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Lo peor fue Toby, algo que, sin duda, Joel no esperaba. Cuando por fin llegó a la escuela Middle Row para llevar a su hermano a casa, lo encontró acurrucado en la oscuridad de febrero, justo delante de las verjas cerradas, tras haber escapado, de algún modo, a la atención de los administradores y maestros de la escuela, escondido cuidadosamente en las sombras más profundas proyectadas por un buzón. Miraba una grieta irregular en la acera, el monopatín agarrado contra el pecho.
Joel se agachó junto a su hermano y dijo:
– Eh, tío. Lo siento, Tobe. No me he olvidado de ti ni nada. ¿Creías que me había olvidado? Eh, ¿Tobe?
Toby reaccionó.
– Hoy tenía que ir al centro de aprendizaje -farfulló.
– Tobe, lo siento -dijo Joel-. Tenía que hacer una cosa… Mira, es importante que no te chives. No volverá a pasar. Lo juro. ¿Me lo prometes, Tobe?
Toby lo miró inexpresivamente.
– He esperado como debía, Joel. No sabía qué hacer.
– Has hecho bien, tío. Esperar aquí así. Vamos. Venga. Cuando te lleve el próximo día al centro de aprendizaje, hablaré con ellos. Les explicaré lo que ha pasado. No estarán cabreados contigo ni nada.
Joel instó a su hermano pequeño a levantarse y empezaron a caminar hacia casa.
– No puedes contárselo a la tía Ken, Tobe -le dijo Joel-. ¿Entiendes lo que digo? Si descubre que no te he llevado al centro de aprendizaje… Ya tiene suficientes problemas. Con Ness. Con Dix, que se ha ido. Y con esa Fabia Bender, que espera una razón para enviarnos, a ti y a mí…
– Joel, no quiero…
– Eh. No volverá a pasar, colega. Por eso tienes que callar y no decir que he llegado tarde. ¿Puedes fingir?
– ¿Fingir qué?
– Que has ido al centro de aprendizaje. ¿Puedes fingir que hoy has ido como siempre?
– De acuerdo -dijo Toby.
Joel miró a su hermano. La corta vida de Toby se sublevaba para declarar que era muy improbable que su hermano fuera capaz de fingir nada, pero Joel tenía que creer que sería capaz de mentir sobre aquella tarde, pues para él era crucial que su tía pensara que la vida seguía igual que siempre. La menor desviación y Kendra sospecharía, y a Joel le parecía que las sospechas era lo último que podría soportar.
Pero al hacer todos estos planes, Joel no tuvo en cuenta la preocupación de Luce Chinaka. No se percató de que tal vez Fabia Bender le habría dicho que vigilara de cerca a Toby, que tomara cartas en el asunto cuando el pequeño no apareciera como estaba programado, llamando a Kendra a la tienda benéfica y preguntando si Toby estaba enfermo y no podía acudir a sus clases habituales. Así que cuando Kendra llegó a casa después del trabajo, primero dejó una bolsa de comida china en la cocina y luego exigió saber por qué Joel no había cumplido con su deber de ocuparse de Toby.
En esto, sin embargo, a Joel le acompañó la suerte. Con el estómago revuelto y los brazos y las piernas cada vez más débiles, había subido a su cuarto y se había tumbado en la cama. Allí se enroscó en la oscuridad con la mirada clavada en la pared, donde encontró -por mucho que intentara borrarla de su mente- la imagen de la cara de la mujer morena, sonriéndole, diciéndole «hola» y preguntando si él y Cal se habían perdido. Por lo tanto, cuando Kendra encendió la luz y dijo: «¡Joel! ¿Por qué no has llevado a tu hermano al centro de aprendizaje?», Joel dijo la verdad:
– Estoy enfermo.
Esto cambió las cosas. Kendra se sentó en el borde de la cama y, como si fuera una buena madre, le tocó la frente.
– Has pillado algo, ¿cielo? -dijo en un tono absolutamente distinto-. Estás un poco caliente. Tendrías que haberme llamado a la tienda.
