió en un acto reflejo. Se sentía cargado de un tipo de energía que no podía identificar. Se trataba de la energía de un creador, la oleada de renovación y pura vitalidad que experimenta un artista, pero aún no lo sabía.

Ivan cerró con llave la puerta del sótano. Juntos, él y Joel subieron a la calle.

– Bueno -dijo-. Has cosechado un triunfo en tu primer «Empuñar». Ha merecido la pena pasarte y probarlo, diría yo. Esta gente no otorga ese título a menudo, por cierto, por si estabas pensando en quitarle importancia. Y nunca se lo habían dado a alguien de tu edad. Me he quedado… Bueno, para ser sincero, me he quedado bastante asombrado, aunque te aseguro que no es ningún reproche. Sin embargo, debería hacerte reflexionar y espero que lo hagas. Pero perdona que te sermonee. ¿Volvemos juntos a casa caminando? Vamos en la misma dirección.

– ¿Reflexionar sobre qué? -preguntó Joel.

– ¿Eh? Ah, sí. Bueno, sobre escribir. Sobre la poesía. Sobre la palabra escrita en cualquiera de sus formas. Se te ha concedido el poder de ejercerla y te sugiero que lo hagas. A tu edad, ser capaz de juntar las palabras de esa forma y conmover de manera natural al lector…, sin manipulaciones, sin trampas inteligentes… Sólo emoción, cruda y real… Pero estoy hablando demasiado. Vamos a dejarte sano y salvo en casa antes de planificar tu futuro, ¿de acuerdo?

Ivan lo llevó en dirección a Portobello Road y charló afablemente mientras caminaban. Lo que Joel tenía, le explicó, era facilidad para el lenguaje, y aquello era un don de Dios. Significaba que poseía un talento raro pero inherente para utilizar las palabras de un modo que demostraba su poder métrico.

A un chico cuyos conocimientos de poesía se limitaban a lo que aparecía escrito en el interior de las tarjetas de cumpleaños sentimentales, todo aquello le sonaba a chino. Pero eso no supuso ningún problema para Ivan, que siguió hablando.

Fomentando esta facilidad, le explicó, Joel dispondría de una miríada de opciones a lo largo de su vida. Porque ser capaz de utilizar el lenguaje era una habilidad fundamental que podía llevar lejos a la gente. Podía utilizarse a nivel profesional, para elaborar escritos de todo tipo, desde discursos políticos a novelas modernas. Podía utilizarse a nivel personal, como herramienta para el descubrimiento o medio para estar conectado con los demás. Podía utilizarse como salida para alimentar el espíritu artístico del creador, que todo el mundo llevaba dentro.

Joel trotaba al lado de Ivan e intentaba digerir todo aquello. Él, escritor. Poeta, dramaturgo, novelista, letrista, redactor de discursos, periodista, artista de la pluma. La mayoría de lo que decía Ivan era como si alguien que no tenía ni idea de su talla se hubiera colocado un traje enorme. El resto parecía olvidar el hecho único y más importante relacionado directamente con la responsabilidad que tenía hacia su familia. Así que se quedó callado. Le alegraba mucho que lo hubieran nombrado «poeta prometedor», pero la verdad era que no cambiaba nada.

– Quiero ayudar a la gente -dijo al fin, no tanto porque fuera lo que quería en realidad, sino porque toda su vida hasta este momento señalaba a Joel que ayudar a la gente era lo que tenía que hacer. No podían haberle tocado la madre y el hermano que tenía si debía sentirse atraído hacia otra profesión.

– Ah, sí. El plan. Psiquiatría. -Ivan giró por Golborne Road, donde las tiendas habían cerrado y los coches sucios se alineaban junto a la acera-. Aunque te decidas definitivamente por esta carrera, debes encontrar una salida creativa para ti mismo. Verás, la equivocación que comete la gente cuando se plantea su vida es no explorar esa parte de sí mismos que alimenta su espíritu. Sin ese alimento, el espíritu se muere, y en gran parte la responsabilidad que tenemos para con nosotros mismos es no permitir que eso ocurra. De hecho, plantéate qué pocos problemas psiquiátricos habría si todas las personas supieran realmente qué hacer para mantener vivo en ellas algo que pudiera afirmar la esencia de lo que son. Ésta es la función del acto creativo, Joel. Benditos sean el hombre o la mujer que lo saben a una edad tan tierna como la tuya.

Joel pensó en aquello, vinculando el pensamiento de forma bastante natural con su madre. Se preguntó si sería la respuesta para ella, más allá del hospital, de los doctores y de los medicamentos. Algo que hacer consigo misma para alejarla de sí misma, algo que curara su espíritu, algo que sanara su psique. Parecía improbable.

Aun así, dijo:

– Tal vez… -Y sin darse cuenta de qué estaba reconociendo o con quien estaba hablando, reflexionó en voz alta-: Pero tengo que ayudar a mi madre. Está en el hospital.

Ivan ralentizó el paso.

– Comprendo -dijo-. ¿Cuánto tiempo lleva…? ¿Dónde está, exactamente?

La pregunta sirvió para que Joel volviera en sí y entrara en un estado más despierto. Se sintió marcado por la inmensidad de la traición que había cometido. No podía decir nada más sobre su madre: nada sobre las puertas cerradas con llave y las ventanas con barrotes y la infinidad de intentos fallidos por conseguir que Carole Campbell mejorara.

Entonces, más arriba de la calle donde se encontraban, apareció un pequeño grupo procedente de Portobello Bridge. Estaba formado por tres personas y Joel las reconoció de inmediato. Respiró hondo bruscamente y miró a Ivan. Sabía que lo más prudente para ellos sería cruzar la calle y esperar no ser vistos. Ser visto por el Cuchilla de día ya era malo, pero ser visto de noche constituía un peligro absoluto. Iba acompañado de Arissa -a quien parecía agarrar por la nuca-, y Cal Hancock los seguía detrás como un miembro de la Guardia Real.

– Ivan, vamos a cruzar -dijo Joel.

Ivan, que había estado esperando a que Joel contestara su pregunta, interpretó el comentario como una forma de evitar el asunto.

– ¿He sido irrespetuoso? -dijo-. Te pido disculpas por entrar donde no debería. Pero si alguna vez deseas hablar…

– No. Quería decir que cruzáramos. Ya sabes.

Pero ya era demasiado tarde, porque el Cuchilla los había visto. Se detuvo debajo de una farola, donde la luz proyectaba largas sombras sobre su cara.

– I-van. I-van, el hombre. ¿Qué haces en la calle tú solo? ¿Recogiendo a otro acólito?

Ivan también se paró, mientras Joel intentaba digerir esta información. Nunca había pensado que Ivan Weatherall pudiera conocer a alguien como el Cuchilla. Se puso tenso mientras su mente buscaba una respuesta a la pregunta de qué haría si el Cuchilla decidía ponerse chungo con ellos. Las fuerzas estaban igualadas, pero la situación no era buena.

– Buenas noches, Stanley -dijo Ivan afablemente. Parecía como si acabara de conocer a alguien de quien tenía muy buen concepto-. Madre de Dios, señor mío. ¿Cuánto tiempo hace?

«¿Stanley?», pensó Joel. Miró a Ivan y luego al Cuchilla. Las ventanas de la nariz del Cuchilla se ensancharon, pero no dijo nada.

