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Ness siguió sola, reservada y huraña. Cumplió con su obligación con los servicios comunitarios, pero dejó de ir a Covent Garden.
Al principio, parecía razonable: la habían atacado mientras regresaba de allí. No era imposible que albergara ciertos temores respecto a ir y venir sola de aquel lugar. Pero cuando se negó a unirse a Sayf al Din y a sus ayudantes incluso en pleno horario comercial -cuando habría cogido el metro en compañía de millones de viajeros y tampoco habría recorrido en solitario el camino desde la estación de Westbourne Park a casa-, pareció que hacía falta abordar los temores de la chica.
Majidah lo intentó.
– Vanessa, ¿no ves que estás permitiendo que ganen rindiéndote de esta forma?
A lo que Ness respondió:
– Olvídalo, ¿vale? Estoy haciendo los servicios comunitarios, ¿no? Voy a ese curso estúpido en el instituto y no tengo que hacer nada más.
Era verdad. Ese hecho ataba a todo el mundo de pies y manos. Pero otro hecho era que Ness también estaba obligada por orden del juez a asistir al colegio a tiempo completo, así que si no se matriculaba en algún taller en el instituto -que era para lo que la preparaba el trabajo con Sayf al Din-, iba a verse delante del magistrado de nuevo, y esta vez el hombre no sería indulgente. Ya se habían hecho suficientes excepciones con ella.
Fabia Bender llevaba la batuta en este asunto. Cuando llamó a Kendra para quedar con ella, se había preparado la reunión. Tenía expedientes distintos para cada uno de los niños. El hecho de que estuvieran en su poder y que los extendiera en la mesa de la cocina servía para recalcar a la tía de los niños la gravedad de la situación.
Kendra no necesitaba ninguna metáfora. Tanto la asistente social como el sargento Starr la habían informado del intento de atraco de Joel a una mujer en Portobello Road, así como de la posesión de un arma y su posterior y misteriosa puesta en libertad. Aunque se dijo que probablemente se tratara de un caso de identificación errónea -¿por qué si no lo habían soltado tan deprisa?-, en el fondo no estaba tan segura. Aquello, pues, en combinación con el cambio de Ness bastaba para centrar toda su atención en los tres niños.
– La asistente social va a venir a casa para hablar conmigo -le dijo a Cordie después de que Fabia Bender telefoneara a la tienda benéfica-. Quiere que estemos las dos solas, aunque Dix puede estar si anda por casa en ese momento.
Cordie asintió en silencio de manera comprensiva y escuchando a sus dos niñas jugar en el salón con muñecos de papel mientras la lluvia golpeaba las ventanas. Dio gracias a Dios: por la inocencia de sus hijas, por la presencia sólida de un marido, a pesar de su deseo exasperante de tener un hijo varón, y por su propia suerte. Tenía a un hombre en casa con un trabajo remunerado, una familia que funcionaba plenamente y un empleo que le gustaba, con compañeras que compartían su misma pasión.
– ¿Hice mal llamando a la Poli para darles el nombre de ese Neal Wyatt? -le preguntó Kendra.
Cordie no sabía qué decir. Por su experiencia, nada bueno salía nunca de implicar a la Policía en ningún aspecto de la vida, pero estaba dispuesta a hacer una excepción a esta creencia. Así que dijo:
– Todo se solucionará.
Era la verdad, aunque no predijo si se solucionaría bien o de un modo desastroso. Para Cordie, la vida era mejor si se vivía lejos de la atención de los miles de brazos de las instituciones gubernamentales. Como Kendra y sus parientes habían llamado su atención, era improbable que hubiera un «vivieron felices y comieron perdices».
Cuando Kendra estudió detenidamente el asunto, le pareció que sólo había tres opciones: seguir como habían estado durante el último año, intervenir de manera radical para provocar un cambio inmediato que sacudiera a Ness y a Joel y que les hiciera entrar en razón -si es que Joel lo necesitaba, algo que Kendra aún no quería reconocer-, o esperar a que se produjera un milagro en la persona de Carole Campbell y se recuperara repentina, completa y permanentemente. Era evidente que lo primero no daba resultado, lo segundo parecía implicar recurrir a familias de acogida y, por lo tanto, era impensable, y lo tercero era improbable. Una última opción potencialmente eficaz era casarse con Dix y lograr la apariencia de familia que podía ofrecer ese matrimonio. Pero lo que Kendra no quería era casarse con Dix; en realidad, no quería casarse con nadie. El matrimonio era una forma de renuncia y rendición y no podía enfrentarse a ello, aunque supiera que, tal vez, era la única solución a su alcance.