– Creía que Toby podía saltarse…
– No lo digo por Toby. Lo digo por ti. Si estás enfermo y me necesitas… -Le alisó el pelo-. Estamos pasando una mala época por aquí, ¿verdad, cariño? Quiero que sepas algo: no tienes que cuidar de ti tú solo.
Para Joel, aquello era lo peor que podría haber dicho su tía, porque la amabilidad de sus palabras provocó que las lágrimas inundaran sus ojos. Los cerró, pero las lágrimas cayeron.
– Voy a prepararte algo para que se te asiente el estómago -dijo Kendra-. ¿Por qué no bajas al salón y esperas en el sofá? Túmbate y te traeré una bandeja. Puedes ver la tele mientras comes. ¿Qué te parece?
Joel mantuvo los ojos cerrados: su tono le hería. Era una voz que no había empleado nunca. Las lágrimas recorrieron el puente de su nariz y llegaron a la almohada. Hizo todo lo posible por no sollozar, lo que significó no contestar nada.
– Baja cuando estés listo -dijo Kendra-. Toby ha puesto una cinta, pero le diré que te deje ver lo que quieras.
Fue pensar en Toby -y pensar en lo que Toby podría decir si Kendra le preguntaba- lo que hizo que Joel se levantara en cuanto su tía salió de la habitación. Resultó que había hecho bien, ya que cuando llegó a la sala de estar encontró a Toby mintiendo alegremente a su tía sobre una supuesta tarde en el centro de aprendizaje, justo como Joel le había ordenado que hiciera, pero sin saber que Luce Chinaka había llamado.
– … leído hoy -estaba diciendo Toby-. Sólo que no recuerdo qué libro.
– No ha sido hoy, tío -dijo Joel-. ¿De qué estás hablando, Tobe? -Se sentó al lado de su hermano en el sofá, la almohada en las manos y arrastrando una manta de la cama por el suelo-. Hoy hemos vuelto directamente aquí después del colegio porque me encontraba mal. ¿Te acuerdas?
Toby lo miró, perplejo.
– Pero creía…
– Sí. Pero me lo «contastes» todo ayer.
– Contaste -le corrigió Kendra pacientemente. Y, luego, milagrosamente, cambió de tema-: Toby, muévete y deja que Joel se tumbe. Déjale ver la tele. Puedes ayudarme en la cocina si te apetece.
Toby se deslizó hacia un lado del sofá, pero seguía confuso.
– Pero, Joel, me has dicho… -le dijo a su hermano.
– Estás mezclando los días -le interrumpió Joel-. Te he dicho que no iríamos al centro de aprendizaje cuando he ido a recogerte al colegio esta tarde. ¿Cómo es que no te acuerdas, Tobe? ¿No estaban currando en tu memoria y eso?
– Trabajando -le corrigió de forma automática Kendra-. Joel, no seas tan duro con él.
Se acercó al televisor y sacó la cinta del viejo vídeo que había debajo. Puso un canal arbitrariamente y, en cuanto apareció la imagen, asintió con la cabeza y bajó a la cocina. Al cabo de un momento, se movía ruidosamente por abajo, preparando la comida prometida para Joel.
Toby no había dejado de mirar fijamente la cara de su hermano; estaba completamente confundido.
– Has dicho que tenía que…
– Lo siento, Tobe -murmuró Joel. Desvió la mirada hacia la puerta de la escalera y la mantuvo allí-. Lo ha descubierto, verás. La han llamado para preguntar dónde estabas, así que he tenido que decirle… Mira, tú di que hemos venido directamente aquí y que nos hemos quedado en casa todo el rato. Si te pregunta o algo, ¿vale?
– Pero me has dicho…
– ¡Tobe! -El susurro de Joel fue feroz-. Las cosas cambian, ¿entiendes lo que te digo? Las cosas cambian continuamente. Por ejemplo, Ness no está aquí y Dix se ha marchado. ¿Entiendes? Las cosas cambian.
