177586.fb2 Tres Hermanos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Capítulo 23

El Cuchilla llevó a Joel de regreso a Edenham Estate. Durante todo el camino, el arma estuvo sobre el regazo del chico como una cobra enrollada. No tenía ninguna intención de utilizarla. Tocarla ya le había puesto bastante nervioso. El Cuchilla se la había tendido bruscamente -el mango por delante- y le había dicho que fuera acostumbrándose a ella: al peso y al tacto, al metal frío y al poder y a que todo el mundo en la calle que lo mirara a partir de ahora viera a un hombre de verdad. Porque un hombre de verdad era capaz de ser violento, así que nadie se metía con un hombre de verdad. El respeto estaba a la orden del día cuando alguien llevaba una pistola encima.

No había balas en el arma. Joel se alegraba. No podía ni imaginar qué podría deparar el futuro si el arma hubiera estado cargada: que Toby la encontrara por muy bien que la hubiera escondido; que Toby pensara que era de juguete y la disparara sin saber que podía matar; que Toby disparara a Joel por accidente, a Ness, a Kendra, a Dix.

El Cuchilla se inclinó por delante de él y abrió la puerta.

– ¿Todo claro, tío? ¿Entiendes cómo funcionan las cosas?

Joel lo miró.

– ¿Eso es todo? ¿Después escarmentarás a Neal Wyatt? Porque no voy…

– ¿Llamas mentiroso al Cuchilla? -Su tono era duro-. Me parece a mí que tienes que hacer lo que el Cuchilla quiere que hagas, no al revés.

– Hice lo del cementerio de Kensal Green, como querías. ¿Cómo sé que no vas a pedirme otra cosa si hago esto?

– No lo sabes, colega -contestó el Cuchilla-. Sólo demostraste tu confianza. Confianza y obediencia. Funciona así. Si no confías en el Cuchilla, el Cuchilla no confía en ti.

– Sí. Pero si me pillan…

– Bueno, ése es el asunto, Jo-el. Si te pillan, ¿qué vas a hacer? ¿Te chivarás del Cuchilla o te harás el tonto? ¿Qué harás? En cualquier caso, procura que no te pillen. Sabes correr, ¿no? Tienes una pipa. ¿Qué esperas que ocurra si tienes cuidado? -Sonrió, sacó un porro y lo encendió, mirando a Joel por encima de la llama, y pareció como si unas chispas danzaran en sus ojos-. Eres un cabronazo listo, Jo-el. Se trata de tu familia. Y eres listo de cojones. Así que te veo haciendo este trabajo perfectamente. Y tómatelo como otro paso más, tío. Te acercará un poco más a la persona que tienes que ser. Así que coge la pipa y andando, tío. Cal te dirá cuándo tienes que actuar.

Joel miró primero al Cuchilla y luego Edenham Estate. Desde allí no veía la casa de su tía, pero sabía lo que le esperaba cuando subiera los escalones de la puerta de entrada: lo que en su mundo era la familia, así como las responsabilidades para con ella.

Llevaba consigo su mochila de «Empuñar palabras y no armas». La abrió y metió la pistola tan al fondo como pudo. Se bajó del coche y se inclinó para tener unas últimas palabras con el Cuchilla.

– Nos vemos, tío -dijo asintiendo con la cabeza.

El Cuchilla le ofreció una sonrisa perezosa por la hierba.

– Nos vemos, chaval -dijo-. Y saluda a la zorra de tu hermana.

Joel cerró la puerta con fuerza ante la risa del Cuchilla.

– Sí, lo haré, Stanley. Vete a la mierda -le dijo a nadie mientras el coche salía disparado calle abajo en dirección a Meanwhile Gardens.

Joel caminó hacia la casa de su tía. Estaba absorto en sus pensamientos; la mayoría de ellos tenían que ver con decirse a sí mismo que podía hacer lo que el Cuchilla le pedía. El riesgo era mínimo. Con Cal ayudándolo a elegir a la víctima -porque Joel sabía que Cal no se quedaría de brazos cruzados mientras escogía él solo sin aconsejarle-, ¿cuánto tiempo y esfuerzo se necesitaban para llevar a cabo un atraco normal y corriente? Incluso podían ponerse las cosas más fáciles, con un tirón de bolso. El Cuchilla no había dicho que tuviera que quedarse mirando mientras una mujer pakistaní con las manos temblorosas buscaba el monedero entre sus pertenencias para entregárselo. Sólo había dicho que quería que Joel robara el dinero a una pakistaní en la calle. Ésas habían sido todas sus instrucciones. Sin duda, pensó Joel, podía interpretarlas como quisiera.

Para el chico, aquella noche todo parecía señalar la facilidad con que sería capaz de llevar a cabo la misión encargada por el Cuchilla. Había ido a buscarlo él, pero había sido el Cuchilla quien lo había encontrado. La reunión había acabado sobre la hora en que también terminaba «Empuñar palabras y no armas». Regresó a casa sin problemas e incluso tenía notas de las críticas a las que había expuesto su horrendo poema. Todo aquello no podía sino mejorar su situación a ojos de su tía. Y si todo eso no era una señal de lo que tenía que hacer a continuación, ¿qué lo era?

Joel imaginaba que Kendra estaría sentada a la mesa de la cocina con los ojos clavados en el reloj, para comprobar la veracidad de los planes que había anunciado para la noche. Pero cuando entró, encontró el piso de abajo vacío y a oscuras. Oyó sonidos arriba, así que subió las escaleras. En el salón, estaba puesta una película de vídeo: un grupo a caballo de ladrones de trenes se alejaban al galope de un furgón que habían hecho explotar mientras el dinero volaba por todas partes y el sheriff y sus hombres los perseguían. Pero no había nadie. Joel dudó, escuchando y preocupándose, y notó la mochila más pesada de lo que debería. Subió el segundo tramo de escaleras, donde vio una línea de luz debajo de la puerta de su cuarto. Oyó los sonidos rítmicos de los muelles detrás de la habitación de su tía. Aquello bastó para decirle por qué Kendra no estaba esperándole. Abrió la puerta de su cuarto y encontró a Toby despierto, sentado en la cama, decorando con rotuladores su monopatín.

– Me los ha dado Dix -le dijo Toby a Joel sin preámbulos. Se refería a los rotuladores-. Me los ha traído de la cafetería con un libro para colorear. El libro es para niños pequeños, pero los rotuladores me gustan. Ha traído una peli que se supone que tengo que ver porque quiere hacérselo con la tía Ken.

– ¿Y por qué no estás viéndola? -preguntó Joel.

Toby examinó con detenimiento su obra de arte, entrecerrando los ojos como si fuera a alterar el resultado de algún modo.

– No me gustaba verla solo -dijo.

– ¿Dónde está Ness?

– Con esa señora y su hijo.

– ¿Qué señora y su hijo?

– La del centro infantil. Han ido a cenar no sé dónde. Ness incluso ha llamado y le ha preguntado a la tía Ken si podía ir.

Aquello sí que era sorprendente, y le causó no poca sorpresa a Joel. Señalaba un cambio en Ness y, si bien la cortesía de llamar a su tía no era un suceso trascendental, le dio que pensar.

