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Kendra estaba siendo mucho más dura de lo necesario consigo misma respecto a Ness, quien tenía preocupaciones más urgentes que reaccionar al hecho de que su tía hubiera invitado a un hombre blanco desconocido a su cama. Encontrarlo allí había sido toda una sorpresa, cierto. Ness había oído el alboroto y supuso que Dix había vuelto. Pero, para su asombro, no sintió lo que sentía antes cuando escuchaba los crujidos, botes y embestidas entusiastas de la cama de Kendra en el piso de arriba, sino que se despertó, oyó el ruido, se estremeció y se dio cuenta de que necesitaba ir al baño. Como creía que era Dix quien estaba con su tía -lo que significaba que se quedaría a pasar la noche y el riesgo que corría de encontrárselo cuando lo utilizara sería poco-, subió las escaleras y se encontró con un desconocido saliendo de la habitación de Kendra.
En su día, la imagen de cualquier hombre saliendo de la habitación de Kendra habría llenado a Ness de celos apenas disfrazados de asco. Pero eso era antes de compartir un pappadum con una mujer pakistaní que creía que no le caía bien. También era antes de lo que había generado compartir un pappadum con esa mujer pakistaní.
Cuando Majidah le comunicó un día que cerrarían el centro infantil antes, poco después de la visita de Ness a su piso, la chica creyó que quedaba libre de sus obligaciones para el resto de la tarde. Pero Majidah la sacó de su error enseguida al decirle que tenían que ir a recoger provisiones a Covent Garden. Ness debía ayudarla.
Se sintió absolutamente maltratada. No cabía la menor duda de que realizar servicios comunitarios no implicaba tener que patearse todo Londres como una criada, ¿verdad?
Majidah informó a Ness de que no era ella a quien el juez permitía determinar qué constituía servicios comunitarios.
– Saldremos a las dos en punto -le dijo a la chica-. Cogeremos el metro.
– Eh. Yo paso de…
– Por favor. ¿«Pasas»? ¿Qué clase de vocabulario es ése, Vanessa? ¿Cómo puedes esperar hacer algo con tu vida si hablas así?
– ¿Qué? ¿Acaso tengo que hacer algo? ¿Es eso?
– Madre santísima, sí. ¿Qué te crees si no? ¿Piensas que tienes derecho a lo que quieras y que no tienes que hacer nada para conseguirlo? ¿Y qué es lo que quieres exactamente? ¿Fama, fortuna, un par más de esos estúpidos zapatos de tacón? ¿O eres una de esas jóvenes tontas que solamente ambicionan la popularidad? ¿Actriz famosa, modelo famosa, cantante famosa? ¿Es eso, Vanessa? Sólo la popularidad cuando podrías hacer lo que quisieras, una joven como tú sin ningún hombre que determine tu destino como si fueras un animal de granja. No hay duda de que podrías elegir la carrera que se te antojara y, sin embargo, no muestras ninguna gratitud. Sólo el deseo de ser una cantante pop.
– ¿Yo he dicho eso? -preguntó Ness cuando Majidah al fin se vio obligada a respirar-. ¿Alguna vez he dicho yo algo así? Dios santo, Majidah, estás obsesionada, ¿te lo ha dicho alguien alguna vez? ¿Y cómo vamos a entrar ahí? No tengo guita… -Vio la cara horrorizada de Majidah y transigió-: No tengo dinero en mi poder para adquirir un billete -dijo remilgadamente.
Majidah reprimió una sonrisa al oír el acento pijo de Ness.
– ¿Eso es todo? -dijo-. Madre santísima, Vanessa, no tengo intención de hacerte pagar el viaje. Esto es trabajo, y el trabajo me recompensará por proporcionarte el billete que necesitas.