Pero las cosas no cambiaban para Toby fácilmente, no sin intentar apartar la niebla de su cerebro.
– Pero… -dijo otra vez.
Joel le agarró con fuerza la muñeca y se volvió hacia él.
– No seas tan estúpido, joder -dijo entre dientes-. Por una vez, compórtate como si tuvieras cerebro.
Toby retrocedió. Joel le soltó la muñeca. Un hoyuelo apareció en la barbilla del pequeño, que bajó los párpados. Su piel mostraba el rastro delicado de venas azules en una superficie pecosa y almendrada. Joel sintió un pinchazo en el corazón, pero lo endureció y se endureció porque, en su opinión, Toby tenía que aprender y tenía que aprender ya. Era fundamental que memorizara una historia y la contara tal cual.
– Joel -le llamó Kendra desde la cocina-. He comprado comida china, pero te estoy haciendo huevos duros y tostadas. ¿Quieres mermelada?
Joel no veía cómo iba a poder comer nada, pero con voz débil dijo que la mermelada estaba bien, que le parecía perfecto y que cualquiera sería excelente. Entonces, miró por primera vez al televisor y vio lo que Kendra había sintonizado. Parecían las noticias de la noche de algún canal, porque una reportera estaba delante de la entrada de un hospital, hablando micrófono en mano. Joel prestó atención.
– … la Policía de Belgravia, que está haciendo uso de todos los recursos posibles para atrapar a la persona que ha disparado, está examinando unas pisadas halladas en los alrededores de Sloane Square. Al parecer, hay al menos un testigo, y posiblemente dos, del incidente, que ha tenido lugar a plena luz del día en Eaton Terrace. Hemos sabido que la víctima acababa de regresar de un día de compras, pero en realidad no sabemos más sobre lo sucedido. Por lo que hemos podido averiguar, la víctima -Helen Lynley, condesa de Asherton, de treinta y cuatro años- está en la UVI, aquí, en el hospital Saint Thomas. Desconocemos cuál es su estado exactamente.
– Andrea -dijo una voz de hombre-, ¿se ha establecido alguna relación entre lo sucedido y los asesinatos en serie que están investigándose actualmente?
La reportera se ajustó el auricular y dijo:
– Bueno, resulta un poco difícil evitar establecer una relación, ¿verdad? O al menos imaginar que pudiera existir. Cuando disparan a la esposa del jefe de una investigación de la envergadura y alcance de ésta…, es inevitable que haya preguntas.
Detrás de ella, las puertas del hospital se abrieron. Las luces de las cámaras comenzaron a encenderse. Un hombre con ropa de médico se acercó a un ramillete de micrófonos mientras otras personas que lo acompañaban -un grupo de individuos con expresión adusta que llevaban «policías de paisano» escrito en la frente- se abrieron paso entre los reporteros de camino al aparcamiento.
– … ventilación mecánica -Fueron las palabras que Joel escuchó que decía el hombre vestido de médico-. La situación es grave.
Hubo más -preguntas bombardeadas desde todas las direcciones y respuestas dadas dubitativamente y con el deseo de proteger la intimidad de la víctima y de su familia-, pero Joel no pudo escuchar nada. Lo único que oía era el vendaval en sus oídos, mientras el plano de la televisión por fin cambiaba para mostrar un montaje de imágenes con las que estaba muy familiarizado: la calle en la que él y Cal habían encontrado su blanco; el cordón policial que definía un rectángulo alrededor de los peldaños blancos y negros; una fotografía de la propia mujer con un nombre debajo que la identificaba como Helen Lynley. Lo que apareció a continuación fueron otras imágenes del exterior del hospital Saint Thomas, en la margen sur del Támesis, con una docena de coches patrulla con las luces encendidas; un hombre rubio y una mujer rechoncha que hablaba por el móvil delante de un túnel ferroviario mugriento; un tipo con uniforme de alto cargo de la Policía hablando a un grupo de micrófonos. Y, luego, una serie de cámaras de seguridad señalando a un lado y a otro, en un edificio y bajo unos aleros, y cada una -Joel lo sabía y podía jurarlo- grababa a dos tipos que se dirigían a disparar a la mujer de un policía de New Scotland Yard.