Toby levantó el monopatín para que lo inspeccionara. Joel vio que había dibujado un rayo, multicolor y casi sin salirse de las rayas que había trazado.

– Muy bonito, Tobe -le dijo su hermano, que dejó la mochila sobre la cama, demasiado consciente de lo que contenía y resuelto a guardarlo en algún lugar seguro en cuanto Toby se durmiera.

– Sí -dijo Toby-, pero he estado pensando, Joel.

– ¿En qué?

– En el monopatín. Si lo dejo bonito y se lo llevamos a mamá, ¿crees que podría ponerla mejor? Me gusta mucho y quiero quedármelo, pero si se lo regalara a mamá y le dijeras qué es y todo eso…

Toby parecía tan esperanzado que Joel no supo qué decirle. Entendía lo que pensaba su hermano: si hacía el máximo sacrificio por su madre, ¿no significaría algo para Dios o para quien decidiera quién se ponía enfermo, quién seguía enfermo y quién se recuperaba? Para Toby, dar a Carole Campbell el monopatín era parecido a darle la lámpara de lava. Era cuestión de entregar algo que querías por encima de todas las cosas y, sin duda, el destinatario del objeto podría darse cuenta de que era tan importante en tu vida que querría formar parte de ella.

Joel dudaba de que funcionara, pero estaba dispuesto a intentarlo.

– La próxima vez que vayamos, le llevaremos el monopatín, Tobe -dijo-. Pero primero tienes que aprender a montar en él. Si se te da bien, puedes enseñárselo a mamá. Así dejará de pensar en lo que le preocupa y tal vez pueda volver a casa.

– ¿Tú crees? -preguntó Toby, la cara iluminada.

– Sí. Es lo que creo -mintió Joel.

* * *

La esperanza de que Carole Campbell se recuperara era desigual en sus tres hijos. Quien más creía en el restablecimiento de su madre era Toby, cuya experiencia limitada aún no le había enseñado a desconfiar de sus expectativas. Joel pensaba en ello fugazmente, cuando tenía que tomar una decisión que implicaba cuidar y proteger a su familia. Para Ness, sin embargo, Carole Campbell constituía sólo un pensamiento pasajero que rechazaba sumariamente. La chica estaba demasiado ocupada, y no abrigaba fantasías en las que su madre volvía a sus vidas como el ser humano entero y funcional que jamás había sido.

Majidah y Sayf al Din eran los responsables, en gran medida. Así como tener un plan para el futuro y un camino que seguir para lograrlo.

Primero, Ness fue a ver a Fabia Bender a las oficinas del Departamento de Menores en Oxford Gardens. Allí, le dijo a la asistente social que estaría encantada y sumamente agradecida -estas dos últimas palabras, dichas con énfasis, las dijo por la insistencia de Majidah- de aceptar la beca, el subsidio o el dinero benéfico, o lo que fuera, que le permitiría cursar un solo taller sobre confección de sombreros en el instituto de formación profesional durante el siguiente trimestre. Fabia declaró que se alegraba muchísimo de aquello, aunque Majidah ya la había informado de todas las estaciones por las que habían pasado para llegar a aquel destino. Permitió que Ness expusiera todo el plan y mostró interés, apoyo y júbilo mientras le explicaba la oferta de empleo de Sayf al Din, junto con el préstamo de Majidah, la forma de devolverlo, el horario de trabajo, la reducción de horas en el centro infantil y todo lo demás, remotamente relacionado con sus circunstancias. El juez, según le dijo Fabia Bender, aprobaría todo aquello.

Fabia utilizó la visita de Ness para preguntar también por Joel. Pero sobre este tema, la chica no se mostró muy comunicativa. No confiaba tanto en la asistente social y, aparte, en realidad no sabía qué pasaba con su hermano. Joel se había vuelto mucho más vigilante y reservado que en el pasado.

Naturalmente, trabajar para Sayf al Din no fue tal como a Ness le habría gustado. En su imaginación, llegaba al estudio llena de ideas que él acogía, lo que le permitía acceder a todos sus materiales y herramientas. En su fantasía, Sayf aceptaba un encargo de la Royal Opera -o tal vez de una productora cinematográfica que realizaba una película de época gigantesca- y ese encargo resultaba demasiado grande para que lo diseñara un solo hombre. Tras buscar un socio, elegía a Ness igual que el príncipe elige eternamente a Cenicienta. Ella expresaba adecuadamente sus humildes dudas sobre su capacidad, y él las rechazaba. Ness daba la talla, creaba una obra maestra tras otra y se ganaba una reputación, así como la gratitud de Sayf al Din y una asociación creativa permanente con él.

Sin embargo, la realidad fue que empezó su labor en el estudio del hombre pakistaní con una escoba en la mano: una vida mucho más parecida a la de Cenicienta antes de que apareciera en escena el hada madrina. Formaba una cuadrilla de limpieza de una sola persona, encargada de tener ordenado el estudio con un recogedor, trapos, mopas y utensilios similares. Aquella tarea le irritaba, pero apretó los dientes y la hizo.

Por lo tanto, el día que al fin Sayf al Din le permitió utilizar la pistola de encolar fue un día de celebración. La tarea era sencilla, tenía que fijar cuentas a una cinta que constituía una parte muy pequeña del tocado general que estaba confeccionando. Pero aunque el trabajo era prácticamente insignificante, señalaba un paso adelante. Tan decidida estaba Ness a realizarlo a la perfección y demostrar así su superioridad respecto a las otras trabajadoras, que le llevó más tiempo del debido y la retuvo en el estudio hasta más tarde. No había ningún peligro por que estuviera allí, puesto que Sayf al Din también se había quedado a trabajar. Incluso la acompañó a la estación de metro cuando por fin estuvo lista para irse a casa, para asegurarse de que llegaba sin problemas. Charlaron por el camino; le prometió un trabajo de más importancia. Estaba haciéndolo bien, estaba cogiéndole el truco, era responsable y la clase de persona que quería que trabajara con él. «Con él», dijo, no para él. Ness se emocionó un poco más con la idea de asociación que implicaba ese «con».

En cuanto la dejó tras el torniquete de la estación de metro de Covent Garden, Sayf al Din regresó al estudio para acabar su trabajo. No se preocupó por que Ness llegara bien a casa, puesto que sólo tenía que hacer trasbordo en King's Cross -atravesando los túneles del metro- y, después, el camino a Edenham Estate desde Westbourne Park sólo eran diez minutos, o unos cinco si andaba deprisa. Sayf al Din había cumplido con su deber, tal como le había ordenado su madre, cuyo interés por los adolescentes con problemas era un misterio para él.

Como las delicias del día habían sido justo eso -una delicia-, Ness no dejó, de camino a casa desde la estación de metro, de imaginar cosas sobre el futuro. Por lo tanto, cruzó Elkstone Road con la mente abrumada por su éxito. Anduvo junto a los límites de Meanwhile Gardens sin la plena atención que requería un paseo en invierno por un parque mal iluminado en una zona cuestionable de la ciudad.