Fabia Bender no tenía ninguna intención de facilitar las cosas a la tía de los niños. Intentaba detener un tren fuera de control y pensaba utilizar todos los medios disponibles para activar los frenos. Veía que Kendra Osborne no era mala mujer. Pero con Joel en posesión de un arma de fuego -por no mencionar el hecho de que lo hubieran identificado como autor de un atraco y, aun así, hubiera eludido de algún modo un juicio por estos delitos- y con Ness víctima de una agresión en la calle, el peligro que corrían los niños estaba alcanzando rápidamente lo que sólo podía calificarse de «masa crítica». La explosión era inminente. Se lo decían sus años de experiencia como asistente social.
Comenzó por Ness. Abrió su carpeta y la examinó como si necesitara refrescar los detalles, aunque los conocía bastante bien. Delante de ella, estaba sentada Kendra, a quien se había unido Dix, que había aparecido oliendo a aceite y pescado frito tras salir de la cafetería de sus padres, con ganas de irse al gimnasio a entrenar, pero impaciente por apoyar a Kendra: aquel hombre era un cúmulo de energías enfrentadas.
Ness estaba realizando los servicios comunitarios, lo cual estaba bien, les dijo Fabia. Pero había dejado el trabajo para Sayf al Din, que sustituía su formación obligatoria a tiempo completo. Fabia estaba intercediendo -en estos momentos- ante el juez para que Vanessa Campbell cumpliera con su deber conforme a los términos de su libertad condicional. Pero si algo no cambiaba deprisa, Ness iba a tener que comparecer ante el magistrado.
– Sin embargo, sabe lo de la agresión y ha accedido a que reciba terapia en lugar de asistir a la escuela a tiempo completo -le dijo Fabia a Kendra-. Tenemos a alguien en Oxford Gardens a quien puede visitar, si usted nos garantiza que irá. En cuanto a Joel…
– Está arreglado -dijo Kendra deprisa, no porque fuera verdad, sino porque no le había hablado a Dix del atraco ni de la pistola. ¿Por qué tenía que haberlo hecho? Todo había sido un error, ¿no?-. No ha faltado a clase desde esa única vez… -Dix la miró con dureza y frunció el ceño-. Y sabe que tuvo suerte de que la cosa acabara como acabó.
– Pero el tema es más complicado de lo que parece -dijo Fabia-. Que lo soltaran tan deprisa…
– ¿Que lo soltaran? ¿Qué está pasando con Joel? -preguntó Dix con brusquedad-. ¿Tiene problemas? Ken, maldita sea…
El hombre se pasó la mano por la calva. Era un acto de frustración y decepción, y Dix no se percató de lo que le revelaba su ignorancia en este asunto a la asistente social, que miró a la mujer y al hombre e hizo una evaluación de su relación, algo que Kendra no podía permitir.
– La Poli lo llevó a la comisaría de Harrow Road -le dijo-. No quise preocuparte; has estado liado y todo se arregló. No me pareció…
– ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione si tienes secretos, Ken? -preguntó con un susurro feroz.
– ¿Podemos hablarlo luego? -contestó Kendra.
– Mierda. -Dix cruzó los brazos y se recostó en la silla.
Fabia Bender interpretó los movimientos como lo que eran. Tomó nota mentalmente. Figura paterna inexistente. Otro dato en la columna donde llevaba la cuenta de los puntos a favor de sacar a los niños de aquella casa.
– En otras circunstancias -dijo-, insistiría en que Joel asistiera a ese programa que le mencioné en otra ocasión, el que está al otro lado del río en Elephant and Castle. De hecho, también lo recomendaría para Ness. Pero coincido con usted, señora Osborne: está la distancia y el hecho de que nadie podrá garantizar ni su asistencia ni su seguridad hasta el sur de Londres… -Levantó la mano y la dejó caer sobre la carpeta que contenía la información de Joel-. Joel necesita terapia, igual que Ness, pero necesita más que eso. Necesita supervisión, un rumbo en la vida, un interés en el que centrarse, una salida a sus preocupaciones y un modelo masculino con el que pueda identificarse. Hay que proporcionárselos o habrá que plantearse otras opciones para él.