Aclarado ese detalle, a las dos en punto partieron del centro infantil, cuya caseta Majidah cerró con llave. Luego comprobó la cerradura tres veces antes de que Ness la cogiera del brazo y la arrastrara fuera de la alambrada. Caminaron el poco trozo que había hasta la estación de metro de Westbourne Park. Majidah examinó a conciencia el mapa para determinar la mejor ruta hasta su destino, chasqueando la lengua y contando las paradas mientras Ness esperaba a su lado dando golpecitos en el suelo con el pie. Cuando al final tomó la decisión, emprendieron el viaje y se bajaron en Covent Garden, momento en que Majidah la condujo no al mercado -donde cabría suponer que podían comprarse las provisiones, aunque no a un precio económico-, sino hacia el norte, a Shelton Street. Allí, un portal, entre una librería minúscula y un café, se abría a una escalera. Subieron cuatro tramos -«El condenado ascensor de este maldito edificio no funciona y nunca ha funcionado», aclaró Majidah- y, sin resuello, cuando por fin llegaron, entraron en un ático donde rollos de lino, seda, algodón, terciopelo y fieltro de colores vistosos yacían en amplias mesas de trabajo. Sentadas a ellas, cuatro personas trabajaban en silencio, mientras Kiri Te Kanawa interpretaba la agonía de Mimí en un reproductor de CD que descansaba sobre un banco de recipientes en los que había de todo, desde lentejuelas a aljófares.
Dos de los trabajadores eran mujeres vestidas con shalwar kamis; otro era una mujer con un chador; el cuarto era un hombre. Vestía vaqueros, deportivas y una camisa blanca de algodón. Las mujeres estaban cosiendo y pegando. Él estaba colocando un tocado a la quinta persona de la sala: una belleza mediterránea de ojos azabache que leía una revista y murmuraba:
– Malditos idiotas belicistas cazurros.
A lo que el hombre dijo:
– No hay nada más cierto. Pero tenga cuidado con la posición de la cabeza, por favor, señorita Rivelle. El tocado no está recto.
Él, como las mujeres que estaban trabajando, era pakistaní. La señorita Rivelle no. Levantó la mano para tocar lo que estaba fijándole en su abundante melena negra.
– En serio, Sayf, esto es imposible -dijo-. ¿No puedes hacer que pese menos? Es extraordinario que esperes que sea capaz de hacer la entrada, cantar el aria y morir dramáticamente, y todo sin que esta…, esta cosa se me caiga al suelo. ¿Quién aprobó el diseño, por el amor de Dios?
– El señor Peterson-Hayes.
– El director no tiene que llevarlo. No, no, esto no funcionará de ninguna de las maneras. -Se quitó el tocado, se lo dio a Sayf y vio a Majidah y a Ness al otro lado de la sala. También Sayf, justo en ese momento.
– ¡Madre! Maldita sea, se me había olvidado por completo -dijo. Y a Ness-: Hola. Tú debes de ser la convicta.
– Sayf al Din -dijo Majidah con dureza-. ¿Qué clase de saludo es ése? Y tú, Rand -le dijo a la mujer del chador-, ¿no te ahogas con ese cubrecama ridículo que llevas? ¿Cuándo entrará en razón tu marido? Eso que llevas puesto es para salir a la calle. No está hecho para el interior.
– La presencia de tu hijo… -murmuró Rand.
– Sí, claro, querida, Dios mío, seguro que te violará si te descubres la cara. ¿No es verdad, Sayf al Din? ¿Acaso no has violado a doscientas mujeres y suma y sigue? ¿Dónde tienes la tarjeta de baile, hijo mío?
– Carné -la corrigió Sayf al Din. Cogió el tocado que había estado colocando a la señorita Rivelle y lo dejó con cuidado en un objeto de madera. Le dijo a la cantante-: Intentaré reducir el peso, pero dependerá de Peterson-Hayes, así que querrá hablar con él. -Se acercó a un escritorio abarrotadísimo de cosas que había debajo de una de las ventanas de la sala y sacó una agenda-. ¿El jueves? ¿A las cuatro? -preguntó.
– Si no me queda más remedio -contestó la mujer lánguidamente.
Recogió sus pertenencias -que consistían en bolsas de la compra y un bolso del tamaño de una cesta de picnic- y se acercó a Sayf al Din para una despedida formal, que consistió en besos al aire, tres de ellos al estilo italiano, tras lo cual le dio una palmadita en la mejilla y él le besó la mano. Entonces se marchó, agitando los dedos hacia el resto.
– Divas -murmuró una de las mujeres del shalwar kamis con cierto desdén.