La tía de Joel estaba subiendo las escaleras. Llevaba una bandeja en la que había huevos duros y tostadas y que desprendía un olor aromático que tendría que haber sido reconfortante, pero no para Joel. Se levantó corriendo del sofá y se dirigió a las escaleras, hacia el baño. No llegó.
Cal desapareció. Joel lo buscó al día siguiente, y al otro, en todos los lugares habituales donde tendría que estar: en el campo de fútbol hundido, donde una obra incompleta del estilo de Cal sugería que se había marchado corriendo; en Meanwhile Gardens, cerca de la escalera de caracol y debajo del puente y en lo alto de las lomas, donde fumaba y, de vez en cuando, pasaba hierba a los adolescentes del barrio; en el piso abandonado en Lancefield Court, donde los camellos iban a recoger su mercancía; en el edificio que albergaba el piso de Arissa en Portnall Road. Joel incluso se paseó por el cementerio de Kensal Green en un intento de encontrarle, pero Cal no estaba por ningún lado. Se podría haber evaporado perfectamente, así de desaparecido estaba el rastafari.
Para Joel no tenía sentido, porque, ¿quién iba a proteger al Cuchilla si no lo hacía Cal Hancock?
Sin embargo, cuando Joel buscó al Cuchilla, tampoco lo encontró. Al menos al principio.
La tercera tarde, Joel por fin lo vio. Bajaba los escalones del centro de aprendizaje Westminster, después de dejar a Toby para sus clases con Luce Chinaka. Al otro lado de la calle y a unos treinta metros de distancia, vio el coche del Cuchilla; lo reconoció por la raya de pintura negra sobre la superficie azul clara, por el trozo de cartón que sustituía a una de las ventanillas. El coche estaba aparcado en zona prohibida sobre dos líneas amarillas, junto al bordillo, y estaba ocupado. Había alguien en la acera. Estaba inclinado y parecía hablar con las dos figuras masculinas del interior.
El interlocutor se irguió mientras Joel observaba. Era Ivan Weatherall. El hombre colocó la mano en el techo del coche, dio una palmadita amistosa y entonces vio a Joel. Sonrió y le indicó con la mano que se acercara, luego volvió a inclinarse sobre el coche para escuchar algo que decía alguien desde dentro.
Si Ivan hubiera estado solo, Joel le habría dado una excusa, porque la última persona a la que quería enfrentarse era a su mentor; no quería tener que vérselas con sus buenas intenciones. Pero el hecho de que el Cuchilla estuviera allí y que necesitara hablar con él sobre todo lo sucedido, desde Eaton Terrace a Ness…, y el bendito hecho de que Cal estuviera con él, lo que, para empezar, facilitaría poder hablar con el Cuchilla… Todo aquello impulsó a Joel a cruzar la calle.
Llegó al coche por detrás. Por las lunas traseras vio a otra persona más dentro y reconoció la forma de su cabeza. Deseó fervientemente que Arissa no estuviera con el Cuchilla y con Cal -no podrían hablar con franqueza con una farlopera cerca que intentaba meter la mano en los pantalones de todo el mundo, pensó-, pero Joel sabía que podía quedarse con ellos tres hasta que el Cuchilla se hartara de la presencia de Arissa y la echara del coche en algún lugar, para que volviera a casa. Entonces podrían hablar: sobre lo que había ocurrido en Eaton Terrace y lo que iban a hacer a continuación. Y también sobre Ness, porque aún y siempre estaba Ness y su problema, y Joel había hecho lo que había hecho para sacarla de su embrollo.
Sin embargo, nada de esto abordaba la cuestión de la presencia de Ivan. Sin duda, el mentor se preguntaría qué hacía Joel subiéndose a un coche que pertenecía al Cuchilla, y era evidente que no lo olvidaría.
– Joel, qué alegría verte -dijo Ivan-. Estaba poniendo a Stanley al corriente del proyecto.