– Esto es cosa mía -intercedió Dix, que creía que tenía cierta responsabilidad en lo que le había ocurrido a Joel, aunque no estuviera muy seguro de qué era lo que le había ocurrido-. Puedo hacer más con Joel de lo que he estado haciendo. No lo he intentado lo suficiente por… -Soltó un suspiro mientras pensaba en todas las razones por las que no había logrado ser la figura paterna que pretendía ser: sus responsabilidades para con su propia familia, su deseo de triunfar en el campo que había elegido, su apetito insaciable por el cuerpo de Kendra, su incompetencia ante los problemas de los niños, su falta de experiencia con niños, la imagen que tenía de lo que se suponía que debía ser una familia. Podía poner nombre a algunas de estas razones de su fracaso; el resto las veía en su mente. En cualquier caso, lo que sentía era culpa por todas y cada una ellas y acabó expresándolo-: Por la vida en general. Quería hacerlo mejor con los chicos, y a partir de ahora lo haré.
Fabia Bender no estaba por la labor de romper familias y quería creer que el compromiso de las dos personas con las que estaba sentada a una mesa de tamaño inadecuado implicaba que existía la posibilidad de que el problema de Joel sirviera de advertencia para todo el mundo. Aun así, el deber la obligaba a acabar lo que había venido a decir, así que lo hizo.
– Tenemos que pensar con detenimiento en el futuro de los niños. A veces, alejarlos del entorno, incluso una temporada corta, es lo único que hace falta para provocar el cambio. Me gustaría que lo pensaran. Una familia de acogida es una opción. Un internado es otra: una escuela especial que satisfaga las necesidades de Toby…
– Toby está bien donde está -la interrumpió Kendra, que hizo que el tono de la afirmación fuera de firmeza, no de pánico.
– … y otra escuela para dar un rumbo nuevo a Joel -continuó Fabia como si Kendra no hubiera dicho nada-. Si reciben este tipo de atención, podríamos concentrarnos en Ness.
– No me da la gana… -dijo Kendra-. No es necesario pensar nada. No puedo entregarlos a una familia de acogida. Ni mandarlos fuera. No lo entenderán. Han pasado por demasiadas cosas. Han… -Hizo un gesto de impotencia. Llorar delante de esta mujer era impensable, así que no dijo nada más.
Dix lo hizo por ella.
– Ahora mismo todos están haciendo lo que tienen que hacer, ¿verdad?
– Sí -dijo Fabia Bender-. Técnicamente. Pero Ness va a tener que…
– Entonces déjenos ser una familia. Nos ocuparemos de Ness. Nos ocuparemos de los chicos. Si fallamos, es usted libre de volver.
Fabia accedió, pero cualquiera podía ver lo insalvable que era la tarea a la que se enfrentaba aquella gente. Había que cubrir demasiadas necesidades, mucho más complicadas de las de comida, techo y ropa, que simplemente requerían dinero para procurarlas y tiempo para comprarlas. En cuanto a necesidades más profundas como disipar miedos, calmar preocupaciones, reconciliar el dolor pasado con la realidad presente y la posibilidad futura…, para eso hacía falta la participación de un profesional o un grupo de profesionales. Fabia vio que la tía y su novio no lo entendían; era suficientemente lista como para saber que las personas tenían que llegar a las conclusiones por sí mismas.
Les dijo que regresaría al cabo de dos semanas para ver cómo les iba a todos. Pero, mientras tanto, iban a tener que llevar a Ness a Oxford Gardens para que recibiera terapia. El juez no aceptaría menos.
– No necesito una puta terapia -dijo Ness.
– ¿Necesitas un calabozo, entonces? -respondió Kendra-. ¿Necesitas que te manden fuera? ¿Ir con una familia de acogida? ¿Que a Toby lo metan en una escuela especial y que Joel vaya a un internado? ¿Es eso lo que necesitas, Vanessa Campbell?
– Ken. Ken. Tranquilízate -dijo Dix, e intentó sonar comprensivo con Ness.