– Nos dan de comer -le recordó Sayf al Din-, aunque a veces sean caricaturas de sí mismas. -Sonrió a su madre-. Y yo ya estoy bastante acostumbrado a las divas, además.
Majidah chasqueó la lengua, pero Ness vio que no se ofendía. En realidad, parecía satisfecha cuando le dijo a la chica:
– Vanessa, este tontaina de aquí es mi Sayf al Din, mi hijo mayor. -Eso le convertía en el hijo de su primer marido, menos de trece años más joven que su propia madre. Era bastante guapo (piel aceitunada y ojos oscuros) y tenía un aire de perpetua alegría-. ¿Y cómo está esa mujer tuya, Sayf al Din? -le preguntó su madre-. ¿Sigue raspando los dientes de los desgraciados en lugar de tener más hijos? Este hijo mío se ha casado con una dentista, Vanessa. Parió a dos hijos y volvió a trabajar cuando tenían seis semanas. No comprendo esta locura: desear examinar las bocas de los desconocidos en lugar de mirar las caras de sus hijos. Tendría que ser como tus hermanas y como las esposas de tus hermanos, Sayf al Din. Nueve tienen en total por el momento y ni uno solo ha caído en las manos de una canguro.
Era obvio que Sayf al Din ya había escuchado este discurso antes, puesto que pronunció la última frase al mismo tiempo que su madre. Siguió diciendo:
– Qué escándalo que esta mujer utilice su educación como debe cuando podría estar en casa preparando pollo tikka para la cena de su marido, Vanessa. -Realizó una imitación tan exacta de su madre que Ness se rió, igual que los demás presentes en la sala.
– Oh, puede que os parezca gracioso -les dijo Majidah-, pero no se reirá tanto cuando esa mujer se marche con…
– Un ortodoncista -terminó él la frase-. Ay, los peligros que acechan cuando tu mujer es dentista. Cuidado. Cuidado. -Le dio un beso sonoro a su madre en la mejilla-. Deja que te mire -dijo-. ¿Por qué no has venido a cenar ningún domingo este mes?
– ¿Y comerme su pollo tikka seco? Debes de estar loco, Sayf al Din. Esa mujer tuya necesita aprender a cocinar.
– Es como un disco rayado -le dijo a Ness.
– Ya me había fijado -asintió Ness-. Sólo que el disco es distinto para cada persona que conoce.
– Es así de lista -dijo Sayf al Din-. Hace que pienses que realmente tiene conversación. -Pasó el brazo alrededor de los hombros de su madre y apretó-. Estás perdiendo peso otra vez -le dijo-. ¿Te estás saltando las comidas, madre? Si sigues así, ya sabes, me veré obligado a atarte y hacerte comer las sarnosas de May hasta que revientes.
– Mejor empiezas ya a envenenarme -dijo Majidah-. Ésta es Vanessa Campbell, como ya has adivinado, Sayf al Din. Ha venido a ayudarme, pero primero podrías enseñarle tu estudio.
Sayf al Din complació a su madre gustoso, como cualquier hombre que disfruta de su trabajo. Le enseñó un ático de caos organizado, donde diseñaba y creaba tocados para la Royal Opera, producciones teatrales del West End, la televisión y el cine. Le explicó el proceso y le mostró bocetos. Ness reconoció la similitud que guardaban los dibujos coloreados a mano y las notas a lápiz con las obras enmarcadas que colgaban en las paredes del salón de Majidah.
– Ah, sí. Los he visto en casa de tu madre -dijo-. Me pregunté…
– ¿Qué te preguntaste? -quiso saber el hombre.
– Quién los había hecho, supongo. Y por qué estaban en las paredes. No es que no me molen…
– «Me gusten», Vanessa -dijo Majidah con paciencia.
– No es que no me gusten, porque sí. Sólo que no es lo que uno espera ver…
– Ah. Sí. Pero está orgullosa de mí, ¿verdad, madre? No lo parece, por cómo habla, pero no podría ser de otro modo. ¿No es cierto, madre?
– No te equivoques -dijo Majidah-. Eres el más problemático de mis hijos.