– Stanley Hynds, Joel Campbell -siguió Ivan-. Continuaría con las presentaciones, Stanley, pero no he tenido el honor… -Hizo una pequeña reverencia anticuada hacia Arissa y hacia Calvin.

– Tú siempre con tus gilipolleces, I-van -dijo el Cuchilla.

– Exacto. Parece ser mi profesión. ¿Has terminado a Nietzsche, por cierto? Era un préstamo, no un regalo.

El Cuchilla resopló.

– ¿Aún no te han escarmentado, tío?

Ivan sonrió.

– Stanley, sigo caminando por estas calles ileso. Desarmado e ileso como siempre. ¿Me equivoco si supongo que tú tienes algo que ver?

– Aún no me he cansado de ti.

– Mucho tiempo puedo entretener aún. Si no… Bueno, los caballeros de azul de Harrow Road siempre saben dónde encontrarte, me figuro.

Al parecer, aquello fue el límite de lo que los compañeros del Cuchilla estaban dispuestos a tolerar.

– Vamos, cariño -dijo Arissa.

Calvin avanzó unos pasos:

– ¿Eso es una amenaza, tío? -dijo con una voz claramente impropia de Calvin.

Ivan sonrió al oír aquello y saludó con un sombrero imaginario en dirección al Cuchilla.

– Dime con quién andas, Stanley -dijo.

– Pronto, I-van -le contestó el Cuchilla-. Estás perdiendo deprisa tu poder de divertirme, tío.

– Trabajaré en la calidad de mi repertorio. Ahora, si no te importa, voy a acompañar a mi joven amigo a su casa. ¿Nos das tu bendición para pasar?

La petición estaba diseñada para apaciguar y lo consiguió. Una sonrisa cruzó los labios del Cuchilla que hizo un gesto con la cabeza a Calvin, quien se apartó.

– Ándate con ojo, I-van -dijo el Cuchilla mientras pasaban por delante de él-. Nunca se sabe quién puede aparecer por detrás.

– Grabaré esas palabras en mi corazón y en mi lápida -le respondió el hombre.

A Joel, todo aquello le había dejado estupefacto. Había esperado que se produjera un desastre y no sabía qué hacer con el hecho de que no hubiera ocurrido nada parecido a un desastre. Cuando miró a Ivan una vez que se pusieron de nuevo en marcha, lo hizo con ojos renovados. No sabía qué preguntarse primero sobre el hombre porque, sencillamente, había muchas cosas que preguntarse sobre él.

– ¿Stanley? -Eso fue lo único que Joel logró decir. Aquello sirvió para expresar las preguntas que quería formular, pero para las que no encontraba las palabras.

Ivan le miró. Lo guió hacia Portobello Bridge.

– El Cuchilla -dijo Joel-. Nunca había escuchado a nadie hablarle así. Nunca imaginé…

– ¿Que quien lo hiciera viviría para contarlo? -Ivan se rió-. Stanley y yo tenemos una historia que se remonta a muchos años atrás, a antes de que fuera el Cuchilla. Es un hombre inteligentísimo. Podría haber llegado lejos. Pero su maldición, pobre alma, siempre ha sido la necesidad de obtener una gratificación inmediata, que también es, seamos francos, la maldición de nuestro tiempo. Y es extraño porque el hombre es todo un autodidacta, que es el tipo de educación que proporciona menos gratificación inmediata, de entre todas las que uno podría elegir. Pero Stanley no lo ve así. Lo que ve es que quien está al frente de sus estudios, sean cuales sean ahora mismo, es él…, y eso le basta para ser feliz.

Joel guardó silencio. Habían llegado a Elkstone Road. Trellick Tower se alzaba imponente ante ellos, luces brillantes de sus miles de pisos destacaban en la negra noche. Joel no tenía ni idea de qué hablaba su compañero.

– ¿Te resulta familiar el término? ¿Autodidacta? Significa alguien que se educa a sí mismo. Nuestro Stanley, por difícil de creer que resulte, es la auténtica personificación de alguien incapaz de juzgar un libro o su contenido por la portada. Cabría suponer por su aspecto, por no mencionar su forma deliberada y bastante encantadora de destrozar el lenguaje, que se trata de un gamberro inculto y sin educación. Pero sería vender al señor Hynds por mucho menos de lo que vale en realidad. Cuando lo conocí, tendría dieciséis años entonces, estudiaba latín, hacía sus pinitos en griego y acababa de centrar su atención en las ciencias físicas y en los filósofos del siglo xx. Por desgracia, también había centrado su atención en los diversos medios para conseguir dinero fácil y rápido que están al alcance de aquellos a quienes no les importa coquetear con el lado equivocado de la ley. Y el dinero siempre es una amante persuasiva para los chicos que nunca lo han tenido.

– ¿Y cómo lo conociste?

– En Kilburn Lane. Creo que su intención era atracarme, pero me fijé en que tenía una llaga supurante en la comisura de la boca. Antes de que pudiera pedirme lo que erróneamente creía que llevaba encima, lo empujé corriendo a una farmacia para que le dieran algún medicamento. El pobre chico nunca supo exactamente qué pasaba. Un momento se prepara para cometer un crimen y al siguiente está cara a cara con un farmacéutico con el hombre a quien intentaba atracar, escuchando una recomendación para un ungüento. Pero todo salió bien y aprendió una lección importante.

– ¿Qué clase de lección?

– La obvia: que no hay que ignorar algo extraño y supurante que te sale en el cuerpo. Sabe Dios en qué puede acabar.

Joel no sabía cómo interpretar aquello. Sólo parecía haber una pregunta lógica.

– ¿Por qué haces todo esto? -preguntó.

– ¿Todo…?

– Eso de «Empuñar palabras». Hablar con la gente como lo haces. Acompañarme a casa, incluso.

– ¿Y por qué no? -preguntó Ivan. Habían ido caminando por la acera y ahora doblaron la esquina de Edenham Way-. Pero eso no es una respuesta, ¿verdad? Basta con decir que todo hombre necesita dejar su marca en la sociedad en la que ha nacido. Ésta es la mía.

Joel quería seguir preguntando, pero habían llegado a casa de Kendra y no había tiempo. En los escalones, Ivan saludó con su sombrero imaginario otra vez, igual que había hecho con el Cuchilla.

– Volvamos a quedar pronto, ¿de acuerdo? Quiero ver más poemas tuyos -dijo antes de desaparecer entre dos edificios, en dirección a Meanwhile Gardens.

Joel le oyó silbar mientras caminaba.

* * *

Tras su encuentro con Six y Natasha en Queensway, Ness volvió a sentir la presión en su interior. El subidón de salir de la farmacia con un pintalabios en el bolso sin que nadie se enterara no desapareció, sino que, en realidad, se desinfló como un globo, pinchado por el desprecio de sus antiguas amigas. Se sintió peor que antes, inquieta y con una sensación creciente de desastre.