Estaba intentando ser un padre para Joel y Toby: revisaba sus deberes, veía juntos a los patinadores en Meanwhile Gardens cuando el tiempo invernal lo permitía, arañaba dos horas para ir al cine a ver películas de acción, convencía a los chicos para ir al gimnasio y participar en unos ejercicios que no les interesaban a ninguno de los dos. Pero aquélla era una calle por la que sólo circulaba Dix: Ness se burlaba de sus intentos de intervenir; Joel colaboraba en un silencio que indicaba su falta absoluta de colaboración; Toby seguía los pasos de Joel como siempre, totalmente confuso con la situación que vivía.
– Será mejor que lo entiendas -le dijo Kendra a Joel entre dientes cuando contemplaba los esfuerzos bienintencionados de Dix y la indiferencia de los niños hacia ellos-. Si no hacemos las cosas a su manera, esa Fabia Bender se os va a llevar a todos. ¿Entiendes, Joel? ¿Sabes lo que significa eso?
Joel lo sabía, pero estaba atrapado de un modo que no podía permitirse explicar a su tía. Por haber escapado de la comisaría de Harrow Road, le debía una al Cuchilla y sabía que si no pagaba cuando llegara el momento, el problema al que se enfrentarían haría que la dificultad que tenían ahora pareciera un paseo primaveral por el camino de sirga del canal Gran Union.
Porque por algún motivo, todo se había torcido. Lo que había comenzado para Joel como una lucha sencilla y primigenia para ganarse el respeto en la calle se había transformado en un ejercicio de pura supervivencia. La existencia de Neal Wyatt pasó a un segundo plano en cuanto Joel se convirtió en figura central de la atención del Cuchilla. En comparación con él, Neal Wyatt era, en realidad, tan irritante como una hormiga que subiera por dentro del pantalón. No era nada comparado con lo que Joel había aprendido a estas alturas de su vida: se había topado con el lugar más complicado e implacable de todo North Kensington. Se había topado con los deseos de Stanley Hynds.
Por poco realista que pudiera parecerle a una persona racional que conociera mínimamente siquiera la historia de Carole Campbell, para Joel, sin embargo, la mujer parecía la única respuesta que podía proporcionar una escapatoria.
Tenía el dinero -esas benditas cincuenta libras de «Caminar por las palabras»-, así que no había ninguna necesidad de compartir con nadie la intención de ir a visitar a su madre. Joel escogió un día gélido en que su tía estaba trabajando, Dix estaba en el Rainbow Café, y Ness, en el centro infantil. Eso le dejaba a cargo de Toby y con tiempo suficiente para poner en marcha su plan de rescate.
Conocía la rutina. El autobús parecía estar esperándolos en la parada de Elkstone Road. Avanzó hasta la estación de Paddington con tan pocos pasajeros a bordo que el trayecto parecía diseñado para simbolizar la facilidad con la que iban a cristalizar sus planes. Compró los billetes de tren y llevó a Toby, como siempre, a WH Smith. Agarró con firmeza a su hermano, pero no tendría que haberse preocupado. Con el monopatín debajo del brazo, el pequeño caminó a su lado y preguntó si podía comprarse una chocolatina o una bolsa de patatas.
– Una bolsa de patatas -le dijo Joel. Lo último que necesitaba era a Toby manchado de chocolate cuando llegaran a ver a su madre.
Toby eligió patatas con sabor a gamba con una celeridad sorprendente, que también sugería lo bien que estaba cumpliéndose el guión que Joel había elaborado. Compró una revista para su madre -escogió Harper's Bazaar porque era la más gruesa que vendían- y en un impulso también le compró una lata de caramelos.
Pronto estaban saliendo de la estación de Paddington, pasando por delante de los muros de ladrillo lúgubres y sucios que separaban las vías del tren de las casas aún más lúgubres y sucias que daban directamente a ellas. Toby daba patadas a la parte de abajo del asiento y masticaba feliz sus patatas. Joel observaba la escena y trataba de pensar en cómo llevaría a su madre a casa.
Bajaron del tren al frío glacial, mucho más intenso que en Londres. La escarcha remataba los setos, cuyas ramas peladas servían de refugio a gorriones temblorosos, y los campos que se extendían detrás presentaban un manto brumoso de niebla helada. Placas de hielo cubrían los charcos de agua de lluvia; allí donde había ovejas, balaban con fuerza y se acurrucaban entre ellas formando una masa lanuda contra los muros de piedra.
