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La ausencia de Dix de Edenham Estate afectó a todo el mundo de manera distinta. Ness empezó a pasearse con aire arrogante por la casa como si hubiera conseguido provocar un cambio que llevaba mucho tiempo deseando. Kendra se volcó en el trabajo y no mencionó el hecho de que Dix se hubiera marchado. Toby explicó su ausencia a alguien invisible a quien empezó a referirse abierta y diariamente como Maydarc. Y, por primera vez, Joel experimentó un derroche creativo de poesía.
En realidad, no habría podido contarle a nadie de qué trataban sus poemas. Tampoco habría podido determinar de dónde salía la fuerza de su energía artística: que Dix los hubiera dejado. Lo único que habría podido decir sobre sus versos era que eran lo que eran y que provenían de un lugar que no podía identificar.
No le enseñó a nadie ninguno de esos poemas, salvo una única pieza que seleccionó cuidadosamente tras darle muchas vueltas -y tras reunir una cantidad igual de valor- para dársela a Adam Whitburn una noche en «Empuñar palabras y no armas». Se entretuvo cerca de la puerta del sótano, esperando a que el joven rastafari se marchara a casa. Se la entregó y luego se quedó en silencio, atormentado por la expectativa, mientras el rastafari la leía. Cuando acabó, Adam miró a Joel con curiosidad, luego volvió a mirar la hoja y la releyó. Después, le devolvió el papel a Joel y dijo:
– ¿Se lo has enseñado a Ivan? -Joel negó con la cabeza. Adam dijo-: Tío, tienes que enseñárselo a Ivan, ¿vale? ¿Por qué no lo has leído delante del micro? Tienes algo, colega. Todo el mundo querrá verlo.
Sin embargo, para Joel aquello era impensable. Sentía la satisfacción de la aprobación de Adam Whitburn, y le bastaba. Sólo la aprobación de Ivan habría significado más para él; el resto -la lectura pública, los análisis, las críticas, la oportunidad de ganar dinero o certificados o reconocimientos de algún tipo durante «Caminar por las palabras»- se convirtió en algo menos importante a medida que crecía el placer que obtenía con el proceso.
Había algo en el hecho de escribir palabras -tachar y mirar arriba sin ver lo que estaba mirando, volver a escribir- que lo transportaba a un estado distinto. No podía describirlo, pero cada vez anhelaba más entrar en él. Le ofrecía un santuario, pero aún más, le ofrecía una sensación de conclusión que nunca había sentido. Imaginó que lo que sentía era algo parecido a lo que sentía Toby cuando se adentraba en Sose o cuando contemplaba su lámpara de lava o incluso cuando la llevaba en brazos a todas partes. Simplemente hacía que las cosas fueran distintas, menos importantes que el hecho de que su padre ya no estuviera y que su madre viviera encerrada entre paredes acolchadas.
Así que, naturalmente, buscaba este refugio siempre que podía. Cuando escribía era capaz de aislarse del mundo, así que incluso estando en Meanwhile Gardens cuando Toby quería ver a los patinadores y ciclistas en la pista de patinaje, podía sentarse en uno de los bancos con su libreta harapienta sobre las rodillas y arrancar palabras del aire y juntarlas, igual que había hecho la noche que le habían nombrado poeta prometedor.
Estaba haciendo justo eso, Toby sentado en el borde de la pista de patinaje inferior, cuando alguien se sentó a su lado y una voz de chica dijo:
– ¿Qué estás haciendo? No pueden ser deberes, en esta época del año. ¿Y dónde has estado, Joel? ¿Te has ido de vacaciones o qué?
Joel alzó la vista y vio a Hibah intentando echar una ojeada a lo que estaba escribiendo. Venía de llevar el almuerzo a su padre a la cochera, dijo. Su madre la esperaba en casa y seguramente llamaría a su padre al móvil si no aparecía cuando debía hacerlo, que era dentro de unos quince minutos.
– Dicen que me han visto por ahí-le confió Hibah-. Y dicen que no les gustó mucho lo que vieron. Pero sé que la que me vio en realidad fue esa zorra de la biblioteca Kensal. Porque si hubieran sido mi padre y mi madre los que me hubieran visto, no saldría de ese puto piso sola hasta que estuviera casada, por mucho que papá quisiera su almuerzo. Así que verás, quieren que piense que me vieron mientras siguen dándome el beneficio de la duda sin decirme que me lo están dando. Y todo porque no pueden estar seguros de si esa vieja zorra bibliotecaria dice la verdad porque no le caemos bien.
Gracias a esto, Joel supuso que alguien había visto a Hibah mal acompañada. Sabía quién sería esa compañía indebida, así que miró a su alrededor con inquietud, pues no anhelaba otro encuentro con Neal Wyatt. Parecía que no había moros en la costa. Era un día agradable y había otras personas en el parque, pero Neal no era una de ellas.
– ¿Qué haces? Déjame ver -dijo Hibah.
– Sólo son poemas -dijo Joel-. Pero no están listos para enseñarlos porque aún los estoy escribiendo.
Hibah sonrió.
– No sabía que fueras poeta, Joel Campbell. ¿Escribes rimas? ¿Canciones rap o algo así? Vamos. Déjame ver. Nunca he leído un poema delante de su autor. -Fue a coger la libreta, pero él la apartó. Hibah se rió y dijo-: Vamos. No seas así. ¿Vas a ese evento de poesía en Oxford Gardens? Conozco a una señora que va. Ese Ivan del colegio también va.
– Lo dirige él -dijo Joel.