Lo que sentía se intensificó con lo que oyó. Su cama improvisada en el sofá del primer piso estaba justo debajo del cuarto de Kendra en el segundo piso. Peor, estaba justo debajo de la cama de Kendra y el rítmico movimiento nocturno de esa cama era de todo menos soporífero. Y era nocturno. A veces era tres veces nocturno y despertaba a Ness del sueño intranquilo en el que hubiera logrado sumergirse. A menudo, gemidos, jadeos y risas guturales acompañados de golpes de cama contra la pared y el suelo. De vez en cuando, un «Oh, cariño» ponía punto final a la cópula, puntuando el orgasmo con tres notas crecientes tras las cuales un último ruido en la cama indicaba la extenuación saciada de alguien. Probablemente, no eran sonidos que una adolescente agradeciera de los adultos de su vida. Para Ness, suponían una tortura auditiva: una afirmación descarada sobre el amor, el deseo y la aceptación, una forma de aprobación del atractivo y la valía de su tía.

A Ness se le escapaba por completo la pura naturaleza animal de lo que sucedía entre Kendra y Dix. Un hombre y una mujer dominados por el instinto de aparearse cuando estaban desnudos el uno cerca del otro y con la energía suficiente para hacerlo como medio para propagar la especie… Ness simplemente no lo entendía. Oía sexo. Pensaba en amor: Kendra tenía algo que a Ness le faltaba.

En el estado en el que se encontraba después de su encuentro con Six y Natasha en Queensway, pues, la situación de Kendra parecía extremadamente injusta. Ness veía a su tía casi como una anciana, una mujer de edad que había tenido sus oportunidades con los hombres y que, siendo justos, debería apartarse de la eterna competición por llamar la atención masculina. Ness comenzó a odiar el simple hecho de ver a Kendra por la mañana, y se descubrió incapaz de reprimir ciertos comentarios que ocupaban el lugar de un saludo matutino más convencional: «¿Lo pasaste bien anoche?»; «¿Te duele la entrepierna, Kendra?»; «¿Cómo te las arreglas para caminar, zorra?»; «Entonces, ¿te da lo que te gusta, Ken?».

La respuesta de Kendra era «Quién da qué a quién no es asunto tuyo, Vanessa», pero se preocupaba. Se sentía inextricablemente atrapada entre la lujuria y el deber. Quería la libertad que implicaba el sexo con Dix cuando le apeteciera acostarse con él, pero no deseaba que la declararan no apta para que los Campbell vivieran con ella.

– Creo que tenemos que calmar las cosas, cariño -le dijo al final a Dix una noche cuando el hombre se acercó a ella-. Ness nos oye y está… Tal vez no todas las noches, Dix. ¿Qué opinas? Esto…, bueno, la está molestando.

– Pues que se moleste -contestó el chico-. Tendrá que acostumbrarse, Ken. -Le acarició el cuello con la nariz, le dio un beso en la boca y bajó los dedos hasta que ella se arqueó, jadeó, suspiró, deseó y se olvidó de Ness por completo.

Así que la presión que Ness sentía continuó aumentando, sin que nada la mitigara. Sabía que tendría que hacer algo para aliviarla. Creía saber qué era.

Dix estaba viendo su copia pirata de Pumping Iron cuando Ness hizo su movimiento. Estaba preparándose para una competición, lo que normalmente hacía que fuera menos consciente de su entorno de lo habitual. Siempre que se enfrentaba a un campeonato de culturismo, depositaba su concentración en conseguir otro título o trofeo. El culturismo de competición era un juego mental a la vez que una demostración de la habilidad del culturista para esculpir sus músculos hasta proporciones obscenas. Durante los días previos a un evento, Dix preparaba su mente.

Estaba sentado en un puf, la espalda apoyada en el sofá, la mirada clavada en la pantalla del televisor, donde Arnold desafía eternamente a Lou Ferrigno con juegos mentales. Con toda su atención centrada en Arnold, advirtió que alguien se sentaba en el sofá, pero no se fijó en quién. Tampoco se fijó en lo que llevaba: recién salida de la bañera, había cubierto su cuerpo desnudo con una fina bata de verano de su tía.

Kendra estaba en la tienda benéfica. Sus hermanos estaban en Meanwhile Gardens, donde Joel había prometido llevar a Toby para que pudiera ver a los patinadores y los ciclistas en la pista de patinaje. La propia Ness debía ir al centro infantil a cumplir con más horas de servicios comunitarios, pero al ver a Dix viendo la película, saber que estaban solos en casa, el recuerdo persistente de las embestidas en la cama y el hecho de que tuviera que vestirse en el lugar que estaba ocupando Dix -su supuesto espacio privado-, todo aquello la instó a acercarse a él.

Estaba tomando notas, riéndose de las ocurrencias de Arnold. Tenía una carpeta sujetapapeles sobre las rodillas y las piernas desnudas. Llevaba unos sedosos pantalones cortos de correr. No llevaba nada más, que Ness pudiera ver.

Se fijó en la mano que sujetaba el bolígrafo.

– No sabía que eras zurdo, tío -dijo.

Dix se movió, pero sólo estaba consciente en parte.

– Así son las cosas -dijo, y siguió escribiendo. Se rió otra vez y dijo-: Míralo. Este tío… Nunca ha habido otro como él.

Ness miró al televisor. Como mucho, era una película granulada, repleta de hombres con peinados de casco y las cabezas demasiado pequeñas para los cuerpos que tenían. Se colocaban delante de espejos y movían los hombros en círculos. Juntaban las manos hacia un lado y otro con las piernas colocadas para exhibir los prominentes músculos. Era todo bastante obsceno. Ness se estremeció pero dijo:

– Tú estás mejor que ellos.

– Nadie está mejor que Arnold.

– Tú sí, cariño -respondió la chica.

Estaba lo suficientemente cerca de él como para notar el calor que salía de su cuerpo. Se acercó más.

– Tengo que vestirme, Dix.

– Mmm -dijo él, pero no le hizo caso.

Ness le miró la mano.

– ¿Utilizas la izquierda para todo?

– Así es -contestó, y anotó algo.

– ¿La metes con la izquierda? -dijo.

Sus anotaciones vacilaron. Ness siguió.

– Si puedes hacerlo con las dos manos, es lo que quería decir. ¿O no tienes que guiarla? Imagino que no, ¿eh? Apuesto a que no tienes que hacerlo. Es lo bastante grande y dura para encontrar el camino ella sola. -Se levantó-. Oh, últimamente me siento gorda. ¿Tú qué crees, Dix? ¿Crees que estoy gorda? -Se colocó entre él y el televisor, las manos en las caderas-. Dame tu opinión. -Se desató el cinturón de la bata y dejó que se abriera, presentándose a él-. ¿Crees que estoy demasiado gorda, Dix?

Dix apartó la mirada.

– Átate eso.

– No hasta que me respondas -contestó Ness-. Tienes que decírmelo porque eres un hombre. Lo que tengo…, ¿crees que es lo bastante bueno como para poner caliente a un hombre?

Dix se levantó.

– Vístete -le dijo. Buscó el mando del vídeo y apagó la película. Sabía que tenía que salir de la habitación, pero Ness se colocó entre él y las escaleras-. Tengo que irme.

– Primero tienes que contestarme -dijo ella-. No voy a morderte, Dix, y eres el único hombre que hay por aquí a quien le puedo preguntar. Te dejaré marchar en cuanto me digas la verdad.

– No estás gorda -dijo él.

– Ni siquiera me has mirado -le dijo Ness-. Sólo una miradita. Puedes hacerlo, ¿verdad? Necesito saberlo.

Podría haberla empujado y pasar, pero no se fiaba de cómo interpretaría cualquier tipo de contacto físico entre ellos. Así que colaboró para ganarse la colaboración de ella. Le echó una ojeada y dijo:

– Estás bien.