No vio nada. Pero la vieron. A medio camino de la escalera de caracol -y, por lo tanto, ocultos a la vista- un grupo de observadores llevaba mucho tiempo esperando este momento. Vieron a Ness cruzar Elkstone Road. Un movimiento con la cabeza fue lo único que necesitaron para saber que aquélla era la chica que habían estado buscando.

Avanzaron con el silencio y la gracilidad de un gato, bajaron la escalera y recorrieron el sendero. Subieron deprisa la elevación del terreno que marcaba una de las laderas del jardín, y cuando Ness llegó a la entrada del lugar -nunca cerrada, puesto que no había verja-, ellos ya estaban allí también.

– ¿Esta zorra amarilla nos va a hacer un regalo o qué? -preguntó alguien a la espalda de Ness.

Como se sentía bien, capaz y a la altura de lo que fuera, infringió la regla que, de lo contrario, tal vez habría garantizado su seguridad. En lugar de pedir socorro, correr, dar un silbido, chillar o llamar la atención sobre el peligro que la acechaba -comportamiento que, había que reconocerlo, sólo tenía una posibilidad limitada de dar resultado-, se dio la vuelta. Sabía que la voz era joven. Pensó que tan joven como ella.

Sin embargo, no contaba con que fueran tantos. De lo que no se percató fue de que no se trataba de un encuentro fortuito. Había ocho chicos detrás de ella; cuando comprendió lo que implicaba la desventaja numérica, ya los tenía encima. Una cara emergió del grupo, genéticamente extraña y contraída a propósito y por el odio. Antes de poder ponerle un nombre a la cara, un golpe en la espalda la tiró al suelo. La agarraron de los brazos. La arrastraron de la acera al parque. Gritó. Una mano le tapó la boca.

– Te va a gustar lo que vamos a darte, zorra -dijo Neal Wyatt.

* * *

Ni Kendra ni Dix estaban en casa cuando tres golpes secos sonaron en la puerta, seguidos de la voz de un hombre hindú con acento. Si no hubiera sido por esa voz, Joel no habría contestado. De todos modos, siguió dudando hasta que oyó que el hombre decía:

– Debes abrir la puerta de inmediato, por favor; me temo que esta pobre jovencita está muy mal herida.

Joel buscó a tientas el cerrojo y abrió la puerta de golpe. Un hindú que le resultaba familiar y que llevaba gafas gruesas y un shalwar kamis debajo del abrigo sujetaba con los dos brazos a Ness. La chica estaba desplomada sobre él, agarrada a la solapa de su abrigo. No llevaba ni la chaqueta ni la bufanda, y el jersey estaba desgarrado en el hombro derecho y salpicado de suciedad y sangre. Alrededor de la mandíbula tenía marcas feas, de las que salen cuando se intenta cerrarle la boca a alguien o mantenérsela abierta.

– ¿Dónde están tus padres, joven? -preguntó el hombre. Dijo que se llamaba Ubayy Mochi-. Esta pobre chica ha sido agredida en los jardines, me temo.

– ¿Ness? -dijo Joel-. ¿Nessa? ¿Ness? -Le daba miedo tocarla. Se retiró de la puerta y oyó que Toby bajaba las escaleras. Mirando atrás dijo-: Toby, quédate arriba, ¿de acuerdo? ¿Viendo la tele? Sólo es Ness, ¿de acuerdo?

Fue como una invitación. Toby descendió el resto de los peldaños y cruzó la cocina. Se detuvo en seco, abrazando su monopatín contra el pecho. Miró a Ness, luego a Joel. Se echó a llorar de inmediato, atrapado entre el miedo y la confusión.

– Mierda -murmuró Joel.

Él también estaba atrapado entre tranquilizar a Toby y hacer algo para atender a su hermana. No sabía cómo conseguir ninguna de las dos cosas. Se quedó quieto como una estatua y esperó a que sucediera algo.

– ¿Dónde están tus padres? -volvió a preguntar Ubayy Mochi, esta vez con más insistencia. Entró a Ness a la casa-. Hay que hacer algo con esta chica.

– No tenemos padres -contestó Joel, y pareció que aquellas palabras arrancaban otro lamento a Toby.

– No viviréis aquí solos, ¿no?

– Tenemos una tía.

– Pues debes ir a buscarla, chico.

Era imposible, pues Kendra había salido con Cordie. Pero llevaba el móvil encima, así que Joel fue tropezándose a la cocina para llamarla. Mochi le siguió con Ness, pasando por delante de Toby, el cual alargó la mano para tocar el muslo de su hermana. No hizo más que sollozar más fuerte cuando Ness se estremeció y se apartó de él.

Ubbayy Mochi sentó a Ness en una de las sillas de la cocina y entonces se reveló más de lo que le había ocurrido. Ese día llevaba una falda corta, que ahora estaba rasgada hasta la cintura. Le faltaban las medias. Y también las bragas.

– Ness. Nessa -dijo Joel-. ¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho daño? ¿Quién…? -Pero en realidad no quería que respondiera, porque sabía quién había sido, sabía por qué y sabía qué significaba. Cuando escuchó la voz de su tía en el móvil, sólo le dijo que tenía que volver a casa-. Es Ness -dijo.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó Kendra.

El impacto inesperado de la pregunta hizo que Joel intentara coger aire y no lo consiguiera con facilidad. Colgó. Se quedó a un lado de la cocina, junto al teléfono. Toby se acercó a él, buscando consuelo. Joel no tenía nada que ofrecer a su hermano pequeño.

Ubbayy Mochi puso agua a hervir a falta de otra cosa que hacer. Joel le dijo que su tía estaba en camino -aunque no sabía si era realmente así- y esperó a que el hindú se marchara. Pero se hizo bastante evidente que Mochi no tenía ninguna intención de irse.

– Coge el té, jovencito. Y la leche y el azúcar. ¿Y no puedes hacer nada con el pobre niño?

– Toby, tienes que callarte -dijo Joel.

– Alguien ha pegado a Ness -dijo Toby entre sollozos-. No habla. ¿Por qué no habla?

El silencio de Ness también ponía nervioso a Joel. Podía sobrellevar que su hermana estuviera furiosa, pero no tenía recursos para enfrentarse a esto.

– Toby. Cállate, ¿de acuerdo? -dijo.

– Pero Ness…

– ¡He dicho que te calles, joder! -gritó Joel-. Vete de aquí. Sube arriba. ¡Lárgate! No eres estúpido, así que hazlo antes de que te dé una patada en el culo.

Toby se marchó de la habitación como un animal en plena huida. Sus alaridos rotos resonaron en la escalera. Subió el siguiente tramo. Un portazo indicó que el niño se había escondido en su cuarto. Así que sólo quedaban Ness, Ubbayy Mochi y la orden de preparar té. Joel se puso a ello, aunque al final nadie bebió ni una taza. De hecho, a la mañana siguiente lo encontraron aún reposando, un brebaje frío y repugnante que acabó en el fregadero.

Cuando Kendra llegó, vio a un absoluto desconocido, a su sobrina y a Joel: dos de ellos estaban sentados a la vieja mesa de pino y otro estaba de pie delante del fregadero. Entró en la casa gritando el nombre de Joel.