Sayf al Din sonrió; ella también.
– No me digas -contestó él-. Rand, a quien tanto desapruebas, te ayudará a recoger los materiales que quieres. Y mientras tanto, yo le enseñaré a tu acompañante cómo los dibujos se transforman en tocados.
Sayf al Din hablaba tanto como su madre. No sólo dio a Ness las explicaciones de lo que hacía, sino también demostraciones. No sólo le ofreció demostraciones, sino también cotilleos. Era un compañero tan divertido como parecía, y una parte del placer que obtenía con su trabajo era probar sus adornos a los demás. Le indicó a Ness que se pusiera de todo, desde turbantes a tiaras. Colocó sombreros y tocados a sus trabajadoras, quienes se rieron y continuaron cosiendo. Adornó con un sombrero Stetson de lentejuelas la cabeza cubierta de Rand y para él eligió un sombrero con una pluma de mosquetero.
Su entusiasmo se filtró directamente en las venas de Ness y la llenó de lo que menos habría esperado al embarcarse en esta excursión con Majidah: satisfacción, interés y curiosidad. Tras varios días reviviendo en su mente la experiencia en el estudio de Sayf al Din, Ness pasó a la acción. Un día que Fabia Bender no la esperaba fue a las oficinas del Departamento de Menores.
Ness estaba diferente que el día de su última reunión, y a Fabia Bender no le costó ningún trabajo verlo, aunque no podía poner nombre a lo que había cambiado a la chica. Lo supo en cuanto Ness expuso la razón de su visita. Al fin tenía un plan para su educación, dijo, y necesitaba la aprobación del juez.
Hasta la fecha, el problema de la escolarización de Ness había sido una cosa incierta para Fabia Bender. El colegio Holland Park se había negado a readmitir a la chica, utilizando como excusa la falta de plazas para el trimestre de otoño. Todos los institutos de secundaria cercanos habían recurrido a la misma historia y fue sólo en la margen sur del Támesis donde la asistente social por fin encontró un colegio dispuesto a admitirla. Pero una inspección del centro había dado que pensar a Fabia. No sólo estaba en Peckham, por lo que la chica tendría que invertir más de una hora de autobús en cada dirección, sino que además se encontraba en la peor zona de Peckham, lo cual sería una invitación descarada a que Vanessa Campbell se relacionara con el tipo de jóvenes más fácilmente disponibles para una adolescente con problemas, que era lo mismo que decir el tipo de jóvenes totalmente erróneo. Así que Fabia había rogado al juez que le diera más tiempo. Encontraría algo adecuado, le dijo, y mientras tanto Vanessa Campbell seguía un curso sobre apreciación musical en el instituto de formación profesional y cumplía la sentencia en servicios comunitarios, sin quejarse, en el centro infantil de Meanwhile Gardens. Sin duda, aquello tenía que contar a su favor… Contó y le concedieron un aplazamiento. Pero había que encontrar algo permanente antes del trimestre de invierno, según le comunicaron.
– ¿Sombreros? -dijo Fabia Bender cuando Ness le contó a lo que quería dedicarse-. ¿Hacer sombreros? -No era que creyera que Ness no tenía la capacidad para ello. Sólo era que de entre todas las posibles líneas de trabajo que se le habrían podido ocurrir a la chica para definir su futuro, la elaboración de sombreros parecía la última-. ¿Te apetece diseñar para Ascot o algo así?
Ness oyó la estupefacción en la voz de la asistente social y no se lo tomó bien. Cambió de posición apoyándose en una cadera, esa pose beligerante tan común en las chicas de su edad.
– ¿Y qué si me apetece? -preguntó, aunque diseñar los sombreros enormes y a menudo absurdos que llevaban las blancas pijas durante la temporada anual de las carreras de caballos era lo último que tenía en la mente.
En realidad, ni siquiera se lo había planteado y prácticamente no sabía qué era Ascot, aparte de una fuente de fotografías para los tabloides de mujeres delgaduchas que bebían champán cuyos nombres iban precedidos de un título.
Fabia Bender contestó deprisa.