– ¿A eso llamas mirar? Mierda, he visto a ciegos echar vistazos mejores que ése. Vas a necesitar algo de ayuda, ¿verdad? Ven aquí. Intentémoslo de nuevo. -Dejó caer la bata al suelo y se colocó delante de él desnuda. Se cogió los pechos y se lamió los labios-. ¿La guías, Dix, o entra sola? Si no me lo dices tendrás que enseñármelo. Yo ya sé lo que quiero, tío.

A la vista de todo esto, Dix tendría que haber sido inhumano si no se hubiera excitado. Intentó mirar a otra parte, pero su piel lo reclamaba, así que la miró y, por un momento horrible, se fijó en sus pezones de chocolate y, luego, aún peor, en el triángulo de vello abundante del que parecía surgir el perfume de una sirena. Su edad era de niña; su cuerpo era de mujer. Habría sido fácil, pero también fatal.

La agarró del brazo. Su piel ardía tanto como la de él y su rostro se iluminó. Dix se agachó deprisa y notó su mano en la cabeza, escuchó su pequeño grito mientras le guiaba la cara, la boca… Dix recogió la bata del suelo y se la lanzó, zafándose de ella.

– Tápate -le dijo entre dientes-. ¿Qué piensas? ¿Que la vida consiste en follarte a todos los hombres que se crucen en tu camino? ¿Y te crees que eso es lo que les gusta a los hombres? ¿Es lo que crees? ¿Que te exhibas como una putilla de diez libras? Joder, tienes el cuerpo de una mujer, pero ya está, Ness. El resto de ti, eres tan estúpida que no se me ocurre ni un hombre que pueda querer algo, por muy desesperado que esté. ¿Lo entiendes? Ahora quita de en medio.

La empujó para pasar y la dejó en el salón. Ness estaba temblando. Se tambaleó hasta el vídeo y sacó la película. Le resultó fácil tirar de la cinta y pisotearla. Pero no bastaba.

* * *

La visita de Fabia Bender a Edenham Estate puso a Kendra en la situación de tener que reconsiderar las cosas. No quería hacerlo, pero se descubrió haciéndolo de todos modos, en especial en cuanto acabó de leer los papeles que Luce Chinaka le había dado a Joel en el centro de aprendizaje.

Kendra no era estúpida. Siempre había sabido que, con el tiempo, tendrían que hacer algo con el problema de Toby. Pero se había convencido de que las dificultades del pequeño tenían que ver con su forma de aprender. Pensar que otra cosa era la fuente de su rareza significaba adentrarse directamente en una pesadilla. Así que se había dicho que sólo había que reconducirle, educarle de un modo adecuado hasta donde pudieran educarle realmente, proporcionarle unas aptitudes vitales apropiadas y encaminarle hacia un tipo de empleo que al final pudiera permitirle un mínimo de independencia adulta. Si aquello no podía ocurrir en la escuela Middle Row y con la ayuda extra del centro de aprendizaje, habría que buscarle otro entorno educativo. Pero hasta la fecha era lo máximo que Kendra había estado dispuesta a pensar sobre su sobrino pequeño, lo que le permitía hacer caso omiso a las veces que Toby se apagaba, las conversaciones en voz baja que tenía sin que nadie estuviera presente y las implicaciones aterradoras de ambos comportamientos. De hecho, durante los meses que los Campbell llevaban a su cargo, Kendra había logrado utilizar con éxito la excusa «Toby es Toby», hiciera lo que hiciera el niño. No soportaba plantearse nada más. Así que leyó los papeles y los guardó. Nadie reconocería, examinaría, evaluaría o estudiaría a Toby Campbell mientras ella tuviera algo que decir en el asunto.

Pero eso significaba hacer todo lo posible para no llamar demasiado la atención de ningún organismo gubernamental entrometido. Por lo tanto, Kendra examinó la habitación en la que dormían Toby y Joel, viéndola como probablemente la había visto Fabia Bender. Hablaba a gritos de transitoriedad, lo que no era bueno. Los plegatines y los sacos de dormir ya eran malos. Las dos maletas en las que los chicos habían guardado su ropa durante seis meses aún eran peor. Aparte del cartel de «¡Es niño!» que aún colgaba torcido de la ventana, no había ninguna decoración. Ni siquiera había cortinas para impedir que entrara la luz nocturna de una farola en uno de los senderos de Meanwhile Gardens.

Aquello tenía que cambiar. Iba a tener que poner camas v cómodas, cortinas y algo en las paredes. Tendría que recorrer tiendas benéficas y de segunda mano; tendría que pedir donaciones. Cordie la ayudó. Le dio sábanas viejas y mantas e hizo correr la voz por su barrio. Así consiguió dos cómodas maltrechas y unos pósteres de destinos turísticos que era improbable que Joel o Toby llegaran a visitar alguna vez.

– Ha quedado bien, cielo -dijo Cordie cuando la habitación estuvo montada.

– Parece un puto vertedero -replicó Ness; ésa fue su contribución.

Kendra no le hizo caso. Ness destilaba tensión desde hacía algún tiempo, pero seguía realizando los servicios comunitarios, así que el resto de lo que hiciera y dijera era soportable.

– ¿A qué viene todo esto? -reaccionó Dix cuando vio los cambios en el cuarto de los chicos.

– Es para demostrar que Joel y Toby tienen un lugar decente donde vivir.

– ¿Quién cree que no lo tienen?

– Esa mujer del Departamento de Menores.

– ¿La mujer de los perros? ¿Crees que quiere quitarte a Joel y Toby?

– No lo sé y no pienso quedarme sentada y esperar a ver.

– Creía que había venido por Toby y el centro de aprendizaje.

– Vino porque no sabía que Toby existía. Vino porque no sabía que hubiera alguien más aparte de Ness viviendo conmigo hasta que recibió la llamada de la mujer del centro de aprendizaje y… mira. ¿Qué más da, Dix? Debo darles a los chicos un entorno adecuado por si esa mujer quiere echarme la bronca por tenerlos viviendo aquí. Tal como están las cosas, están fijándose demasiado en Toby y ¿te imaginas cómo afectará a Joel y Ness si se lo llevan? ¿O si los separan a ellos también? ¿O si…? Dios mío, yo qué sé.

Dix pensó en aquello mientras observaba a Kendra estirar las sábanas de segunda mano y las mantas de tercera sobre las viejas camas -un hallazgo en Oxfam-, cuyo pedigrí quedaba patente en las grietas y boquetes de las cabeceras. Con todos los muebles en el cuarto, apenas quedaba espacio para moverse, tan sólo una abertura estrecha entre las camas. La casa era minúscula, no estaba pensada para cinco personas. A Dix la solución le pareció obvia.

– Ken, nena, ¿has pensado alguna vez que todo esto es para bien? -le dijo.

– ¿El qué?

– Lo que está pasando.

Kendra se irguió.

– ¿A qué te refieres?

– A que apareciera esa mujer. A que tal vez piense en cambiar el lugar donde viven los chicos. La verdad es que este sitio no es el adecuado para ellos. Es demasiado pequeño, maldita sea, y si esta mujer va a redactar un informe, me parece que es el momento adecuado para pensar en…

– ¿Qué demonios estás sugiriendo? -le preguntó Kendra-. ¿Que me deshaga de ellos? ¿Que deje que los separen? ¿Que deje que me los quiten sin intentar hacer algo para impedirlo? Y entonces tú y yo podemos, ¿qué, Dix? ¿Follar como conejos en todas las habitaciones de la casa?