– ¿Qué sucede? -dijo antes de verlos.

Lo comprendió sin que hiciera falta contárselo. Fue al teléfono. Marcó los tres dígitos y habló lacónicamente, en el inglés perfecto que le habían enseñado para un momento como aquél, el tipo de inglés que obtenía resultados. Cuando colgó, se acercó a Ness.

– Se reunirán con nosotros en Urgencias -dijo-. ¿Puedes andar, Nessa? -Y le preguntó al hombre hindú-: ¿Dónde ha pasado? ¿Quién ha sido? ¿Qué ha visto?

Ubbayy Mochi se lo contó en voz baja, lanzando una mirada a Joel. Buscaba protegerle de una información inquietante, pero el chico la oyó de todos modos, aunque a estas alturas tampoco le hacía falta oírla.

Un grupo de chicos había agredido a la joven. Ubbayy Mochi no sabía dónde la habían encontrado, pero le resultaba inconcebible que una chica joven cruzara Meanwhile Gardens de noche y sola. Así que debieron de cogerla en alguna otra parte, pero la habían llevado al lugar donde el sendero que estaba junto al canal Grand Union pasaba por debajo del puente de Great Western Road. Allí, al creerse a salvo de las miradas, la atacaron, y sin duda habría sido peor de lo que ya era, pero Mochi -a quien un solo grito había despertado de sus ejercicios nocturnos de meditación- se había acercado a la ventana de su pequeño piso y había visto lo que ocurría.

– Tengo una linterna potente que me resulta bastante útil en momentos como éstos -dijo-. La he enfocado hacia ellos. Les he gritado que los había reconocido, aunque me temo que no es verdad, y les he dicho que daría sus nombres a la Policía. Han salido corriendo. He ido a ayudar a la joven.

– ¿Ha llamado a la Poli?

– No había tiempo. Si lo hubiera hecho… Teniendo en cuenta el tiempo que pasa entre una llamada y la llegada a la escena… -El hombre miró de Kendra a Ness. Dijo con delicadeza-: Creo que esos chicos aún no habían… Me ha parecido imprescindible ocuparme primero de su seguridad.

– Gracias a Dios -dijo Kendra-. Entonces, ¿no te han violado, Ness? ¿Esos chicos no te han violado?

Al oír aquello, Ness reaccionó y por primera vez fijó la vista en alguien.

– ¿Qué? -dijo.

– Te pregunto si esos chicos te han violado, Ness.

– ¿Acaso sería lo peor que podía pasarme o qué?

– Nessa, te lo pregunto porque tenemos que contarle a la Policía…

– No. Deja que te aclare algo. La violación no es lo peor. Sólo el final de lo peor. Sólo el final, ¿vale? Sólo el final, el… -Y se echó a llorar. Pero sobre lo que le había ocurrido, no iba a decir más.

Así siguieron las cosas en Urgencias, donde le trataron las heridas. Físicamente, eran superficiales, y sólo requirieron pomadas y tiritas. En otros sentidos, eran profundas. Cuando la interrogó un policía blanco joven con gotas de sudor en el labio superior, declaró que no recordaba qué había sucedido exactamente después de salir de la estación de metro hasta que se encontró sentada a la mesa de la cocina de su tía. No sabía quién la había atacado. No sabía cuántos eran. El agente no le preguntó ningún porqué; por ejemplo, por qué podría ser el objetivo de una agresión. La gente recibía agresiones constantemente sólo por cometer la estupidez de ir sola de noche. Le dijo que la próxima vez tuviera más cuidado y le entregó un folleto llamado «Conciencia y defensa». Debería leerlo, le dijo. La mitad de la batalla contra los gamberros se ganaba sabiendo qué podían hacer y cuándo podían hacerlo. Cerró su libreta y les dijo que fueran a la comisaría de Harrow Road al día siguiente o al otro, cuando Ness fuera capaz. Tendría que firmar una declaración y, si lo deseaba, podía mirar su colección de fotografías y retratos robot antiguos -por si servía de algo, añadió de manera poco servicial-, por si podía identificar a alguno de sus agresores.

– Sí. Bien. Lo haré -respondió Ness.

Conocía el procedimiento. Todo el mundo lo conocía. No se haría nada porque no podía hacerse nada. Pero tal como estaban las cosas, a Ness le parecía bien.

No dijo nada más sobre el tema. Se comportó como si el ataque sufrido fuera agua pasada en su vida. Pero la coraza de indiferencia que había llevado puesta durante tanto tiempo antes de conocer a Majidah y a su hijo comenzó a cubrirla de nuevo, un aislante de insensibilidad que mantenía el mundo a raya.

Todos reaccionaron de manera distinta a la calma irreal de Ness, en función de la comprensión que tuvieran de la naturaleza humana y del nivel de energía que poseyeran. Kendra se mintió a sí misma, creyendo que estaba dando a su sobrina «tiempo para recuperarse», cuando en realidad estaba aceptando la oportunidad de fingir que la vida volvía a la normalidad. Dix se mantenía a una distancia cautelosa de Ness, lo que no estaba a la altura de la tarea de hacerle de padre en tales circunstancias. Toby desarrolló una necesidad que lo mantenía aferrado a todo aquel que se lo permitiera. Joel observaba, esperaba y sabía no sólo la verdad, sino también qué había que hacer al respecto.

Sólo Majidah abordó a Ness directamente.

– No debes permitir que este asunto nuble tu visión -le dijo-. Lo que te ha sucedido es terrible. No creas que no lo sé. Pero si te fallas a ti misma, si renuncias a tus planes… Así es como se entrega el triunfo al mal, y eso es algo que no debes hacer nunca, Vanessa.

– Lo que tú digas -respondió Ness.

Obró por pura fórmula y siguió con lo que había estado haciendo, para no despertar las sospechas de nadie, pero ella también observaba y esperaba.

* * *

Joel llevó a Toby a la escuela Middle Row y luego hizo novillos. Buscó a Cal Hancock y encontró al artista de grafitis en Meanwhile Gardens, pasando generosamente un porro a tres chicas que se habían enrollado el uniforme del colegio en la cintura para acortarlo y estar más atractivas, una maniobra cuestionable si se tenía en cuenta el poco estilo del resto de la vestimenta. Estaban de pie en la escalera de caracol. Cal estaba sentado debajo.

– ¿Qué tal, tío? -dijo al ver a Joel, y luego a las chicas-: Quedároslo si queréis -dijo señalando el porro con la cabeza. Ellas captaron la indirecta y desaparecieron escaleras arriba, pasándose el canuto.

– Es pronto para colocarse -observó Joel.

– Nunca es demasiado pronto para eso, tío -dijo Cal, perezoso y drogado-. ¿Me buscas a mí o a él?

– He venido para hacer lo que el Cuchilla quiere que haga -dijo Joel-. Neal Wyatt agredió a mi hermana, tío. Quiero que lo escarmiente.

– ¿Sí? Ahora tienes los medios, tengo entendido. ¿Por qué no le escarmientas tú mismo?

– No voy a matarle, Cal -dijo Joel-. Y tampoco tengo balas para la pipa.