Tantas cosas habían invadido la mente del chico a lo largo de las semanas que al principio no supo de qué le hablaba Ivan, no al menos hasta que añadió:
– La película. He tenido una reunión extraordinaria con un hombre que se llama señor Basura, no es su verdadero nombre, por supuesto, sino el nombre que utiliza profesionalmente, pero ya te lo explicaré todo luego, y, por fin, la parte final del trabajo de pre-producción está resuelta. Ahora tenemos financiación. Hemos conseguido la maldita financiación.
Ivan sonrió y realizó un gesto inusitado de júbilo, agitando un brazo en el aire. Aquello permitió a Joel ver que sujetaba un tabloide, y eso sólo significaba una cosa: la cobertura del incidente en Belgravia, lo que implicaba llevar el tema a North Kensington, que era el último lugar de la Tierra donde Joel y Cal necesitaban que se hablara del tema.
Joel miró hacia el coche. Miró a Cal. Débilmente oyó que Ivan decía: «Sabía que la conseguiríamos si encontrábamos el contacto adecuado de alguien cuyo pasado…», pero el resto se lo llevó el viento. Porque en el coche estaba el Cuchilla y estaba Arissa, en efecto, pero no Cal Hancock. En su lugar, sentado en el asiento del copiloto, donde siempre se sentaba Cal, estaba Neal Wyatt, que parecía estar allí perfectamente cómodo.
Joel miró de Neal al Cuchilla. Vagamente detrás de él, oyó que Ivan decía:
– Ya conoces a Neal. Justo estaba contándole lo que planeamos. Me gustaría que los dos os implicarais en el proyecto porque -y sólo tenéis que escucharme- ya es hora de que aparquéis vuestras diferencias. Tenéis mucho más en común de lo que imagináis; trabajar en la película os lo demostrará.
Joel apenas escuchó nada de esto. Estaba ordenando las cosas en su mente e intentaba dilucidar qué significa todo aquello.
Llegó a la conclusión de que el Cuchilla -a quien Cal había informado de que ahora Joel era su hombre- por fin estaba cumpliendo con su parte del trato sobre Neal Wyatt. Había recogido al chico de donde fuera que anduviera Neal cuando no se metía con gente de la zona y le había dicho que tenía que subir al coche. El Cuchilla había compartido un porro con él, razón por la cual Neal parecía estar tan tranquilo, con la guardia bajada y de buen humor. Ahora que el Cuchilla lo tenía donde quería, iba a escarmentar al gamberro de una vez por todas. Joel intentó sentirse bien con todo aquello, tratando de aplicarlo a su propia situación. Escarmentar a Neal, como había prometido, decidió, también tenía que implicar protegerle a él de las consecuencias de disparar a la mujer de un policía.
Sin embargo, Joel no se planteó el porqué del disparo. No se planteó por qué un atraco había acabado con una bala dentro del cuerpo de una mujer. Siempre que pensaba en ello, se obligaba a recurrir a la palabra «accidente». Pensó que aquello tenía que ser un terrible error; pensó en aquella pistola, capaz de desencadenar un mundo de violencia al dispararse accidentalmente; pensó en cuando Cal se la quitó, cuando él -al ver el rostro amable de la mujer blanca- no logró exigirle su dinero.
– … analizarlo con vosotros -estaba diciendo Ivan, como si hubiera concluido sus comentarios. Se inclinó sobre el coche y dijo-: Y, Stanley, piensa tú también en lo que te he ofrecido, ¿lo harás, señor mío?
El Cuchilla ofreció una sonrisa a Ivan, los párpados bajados.
– I-van -murmuró-, eres un cabrón con suerte, ¿entiendes lo que digo? Has sido capaz de divertirme durante tanto tiempo que imagino que nunca me apetecerá matarte.
– Vaya, Stanley -dijo Ivan, que se apartó del coche mientras el Cuchilla arrancaba y aceleraba el motor-, estoy profundamente emocionado. Por cierto, ¿ya has leído a Descartes?