– Perdóname -dijo-. Ha sido totalmente inapropiado por mi parte. Dime cómo has llegado a los sombreros y qué plan tienes para dedicarte a ello. -Miró a Ness y evaluó su determinación-. Porque tienes un plan, ¿no? Algo me dice que no habrías venido sin un plan.
En eso tenía razón, y que reconociera la visión de futuro de Ness gustó a la chica. Con la ayuda de Majidah y Sayf al Din, había hecho los deberes. Si bien no contestó la primera parte de la pregunta de Fabia Bender -su orgullo le impedía admitir que algo bueno podía estar surgiendo de su periodo de servicios comunitarios-, sí le habló de los cursos que se ofrecían en el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea. En realidad, había descubierto un verdadero tesoro oculto de oportunidades en el centro para explorar su nuevo interés en los sombreros, incluso un curso oficial de un año por el que se mostró «superentusiasmada».
Fabia Bender estaba satisfecha, pero tenía sus reservas. Lo repentino del cambio de Ness le daba que pensar y le recordaba que no debía vender la piel del oso antes de cazarla. Pero como el suyo era un trabajo difícil y a menudo ingrato, que uno de sus niños con problemas diera pasos para alterar un camino que, de lo contrario, habría conducido inquebrantablemente a la perdición hizo que sintiera que, tal vez, no hubiera elegido en vano su profesión. Ness necesitaba apoyo y Fabia se lo daría.
– Es magnífico, Vanessa -le dijo-. Veamos por dónde tienes que empezar.
Después de su enfrentamiento inútil con Neal Wyatt, Joel se encontró en el que creía que era un momento sin alternativas. Oía el tictac del reloj y tenía que hacer algo para detenerlo.
Lo irónico de la situación era que el único cambio en su vida que antes temía era ahora el cambio que más deseaba. Si podían mandar a Toby a una escuela especial, estaría a salvo. Pero no parecía una posibilidad probable, lo que significaba que Toby no escaparía a las garras cercanas de Neal Wyatt.
Aquello puso a Joel en alerta constante. También requería no perder nunca de vista a su hermano, a menos que estuviera con él otra persona o se encontrara en la escuela Middle Row. A medida que transcurrían las semanas -semanas en las que Neal y su pandilla comenzaron de nuevo a seguirlos, silbarles, burlarse de ellos y proferir amenazas en voz baja-, esta vigilancia constante le pasó factura. Su trabajo en el colegio se resintió y su poesía menguó. Sabía que las cosas no podrían continuar así sin que su tía acabara enterándose y tomara las medidas oportunas para ocuparse de la situación de un modo que sólo conseguiría empeorarlo todo.
Así que tenía que ocuparse él, y parecía que sólo existía una vía abierta. Lo notaba en el peso de la navaja automática que llevaba en la mochila o en el bolsillo. Neal Wyatt, decidió, no iba a atender a razones, Pero era muy probable que escuchara al Cuchilla.
Todos los días, por lo tanto, después de llevar a Toby al centro de aprendizaje, buscaba al Cuchilla. Empezó preguntándole a Ness dónde podía encontrar a su antiguo amante, pero su respuesta no le ayudó.
– ¿Qué quieres de ese tío? -le preguntó con perspicacia-. ¿Te has metido en líos o algo? -Y luego añadió más significativamente-: ¿Estás fumando hierba? Mierda, ¿estás esnifando?
A sus protestas de que no era «nada de eso», dijo:
– Mejor que así sea. -Pero no añadió nada más. No iba a decirle cómo localizar al Cuchilla. Nada bueno había surgido de su relación con él, así que ¿cómo podía surgir algo bueno de que su hermano tuviera algo que ver con ese hombre?
Por lo tanto, Joel tenía que encontrarle sin ayuda. Hibah no pudo ayudarlo. Sabía quién era el Cuchilla -¿quién, que tuviera ojos y orejas en North Kensington, no sabía quién era el Cuchilla?-, pero respecto adonde se le podía encontrar… Más bien el Cuchilla te encontraba a ti y no tú al Cuchilla.
Joel sólo conocía un lugar adonde iba el Cuchilla, así que también fue allí: al bloque de pisos en Portnall Road, donde vivía Arissa. Como ya se lo había encontrado allí una vez, le pareció razonable concluir que sólo era cuestión de tiempo que volviera a aparecer.