– Entonces, ¿has ido? Vamos, déjame ver. No sé mucho de poesía, pero sé ver si riman.
– No tienen que rimar, éstos -dijo Joel-. No son esa clase de poemas.
– ¿De qué clase son, entonces? -Estaba pensativa y echó un vistazo hacia uno de los robles jóvenes que salpicaban las pequeñas colinas del jardín. Debajo de varios de ellos, yacían hombres y mujeres jóvenes: dormitando, abrazándose o enroscados más seriamente. Hibah sonrió-. ¡Poemas de amor! -alardeó-. Joel Campbell, ¿tienes novia? ¿Anda por aquí? Mmm. Ya veo que no me lo dirás, así que déjame ver si puedo hacer que venga corriendo. Apuesto a que sé cómo conseguirlo.
Se acercó a Joel pícaramente hasta que sus muslos se tocaron. Le pasó un brazo por la cintura y apoyó la cabeza en su hombro. Así se quedaron varios minutos, mientras Joel escribía y Hibah se reía.
– ¡Qué coño…! -Fue sin embargo la reacción final al gesto de afecto de Hibah, pero no fue Joel quien lo dijo.
Provenía del camino de sirga que estaba junto al canal Grand Union. No hizo falta mirar en esa dirección para ver quién había hablado. Neal Wyatt estaba cruzando el césped a grandes zancadas.
Detrás de Neal, tres miembros de su pandilla se quedaron en el camino. Iban en dirección a Great Western Road. Al parecer tenían la sensación de que Neal podía ocuparse solo de lo que fuera que quisiera ocuparse, algo que pronto se hizo evidente, cuando el chico se centró en Hibah y no en Joel.
– ¿Qué coño estás haciendo? -le dijo a la chica-. ¿Te digo dónde quedamos y traes a este contigo? ¿De qué vas?
Hibah no apartó la mano de la cintura de Joel, como tal vez habría hecho otra chica, sino que miró fijamente a Neal y agarró con más fuerza a Joel. No la intimidaba. Sin embargo, estaba horrorizada y confusa.
– ¿Qué? -dijo-. Neal, ¿a quién le estás hablando así? ¿Qué te pasa?
– Falta de respeto es lo que me pasa -dijo-. Si vas con este mierda, te conviertes en mierda. Y mi mujer no se muestra como si fuera mierda. ¿Te enteras?
– ¡Eh! He dicho que a quién le hablas así. He venido aquí como me has dicho y he visto a un amigo. Estamos hablando, él y yo. ¿No puedes soportarlo o qué?
– Escucha. Yo te digo con quién puedes hablar. No tú a mí. Y este capullo amarillo…
– ¿Qué te pasa, Neal Wyatt? -le preguntó Hibah-. ¿Te has vuelto loco? Este es Joel y ni siquiera es…
Neal avanzó hacia ella.
– Ahora te enseñaré lo que me pasa. -La agarró del brazo y tiró de ella para que se levantara. La empujó hacia sus colegas en el camino de sirga.
Joel no tuvo alternativa. Se puso de pie.
– ¡Eh! Déjala en paz. No ha hecho nada para faltarte al respeto.
Neal lo miró con desdén.
– ¿Estás diciéndome…?
– Sí. Te lo estoy diciendo. ¿Qué clase de pringado se mete con una chica? Supongo que la misma clase que la toma con un tullido en Harrow Road.
Esta referencia a su último encuentro y la intromisión de la Policía en él bastaron para que Neal soltara a Hibah. Se volvió hacia Joel.
– Esta zorra es mía -dijo-. Y tú no tienes nada que decir al respecto.
– ¿Por qué sigues con eso, Neal? -gritó Hibah-. Tú nunca hablas así. Nunca. Tú y yo…
– ¡Cállate!
– ¡No!
– Haz lo que te digo o te pego una hostia.
Hibah se cuadró ante él. Se le había aflojado el pañuelo y ahora le caía hacia atrás y mostraba su pelo. Aquél no era el Neal Wyatt que conocía, ni tampoco el Neal Wyatt por el que estaba arriesgándolo todo, desde la buena voluntad de sus padres a su reputación.
– Si sigues hablándome así, maldita sea -gritó-, me aseguraré de…
Neal le dio una bofetada y ella retrocedió, sorprendida, Joel avanzó hacia él.
– Vete a casa, Hibah -le dijo a la chica.
La idea de que Joel le dijera a Hibah -la mujer de Neal- lo que tenía que hacer habría bastado para arrancar un grito ahogado de los espectadores, si alguno de ellos hubiera mostrado interés. En realidad, ninguno de los ciudadanos que disfrutaban del buen tiempo se movió para impedir lo que sucedió a continuación.
Neal se giró hacia Joel. Su rostro irradiaba una alegría absoluta, lo que tendría que haberle dicho que en aquel lugar y en aquel día se habían puesto en funcionamiento fuerzas mucho mayores de las que él comprendía. Pero no tuvo tiempo de planteárselo. Porque Neal fue a por él. Lo agarró por el cuello y Joel cayó. Neal aterrizó encima de él con un gruñido de placer.
– Mamonazo… -dijo Neal, pero eso fue todo. El resto fueron golpes, propinados con los puños en la cara de Joel.
Hibah gritó el nombre de Neal. No sirvió de nada. El chico no iba a salir frustrado de este encuentro.
Joel se retorcía debajo de él, intentando conectar con la cara de Neal sin conseguirlo. Dio patadas y se revolvió para escapar. Notó los golpes de Neal a ambos lados de la cabeza. Notó sus babas en las mejillas. Por encima de los puñetazos del otro chico, oía las ráfagas de ruido de los patinadores. Oía los gritos tenues de Hibah.