Dix cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta. No contestó de inmediato, así que Kendra se quedó escuchando el eco emocional de sus palabras.

– Estaba pensando en que es el momento de casarnos -dijo al fin con tranquilidad-. Estaba pensando en que es el momento de demostrar que puedo ser un padre como Dios manda para esos chicos. Mamá y papá siempre han querido que aprenda el negocio del café y…

– ¿Y qué pasa con Mister Universo? ¿Abandonarás tus sueños así corno así?

– A veces pasan cosas más grandes que los sueños. Más importantes. Si nos casamos, puedo tener un trabajo normal. Podemos comprar una casa mayor, podemos tener habitaciones para…

– Me gusta esta casa. -Kendra era consciente de que su voz sonaba chillona, irracional y que se parecía desconcertantemente a la de Ness, pero no le importó-. He trabajado por ella, tengo una hipoteca, la estoy pagando. No es fácil, pero es mía.

– Claro. Pero si tenemos un sitio mayor y nos casamos, ninguna asistente social sugerirá nunca que los niños necesitan estar en otra parte que no sea con nosotros, ¿entiendes? Seríamos una familia como Dios manda.

– ¿Y tú te marcharías a trabajar al café todos los días? ¿Y llegarías a casa oliendo a grasa de beicon? ¿Verías tu película de Arnold y te consumirías por dentro al pensar en lo que habrías renunciado por tener… qué? ¿Y por qué motivo?

– Porque es lo correcto -dijo Dix.

Kendra se rió. Pero la carcajada alcanzó una nota que rayaba la histeria, una reacción que precedía al pánico.

– ¡Tienes veintitrés años! -le dijo.

– Imagino que ya sé cuántos años tengo.

– Entonces también puedes imaginar que estamos hablando de adolescentes en edad de crecer, adolescentes con problemas que ya han tenido una vida muy dura, y tú eres un poco menos adolescente que ellos; así pues, ¿qué te hace creer…, qué te hace creer que esa Fabia Bender pensará que puedes con ellos? ¿Me contestas a eso?

De nuevo, Dix no respondió de inmediato. Estaba cogiendo la irritante costumbre de obligarla a escucharse a sí misma, y a Kendra le resultaba exasperante. Más aún, su silencio exigía que se planteara las razones de sus palabras, que era lo último que quería hacer. Quería pelearse con él.

– Bueno, yo estoy dispuesto, Ken -dijo Dix al fin- Y Joel y Toby… Necesitan un padre.

– ¿Y qué pasa con Ness? -preguntó hábilmente-. ¿Qué necesita ella?

Dix le sostuvo la mirada, estoicamente. Por mucho que Kendra tuviera sospechas, no conocía su escena con Ness y no tenía ninguna intención de contársela.

– Necesita ver a un hombre y una mujer amándose como Dios manda. Imaginé que podíamos enseñárselo. Quizá me equivocaba.

Se separó del marco de la puerta. Cuando la dejó sola, Kendra tiró una almohada al suelo.

* * *

Dix no era un hombre a quien le asustaran los retos. Si lo fuera, no se habría adentrado en el mundo del culturismo de competición. Así las cosas, veía la evaluación de Kendra sobre él como algo parecido a los juegos mentales de Arnold. Ella no creía que a su edad estuviera a la altura de hacer de padre de unos adolescentes en desarrollo. Le demostraría que se equivocaba.

No comenzó con Ness, puesto que era más prudente que eso. Aunque sabía que la cinta destrozada de Pumping Iron era la forma que había tenido la chica de provocarle, también sabía que era un desafío cuyo final estaba predeterminado. Si lo aceptaba, abriría la puerta a las acusaciones extravagantes que Ness decidiera verter sobre él y que adoptarían la forma de todas las razones por las que había destruido la cinta, unas acusaciones que gritaría delante de su tía y que serían producto de su imaginación. No iba a participar en aquello, así que cuando encontró la cinta, se puso a arreglarla. Si no podía, no pasaba nada. Ness quería una reacción. No iba a proporcionársela.

Los chicos constituían un tema más fácil. Eran chicos; él también. Después de una excursión al gimnasio, durante la cual Toby y Joel observaron atemorizados desde la banda cómo Dix levantaba pesos sobrehumanos, el siguiente paso parecía lógico: los llevaría a una competición. Irían con él al YMCA en Barbican, al otro lado de la ciudad. No sería una de las competiciones más importantes, pero captarían la sensación de lo que había sido para el pobre Lou enfrentarse con Arnold, siempre lidiando con la derrota a manos del astuto austríaco.

Fueron en metro. Ninguno de los chicos había estado en esta parte de la ciudad y, mientras seguían a Dix de la estación al YMCA, miraban boquiabiertos las grandes masas enroscadas de hormigón gris que constituían los muchos edificios de Barbican, situados en una maraña incomprensible de calles donde el tráfico pasaba a toda velocidad y los carteles marrones señalaban todas las direcciones. Para ellos, era un laberinto de estructuras: galerías de arte, salas de conciertos, teatros, cines, centros de conferencias, escuelas de arte dramático y música. A los pocos minutos, ya estaban perdidos y corrieron para alcanzar a Dix que -para su gran admiración- parecía moverse como pez en el agua por aquel lugar.

El YMCA estaba en un complejo de viviendas de protección oficial que parecía formar parte del propio Barbican. Dix condujo a Joel y Toby adentro y avanzó hasta un auditorio que olía a polvo y sudor. Los sentó en la primera fila y hurgó en el bolsillo de su chándal. Les dio a los chicos tres libras para que se compraran un capricho en las máquinas automáticas del vestíbulo y les dijo que no se fueran del edificio. Él estaría entre la sala de ejercicios y el vestuario, poniéndose nervioso por la competición y preparándose mentalmente para aparecer delante de los jueces.

– Tienes buen aspecto, Dix -dijo Joel para apoyarlo-. Nadie te va a ganar, tío.

Dix se alegró de ver esta señal de aceptación por parte de Joel. Tocó la frente del chico con el puño y aún se alegró más cuando, a cambio, recibió una sonrisa alegre.

– No os mováis de aquí, chicos -les dijo, y mirando a Toby añadió-: ¿Va a estar bien?

– Seguro -contestó Joel.

Pero no lo tenía nada claro. Aunque Toby había seguido obedientemente a Joel y a Dix desde North Kensington a esta parte de la ciudad, lo había hecho de un modo apático. Ni siquiera un extraño viaje en metro había despertado su interés. Estaba indiferente y apagado. Sus facciones carecían de expresión, lo que era preocupante. Cuando Joel lo miró, intentó decirse que todo se debía a que le habían obligado a dejar la lámpara de lava en casa, pero no pudo convencerse de ello. Así que cuando Dix los dejó solos, Joel le preguntó a Toby si se encontraba bien. El pequeño dijo que tenía el estómago muy raro. Joel tuvo el tiempo justo antes de que comenzara la competición de ir a buscarle una Coca-Cola a la máquina expendedora, utilizando una moneda de una libra.

– Te sentará bien -le dijo a su hermano, pero tras un sorbo, no logró que Toby bebiera más. Pronto se olvidó de intentarlo.