En el hospital, y tras cruzar la verja, los chicos subieron deprisa por el sendero de entrada. El césped, como los campos, estaban blancos por la niebla helada que seguía posándose mientras Joel y Toby caminaban deprisa hacia el edificio principal, que surgía entre la neblina como salido de una película fantástica, un objeto que podía desaparecer tranquilamente antes de que llegaran a él.
Dentro, les golpeó una oleada de aire caliente. El contraste era como ir del Polo Norte a una zona tropical sin pasar por ningún clima intermedio. Avanzaron a trompicones por el calor que surgía de los radiadores. Joel dio sus nombres en la recepción. Le informaron de que Carole Campbell estaba en la caravana móvil de belleza. Podían esperarla allí, en la recepción, o salir a buscarla a la caravana, que encontrarían en el aparcamiento de personal en la parte trasera del edificio. ¿Sabían dónde estaba?
Joel dijo que lo encontrarían. Prefería infinitamente regresar afuera que tener que marchitarse entre la vegetación de plástico que decoraba el vestíbulo. Volvió a ponerle el anorak a Toby, que el niño ya se había quitado y tirado al suelo, y salieron afuera. Recorrieron un sendero de cemento resbalándose y patinando. Lo siguieron a lo largo de toda un ala del hospital, donde al final se bifurcaba, hacia la enfermería en una dirección, y hacia el aparcamiento de personal en la otra.
La caravana en cuestión era una casa móvil de las que en su día se veían por doquier en la campiña inglesa antes de la época de los vuelos baratos a las costas españolas. La habían bautizado «La Roulotte de los Rulos», un juego de palabras gracioso, pintado en el lateral de la caravana con letras grandes y gruesas junto a un arcoíris que conducía no a un caldero de oro, sino a una silla-secador al lado del dibujo de una mujer con rulos en la cabeza que corría a través de unas nubes para sentarse. Encima de la puerta había otro arcoíris. Joel llevó a Toby hacia allí y subieron dos escalones resbaladizos.
Dentro, el ambiente era templado, pero nada que ver con el calor insufrible del hospital. Había tres sillones de peluquería, donde permanecían sentadas tres mujeres en distintas fases de embellecimiento, atendidas por las manos de una sola peluquera. Al fondo había una zona de manicura y pedicura. Joel y Toby encontraron allí a su madre, a quien atendía una chica con el pelo tricolor y alborotado. Rojo, azul y púrpura, los mechones eran como la bandera orgullosa de una nación recién nacida.
Al principio, Carole Campbell no los vio. Ella y la manicura estaban concentradas examinando las manos de Carole.
– No sé cómo explicártelo de otra forma, querida -le estaba diciendo la manicura-. No tienes suficiente base, ¿entiendes? No te durarán. En cuanto te des un golpe, se acabó.
– No importa. -La voz de Carole era alegre-. Házmelas de todos modos. No te responsabilizaré si se me caen. Se acerca San Valentín y también quiero llevarlas decoradas. Quiero las más bonitas que tengas. -Entonces levantó la vista y sonrió cuando su mirada se posó en Joel-. Oh, Dios mío -dijo-, mira quién ha venido a verme, Serena. Justo detrás de ti. Dime que no es una alucinación. No he olvidado tomarme las pastillas, ¿verdad?
– No vamos a picar, Carole -dijo la peluquera mientras pintaba con algo denso y pegajoso el pelo mullido de una clienta.
Pero Serena le siguió la corriente a Carole, puesto que le habían enseñado a seguir la corriente a los pacientes por si se ponían nerviosos. Echó un vistazo en dirección a Joel y a Toby, los saludó con la cabeza y le dijo a su clienta:
– Muy bien, querida. No es una alucinación. ¿Estos pequeñajos son tuyos?
– Es mi Joel -dijo Carol-. Mi enorme Joel. Mira cómo ha crecido, Serena. Cariño, ven a ver lo que Serena está haciendo con las uñas de mamá.
Joel esperó a que saludara a Toby, a que lo presentara a la manicura. Toby se quedó atrás, tímidamente, así que Joel le dio un empujoncito. Carole estaba examinándose las manos otra vez.