Entonces, Neal le agarró el cuello con las dos manos.
– Estúpido… Te voy a matar… -gruñó mientras apretaba.
Joel buscó con la rodilla la entrepierna de Neal, pero no le alcanzó. Hibah chilló, y Joel oyó que Toby gritaba su nombre.
Y, entonces, con la misma brusquedad con la que había empezado, la pelea acabó. Esta vez no la terminó Ivan Weatherall, ni las súplicas de Hibah, ni las lágrimas de miedo de Toby, ni la intervención de la Policía, sino que uno de los chicos de la pandilla de Neal al final bajó por el camino de sirga y separó a Neal.
– Colega, colega -dijo lacónicamente-. No tienes que… -Y entonces corrigió el rumbo-: Ya lo has llevado bastante lejos. ¿Te enteras?
Neal lo apartó y, al hacerlo, también acabó con su aparente intromisión en su rango como jefe de la banda. Aquello dejó a Joel en el suelo, con un corte cerca del ojo izquierdo y respirando con dificultad.
Hibah se había sentado hecha un ovillo en el banco, donde se mecía horrorizada y consternada. Sacudía la cabeza con incredulidad ante este Neal, ante un Neal al que nunca había visto y al que no conocía; tenía el puño en la boca.
Toby había llegado corriendo desde la pista de patinaje. Se había llevado la lámpara de lava para la excursión y arrastraba el cable por la hierba. Estaba llorando. Joel se puso de rodillas para intentar tranquilizarle.
– No pasa nada, Tobe -murmuró-. No pasa nada, colega.
Toby se acercó a él a trompicones.
– Te ha pegado -dijo sollozando-. Tienes un corte en la cara. Quería…
– No pasa nada. -Joel se levantó tambaleándose.
Por un momento, Meanwhile Gardens dio vueltas a su alrededor como imágenes vistas desde un tiovivo. Cuando se le pasó el mareo, se presionó el brazo contra la cara. Al retirarlo, estaba ensangrentado. Miró a Neal.
Neal respiraba pesadamente por el esfuerzo, pero ya no parecía que quisiera abalanzarse sobre él. Hizo un movimiento en dirección a Hibah. Ella se puso en pie de un salto.
– Tú -dijo.
– Escucha -dijo el chico. Miró a su pandilla. Dos de los chicos negaron con la cabeza-. Ya hablaremos, Hibah -dijo con urgencia.
– Antes me muero que volver a hablar contigo -respondió la chica.
– No entiendes cómo son las cosas.
– Entiendo lo que necesito entender, Neal Wyatt.
Hibah se marchó, y Neal y todos los demás se quedaron mirándola. Joel no dijo nada, pero no hizo falta. Neal interpretó su presencia como causante y culpable de la situación y sacudió la cabeza con una mirada que fue de Joel a su hermano.
– La habéis cagado. Tú y el rarito. ¿Te enteras?
– Yo no… -dijo Joel.
– La habéis cagado, amarillos. Los dos. Nos volveremos a ver.
Ladeó la barbilla en dirección al camino de sirga. Su compañero lo interpretó como debía y empezó a andar para que Neal y él pudieran reunirse con el resto de la banda.
Al principio, Ness disfrutó con la ausencia de Dix. Pero el placer a largo plazo que pensó que sentiría sin él no se materializó. Le gustaba no tener que escuchar todas las noches las embestidas en la cama de su tía y le gustaba que las cosas se calmaran más o menos entre ella y Kendra en cuanto Dix se marchó. Aparte de eso, sin embargo, la marcha de Dix no le aportó ninguna alegría permanente. Le odiaba por haberla rechazado, pero seguía deseando tener la oportunidad de demostrar que era mil veces mejor de lo que jamás llegaría a ser su tía.
Tener la oportunidad de trasladarse al cuarto de Kendra para compartir la cama de su tía y, por lo tanto, adquirir un mínimo de intimidad en la casa no le apetecía, ni tampoco le proporcionaba una sensación de placer o poder. Kendra le ofreció tal posibilidad, pero Ness la rechazó. No se imaginaba durmiendo en la misma cama que Dix D'Court había desocupado tan recientemente y, aunque no hubiera sido así, dormir en la habitación de Kendra, con su tía, no iba a darle a Ness la clase de intimidad que prefería. Sabía que su lugar no estaba en el cuarto de su tía; sabía -aunque jamás se lo habría reconocido a nadie- que ése era el lugar de Dix. También sabía que, en realidad, Kendra no la quería allí.
El resultado de todo esto fue que se sentía mal cuando quería sentirse bien. Necesitaba una forma de volver a encontrarse bien, y creía tener bastante claro cómo conseguirlo.
Esta vez escogió Kensington High Street. Fue en autobús y se bajó no muy lejos de la iglesia de Saint Mary Abbots. Desde ahí, descendió la cuesta hasta el puesto de flores que había delante del patio de la iglesia. Analizó sus opciones desde esta posición estratégica, mientras detrás de ella, preparaban ramos de nardos, lirios, helechos y gipsófilas.