– Pues utilízala para que se cague de miedo.

– Y la próxima vez volverá con más fuerza. Él y su banda. Irán a por Toby. O a por la tía Ken. Mira. Quiero que el Cuchilla haga lo que hay que hacer para escarmentar a este tío. Así que, ¿a qué zorra tengo que atracar?

Cal examinó a Joel antes de levantarse.

– ¿Has traído la pipa?

– La llevo en la mochila.

– Muy bien, pues. Vamos.

Cal lo condujo fuera de los jardines y por debajo del paso elevado de Westway. Pasaron por la estación de metro y comenzaron a recorrer calles hasta que llegaron a la sección norte de Portobello Road, no muy lejos de donde -en lo que a Joel le parecía un pasado muy lejano- le había comprado a Toby la lámpara de lava. Allí, Cal señaló un kiosco.

– Resulta que es el momento perfecto, tío -dijo-. Normalmente sale todos los días sobre esta hora. Espera hasta que te diga quién es.

Joel no sabía si era verdad o mentira, pero le pareció que no importaba demasiado. Sólo quería hacer el trabajo. Así que se colocó en un portal junto a Cal, en la entrada de una panadería abandonada cuyas ventanas estaban tapiadas con tablones de madera. Cal se encendió otro canuto -parecía que las existencias del hombre eran inagotables- y luego se lo pasó. Joel dio una calada y esta vez fue más intensa. Dio otra y luego una tercera. Habría seguido fumando si Cal no le hubiera quitado la hierba con una risa suave para decirle:

– Tómatelo con calma, colega. No querrás ir cayéndote, chaval.

Joel notó que se le ensanchaba el cerebro. Se sintió más relajado, más capaz, mucho menos asustado, incluso le hacía bastante gracia lo que iba a pasarle dentro de unos minutos a la que creía que era una pobre zorra estúpida.

– Lo que tú digas -dijo, y hurgó en su mochila hasta que encontró la pistola. Se la guardó en el bolsillo del anorak, donde la notaba pesada y segura contra el muslo.

– Ahí está, tío -dijo Cal.

Joel miró por la esquina del portal de la vieja panadería. Vio que una mujer pakistaní había salido del kiosco. Vestía un abrigo de hombre y caminaba trabajosamente con la ayuda de un bastón. Llevaba un bolso de piel colgado del hombro. Era, según Cal:

– Dinero fácil, tío. Ni siquiera mira a su alrededor para ver si corre peligro. Está pidiendo a gritos que la atraquen. Vamos. No tardarás ni un minuto.

Era evidente que la mujer no suponía ningún riesgo, pero, de repente, Joel no estaba tan seguro de cómo tenía que cumplir los deseos del Cuchilla en este asunto.

– Entonces, ¿puedo cogerle el bolso, simplemente? -dijo-. ¿En lugar de obligarla a que me dé el dinero?

– Ni de coña, tío. El Cuchilla quiere que estés cara a cara con la zorra.

– Entonces lo haremos más tarde. Lo haremos de noche. Busca otra mujer. Porque si paso corriendo a su lado y le cojo el bolso, no me verá. Pero si voy cara a cara de día…

– Mierda, tío, para ellos somos todos iguales. Vamos, venga. Si vas a hacerlo, tienes que hacerlo ahora.

– Pero para ellos yo no soy igual que todos. Déjame que le coja el bolso de un tirón, Cal. Podemos decirle al Cuchilla que la he atracado. ¿Cómo va a saber…?

– No voy a mentirle. Si descubre la verdad, no querrás estar cerca de él, créeme. Así que vamos. Atrácala. Se nos va el tiempo, tío.

Eso era verdad. Porque al otro lado de la calle, la mujer elegida avanzaba a un ritmo relativamente constante y se acercaba a la esquina. Si giraba y desaparecía de su vista, la oportunidad que tenía Joel podía esfumarse fácilmente.

Salió del portal de la panadería abandonada. Cruzó la calle y corrió para alcanzar a la mujer. Mantuvo la mano en torno al arma que llevaba en el bolsillo, esperando sinceramente no tener que sacarla. La pistola le asustaba tanto como asustaría seguramente a la mujer cuyo dinero y tarjetas de crédito tenía que conseguir.

Llegó a donde estaba y la agarró del brazo.

– Disculpe -dijo ridículamente, empujado por años de clases de buenos modales. Luego alteró el tono, endureciéndolo cuando la mujer se giró para mirarle-. Dame la pasta -dijo-. Dámela. También quiero las tarjetas de crédito.

La mujer tenía la cara arrugada y triste. No parecía estar en plenas facultades mentales. En este sentido, le recordó a su madre.

– He dicho que me des el dinero -dijo Joel con aspereza-. El dinero, zorra.

La mujer no dijo nada.

No quedaba alternativa. Joel sacó el arma.

– El dinero -dijo-. ¿Me entiendes ahora?

Entonces la mujer gritó. Gritó dos veces, tres. Joel agarró el bolso y se lo arrebató de un tirón. Ella cayó de rodillas. Mientras caía, siguió gritando.

Joel se guardó el arma en el bolsillo. Echó a correr. No pensó en la mujer pakistaní, los tenderos, la gente de la calle ni en Cal Hancock. Sólo pensaba en salir de la zona. Bajó por Portobello Road. Giró en la primera esquina que encontró. Lo hizo una y otra vez, a la izquierda y a la derecha, hasta que por fin se encontró en Westbourne Road, donde el tráfico era más denso, un autobús se acercaba a la acera y un coche patrulla estaba a cinco metros avanzando hacia él.

Joel se detuvo en seco. Buscó frenéticamente un modo de escapar. Saltó el muro bajo de una urbanización de viviendas de protección oficial y cruzó un jardín de rosales podados para el invierno. Detrás de él, oyó que alguien gritaba: «¡Alto!». Se oyeron dos portazos seguidos. No se detuvo, porque corría por su vida, por la vida de sus hermanos, por todo su futuro. Pero no fue bastante rápido.

Cerca del segundo edificio que alcanzó, una mano lo agarró del anorak por detrás. Un brazo lo cogió de la cintura y lo tiró al suelo. Un pie le presionó el final de la espalda.

– Bueno, ¿qué tenemos aquí? -dijo una voz, y la propia pregunta respondió a Joel.

Los policías no iban tras él. Su presencia no era producto de una mujer pakistaní chillando en Portobello Road. ¿Cómo iba a ser eso? La Policía reaccionaba a un delito cometido en la calle cuando tenía que reaccionar a un delito cometido en la calle. ¿Cuánto tiempo habían tardado en aparecer cuando dispararon al padre de Joel? ¿Quince minutos? ¿Más? Y había sido un tiroteo, mientras que aquí sólo había una mujer gritando en Portobello Road. La Poli no respondía a algo así como si les fuera la vida en ello.

Joel soltó un taco y se retorció para liberarse. Lo auparon hasta que estuvo frente a frente con un policía uniformado cuya cara era como la parte inferior de un champiñón. El hombre empujó a Joel hasta la calle, donde lo lanzó contra el lateral del coche patrulla junto al que estaba su compañero. La pistola que Joel llevaba chocó contra el metal del coche, lo que provocó que el otro agente fuera a ayudar cuando el primero gritó:

– ¡Pat! ¡Este cabrón va armado!