– No pasa nada -murmuró Joel a su hermano-. Tiene la cabeza en otra parte y nunca ha podido hacer dos cosas a la vez.
– He traído el monopatín -dijo Toby amablemente-. Sé montar, Joel. Puedo enseñárselo a mamá.
– Cuando acabe con esto -dijo Joel.
Los dos chicos avanzaron sigilosamente hasta la mesa de manicura. Allí, Carole tenía las manos sobre una toalla blanca menos limpia de lo que podría estar. Descansaban como especímenes inertes bajo la luz brillante de un flexo. A un lado, había filas y filas de pintauñas, listos para ser utilizados.
El único problema del plan de Carole para su embellecimiento era que no podía decirse que tuviera uñas. Se las había mordido tanto que sólo le quedaba un trocito. En esta especie de muñones poco atractivos pedía que le pegaran unas uñas postizas. Estaban organizadas en unas cajas de plástico sobre las que la manicura dio unos golpecitos con sus propias uñas mientras intentaba, sin éxito, explicar a la madre de Joel y Toby que su plan para embellecer sus manos al instante no iba a funcionar. Realizó una exposición sincera, aunque poco práctica, ya que Carole quería lo que quería: las uñas postizas, pintadas y luego decoradas alegremente con unos corazones dorados que esperaban en un cartón apoyado en uno de los pintauñas.
Al final, Serena soltó un fuerte suspiro y dijo:
– Si es lo que quieres. -Aunque meneó la cabeza con un movimiento que decía inconfundiblemente «no será culpa mía» mientras se ponía a trabajar-. Van a durarte cinco minutos -dijo a modo de amenaza.
– Los cinco minutos más felices de mi vida. -Carole se recostó en su silla y miró a Joel. Juntó las cejas, la expresión confusa. Entonces se le iluminó la cara-. ¿Cómo está tu tía Ken? -preguntó.
A Joel el corazón le dio un brinco de esperanza al oír aquello. A lo largo de los años, su madre rara vez había reconocido la existencia de una tía Ken.
– Está bien -dijo Joel-. Dix ha vuelto. Es su novio. La hace bastante feliz.
– La tía Ken y sus hombres -contestó Carole. Sacudió la melena cobriza-. Su punto flaco siempre han sido los que la tienen gorda, ¿verdad?
Serena soltó una carcajada y le dio una palmadita en la mano a Carole.
– Esa boca, señorita Caro, o tendré que dar parte.
– Pero es verdad -dijo Carole-. Cuando la abuela de Joel siguió a su hombre hasta Jamaica y la tía Ken empezó a cuidar a los niños, lo primero que pensé fue: «Ahora sí que van a recibir educación sexual». Incluso lo dije, ¿verdad, Joel?
Joel no pudo evitar sonreír. Su madre nunca había dicho eso, pero el hecho de que fingiera que sí, que fuera consciente de que su abuela se había marchado a Jamaica, que supiera muy bien dónde estaban viviendo sus hijos y con quién y por qué… Antes de este momento, Carole Campbell no había hablado de Kendra, de Glory, de Jamaica ni de nada que indicara que sabía en qué época vivía. Así que todo aquello -apropiado o no, verdadero o no, imaginado o no- era tan nuevo para Joel, tan inesperado, tan grato… Se sintió como si estuviera a las puertas del Cielo.
– ¿Y Ness? -dijo Carole-. ¿Por qué no viene a verme, Joel? Sé lo mucho que sufre por la muerte de tu padre, por cómo murió, por todo. Entiendo cómo se siente. Pero si viniera a hablar conmigo, no puedo evitar pensar que a la larga se sentiría mucho mejor. La echo de menos. ¿Le dirás que la echo de menos?
Joel apenas se atrevía a responder, tan difícil le resultaba creer lo que estaba oyendo.
– Se lo diré, mamá -dijo-. Está… Está pasando por una mala racha ahora mismo, pero le diré lo que me has dicho.
No añadió más. No quería que su madre supiera que Ness había sufrido una agresión, ni cómo estaba reaccionando ante aquello y ante todo lo demás. Darle a Carole algo parecido a una mala noticia parecía demasiado arriesgado. Podía mandarla de vuelta a la Tierra de Ninguna Parte, aquel lugar que había habitado durante tanto tiempo.