Primero se decidió por H &M, donde las aglomeraciones y los estantes de ropa del subcontinente indio ofrecían la posibilidad de camuflarse entre otras adolescentes, así como de ganancias excelentes. Fue de una planta a la siguiente, buscando algo que le planteara un reto, además de proporcionarle satisfacción, pero no encontró nada, que no le pareciera a-b-u-r-r-i-d-o cuando lo examinó. Así pues, subió la calle hasta Accessorize, donde el reto de llevarse algo al bolsillo era mucho mayor, ya que la tienda era muy pequeña y su fotografía seguía colgada con cinta adhesiva junto a la caja, lo que la marcaba como persona non grata en la tienda. Pero el local estaba abarrotado de gente; consiguió entrar, pero sólo le sirvió para descubrir que, aquel día, la mercancía no era lo bastante importante como para darle la satisfacción que quería sentir al lograr robarla con éxito.
Después de intentarlo en Top Shop y Monsoon, al final entró en unos grandes almacenes y se decidió por aquel lugar. Una chica más prudente con ganas de cometer una fechoría tal vez hubiera elegido otro sitio, ya que no había grandes multitudes entre las que esconderse y, al ser una adolescente mestiza con ropa reveladora y pelo vistoso, Ness destacaba como un girasol en un campo de fresas. Pero la mercancía parecía de clase alta y eso le gustaba. Pronto vio una cinta para el pelo, de lentejuelas, que le interesaba.
La cinta se encontraba en un lugar de lo más propicio. En un estante a tan sólo media docena de pasos de la salida, anunciaba a gritos su deseo de que la robasen. Tras examinarla y decidir que valía la pena el esfuerzo, Ness procedió a hacer un reconocimiento visual de los alrededores para asegurarse de que estaba -si no a salvo de que la vieran- lo bastante cerca de la puerta como para salir a toda prisa de la tienda en cuanto tuviera la cinta en el bolsillo.
No parecía que nadie estuviera observándola. No parecía que hubiera nadie cerca digno de mención. Sí que había un jubilado que la miraba desde un estante de calcetines, pero por su expresión sabía que el hecho de que la mirara no tenía absolutamente nada que ver con asegurarse de que no se iba de allí con algo que no había pagado y sí con el escote de la camiseta que había elegido. Pasó de él con desprecio.
Antes de mangar el artículo deseado, Ness notó el cosquilleo de la energía nerviosa subiéndole por los brazos. Auguraba que la satisfacción que quería ya estaba en camino. Lo único que tenía que hacer era alargar la mano, coger dos cintas del estante, tirarlas al suelo, inclinarse, recogerlas y devolver a su sitio una mientras se metía la otra en el bolso. Era fácil, sencillo, rápido y seguro. Era como quitarle un caramelo a un bebé, comida a un gatito, ponerle la zancadilla a un ciego, algo así.
Con la cinta de lentejuelas en su poder, se dirigió hacia la puerta. Caminó con la misma indiferencia con la que había entrado en la tienda y se sintió invadida por una combinación de calor y excitación al mezclarse con un grupo de compradores en el exterior.
No llegó muy lejos. Emocionada por el éxito, se decidió por Tower Records; estaba a punto de cruzar la calle cuando el jubilado que había visto dentro de los grandes almacenes le cerró el paso.
– Creo que no, querida -le dijo mientras la agarraba del brazo.
– ¿Qué demonios te crees que haces, tío? -dijo Ness.
– Nada, siempre que puedas mostrar un recibo para la mercancía que tienes dentro de ese bolso tuyo. Acompáñame.
Era mucho más fuerte de lo que parecía. De hecho, tras mirarlo con más detenimiento, Ness vio que no era ningún jubilado. No iba encorvado, como le había parecido en la tienda, y no tenía arrugas en la cara a juego con su pelo ralo y gris. Aun así, no se dio cuenta de dónde encajaba en todo aquel asunto y siguió protestando -enérgicamente- mientras el hombre la conducía de nuevo hacia la puerta de los grandes almacenes.
Una vez dentro, la llevó por un pasillo en dirección a la parte trasera de la tienda. Allí, una puerta giratoria daba acceso a las entrañas del edificio. Pronto la cruzaron y se dirigieron a unas escaleras.
– ¿Adonde coño te crees que me llevas? -dijo Ness acaloradamente.
– A donde llevo a todos los ladrones, querida -contestó él.
Entonces comprendió que el hombre que había creído que era un jubilado era un guardia de seguridad de los grandes almacenes del demonio. Así que no avanzó ni un paso más voluntariamente. Opuso tanta resistencia como le permitió la mano del hombre, que la agarraba con fuerza. Sabía que acababa de meterse en un buen lío. Como ya estaba en libertad condicional, realizando servicios comunitarios, no deseaba comparecer otra vez ante un juez, ya que en esta ocasión estaría jugándose algo más que tener que acudir simplemente al centro infantil.
Cuando acabaron de bajar las escaleras, se encontró en un pasillo estrecho con el suelo de linóleo, donde vio que podría librarse con facilidad. Supuso que iban a donde llevaran a los ladrones mientras esperaban a que apareciera un agente de la comisaría de Policía de Earl's Court Road, y comenzó a preparar una historia que contaría cuando llegara la Policía. Tendría tiempo de hacerlo en el calabozo, donde la iba a encerrar aquel hombre. Se figuró que, en el mejor de los casos, sería un cuarto pequeño; en el peor, sin ventanas y una celda de verdad.
No era ninguna de las dos cosas. El guardia de seguridad abrió una puerta y la empujó al interior de un vestuario. Olía a sudor y desinfectante. Filas de taquillas grises lo flanqueaban a cada lado; en el centro había un banco de madera estrecho y sin pintar.
– No he hecho nada, tío -dijo Ness-. ¿Por qué me has traído aquí?