El Cuchilla se rió.
– I-van, I-van. ¿Por qué no lo pillas? Para existir hace falta mucho más que pensar, tío.
– Ah, pero ahí es precisamente donde te equivocas.
– ¿Sí? -El Cuchilla puso la mano en la nuca de Neal Wyatt y le dio un tirón amistoso-. Nos vemos, I-van. Yo y este de aquí tenemos que ocuparnos de unos asuntillos.
Neal se rió. Se limpió el labio superior con el dorso de la manta, pues así sofocaría la risita. Miró a Joel y articuló la palabra «mamón».
– Encantado de verte, Jo-el -dijo el Cuchilla-. Y saluda a la zorra de tu hermana de parte del Cuchilla. Esté donde esté.
Pisó el acelerador. El coche se incorporó al tráfico que se dirigía a Maida Vale. Joel se quedó mirando mientras se marchaban. Un brazo -el brazo de Neal- salió por la ventanilla del copiloto y apareció un puño. Se transformó en un saludo de un dedo. Nadie dentro del coche intentó impedírselo.
Ivan insistió en que fueran a tomar un café. Tenían asuntos de los que hablar, ahora que el señor Basura se había ofrecido a financiar la película en la que habían estado trabajando Ivan y su grupo de guionistas esperanzados.
– Ven conmigo -dijo Ivan-. Tengo una propuesta que hacerte.
En busca de una excusa, Joel murmuró vagamente algo sobre su tía, algo acerca de su hermano, sobre deberes que debía acabar, pero Ivan le prometió que no tardarían.
Joel supo que el mentor no iba a aceptar un no por respuesta. Lo pondría en un compromiso una y otra vez hasta obtener lo que quería: que los ayudara. Se trataba de algo que nunca podría hacer, al menos no ahora, pero como Ivan, incapaz de rendirse, no lo sabía, probablemente seguiría engatusando a Joel para que tomaran un café, para que dieran un paseo o para que se sentaran en un banco. Así que el chico lo acompañó. Quisiera lo que quisiera contarle, no le llevaría mucho tiempo; además, Joel no pensaba responder, lo que no haría más que prolongar una conversación no deseada.
Ivan lo condujo a un café no muy lejos de Harrow Road, un lugar mugriento con mesas pegajosas y un menú que veneraba a una Inglaterra que había dejado de existir hacía al menos treinta años: judías o champiñones con tostadas, huevos fritos con lonchas de beicon, pan frito, judías con salsa de tomate y huevos, rollitos de salchicha, parrilladas mixtas. El olor a grasa del lugar era muy fuerte, pero Ivan -felizmente ajeno a él- señaló a Joel una mesa en el rincón y le preguntó qué quería, antes de encaminarse a la barra para pedir, Joel eligió un zumo de naranja. Sería de lata y sabría a algo que venía de una lata, pero tampoco pensaba bebérselo.
Afortunadamente, allí no había nadie más, aparte de Bob, el Borracho, que dormitaba en su silla de ruedas, junto a una mesa del rincón. Ivan pidió. Después, desdobló el periódico que llevaba para echar un vistazo a la portada, Joel vio parte del titular del Evening Standard. Pudo leer «Cámara de seguridad» y, debajo: «Alerta criminal». Con estos datos, concluyó que la Policía había encontrado las imágenes que buscaba a través de las cámaras de seguridad que rodeaban la plaza, así como de las cámaras del barrio próximo al lugar de los hechos. Pensaban emitirlas en Alerta criminal.
No podía sorprenderle. Era probable que cualquier cinta relacionada con una mujer blanca que hubiera recibido un disparo delante de su casa en un barrio fino de Londres encontrara el camino hasta la televisión. Si esa mujer blanca estaba casada con un policía de New Scotland Yard que trabajaba en un caso importante, el camino estaba garantizado.
En cuanto a las cintas de esas cámaras, la única esperanza para Joel residía en dos posibilidades: en que la calidad de las imágenes fuera pobre y demasiado alejada para que sirvieran para identificar a alguien, o en que el programa de televisión en sí mismo tuviera poco o ningún interés para una comunidad como la de su barrio de North Kensington.