Cal Hancock sería la señal. Joel no tendría que ir llamando a las puertas. Simplemente tendría que esperar hasta que viera a Cal merodeando por la entrada del edificio, montando guardia.
En cuanto Joel tomó esta decisión, pasaron tres días más antes de obtener una compensación. Una tarde que traía consigo la promesa de una tormenta de otoño, por fin vio a Calvin en posición, dando caladas a un porro del tamaño de un plátano pequeño, su gorro de punto calado hasta las cejas. Estaba tumbado sobre las baldosas rojas y negras, sus piernas eran lo único que impedía la entrada al edificio. Un examen más detenido, sin embargo, mostró a Joel que Cal tenía sus propios asuntos entre manos: llevaba una cadena alrededor de la muñeca y la culata de lo que parecía una pistola asomaba por la cintura de sus vaqueros. Joel abrió mucho los ojos al ver aquel objeto. No podía pensar que fuera real.
– ¿Qué tal, tío? -le dijo Joel. Le habló desde unos metros de distancia, después de recorrer el sendero desde la acera sin que Cal se enterara. Menuda guardia, pensó Joel.
Cal despertó de su estado meditabundo. Adormilado, saludó a Joel con la cabeza.
– Colega -dijo, y dio otra calada.
– ¿Así le proteges? Podría haberte saltado encima, tío. Si te viera… -Joel dejó que su voz se apagara de manera significativa.
– Tranqui, chaval -contestó-. Nadie va a molestar al Cuchilla mientras Cal vigile. Además, no está de humor para echarme la bulla si no le gusta lo que hago.
– ¿Por qué?
– ¿Conoces a Veronica, de Mozart Estate? -Y cuando Joel negó con la cabeza, dijo-: Esta mañana ha parido a un crío suyo. Un niño. El tercero ya. Le dijo que se librara de él hace meses, pero no lo hizo y ahora está más contento que unas pascuas. Tres hijos lo convierten en un tiarrón. Lo está celebrando con Rissa.
– Entonces, ¿ella sabe lo de Veronica?
Cal se rió.
– ¿Te has vuelto loco? Claro que no lo sabe. La muy estúpida seguramente cree que se alegra de verla. Bueno, supongo que sí se alegra. Ella sí se libró del suyo como le dijo que hiciera. -Cal dio otra, calada y se tragó el humo-. ¿Qué quieres?
– Tengo que hablar con el Cuchilla. Tengo algo para él.
Calvin meneó la cabeza con incredulidad.
– Colega, no es buena idea. No le gusta recordarte a ti o a los tuyos.
– ¿Porque Ness…?
– No entremos en eso. Cuanto menos se hable de tu hermana, mejor. Pero te diré algo. -Cal se inclinó hacia delante, recogiendo las piernas y apoyando los codos en las rodillas como para enfatizar sus próximas palabras-. Nadie deja al Cuchilla, colega. Él es el que deja cuando cree que ha llegado el momento de dejar, ¿entiendes lo que te digo? Si una mujer hace un movimiento por sí misma y resulta que hay otro tío implicado y ha mentido al respecto… -Cal ladeó la cabeza hacia Joel, un movimiento que decía «acaba la idea tú mismo»-. Mantente alejado del Cuchilla. Como ya he dicho, éste no es un buen lugar para ti.
– Ness no tenía otro tío -dijo Joel-. ¿El Cuchilla cree que sí?
Cal tiró la ceniza del porro.
– No lo sé, no quiero saberlo y no pienso preguntar. Y tú tampoco.
– Pero él tiene a Arissa -señaló Joel-. ¿No puede ocupar ella el lugar de Ness?
– No se trata de ocupar el lugar de nadie. Se trata de respeto.
– ¿Así lo ve él?
– No hay otro modo. -Cal jugó con la cadena que llevaba enrollada en la muñeca, moviéndola para enrollársela en los nudillos. Dobló los dedos para ver cómo funcionaban envueltos así-. Así que ahora mismo… -dijo-. Mejor no romper el grupo, ¿entendido? Mientras se lo haga con Arissa, no pensará en Ness Campbell y es lo mejor para él.