– Supongo que ya lo sabes. Supongo que podremos abrir tu bolso y verlo. -El guardia le dio la espalda y cerró la puerta. El cerrojo hizo un ruido parecido a una pistola amartillándose. Alargó la mano-. Dame el bolso -le dijo-. Y deja que te diga que las cosas suelen ser más fáciles para vosotros si puedo decirle a la Policía que habéis colaborado desde el principio.
Ness odiaba la idea de entregarle el bolso, pero lo hizo porque quería que pareciera que había «colaborado». Miró mientras el guardia abría el bolso como lo hubiera hecho cualquier hombre: cogiéndolo con torpeza e inseguridad. Volcó el contenido y ahí estaba el artículo de la controversia, las lentejuelas que brillaban bajo las luces del techo. El hombre lo cogió y lo levantó colgando de un dedo. La miró a ella y luego a la cinta y dijo:
– ¿Ha valido la pena?
– ¿De qué coño hablas?
– Te pregunto si ha valido la pena robar algo así, teniendo en cuenta que es posible que te encierren por esto.
– Tú dices que la he robado. Yo digo que no.
– ¿Cómo ha ido a parar a tu bolso si no la has robado?
– No lo sé -dijo Ness-. No la había visto nunca.
– ¿Y quién esperas que se crea eso? En particular cuando les describa con pelos y señales cómo has cogido dos, las has dejado caer al suelo y sólo has devuelto una al estante. Estaba ésta, con las lentejuelas plateadas, y estaba la otra, con lentejuelas rojas y azules. ¿Quién crees que te va a creer? ¿Tienes antecedentes, por cierto?
– ¿De qué hablas…?
– Creo que ya lo sabes. Y creo que sí tienes. Antecedentes, quiero decir. Problemas con la Policía. Lo último que quieres es que la llame. Lo veo muy claro en tu cara, no me lo niegues.
– Tú no sabes nada.
– ¿Ah, no? Entonces no te importará que venga la Poli cuando cuente mi versión y tú la tuya. ¿A quién esperas que creerán, a una chica con antecedentes -vestida como una puta- o a un ciudadano íntegro que resulta que está empleado en este establecimiento?
Ness no dijo nada. Intentó parecer indiferente, pero la verdad es que no lo estaba. No quería enfrentarse a la Policía otra vez, y el hecho de estar cara a cara con la posibilidad la enfurecía. Estar en manos de alguien que era evidente que iba a jugar con ella al gato y al ratón hasta que la entregara a las autoridades sólo empeoraba las cosas. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas de impotencia y eso la encolerizó aún más. El guardia de seguridad las vio y prosiguió conforme a lo que creía sobre ellas.
– Vaya, ahora ya no eres tan dura, ¿verdad? -le preguntó-. Te vistes, te comportas y hablas como una chica dura, todo. Pero, al fin y al cabo, quieres irte a casa como todos los demás, supongo. ¿Es eso? ¿Quieres irte a casa? ¿Olvidar todo esto?
Ness no dijo nada. Esperó. Tenía la sensación de que iba a haber más y no se equivocaba. El guardia la observaba, esperando algún tipo de reacción.
– ¿Qué? -dijo Ness al final, con bastante cautela-. ¿Estás diciendo que piensas dejarme ir a casa?
– Si se dan ciertas condiciones -dijo-. Como soy el único que sabe lo de… -Balanceó la cinta con el dedo otra vez-. Te dejaré marchar y devolveré esto al lugar que le corresponde. No habrá ni una palabra más entre nosotros.
Ness pensó en aquello y supo que no tenía alternativa.
– ¿Qué quieres? -dijo.
El hombre sonrió.
– Quítate la camiseta. El sujetador también, si es que llevas, cosa que dudo, teniendo en cuenta lo que ya puedo ver.
Ness tragó saliva.
– ¿Para qué? ¿Qué vas a…?
– ¿Quieres irte? ¿Qué no haya más preguntas? ¿Qué no haya más motivos para que tú y yo sigamos aquí? Quítate la camiseta y déjame verlas. Eso es lo que quiero. Quiero verlas. Quiero ver lo que tienes.
– ¿Y ya está? Luego me dejarás…
– Que te quites la camiseta.
Ness se dijo que no era peor que abrirse la bata delante de Dix D'Court. Y, sin duda, no era peor que todo lo que ya había visto, hecho y experimentado… Y significaba que podría marcharse de aquel lugar sin que apareciera la Policía, y eso lo significaba todo.
Apretó los dientes. No importaba. Nada importaba. Con un movimiento rápido, se levantó la camiseta, se la pasó por la cabeza y se la quitó.
– Mírame a los ojos -dijo el guardia-. No te tapes porque imagino que con todos esos chicos más jóvenes no lo haces, ¿verdad? Tira la camiseta al suelo. Pon los brazos a los lados.
Ness obedeció. Se quedó allí quieta. El hombre se empapó de ella. La miró con ojos hambrientos. Respiraba ruidosamente. Trago saliva con tanta fuerza que Ness oyó el sonido desde donde se encontraba, a tres metros de distancia. Demasiados metros, resultó al final.
– Una cosa más -le dijo el hombre.
– Has dicho…
– Bueno, eso fue antes de verlas, ¿no? Ven aquí.
– No…
– Pregúntate si quieres que todo esto -otra vez balanceó la cinta- desaparezca, querida.
Entonces esperó. Estaba seguro de sí mismo, como si hubiera estado en este lugar muchas veces y lo hubiera aprovechado al máximo.