Por lo tanto, Joel se estremeció cuando Toby habló inesperadamente.
– Ness se metió en una pelea fea, mamá. Unos tipos fueron a por ella y le pegaron. La tía Ken tuvo que llevarla a Urgencias.
Serena se volvió hacia ellos, una ceja levantada y un tubo de pegamento para uñas suspendido en los dedos.
– ¿Ahora está bien? -preguntó antes de aplicar el pegamento a una uña postiza, que presionó inútilmente en uno de los muñones de Carole.
Carole guardó silencio. Aguantando la respiración, Joel esperó a ver qué decía. Su madre ladeó la cabeza y pareció pensativa, la mirada clavada en Joel. Cuando por fin habló, su voz era la misma de antes.
– Cada día te pareces más a tu padre -dijo, aunque la observación era extraña, pues todos sabían que nada podía estar más lejos de la verdad. Aclaró la afirmación diciendo-: Tienes algo en los ojos. ¿Cómo va el colegio? ¿Me has traído algún trabajo para que lo vea?
Joel soltó el aire. Se sintió incómodo con el comentario sobre su padre, pero lo aparcó.
– Se me ha olvidado -dijo-. Pero te hemos traído esto. -Le dio la bolsa de WH Smith.
– Me encanta Harper's -dijo Carole-. ¿Y esto qué es? Vaya, ¿hay caramelos dentro? Qué ricos. Gracias, Joel.
– Te la abriré.
Joel cogió la lata y arrancó el envoltorio de plástico. Lo tiró en un cubo de la basura, donde se quedó pegado al pelo cortado y húmedo de alguien. Quitó la tapa de la caja y volvió a darle los caramelos a su madre.
– Cojamos uno cada uno, ¿de acuerdo? -dijo ella pícaramente.
– Son sólo para ti -le dijo Joel. Sabía que había que ser cauteloso con los caramelos cuando Toby estaba cerca. Le ofrecías uno y probablemente se los comería todos.
– ¿Puedo coger uno? -preguntó Toby entonces.
– ¿Para mí sola? -dijo Carole-. Oh, cielo, no me los puedo comer yo todos. Coge uno, venga. ¿No? ¿Nadie quiere…? ¿Ni siquiera tú, Serena?
– Mamá… -dijo Toby.
– De acuerdo, pues. Los guardaremos para otro día. ¿Te gustan mis corazones? -Señaló con la cabeza el cartón con las uñas decoradas-. Son una tontería, ya lo sé, pero como vamos a celebrar una pequeña fiesta de San Valentín… Quería algo festivo. De todos modos, es una época del año deprimente, febrero. Te preguntas si el sol habrá desaparecido para siempre. Aunque abril puede ser peor, sólo que entonces es la lluvia y no esta condenada niebla.
– Mamá, quiero un caramelo. ¿Por qué no puedo coger uno? Joel…
– Cualquier cosa que sirva para animarnos en esta época del año es algo en lo que quiero participar -prosiguió Carole-. Pero siempre me pregunto por qué febrero parece tan largo. En realidad es el mes más corto del año, incluso en año bisiesto. Pero parece durar y durar, ¿verdad? O quizá la verdad es que quiero que sea largo. También quiero que todos los meses que lo preceden duren y duren. No quiero que llegue el aniversario. De la muerte de tu padre, verás. No quiero revivir ese aniversario.
– ¡Joel! -Toby alzó la voz y cogió a su hermano del brazo-. ¿Por qué mamá no me deja coger un caramelo de ésos?
– Chist -dijo Joel-. Luego te consigo uno. Hay una máquina en algún lugar y te compraré una chocolatina.
– Pero Joel, no quiere…
– Espera, Tobe.
– Pero Joel, yo quiero…
– Espera. -Joel se soltó-. ¿Por qué no sales fuera con el monopatín? Puedes montar un poco en el aparcamiento.
– En el aparcamiento hace frío.
– Nos tomaremos un chocolate caliente después de que practiques un poco por aquí. Cuando a mamá acaben de hacerle las uñas puedes enseñarle lo bien que montas, ¿vale?
– Pero yo quiero…
Joel giró a Toby cogiéndolo por los hombros y lo empujó hacia la puerta de la caravana. Le daba pavor que algo pudiera hacer estallar a su madre y, para él, Toby parecía cada vez más un detonador humano.