La gente comenzó a congregarse. Joel miró frenéticamente a su alrededor en busca de Cal. No había tenido el aplomo de deshacerse del bolso de la mujer pakistaní, así que estaba atrapado y sabía muy bien que estaba perdido. No sabía qué hacían a los atracadores. Menos aún sabía qué hacían a los chicos a quienes sorprendían con una pistola, estuviera cargada o no. Pero no sería nada bueno. Eso lo tenía claro.

Uno de los policías cogió el arma de su bolsillo mientras el otro colocaba la mano en la cabeza de Joel y lo metía en el asiento trasero del coche. El bolso acabó en la parte de delante y acto seguido, los dos agentes subieron al vehículo. El conductor encendió las luces del techo para que la multitud congregada se apartara. Joel vio los rostros de personas que no reconocía. El coche se alejó de la acera. Ninguno de ellos era cordial. Negaban con la cabeza, tenían los ojos apesadumbrados, los puños cerrados. Joel no estaba seguro de si todo aquello iba dirigido a él o a los policías. De lo que sí estaba seguro era de que la cabeza, los ojos y los puños de Cal Hancock no figuraban entre ellos.

* * *

De nuevo en la comisaría de Harrow Road, Joel se encontró en la misma sala de interrogatorios en la que había estado antes. También se topó con los mismos individuos pendientes de él. Fabia Bender estaba sentada a la mesa fija, en la silla fija, delante de él. A su lado estaba el sargento Starr, cuya piel negra brillaba como el satén debajo de la luz de la sala, que, por lo demás, era implacable. Una abogada de oficio se había unido a Joel en su lado de la mesa: ése sí era un acontecimiento nuevo. La presencia de la abogada -una chica de pelo rubio y greñudo que calzaba unos zapatos con la punta estúpidamente alargada y llevaba un traje pantalón negro arrugado- informó a Joel de la gravedad de la situación en la que se encontraba.

August Starr quería sacarle información sobre la pistola, porque para él la mujer pakistaní era caso cerrado. Tenía rascadas en las rodillas, pero, por lo demás, había resultado ilesa, aparte del hecho de que le hubieran arrebatado algunos años de vida por el miedo espantoso que había pasado. Sin embargo, le habían retornado el bolso, junto con el dinero y las tarjetas de crédito, así que su parte de la ecuación se solucionó en cuanto identificó a Joel como el chico que la había atracado. En la cabeza de August Starr, la mujer era como un tema finiquitado. El arma, sin embargo, no.

En una sociedad en las que las armas habían sido prácticamente inexistentes en su día entre las bandas de ladrones y asesinos, ahora eran cada vez más inquietantemente habituales. Que se tratara de un resultado directo de la permeabilidad de las fronteras que comportaba la unificación europea -lo que, para algunos, era sinónimo de abrir los brazos a todo tipo de contrabando, desde tabaco a explosivos- podía convertirse en una discusión eterna, y el sargento Starr no tenía tiempo de discutir. El hecho era que las armas estaban ahí, en su comunidad. Lo único que quería averiguar era cómo un chico de doce años había acabado con una.

Joel le contó a Starr que se había encontrado el arma. Detrás de la tienda benéfica donde trabajaba su tía, dijo. Había un callejón con contenedores y cubos de basura, por todas partes. Había encontrado el arma una tarde mientras hurgaba en un cubo. No recordaba en cuál.

– ¿Dónde, exactamente? -quiso saber Starr, que además de grabar todas las palabras de Joel, tomaba notas.

En uno de los cubos, le contestó Joel. Como había dicho, no recordaba en cuál. Estaba dentro de la basura de alguien, en una bolsa de plástico.

– ¿Qué clase de bolsa de plástico? -le preguntó Starr y escribió: «bolsa de plástico» con buena letra en una página de su libreta, lo que señalaba la esperanza de que al fin estuvieran llegando a alguna parte, y lo que provocó que Joel decidiera no llevarles a ningún lado.

El chico dijo que no sabía en qué clase de bolsa estaba el arma. Podía ser una bolsa de Sainsbury. Podía ser una bolsa de Boots.

¿Boots o Sainsbury?, August Starr hizo que sonara como un detalle fascinante. Anotó también «Boots» y «Sainsbury» en la libreta. Señaló que era un detalle bastante extraño, ya que esas bolsas eran muy distintas entre sí. Ni siquiera eran del mismo color y, aunque lo fueran, uno no esperaba encontrar basura dentro de una bolsa de Boots, ¿verdad?

Joel podía percibir que aquello era un truco. Miró a la abogada de oficio con la esperanza de que interviniera de algún modo, como hacían los abogados en la televisión cuando hablaban con firmeza sobre «mi cliente» y «la ley». Pero la abogada no dijo nada. Sus preocupaciones -aunque Joel no lo sabría nunca- giraban en torno a la prueba de embarazo que se había hecho aquella mañana, justo allí, en la comisaría de Policía, en el servicio de señoras.

Fabia Bender fue quien habló. Las bolsas de Boots eran demasiado finas para meter basura, le explicó a Joel. Lo más probable era que con un arma dentro una bolsa de Boots se rompiera. Así que, ¿no prefería Joel contar la verdad al sargento Starr? Todo sería mucho más sencillo si lo hacía, cielo.

Joel no dijo nada. No cedería, decidió. Lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada. Al fin y al cabo, tenía doce años. ¿Qué iban a hacerle?

En aquel silencio prolongado, Fabia Bender preguntó si podía hablar en privado con Joel. Su abogada habló al fin. Dijo que nadie iba a hablar con su cliente -a Joel le satisfizo oír que utilizaba ese término- sin que ella estuviera presente. Starr señaló que no había ningún motivo para que nadie se comportara de manera irracional, puesto que lo único que intentaban hacer en estos momentos era esclarecer la verdad.

– Sin embargo -empezó a decir la abogada.

Sin embargo, enseguida terció Fabia Bender, que declaró que lo único que querían todos era lo mejor para el chico, instante en el que August Starr las interrumpió a las dos, pero fue incapaz de acabar la frase, ya que antes de que lograra decir algo más que: «Esperemos y pensemos…», se abrió la puerta de la sala de interrogatorios.

– ¿Podemos hablar, sargento? -dijo una agente, y Starr salió de la sala

Durante los dos minutos que el policía estuvo fuera, la abogada dio a Fabia Bender una breve charla sobre lo que denominó «los derechos del acusado según la ley británica cuando éste es un menor, señora». Dijo que esperaba que la señorita Bender supiera todo esto, teniendo en cuenta su profesión, un comentario que enfureció a Fabia Bender. Pero antes de que la asistente social pudiera dar una contestación que pusiera en su lugar a la abogada, el sargento Starr regresó. Dejó caer la libreta sobre la mesa y sin mirar a nadie excepto a Joel dijo:

– Ya puedes marcharte.

Los tres miraron al policía con perplejidad. Entonces, la abogada se levantó. Sonrió triunfante, como si de algún modo ella hubiera logrado provocar este resultado, y dijo:

– Vamos, Joel.