Ness se acercó, no veía otra opción. Se armó de valor para lo que pasaría a continuación, y cuando el hombre le puso una mano en un pecho, hizo todo lo posible por no estremecerse, aunque notó un picor debajo de la nariz: un presagio de las lágrimas más inútiles. La mano del hombre cubría su pecho totalmente, el pezón amortiguado contra el centro de la palma. Apretó los dedos y la atrajo hacia él.
Cuando los separaron sólo unos centímetros, el hombre la miró fijamente.
– Esto puede desaparecer por completo -dijo-. Saldrás de aquí y volverás a casa con tu mamá. Nadie se enterará de que has robado esto o aquello de la tienda. ¿Es lo que quieres?
Una lágrima escapó de su ojo.
– Tienes que decirlo -dijo-. Es lo que quieres. Dijo.
– Sí -logró murmurar.
– No. Tienes que decirlo, cielo.
– Es lo que quiero.
El hombre sonrió.
– Ya lo imaginaba -dijo-. Las chicas como tú siempre lo queréis. Ahora quédate quieta y te daré lo que has pedido, querida. ¿Lo harás? Contéstame.
Ness se armó de valor.
– Lo haré.
– ¿De buena gana?
– Sí. Lo haré.
– Qué bien -dijo-. Eres una buena chica, ¿verdad? -Entonces se inclinó hacia ella y empezó a chupar.
Llegó tarde al centro infantil. Fue desde Kensington High Street hacia el norte hasta llegar a Meanwhile Gardens sin pensar en lo sucedido en el vestuario, pero el esfuerzo hizo que la rabia creciera en su interior. La rabia atrajo las lágrimas, y las lágrimas atrajeron más rabia. Se dijo que volvería, que esperaría junto a la puerta de personal -la misma puerta adonde la había llevado al final y donde la había soltado a una calle secundaria con un agradable «Y ahora vete, querida»- y, cuando saliera al final de la jornada, lo mataría. Le pegaría un tiro entre ceja y ceja, y lo que hicieran después con ella no tendría importancia porque estaría muerto, como se merecía.
No esperó el autobús que la podía llevar por Kensington Church Street y luego a Ladbroke Grove. Se dijo que no le apetecía, pero la verdad era que no quería que nadie la viera y, por alguna razón, yendo a pie se sentía invisible. La envolvía la humillación -de la que no admitiría su existencia-. La única forma de evitar sentirla era caminar enfurecida hacia el centro infantil, abriéndose paso sin contemplaciones entre la multitud en el distrito comercial y buscando algo que destrozar cuando la multitud disminuyó y se encontró en las aceras más amplias de Holland Park Avenue, donde no había nadie cerca con quien chocar y a quien gruñir, y nada que hacer salvo seguir caminando e intentar evitar sus propios pensamientos.
Al final se subió a un autobús en Notting Hill, simplemente porque se detuvo justo cuando pasaba por la parada, así no tendría que esperar y pensar. Pero no le sirvió para llegar al centro infantil a tiempo. Llevaba noventa minutos de retraso cuando cruzó la verja de la alambrada, donde en el área de juegos tres niños chapoteaban en la piscina bajo la mirada vigilante de sus madres.
Verlos -a los niños con sus madres- fue algo que Ness no podía soportar mirar, pero que tuvo que mirar, así que lo que sintió fue aun más ira. El efecto fue como hinchar un globo a punto de estallar.
Empujó con fuerza la puerta del centro, que rebotó en la pared. Varios niños estaban poniendo pegamento blanco en un trabajo artístico que consistía en un tablón para pósteres, conchas de mar y cuentas. Majidah se encontraba en la cocina. Los niños levantaron la vista con los ojos muy abiertos, y Majidah entró en la habitación principal. Ness se preparó para lo que le diría la mujer musulmana y pensó «Déjala, deja que la zorra hable».
Majidah la examinó, entrecerrando los ojos para evaluarla. Ness no le caía bien porque no le gustaba su actitud, por no mencionar su gusto en el vestir y la razón por la que estaba trabajando en el centro. Pero también era una mujer que había pasado por muchas cosas a lo largo de sus cuarenta y seis años de vida, y la menos importante no era aceptar el sufrimiento profundo: el suyo y el de los otros. Si bien su filosofía de vida podía describirse como «Trabaja mucho, no te quejes y hazlo», no carecía de compasión por las personas que aún no habían encontrado la forma de lograr una de estas cosas.
Así pues, lanzando una mirada significativa al reloj de Félix el Gato que colgaba encima de las estanterías donde guardaban los juguetes de los niños, dijo:
– Debes intentar ser puntual, Vanessa. Por favor, ayuda a esos niños con el pegamento. Tú y yo hablaremos en cuanto cerremos.
El enfrentamiento de Joel con Neal Wyatt resultó ser un arma de doble filo. Por un lado, provocó que a partir de aquel momento anduviera siempre con ojo. Por el otro, no podía dejar de escribir. Más palabras de las que jamás habría creído posibles dieron pie a más versos de lo que jamás habría creído posibles, y la característica más extraña de este proceso fue que las palabras que salían de su cabeza no eran la clase de palabras que Joel creía que podían componer un poema. Palabras como «puente» o «arrodillarse», «flotar» o «consternar» hicieron que se abalanzara sobre su libreta. Lo hacía con tanta frecuencia que a Kendra le entró la curiosidad y le preguntó qué se traía entre manos con la nariz pegada a un papel todo el tiempo. Supuso que le escribía cartas a alguien, y le preguntó si eran para su madre. Cuando el niño le contestó que no eran cartas sino poemas, Kendra -como Hibah- dedujo que eran poemas de amor y empezó a tomarle el pelo diciéndole que estaba coladito por una chica. Pero a Joel -pese a estar centrado en sus versos- no se le escapó la manera poco entusiasta en que lo hacía.