– ¡Pero eso fue hace meses!
Cal cogió aire entre los dientes. No había nada más que decir.
Joel encorvó los hombros. El Cuchilla era la única esperanza de verdad que tenía. Sin su ayuda, Joel no veía cómo iba a arreglárselas para mantener a salvo a Toby. Si Neal sólo anduviera tras él, se habría vuelto por donde había venido, sabiendo que una contienda seria con el otro chico era inevitable. Pero el hecho era que Neal conocía su punto flaco y no tenía nada que ver con temer por su propia seguridad; tenía que ver con Toby.
Joel pensó en sus alternativas. Se reducían a una.
– De acuerdo -dijo-, pero tengo algo para él. ¿Puedes dárselo por mí? Va a quererlo y quiero que sepa que viene de mí. Si me lo prometes, te lo doy y me largo.
– ¿Qué tienes tú que quiera él? -dijo Cal con una sonrisa-. ¿Le has escrito un poema? Sí, sabemos que vas a esa cosa de las palabras que ha montado Ivan. El Cuchilla sabe todo lo que ocurre en este lugar. Por eso es el Cuchilla. Y escucha -le enseñó la pistola que llevaba metida en el pantalón-, ¿te preguntas por qué llevo esto encima sin preocuparme de que la Poli me lleve a la comisaría de Harrow Road? Piensa también en eso, amigo mío. No hace falta ser un genio.
Para Joel aquello era irrelevante. Eligió obviar el tema, y no sería el primero de sus errores.
– No es un poema lo que quiero darle. No soy estúpido, ¿sabes? -Sacó la navaja automática de su mochila. La abrió y luego la cerró apoyándosela en el muslo.
Cal parecía impresionado.
– ¿De dónde la has sacado?
– La usó con Ness. Le hizo un corte en la cabeza y la perdió cuando Dix D'Court le dio un golpe justo después. Dásela, ¿vale? Dile que necesito su ayuda con una cosa.
Cal no cogió la navaja, que Joel le había tendido, sino que dijo con un suspiro:
– Tío, ¿qué puedo decirte? Tienes que mantener al Cuchilla fuera de tu vida. Eso es.
– A ti no te ha hecho ningún daño tenerlo en la tuya.
Cal soltó una risa suave.
– Deja que te diga algo. Tienes a Ness, ¿verdad? Tienes a tu hermano. Tienes a tu tía y a tu madre, y ya sé que está en el manicomio, pero sigue siendo tu madre. No necesitas a este tío. Confía en mí, no lo necesitas. Y si lo quieres, tío, va a poner un precio.
– Tú sólo dale la navaja de mi parte, Cal -dijo Joel-. Dile que se la he devuelvo porque necesito su ayuda con una cosa. Dile que podría habérmela quedado y que eso significa algo. No he negociado ningún trato con ella. Se la he entregado. Cógela y díselo, Cal, por favor.
Mientras Cal se lo pensaba, Joel se planteó otra forma más de abordar sus problemas -que el propio Cal pudiera ayudarlo-, pero lo descartó enseguida. Sin el Cuchilla cerca, Cal no intimidaría a nadie. Sólo era Cal: el brazo derecho y el artista de grafitis, colocado de porros. Si tuviera que pelear, seguramente lo haría, pero ocuparse de Neal Wyatt no consistía en pelear. Se trataba de fijar límites. Cal no podía hacer eso con Neal Wyatt ni con nadie. En cambio, el Cuchilla podía hacerlo con cualquiera.
Joel agitó la navaja hacia Cal una vez más.
– Cógela -dijo-. De un modo u otro, sabes que el Cuchilla quiere recuperarla.
Entonces, a regañadientes, Cal cogió la navaja automática.
– No te prometo… -Tú habla con él. Sólo te pido eso. Cal se guardó la navaja en el bolsillo.
– Se pondrá en contacto contigo si quiere ayudarte -dijo. Y mientras Joel se preparaba para marcharse, añadió-. Ya sabes que el Cuchilla no hace nada sin ponerle un precio.
– Lo pillo -dijo Joel-. Dile que estoy dispuesto a pagar.