Los jueces de la competición ocuparon su lugar en una mesa larga a la derecha del escenario. Las luces del auditorio bajaron de intensidad. La voz incorpórea de un locutor los informó de que el YMCA de Barbican se enorgullecía de organizar el sexto campeonato masculino anual de culturismo de competición y que, después, habría una exhibición especial a cargo de menores de dieciséis años. Después de esto, la música comenzó a sonar -el Himno a la alegría, de Beethoven, extrañamente- y un hombre cuyos músculos tenían sus propios músculos caminó hacia el haz de luz del escenario. En la primera ronda de poses, su trabajo era lucir esos músculos al máximo.

Joel ya había visto aquello antes, no sólo en Pumping Iron, sino también en su casa. No podría haber vivido bajo el mismo techo que Dix D'Court y haberse perdido al hombre untado de aceite practicando delante del espejo del baño, puesto que Dix no paraba nunca, aunque alguien tuviera que usar el baño, a no ser que fuera Ness. Tenía que estar desenvuelto, le explicaba al que se sentara en el retrete. Cada pose tenía que fluir hasta la siguiente. También tenía que emerger tu personalidad. Ésta era la razón por la que Arnold había sido mucho mejor que el resto. Sin duda, disfrutaba de lo que hacía. Era un tipo que no dudaba de sí mismo.

Joel vio que los primeros concursantes no habían captado la idea. Tenían los músculos marcados, incluso en la ronda semirrelajada de poses, pero no tenían los movimientos. No tenían la mentalidad. No tenían ninguna oportunidad comparados con Dix.

Después de que algunos hombres hubieran mostrado su repertorio, Joel se dio cuenta de que Toby estaba inquieto. Al final, el niño le tiró de la manga.

– Tengo que irme -le dijo, pero cuando Joel consultó el programa, vio que Dix iba a subir al escenario pronto y, por lo tanto, no tenía tiempo de buscar un baño para Toby.

– ¿No puedes aguantarte, Tobe? -le dijo.

– No es eso -le dijo Toby-. Joel, tengo que…

– Espera, ¿vale?

– Pero…

– Mira, va a salir dentro de un momento. Está justo ahí. Le ves ahí esperando a un lado, ¿verdad?

– Voy a…

– Nos ha traído para que le veamos, así que tenemos que verle, Toby.

– Entonces… Si puedo… -Pero eso fue todo lo que Toby alcanzó a decir antes de que le dieran arcadas.

– ¡Mierda! -dijo Joel entre dientes, y se volvió hacia Toby justo cuando el niño empezaba a devolver. Por desgracia, no fue un momento de vómito normal. Un chorro repugnante salió disparado de su boca, lo que obligó a detener el espectáculo.

La peste era horrible. Toby estaba gimiendo; surgieron murmullos alrededor de los chicos y alguien gritó que encendieran las luces. Enseguida, la música paró, dejando a un culturista en el escenario, a mitad de pose. Entonces, las luces iluminaron al público y varios de los jueces se levantaron de sus sitios, alargando el cuello para ver de dónde venía aquel alboroto.

– Lo siento. Lo siento. Lo siento -le dijo Joel a quien estuviera dispuesto a escucharle.

Como a modo de respuesta, a Toby le dio otra arcada. El vómito aterrizó delante de él. No salió proyectado, gracias a Dios, aunque empapó la parte delantera de sus vaqueros, lo que resultó ser peor.

– Llévatelo de aquí, chico -dijo alguien.

– Ahora ya no importa mucho, ¿no? -murmuró con asco otra persona.

Y es que era asqueroso, salvo que no se tuviera sentido del olfato. Más comentarios, preguntas y consejos acompañaron el olor de los vómitos de Toby, pero Joel permaneció sordo a todos ellos, totalmente resuelto a conseguir que su hermano se levantara para poder marcharse de allí. Sin embargo, Toby estaba inmóvil. Se agarró la barriga y se echó a llorar.

Joel oyó que Dix le hablaba al oído, bajito y con insistencia.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, tío?

– Se encuentra mal, ya está -dijo Joel-. Tengo que llevarle al baño. Tengo que llevarle a casa. ¿Podemos…? -Miró y vio que Dix estaba embadurnado de aceite y preparado, desnudo salvo por el minúsculo Speedo rojo. Para Joel era inconcebible preguntarle a Dix si podían marcharse todos.

Pero Dix lo supo sin que se lo pidiera. Estaba atrapado y tenía un conflicto.

– Salgo dentro de cinco tíos -dijo-. Todo esto cuenta para… -Se pasó la mano por la cabeza pelada. Se inclinó hacia Toby-. ¿Te encuentras bien, colega? -le preguntó-. ¿Llegarás bien al baño si Joel te enseña dónde está?

Toby siguió llorando. Había empezado a moquear. Era todo un espectáculo.

El estruendo de algo que rodaba hacia ellos anunció la llegada de uno de los trabajadores del YMCA. Alguien dijo: «La porquería está aquí, Kevin», y otra persona dijo: «Dios mío, límpialo antes de que empecemos a vomitar todos». En ese momento, lo que a Joel le había parecido una masa de rostros amenazantes se disipó y un anciano delgaducho con pocos dientes y menos pelo empezó a pasar una fregona y un líquido acre por el suelo.

– ¿Puedes llevártelo de aquí? -dijo alguien.

– ¿Quieres llevártelo tú? El chaval se ha vomitado encima -respondió otra persona.

– No pasa nada -dijo Joel, muerto de vergüenza-. Yo puedo… Vamos, Tobe. Puedes andar, ¿verdad? Vamos al baño. ¿Dónde está? -le preguntó a Dix.

Tiró a Toby del brazo. Gracias a Dios, el niño se levantó, aunque anduvo con la cabeza agachada y siguió sollozando. Joel no podía culparle.

Dix los guió hasta la puerta del auditorio. Le dijo a Joel que el servicio de caballeros estaba en el pasillo, justo tras bajar las escaleras del vestíbulo.

– ¿Puedes…? Quiero decir, ¿necesitas que yo…? -dijo, mirando hacia atrás al escenario.

Esa mirada bastó para que Joel supiera qué respuesta tenía que darle.

– Qué va. Podemos arreglárnoslas -dijo-. Pero tengo que llevarle a casa.

– De acuerdo -dijo Dix-. ¿Puedes encargarte tú solo? -Cuando Joel asintió, Dix se puso en cuclillas delante de Toby y le dijo-: Colega, no te preocupes. Estas cosas le pasan a todo el mundo. Tú vete a casa. Yo te traeré algo cuando vuelva. -Entonces se levantó y le dijo a Joel-: Tengo que irme. Salgo dentro de un par de minutos.

– Guay -le dijo Joel, y Dix los dejó en la puerta del auditorio.

Joel condujo a Toby afuera y bajaron las escaleras. Por suerte, tenían el servicio de hombres para ellos solos. Allí, Joel logró mirar de verdad por primera vez a su hermano: no fue una visión agradable. Tenía la cara llena de mocos y vómito, y la camiseta manchada, que olía como el suelo de una atracción de feria que da vueltas y sube y baja. Los vaqueros de Toby estaban un poco mejor. Había logrado devolver encima de los zapatos.