Cuando la puerta se cerró, dejando a los otros dos en la sala, Joel oyó que Fabia Bender decía:

– Pero ¿qué ha pasado, August?

También escuchó la respuesta lacónica de Starr.

– No tengo ni zorra idea.

* * *

Enseguida, con un adiós rápido de la abogada de oficio y una mirada antipática del policía de detrás del mostrador de recepción, pusieron en libertad a Joel. Se encontró fuera, en la acera de delante de la comisaría: ninguna llamada a su tía ni a nadie, ninguna petición para que alguien llevara al joven díscolo a su casa, al colegio o a un reformatorio.

Joel no entendía qué había sucedido. En un momento estaba viendo cómo su libertad y su vida se esfumaban, y al siguiente todo había sido un sueño. Sin tirones de orejas. Sin sermones. Sin advertencias. No tenía sentido.

Subió la calle hacia el pub Prince of Wales de la esquina. Andaba de puntillas mentalmente, imaginando todo el rato que un policía saldría de repente de un portal, riéndose de la broma que acababan de gastarle a un chico muy estúpido. Pero, de nuevo, Joel vio que su previsión tampoco se cumplía. Así que llegó a la esquina antes de que un coche se detuviera en la acera. Paró al lado de Joel. La puerta del copiloto se abrió y Cal Hancock bajó.

A Joel no le hizo falta ver quién era el conductor. Cuando Cal le hizo un gesto con la cabeza, se subió en la parte de atrás sin preguntar. El coche se incorporó a toda velocidad a la calle. Joel no era tan estúpido como para creer que el Cuchilla pensaba llevarlo a casa.

Nadie habló. A Joel le pareció una situación desconcertante, mucho más que si el Cuchilla le hubiera recriminado algo. Había fracasado en su misión de atracar a la mujer pakistaní, y eso era malo. Lo peor era que la Policía se había quedado con el arma. Intentarían averiguar de dónde había salido. Seguramente tenía las huellas del Cuchilla. Y si, por algún motivo, la Poli tenía fichadas sus huellas, el tipo tendría muchos problemas. Por otro lado, aquello ni siquiera comenzaba a plantear la cuestión del dinero perdido, pues ahora no podía venderse el arma en la calle.

Para Joel la tensión que había en el coche era como un día tropical y sin viento. No podía soportar lo que estaba provocando en su estómago, así que dijo:

– ¿Cómo me bajo, tío? -Dirigió la pregunta a cualquiera de los dos hombres de delante.

Ninguno respondió. El Cuchilla dobló una esquina demasiado deprisa y tuvo que dar un volantazo para no atropellar a una mujer africana vestida con colores vivos que cruzaba por un paso de cebra. Soltó un taco y la llamó «monstruo de feria de mierda».

– Gracias, pues -dijo Joel, refiriéndose a lo que hubiera hecho el Cuchilla para sacarle del lío.

Sabía que una ayuda así tenía que venir de él, ya que, de lo contrario, era sencillamente imposible que hubiera podido salir de la comisaría de Harrow Road. Una cosa era que te atraparan intentando robar un bolso o atracar a alguien en una acera. Esas cosas acababan con una comparecencia ante el juez, seguida de una serie de horas de orientación con alguien como Fabia Bender o una pena de servicios comunitarios en un lugar similar al centro infantil de Meanwhile Gardens. Pero una cosa bien distinta era que te cogieran con una pistola encima. Las navajas ya eran malas, pero las armas de fuego… Éstas implicaban más que una charla con un adulto que tenía buenas intenciones, pero que, básicamente, estaba cansado.

Así que Joel no podía imaginar qué había hecho el Cuchilla para librarle de las garras de la Policía. Más aún, no podía imaginar por qué lo había hecho, a menos que pensara que Joel estaba a punto de delatarle, en cuyo caso haría falta escarmentar al chico como él había esperado que el Cuchilla escarmentara a Neal Wyatt.

No se dirigieron a ningún lugar próximo a Edenham Estate. Aquello reforzó en la mente de Joel la idea de que, en efecto, iban a encargarse de él, no muy lejos de donde se extendía el terreno de Wormwood Scrubs. Joel sabía que para el Cuchilla sería fácil -a plena luz del día o no- pegarle un tiro en la cabeza y dejar su cadáver allí para que alguien lo encontrara al cabo de unas horas, días o incluso semanas. El Cuchilla sabría dónde abandonar su cadáver para que lo hallaran cuando quisiera. Y si no quería que lo encontraran, el Cuchilla también sabría qué hacer.

– No he dicho nada, tío. Ni de coña -dijo Joel.

Cal le lanzó una mirada desde el asiento del copiloto, pero no era en absoluto tranquilizadora. Se trataba de un Cal completamente distinto, un hombre que movía el labio superior de un modo que le decía a Joel que tenía que mantener la boca cerrada. Joel, sin embargo, con su vida pendiente de un hilo, no veía cómo iba a ser capaz.

El Cuchilla redujo una marcha y doblaron otra esquina. Pasaron por delante de un kiosco, donde un tablón de anuncios del Evening Standard anunciaba, en letras azules gruesas: «¡otro asesinato en serie!». A Joel le pareció un mensaje definitivo sobre lo que iba a suceder dentro de poco, y notó un peso en el pecho. Reprimió las ganas de llorar.

Bajó la vista a su regazo. Sabía exactamente hasta qué punto la había cagado. Había obligado al Cuchilla a exponerse -o tal vez a untar bien untado a alguien- y, simplemente, no había forma de librarse con un «Gracias, tío» por aquel favor. De hecho, no era ningún favor. Era un fastidio inconcebible, y cuando alguien causaba un fastidio inconcebible al Cuchilla, éste le fastidiaba inconcebiblemente a cambio.

No cabía duda de que Cal había intentado advertirle. Pero Joel había supuesto que no tenía nada que temer del Cuchilla siempre que no lo contrariara. Y no había esperado contrariarlo, y menos cuando estaba haciendo lo que el hombre le había ordenado.

Al fin el coche se detuvo con una sacudida. Joel levantó la cabeza y vio el letrero de A.Q.W. Motors que había visto anteriormente. A pesar de estar a plena luz del día, aunque aquél era un día gris que amenazaba lluvia, habían ido al lugar secreto especial del Cuchilla. Se bajaron del coche y entraron sin decir nada en el callejón desierto.

El Cuchilla caminaba en primer lugar. Cal y Joel le seguían. El chico trató de arrancarle a Cal una palabra en voz baja sobre lo que sucedería a continuación, pero el grafitero no miró en su dirección mientras el Cuchilla abría la verja del viejo muro de ladrillo y les indicaba con la cabeza que entraran en el patio de la estación de metro abandonada. Allí abrió la puerta del antiguo garaje. Como si supiera que Joel estaba planteándose salir corriendo inútilmente, el Cuchilla hizo un gesto con la barbilla a Cal, y éste cogió a Joel del brazo con firmeza, de una forma que no era ni cálida ni cordial.