Abrió la puerta y bajó a su hermano por las escaleras. Miró a su alrededor y vio un espacio libre en el aparcamiento; allí Toby podría practicar con seguridad. Se cercioró de que llevara el anorak abrochado y le caló bien el gorro de punto.
– Quédate aquí y luego te conseguiré unos caramelos, Tobe -le dijo-. Y un chocolate caliente también. Tengo dinero. Ya sabes que mamá no está bien de aquí arriba. -Se señaló la cabeza-. Le he dicho que los caramelos eran para ella y seguramente lo habrá entendido mal cuando yo he dicho que no quería. Habrá pensado que tú tampoco querías.
– Pero yo he dicho… -Toby estaba tan triste como triste era el día, y más triste aún el aparcamiento, lleno de baches y sin ningún lugar donde practicar con el monopatín. El niño se sorbió los mocos ruidosamente y se limpió la nariz con la manga del anorak-. No quiero montar en monopatín -dijo-. Es estúpido.
Joel pasó el brazo alrededor de su hermano.
– Quieres enseñárselo a mamá, ¿no? Quieres que vea lo bien que se te da. En cuanto acaben de hacerle las uñas, va a querer verte, así que tienes que estar preparado. No tardará.
Toby miró de Joel a la caravana, y de nuevo a Joel.
– ¿Me lo prometes? -dijo.
– Yo no te he mentido nunca, tío.
Fue suficiente. Toby se alejó hacia el espacio abierto, el monopatín colgado en una mano. Joel observó hasta que el niño dejó el monopatín en el asfalto irregular y avanzó unos metros, un pie en el monopatín y el otro en el suelo. Era lo máximo que hacía en cualquier lado, así que no importaba demasiado qué clase de superficie hubiera debajo de las ruedas.
Joel regresó con su madre. Estaba examinando las uñas postizas que Serena había logrado pegarle hasta el momento en los dedos. Eran muy largas y puntiagudas y la manicura trataba de explicarle que necesitaba recortarlas considerablemente para que al menos le duraran un día. Pero Carole no iba a consentirlo. Las quería largas, pintadas de rojo y decoradas con corazones dorados. No aceptaría menos, incluso Joel, que carecía de conocimientos sobre uñas de plástico, pegamento y decoración de uñas, comprendía que la idea de Carole era mala. No se podía pegar algo a nada y esperar que aguantara.
– Mamá, tal vez Serena tenga razón -dijo-. Si las recortaras un poco…
Carole lo miró.
– Te estás entrometiendo.
Joel sintió como si le diera una bofetada.
– Lo siento.
– Gracias. Sigue, Serena. Hazme el resto.
Serena frunció la boca y reanudó el trabajo. La verdad era que a ella le traía sin cuidado que una loca insistiera en pegarse unas uñas donde quisiera pegárselas. El producto final era el mismo: dinero en su bolsillo.
Carole observó y asintió con aprobación mientras le ponían la segunda serie de uñas inútiles. Centró su atención en Joel y le señaló un pequeño taburete acolchado que había cerca.
– Ven y siéntate -dijo-. Cuéntame todo lo que ha pasado desde la última vez que te vi. ¿Por qué has tardado tanto en volver? Oh, estoy tan contenta de verte. Y muchas gracias por los regalos.
– Son de parte de todos, mamá -le dijo Joel.
– Pero los has comprado tú, ¿verdad? Los has elegido tú, Joel.
– Sí, pero…
– Lo sabía. Llevan tu sello. Tu sensibilidad. Tú. Ha sido todo un detalle y quería decirte… Bueno, esto es un poco más difícil, me temo.
– ¿El qué? -preguntó Joel.
Carole miró a derecha e izquierda y sonrió con picardía.
– Joel, muchas gracias por no traer contigo a ese niño sucio esta vez. Ya sabes a quién me refiero. A tu pequeño amigo con la nariz llena de mocos. No quiero ser cruel, pero me alegro de no verle. Empezaba a sacarme de quicio.
– ¿Te refieres a Tobe? -preguntó Joel-. Mamá, es Toby.
– ¿Así se llama? -preguntó Carole Campbell con una sonrisa-. Bueno, da igual, cielo. Estoy contentísima de que hoy hayas venido solo.