Si en algún momento los cuidados de una madre consoladora eran necesarios, era en esta ocasión. Joel llevó a Toby hasta la pila y abrió el grifo. Miró a su alrededor buscando toallas de papel, pero sólo había un rollo mugriento de algodón azul que caía inextricablemente de un dispensador y colgaba húmedo hasta el suelo. Joel vio que sus esfuerzos tendrían que limitarse a lavarle la cara y las manos a Toby. El resto tendría que esperar hasta que regresaran a Edenham Estate.

Toby permaneció mudo mientras le aplicaba jabón en la cara y las manos. Aceptó el papel de váter contra la piel y no dijo nada hasta que Joel acabó de hacer todo lo que pudo con la camiseta sucia y los pantalones. Entonces, el pequeño dijo algo que habría sorprendido a cualquiera que lo conociera menos bien que Joel, cualquiera que hiciera suposiciones sobre el mundo que le parecía seguro habitar.

– Joel, ¿por qué mamá no va a venir a casa? -dijo-. Porque no vendrá, ¿no?

– No digas eso. No lo sabes y yo tampoco.

– Cree que papá está en casa.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque no puede hacer frente a nada más.

Toby pensó en aquello, la nariz aún le goteaba. Joel se la limpió con otro trozo de papel y le cogió de la mano. Lo llevó por el pasillo y subieron las escaleras, rodeados por el olor nauseabundo del vómito, una peste tan fuerte que parecía una presencia palpable. Joel se dijo que cuando sacara a Toby fuera todo sería mejor. El aire -incluso cargado con los gases de los vehículos que pasaban a toda prisa- haría menos fétido el olor, sin duda.

Habían salido del YMCA y caminaban vagamente en la dirección por la que Joel recordaba que habían venido cuando se dio cuenta de dos cosas a la vez. La primera era que no sabía dónde estaba la estación de metro, y los carteles marrones que señalaban a todas partes no lo ayudaban. La segunda era que encontrar la estación no serviría de nada, ya que no tenía dinero suficiente para comprar los pasajes. Dix había comprado billetes de ida y vuelta en la estación de Westbourne Park, pero los había guardado él durante todo el viaje y estaban en la bolsa del gimnasio dentro del vestuario del YMCA. Para Joel era inconcebible volver allí, entrar con Toby en ese auditorio otra vez y buscar a Dix para que le diera los billetes. También le resultaba inconcebible dejar solo a Toby fuera mientras lo hacía. Así que no les quedaba más remedio que regresar a North Kensington en autobús, pues sí tenía dinero suficiente para comprar un billete de ida para cada uno.

El problema de este plan, sin embargo, era que no había ningún autobús que los llevara directamente de Barbican al otro lado de la ciudad. Cuando, después de veintidós minutos caminando por el laberinto de edificios, Joel encontró por fin una parada que no era sólo un simple poste en la acera, examinó el mapa y vio que iban a necesitar al menos tres autobuses distintos para llegar a casa. Sabía que podría arreglárselas. Reconocería Oxford Street, que era donde tenía que realizar el primer cambio -¿quién no lo reconocería?-, y aunque por algún motivo no lo reconociera, por la multitud de compradores en busca de tendencias, el autobús que tenían que coger en Barbican acababa allí, así que cuando parara el motor, tendrían que bajarse. El verdadero problema era que no tenían dinero suficiente para realizar los cambios necesarios tras el primer trayecto. Eso significaba que para los dos restantes, él y Toby iban a tener que colarse y rezar para que nadie los viera. La mejor esperanza residía en que dos de los tres autobuses que necesitaban fueran de los viejos de dos pisos con la parte trasera abierta: totalmente inseguros, absolutamente prácticos y típicamente londinenses. Tenían una entrada por la parte trasera, un conductor, un revisor y una aglomeración de viajeros. También proporcionaban a Joel la mejor oportunidad para colarse sin que nadie los viera, y así llegar a casa con los exiguos fondos de que disponían.

Tal como fueron las cosas para los chicos, esta operación se retrasó más de cinco horas. No fue porque se perdieran; el viaje se alargó y se alargó porque en el primer cambio en Oxford Street los echaron del autobús por no llevar billete, y tuvieron que pasar cuatro autobuses más, que avanzaban lentamente en la congestión masiva del distrito comercial, antes de que un vehículo adecuadamente repleto de pasajeros sugiriera que el revisor estaría demasiado preocupado como para fijarse en ellos. Así fue, en efecto, pero tuvieron el mismo problema con el siguiente cambio en Queensway. Desde ahí les costó seis autobuses -subían, avanzaban una o dos paradas, los echaban- llegar sólo a Chepstow Road, donde los volvieron a echar. Al final, Joel decidió hacer andando el resto del camino, ya que Toby no había vuelto a vomitar desde el YMCA. No olía mejor y era obvio que estaba cansado, pero Joel supuso que el aire -tan fresco como podía ser siempre en Londres- le sentaría bien.

Eran más de las siete de la tarde cuando por fin llegaron a Edenham Estate. Kendra salió a recibirlos a la puerta. Para entonces, la preocupación por qué les había sucedido ya la tenía bastante histérica, puesto que Dix había llegado horas antes -trofeo en mano-, y había preguntado cómo se encontraba Toby; después, cuando había sabido que no habían regresado de Barbican, había salido corriendo de inmediato a buscar a los críos. El estado de nervios de Kendra quedó demostrado por su lenguaje.

– ¿Dónde estabais? -gritó-. ¿Dónde? Dix salió… Hasta Ness salió. ¿Qué ha pasado? Toby, cariño, ¿estás malo? Dix ha dicho… Joel, joder. ¿Por qué coño no me has llamado? Habría… ¡Oh, Dios mío! -Los atrajo a los dos a sus brazos.

Joel se sorprendió al ver que estaba llorando. Como a su edad no era ningún estudioso perspicaz de la psique humana, no tenía modo de comprender que su tía estaba reaccionando a lo que había visto como la encarnación de su sueño tácito de liberarse del peso de la responsabilidad. Para Kendra, era un caso claro de «cuidado con lo que deseas subconscientemente».

Mientras llenaba la bañera para Toby y desnudaba su cuerpo de la ropa manchada, hablaba como una mujer colocada de anfetaminas. Dix, dijo, había llegado a casa hacía horas. Había entrado con su estúpido trofeo -«Oh, sí, ha ganado, claro»- y había mirado a su alrededor antes de decir: «¿Los chicos han llegado bien?».

– Como si no le preocupara en absoluto que hubierais encontrado el camino hasta la otra punta de la maldita ciudad aunque nunca hubierais estado allí. Le he dicho: «¿De qué hablas, tío? Los chicos están contigo, ¿no?». Me ha dicho que Toby había vomitado y que os ha mandado para casa.

Aquí, con toda justicia, Joel la interrumpió. Estaba sentado en el retrete mirando cómo su tía lavaba a Toby con una toallita enjabonada y champú y supo que era justo aclararle a su tía el tema de Dix.

– No nos ha mandado para casa él, tía Ken. Yo le he dicho que…

– No me digas quién ha dicho qué -dijo Kendra-. Oh, ya imagino que no os ha dicho que desaparecierais, pero dejó clara su opinión, ¿no? No me mientas, Joel.

– No fue así -protestó Joel-. Estaba a punto de salir ante los jueces. Tendría que haberse marchado. Y, mira, ha ganado, ¿no? Eso es lo que importa.