– ¿Viste a Dix, tía Ken? -le preguntó sabiamente, y la respuesta de su tía, «Has visto», derivó la conversación hacia la importancia de hablar correctamente; fue lejos de la importancia del amor.
Kendra se dijo que, de todos modos, no era amor, ¿cómo podría haberlo sido con el profundo abismo que creaban entre ellos esos veinte años de diferencia? Se dijo que se alegraba, que era el momento de que los dos pasaran página, pero su cabeza no transmitió el mensaje a su corazón. Al cabo de un tiempo, alteró el mensaje a uno que decía: «Sólo era sexo, chica», y se aferró a él porque le pareció razonable.
Como Kendra estaba atrapada en aquellos pensamientos y Joel estaba concentrado en sus poemas, el único que podía advertir el cambio que experimentó Ness en los días siguientes era Toby. Pero como el cambio consistía en hacer lo que le había ordenado el juez -y, de repente, sin quejas-, la sutileza de la situación superaba a Toby. El pequeño se calmaba con su lámpara de lava veía la televisión y no dijo ni pío sobre el encontronazo de Joel con Neal Wyatt.
Fue Joel quien le pidió que no dijera nada. Justificó los cortes y los moratones diciéndole a su tía que -aun siendo una tontería, pues no tenía ninguna destreza- había cogido prestado un monopatín y probado la pista de patinaje. Kendra aceptó la historia y le habló sobre cascos de seguridad.
Por su lado, Joel cogió la palabra «seguridad» y se puso a crear otro poema. Cuando lo acabó, lo metió en la maleta debajo de su cama. Pero antes de cerrar la tapa, contó las poesías que había escrito. Le asombró ver que había compuesto veintisiete, y la pregunta lógica acudió a su mente: ¿qué iba a hacer con ellas?
Siguió asistiendo a «Empuñar palabras y no armas», pero no se unió a los demás en el micrófono, y nunca participó en «Caminar por las palabras». En lugar de eso, se convirtió en observador de la reunión y en una esponja de las críticas que se ofrecían a los otros poetas, los que estaban dispuestos a recitar su obra.
Durante todo ese tiempo, Ivan Weatherall no le molestó demasiado, sólo le saludaba, le expresaba lo mucho que se alegraba de verle en «Empuñar palabras y no armas», le preguntaba si seguía escribiendo y no comentaba nada cuando agachaba la cabeza, demasiado avergonzado para contestar directamente.
– Tienes un don, amigo mío -decía simplemente-. No debes darle la espalda.
Por lo demás, Ivan se concentraba en la satisfacción que sentía ante el aumento de asistentes a sus veladas poéticas. Añadió un curso de poemas al curso de guiones que ofrecía en Paddington Arts, pero Joel no podía imaginarse asistiendo a él. No podía imaginar tener que escribir un poema. El acto creativo no funcionaba así para él.
Tenía treinta y cinco piezas cuando decidió que dejaría que Ivan viera algo de su trabajo. Escogió cuatro que le gustaban; un día que tenía que ir a buscar a Toby al centro de aprendizaje, se marchó de Edenham Estate antes de lo habitual y subió hasta Sixth Avenue.
Encontró a Ivan, con guantes blancos, trabajando en otro reloj. Esta vez, sin embargo, no estaba montando ninguno, sino limpiando uno viejo que, le explicó, había empezado a dar la media hora cuando le apetecía.
– Un comportamiento del todo inaceptable para un reloj -le confió Ivan mientras conducía a Joel al pequeño salón. Allí, en la mesa que estaba bajo la ventana, las piezas de un reloj yacían sobre una toalla blanca, perfectamente colocadas junto a una lata de aceite pequeña, unas pinzas y varios destornilladores de tamaños diminutos. Ivan le señaló a Joel un sillón junto a la chimenea. En su día, el carbón había ardido en ella, pero ahora había una estufa eléctrica apagada y colocada de lado-. Es un trabajo la mar de aburrido; tu presencia me permite distraerme, por lo que te doy las gracias -dijo Ivan.
Al principio, Joel pensó que Ivan se refería a los cuatro poemas que llevaba en el bolsillo, así que los sacó y los desdobló, sin cuestionarse cómo sabía el hombre que había ido a verlo con un propósito. Pero Ivan volvió con su reloj después de coger una hoja de menta y llevársela a la boca. Empezó a hablar de una exposición que había visto en la ribera sur del Támesis. Dijo que se trataba del «no sé qué del emperador», pues una de las obras expuestas era un urinario revestido de plexiglás y firmado por el artista, y otra era un vaso de agua en un estante montado muy alto en la pared con el título Roble clavado debajo. Luego, prosiguió, había toda una sala «dedicada a una lesbiana enfadada que convertía sofás en actos sexuales. No preguntes, no puedo decir qué mensaje quería transmitir, pero su rabia era muy palpable. ¿Te gusta el arte, Joel?».
La pregunta de Ivan fue tan repentina, al final de su monólogo, que al principio Joel no la distinguió y no se percató de que, en realidad, estaba pidiéndole su opinión. Pero entonces Ivan levantó la vista de su tarea y su rostro parecía tan agradable y expectante que Joel respondió de manera espontánea por primera vez, ofreciendo su respuesta sin censurarse.
– Cal dibuja bien -dijo-. He visto cosas suyas.