En cuanto el Cuchilla cerró la puerta, el interior del viejo taller quedó totalmente a oscuras. Joel oyó el sonido de una cerradura. Habló precipitadamente en la penumbra.

– No esperaba que se pusiera a gritar, tío. Quién lo habría esperado, ¿entiendes? Caminaba con bastón y se comportaba como si ni siquiera supiera lo que hacía. Puedes preguntarle a Cal. La eligió él.

– ¿Le echas la culpa a Cal? -La voz del Cuchilla llegó desde bastante cerca.

Joel se sobresaltó. El hombre se había movido en un silencio absoluto, como la llamativa serpiente tatuada de su mejilla.

– No estoy diciendo eso -protestó Joel-. Sólo digo que cualquiera habría hecho lo que yo. Cuando ha empezado a gritar, tenía que salir de allí, ¿no?

El Cuchilla no dijo nada. Pasó un momento. Joel escuchó su propia respiración. Era un sonido jadeante que intentó detener, pero no lo consiguió. Se esforzó por escuchar algo aparte de a sí mismo, pero parecía que no había nada que escuchar. Era como si todos se hubieran caído por un gran agujero negro.

Entonces se oyó un clic, seguido de un foco de luz que iluminó la tapa de una de las cajas de madera de donde el Cuchilla había sacado la pistola la última vez que Joel había estado en aquel lugar. Joel vio que el Cuchilla se había alejado de él en silencio y que había encendido la misma linterna que había utilizado anteriormente. Proyectaba sombras alargadas en las paredes.

Entonces, detrás de Joel, Cal rascó una cerilla con algo. En el aire helado, el olor a tabaco se unió a los otros aromas: aceite de motor, moho, polvo y madera putrefacta.

– Mira, tío… -dijo Joel.

– Calla la puta boca.

El Cuchilla se giró hacia una segunda caja y levantó la tapa haciendo palanca. Sacó una mezcla de bolas de papel de periódico, paja y bolitas de espuma y lo tiró todo al suelo.

En aquel lugar deprimente había muchas más cajas que antes, y Joel se fijó, a pesar del miedo. Se concedió un momento para albergar la esperanza de que la novedad y el número de cajas tal vez indicaran un contenido distinto, pero pronto se llevaría una decepción. El Cuchilla sacó un objeto bien envuelto en burbujas de plástico. Su tamaño sugería de antemano de qué se trataba.

Joel sabía lo improbable que era, después de su actuación desastrosa en Portobello Road, que el Cuchilla desenvolviera una pistola para darle otra oportunidad de que la Poli se la quitara. Eso significaba que tenía pensado otro uso para ella, y Joel no quería plantearse cuál podía ser.

Sus pensamientos agolpados provocaron directamente que se le aflojaran los intestinos. Se dijo en el lenguaje más vulgar posible que no se defecaría encima. Si tenía que pagar con su vida por su torpe actuación, pagaría. Pero no lo haría como un capullo llorica. No le daría al Cuchilla esa satisfacción.

– Cal -dijo el Cuchilla-, ¿llevas el plomo encima?

– Sí.

Cal sacó de su bolsillo una caja pequeña y se la entregó. El Cuchilla metió las balas en el arma con la seguridad de movimientos que indicaba que tenía mucha práctica.

Joel, al ver lo que concluyó que era su futuro inmediato, dijo:

– Eh, tío, espera.

– Calla la puta boca -le dijo el Cuchilla-. ¿O es que estás sordo?

– Sólo quiero que entiendas…

El Cuchilla cerró de golpe la tapa de la caja con tanta fuerza que se levantó polvo.

– Eres un cabrón hijo de puta testarudo, ¿verdad, Jo-el? -Avanzó hacia él, con el arma en la mano. Con tres pasos se plantó allí y le clavó la pistola debajo de la barbilla-. ¿Te basta esto para cerrar el pico?

Joel cerró los ojos con fuerza. Intentó creer que Cal Hancock poseía suficiente humanidad como para no quedarse ahí de brazos cruzados contemplando cómo Joel saltaba en pedazos. Por otro lado, olía el sudor fétido del Cuchilla y sentía el metal frío y abrasador, al mismo tiempo, del cañón del arma, que le dejaba un círculo marcado debajo de la barbilla.

– ¿Sabes qué hacen normalmente con los cabrones de tu edad a los que pillan con un arma? -le dijo el Cuchilla al oído-. Los encierran. Un par de años en un reformatorio para empezar. ¿Te gustaría, Jo-el? ¿Meneártela en el baño para entretener a los chicos de dieciséis años? ¿Inclinarte después cuando te lo digan porque tú ya tienes lo tuyo y ahora ellos quieren lo suyo? ¿Crees que te gustaría eso, tío?

Joel no podía responder. Intentaba no mearse encima, intentaba no llorar, intentaba no perder el control de sus intestinos, intentaba no desmayarse, pues no podía coger el aire suficiente para llenar sus pulmones.

– ¡Contéstame, mamón! Y será mejor que me digas lo que quiero oír.

– No. -Joel obligó a sus labios a formar la palabra, aunque en realidad no emitió ningún sonido-. No me gustaría.

– Bueno, pues es lo que te habría pasado si te dejo con la Poli.

– Gracias, tío -susurró Joel-. Lo digo en serio.

– Joder, lo dices en serio. Tendría que volarte la cara…

– Por favor. -Joel se odió por decir las palabras. Sin embargo, salieron de su boca antes de que fuera capaz de reprimirlas.

– ¿Sabes qué ha hecho falta para sacarte de ahí, capullo? -El arma se clavó más en la barbilla de Joel-. ¿Crees que el Cuchilla coge el teléfono y habla con el señor jefe de Policía o algo así? ¿Tienes idea de lo que me ha costado?

– Te lo pagaré -dijo Joel-. Tengo cincuenta libras y puedo…

– Oh, me lo pagarás. Me lo pagarás. -Con cada palabra, el Cuchilla empujaba el arma hacia arriba, con más fuerza.

Joel la acompañó, poniéndose de puntillas.

– Lo haré. Tú sólo dime cómo.

– Te lo diré, capullo. Joder si te lo diré.

El Cuchilla bajó el arma tan deprisa como la había levantado. Joel casi cayó de rodillas: tanto por el movimiento repentino como de alivio. Cal se acercó a él por detrás. Condujo a Joel a una caja y lo sujetó contra ella. Lo mantuvieron allí, agarrándolo por los hombros. No eran unas manos duras, pero estaban lejos de ser amables.

– Vas a hacer exactamente lo que te diga que hagas -dijo el Cuchilla-. Y si no lo haces, Jo-el, te encontraré y me encargaré de ti. Me encargaré de ti de un modo u otro. Antes de que te pille la Poli o después. Da igual. ¿Te queda claro, tío?

Joel asintió con la cabeza.

– Me queda claro.

– Y luego me encargaré de tu familia. ¿Te queda claro eso también?

Joel tragó saliva.

– Me queda claro.

Entonces observó y vio que el Cuchilla limpiaba todo rastro de sus huellas de la pistola. Se la tendió a Joel.

– Coge la pipa y escúchame bien -dijo-. Si la cagas, lo pagarás muy caro.