Kendra dio la espalda a la bañera donde estaba limpiando a Toby.

– Santa Madre de Dios. ¿Ahora piensas como él, Joel?

No esperó la respuesta antes de darse la vuelta. Envolvió a Toby en una toalla y lo ayudó a salir. Utilizó el secador sobre su pelo rizado, lo sacudió en la toalla y le esparció polvos por el cuerpo. Toby estaba encantado con tantas atenciones.

Lo llevó al cuarto, lo arropó en la cama y le dijo que iba a prepararle un Ovaltine y tostadas con mantequilla y azúcar, así que «descansa, cielo, hasta que vuelva la tía». Toby la miró parpadeando, sobrecogido ante aquel derroche maternal inesperado. Se acomodó en la cama y se quedó expectante. Ovaltine y tostadas constituían el alimento más nutritivo que había tenido en su corta vida.

Un gesto con la cabeza le dijo a Joel que tenía que seguir a Kendra a la cocina. Allí, su tía le hizo contar la historia de principio a fin, y esta vez consiguió escucharle con más calma. En cuanto completó el relato de su viaje por la ciudad, el Ovaltine y las tostadas estaban listos. Se los dio a Joel y señaló las escaleras con la cabeza. Se sirvió una copa de vino de la nevera, encendió un cigarrillo y se sentó a la mesa de la cocina.

Intentó ordenar sus sentimientos. Lo físico y lo emocional se fusionaban en una batalla campal contra lo psicológico. Era demasiado para ella. Buscaba algo en lo que centrarse justo cuando ese algo apareció por la puerta.

– Ken, he pasado con el coche por todas partes -dijo Dix-. Lo único que sé es que Joel se marchó como dijo que haría. Un músico callejero cerca de la parada de autobús de Barbican me ha dicho…

– Está aquí-dijo Kendra-. Los dos están aquí. Gracias a Dios.

«Gracias a Dios» también significaba «no gracias a ti». Dix lo comprendió por el tono y la mirada que Kendra le lanzó. Conjuntamente, esa mirada y ese tono lo dejaron inmóvil. Sabía que le echaba la culpa de lo que había ocurrido y lo aceptó. Lo que no podía explicar era el estado de ánimo de Kendra. Le parecía mucho más lógico que sintiera alivio ante esta coyuntura y no lo que estuviera sintiendo, que transmitía hostilidad.

Abordó su encuentro con cautela.

– Qué bien. Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué no han venido a casa directamente como dijo Joel?

– Porque no tenían cómo -le dijo Kendra-. Lo que, al parecer, tú no te planteaste. Tenías los malditos billetes en la bolsa del gimnasio, Dix. No querían desconcentrarte, así que han intentado llegar a casa en autobús, lo que, por supuesto, no han podido hacer ellos solos.

La bolsa del gimnasio de Dix estaba donde la había dejado antes, cerca de la entrada de las escaleras. Posó su mirada en ella y vio mentalmente los billetes donde los había guardado, en realidad, donde los había visto al buscar el suyo después de la competición.

– Maldita sea -dijo-. Siento muchísimo todo esto, Ken.

– Lo sientes. -Kendra era un misil que buscaba un culpable-. Dejas que un niño de ocho años deambule por Londres…

– Estaba con Joel, Ken.

– … sin los medios para llegar a casa siquiera. Dejas que un niño que se ha vomitado encima encuentre la forma de salir del centro de una ciudad donde no ha estado nunca… -Kendra calló para respirar, no tanto para apagar su enfado, sino para organizar sus pensamientos y expresarlos desde una posición de poder-. Se te llena la boca hablando de convertirte en un padre para esos niños -señaló-. Pero, al fin y al cabo, todo se reduce a ti, no a ellos. A lo que tú quieres y no a lo que ellos necesitan. Esa forma de pensar no tiene nada que ver con hacer de padre a nadie, ¿comprendes?

– Eso no es justo -protestó Dix.

– Tienes… Tienes que ir a tu competición y para ti todo el día consiste en eso. Nada va a distraerte. Ni otro culturista, porque tienes que ser como el puto Arnold, claro, y él nunca se distraería con nada, ni tampoco un niño pequeño que se pone enfermo, evidentemente. La concentración es fundamental. Y sabe Dios que tú eres un hombre que se concentra.

– Joel ha dicho que se las arreglaría. He confiado en él. Si quieres echarle la bronca a alguien, Ken, échasela a Joel.

– ¿Le culpas a él? Maldita sea, Dix, tiene doce años. Cree que tu competición cuenta más que nada de lo que puede necesitar de ti. ¿No lo has visto? ¿No lo ves?

– Joel ha dicho que lo llevaría directamente a casa. Si no puedo confiar en Joel para que cuente la verdad de…

– ¡No le culpes a él! No le culpes a él, maldita sea.

– No culpo a nadie. Me parece que eres tú la que está buscando culpables. Y me pregunto por qué, Ken. Joel y Toby han vuelto a casa. Supongo que estarán los dos arriba, escuchando todo esto, si es necesario. No ha pasado nada. Así que la pregunta es: ¿qué te ocurre a ti?

– No estamos hablando de mí.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué quieres un culpable? ¿Por qué buscas culpables cuando tendrías que sentirte aliviada por que Joel y Toby hayan vuelto sin problemas?

– ¿A cinco horas deambulando por Londres como dos chuchos perdidos lo llamas tú «sin problemas»? Joder. ¿En qué estás pensando?

– No sabía… Oh, Dios santo, ya te lo he dicho. -Hizo un gesto con la mano para poner fin a la conversación. Se dirigió hacia las escaleras.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Kendra.

– A darme una ducha. Algo, por cierto, que no he hecho al final de la competición porque quería volver a casa deprisa para ver cómo se encontraba Toby, Ken.

– ¿Y ese ha sido tu gran sacrificio como padre? ¿No darte una maldita ducha al final de una competición que te niegas a abandonar cuando tu hijo se vomita encima? Quieres que nos casemos para mantener a los chicos a salvo de los Servicios Sociales, pero ¿esto es lo que puedo esperar de ti como padre?

Dix levantó la mano.

– Ahora estás cabreada. Ya hablaremos después.

– Hablaremos ahora, maldita sea -dijo Kendra-. No subas esa escalera. No salgas de esta habitación.

– ¿Y si lo hago?

– Entonces haz las maletas y vete.

Dix ladeó la cabeza. Dudó, no por indecisión, sino por sorpresa. No comprendía cómo habían llegado a esto, y menos aún por qué. Lo único que sabía era que, por un momento, Kendra estaba jugando a un juego cuyas reglas no comprendía.

– Voy a darme una ducha, Ken -dijo-. Podemos hablarlo cuando no estés tan cabreada.

– Entonces quiero que te vayas -dijo ella-. No tengo tiempo para cabrones egoístas en mi vida. Ya he pasado por eso antes y no volveré a hacerlo. Si tu maldita ducha es más importante para ti que…

– ¿Me estás comparando? ¿Con cuál de ellos?

– Imagino que ya sabes con cuál.

– ¿Entonces? ¿Eso es todo? -Dix meneó la cabeza con incredulidad. Miró a su alrededor. Se movió, pero esta vez hacia la puerta de la casa, no hacia las escaleras-. Deseo concedido, Ken -dijo con pesar-. Te daré exactamente lo que quieres.