Ivan frunció el ceño un momento. Entonces levantó un dedo y dijo:
– Ah. Calvin Hancock. La mano derecha de Stanley. Sí. Tiene algo, ¿verdad? No recibe formación, lo cual es una pena, y no está dispuesto a recibirla, lo cual es aún peor. Pero tiene muchísimo talento sin pulir. Tienes buen ojo. ¿Qué hay del resto? ¿Has estado en alguna de las grandes galerías de nuestra ciudad?
Joel no había estado, pero no quería contestar que no. Tampoco quería mentir, así que murmuró:
– Una vez papá nos llevó a Trafalgar Square.
– Ah. La National Gallery. ¿Qué te pareció? Un poco acartonada, ¿verdad? ¿O exponían algo especial?
Joel tiró de un hilo del dobladillo de su camiseta. Sabía que había un museo en Trafalgar Square, pero ellos sólo habían ido a ver las enormes bandadas de palomas. Se sentaron en el borde de una de las fuentes y observaron los pájaros. Toby quiso subirse a uno de los leones que había en la base de la alta columna del centro de la plaza. Escucharon a un músico callejero que tocaba el acordeón y contemplaron a una chica pintada de oro que hacía de estatua a cambio de algunas monedas que podían echarse en un cubo a sus pies. Comieron unos Cornettos que compraron a un vendedor en un lado de la plaza, pero se derritieron demasiado deprisa porque hacía calor. Toby se manchó toda la camiseta y las manos de helado. Su padre mojó un pañuelo en la fuente y le limpió cuando se acabó el cucurucho.
Joel hacía años que no pensaba en ese día. El recuerdo repentino hizo que le escocieran los ojos.
Incomprensiblemente para Joel, Ivan dijo:
– Ah. Si supiéramos qué cartas nos iban a tocar, elaboraríamos un plan de antemano para jugarlas, osaría decir. Pero la crueldad de la vida es que no lo sabemos. Recibimos sorpresas y la mayoría de las veces nos pillan con los pantalones bajados.
«¿De qué estás hablando?», quiso decirle Joel, pero no lo hizo porque sabía exactamente de qué hablaba Ivan: estaba allí y de pronto desapareció, de camino a la escuela de danza para recoger a Ness de su clase del sábado. La mano de Toby en la de su padre, y Joel parado treinta metros atrás porque delante de la tienda de saldos una caja llena de pelotas de fútbol llamó su atención, tanto que al principio no fue consciente de los cuatro «pums» fuertes que oyó antes de los gritos.
– He traído esto -se apresuró a decir Joel, y le tendió los poemas bruscamente a Ivan.
Ivan los cogió, sin decir nada más sobre cartas o sobre cómo podían jugarse, gracias a Dios. Dejó los papeles sobre la toalla y se inclinó sobre ellos exactamente igual que se habría inclinado sobre un reloj. Los leyó, y mientras lo hacía masticaba hojas de menta.
Al principio no dijo nada. Simplemente pasó de un poema al siguiente, dejando cada uno a un lado después de leerlo. Joel vio que empezaban a picarle los tobillos y que el tictac de los relojes parecía más fuerte de lo normal. Pensó que había sido una estupidez llevarle los poemas a Ivan y se dijo en silencio: «Estúpido, estúpido, tonto de mierda, burro, muere, muere, muere».
Sin embargo, la reacción de Ivan fue bastante distinta a la de Joel. Al final se dio la vuelta en la silla y dijo:
– El mayor pecado es desperdiciar la riqueza en cuanto se sabe que es riqueza. La dificultad está en que la mayoría de las personas no lo saben. Definen la riqueza únicamente por lo que pueden ver porque es lo que les han enseñado: mirar el fin de las cosas, el destino. Lo que nunca reconocen es que la riqueza se encuentra en el proceso, el viaje, en lo que uno hace con lo que tiene. No en lo que logra amasar.
Aquello era un poco demasiado para Joel, así que no dijo nada. Pero sí se preguntó si Ivan simplemente estaba buscando algo que decir porque había leído los poemas y había visto que eran tan estúpidos como el propio Joel comenzaba a sospechar.
Antes de poder expresarlo, Ivan abrió una caja de madera que había en su mesa y sacó un lápiz.
– Tienes una habilidad especial para la métrica y el lenguaje, pero a veces la crudeza es demasiado cruda, y es ahí donde aparecen las sombras. Si examinamos este verso… Aquí. Deja que te enseñe a qué me refiero.
Indicó a Joel que se acercara a la mesa y se lo explicó. Utilizó términos que el chico no había oído nunca, pero hizo marcas en el papel para lustrar qué quería decir. Llevó a cabo su explicación despacio, y la cordialidad sincera del discurso hizo que el chico se sintiera cómodo escuchándolo. Sus palabras también destilaban un entusiasmo que Joel vio que estaba dirigido a los propios poemas.
Se quedó tan absorto escuchando cómo Ivan hablaba sobre sus versos y observando cómo era capaz de mejorar cada poesía que cuando Joel por fin oyó los relojes dando la hora a su alrededor, alzó la vista y vio que habían transcurrido casi dos horas. Era una hora más de lo que había pensado estar allí, lo que significaba que hacía una hora que había terminado el curso de verano de Toby en el centro de aprendizaje.
Joel se levantó de un salto y gritó:
– ¡Madre de Dios!
– ¿Qué…? -dijo Ivan, pero Joel no oyó el resto de la pregunta. El único sonido que escuchó a partir de aquel momento fueron las pisadas de sus deportivas sobre la acera mientras corría en dirección a Harrow Road.