Ivan llevó las bebidas a la mesa. Tenía el periódico sujeto debajo del brazo. Al sentarse, lo lanzó sobre una silla vacía. Se echó azúcar en el café y empezó a hablar.
– ¿Quién hubiera pensado que era posible ganar una fortuna con la basura? ¿Y luego estar dispuesto a compartir esa fortuna…? -Ivan posó las manos alrededor de la taza y prosiguió, para aclarar que no se refería al periodismo-. Cuando un hombre recuerda sus raíces, amigo mío, puede hacer un mar de bien, si no da la espalda a aquellas personas que ha dejado atrás… Eso es lo que ha hecho el señor Basura por nosotros, Joel.
El chico intentó no mirar el periódico, pero, doblado por la mitad, el Standard había aterrizado boca abajo, con el titular oculto y el resto de la portada plenamente visible. Actuaba como el canto de una sirena, totalmente irresistible, y ahí estaba Joel, sin un mástil al que atarse. Ahora veía una fotografía, con el inicio de un artículo debajo. Se encontraba demasiado lejos para leer algo de lo que decía, pero la imagen era visible. En ella, un hombre y una mujer estaban apoyados en una barandilla; sonreían a cámara, con unas copas de champán en las manos levantadas. El hombre era rubio y guapo; la mujer era atractiva y morena. Parecían un anuncio de la «pareja perfecta» y, detrás de ellos, las aguas plácidas de una bahía brillaban debajo de un cielo azul totalmente despejado. Joel volvió la cabeza. Intentó centrarse en las palabras de Ivan.
– … se hace llamar señor Basura -decía Ivan-. Al parecer, es un diseño sencillo que han comprado las áreas metropolitanas de todo el mundo. Funciona a través de cintas transportadoras informatizadas, o algún aparato así, que lo separa todo, por lo que no hay que concienciar a la población para que recicle. Ha ganado una fortuna con eso, y ahora está dispuesto a destinar una parte a la comunidad de la que procede. Nosotros somos uno de sus beneficiarios. Tenemos una subvención renovable. ¿Qué me dices a eso?
Joel tuvo el aplomo para asentir con la cabeza y decir:
– Una pasada.
Ivan ladeó la cabeza.
– ¿Eso es lo único que se te ocurre decir a doscientas cincuenta mil libras? ¿Una pasada?
– Está guay. Ivan. Adam y los demás estarán como locos, seguro.
– Pero ¿tú no? Tú también formas parte. Necesitaremos a todo el mundo que se pueda involucrar en el proyecto, si es que queremos sacarlo adelante.
– Yo no puedo hacer ninguna película.
– Qué tontería. Sabes escribir. Puedes emplear el lenguaje de una forma que otras personas… Escúchame. -Ivan acercó más su silla a la de Joel y habló con seriedad, como hablaba por lo general cuando creía que había que transmitir algo con suma urgencia-. No espero que actúes en la película o que te pongas detrás de la cámara, o que hagas nada que no estés acostumbrado a hacer. Pero vamos a necesitarte en el guión… No, no discutas. Escucha. Ahora mismo, el diálogo está dando un giro demasiado fuerte hacia el habla local y necesito a alguien que defienda un espectro más amplio. A ver, la jerga está bien si sólo queremos un lanzamiento local. Pero, francamente, ahora que tenemos este respaldo detrás de nosotros, creo que deberíamos apuntar más alto. Festivales de cine y cosas así. No es momento de ser humildes en nuestras aspiraciones. Creo que tú puedes hacer que los demás lo vean, Joel.
El chico sabía que todo aquello era basura y quería reírse de lo irónico que era: no estaría sentado en aquel lugar en aquel momento manteniendo aquella conversación con Ivan si un montón de basura no lo hubiera hecho posible. Pero no quería discutir con su mentor. Quería coger un periódico para poder comprobar qué estaba haciendo la Policía. Y quería hablar con el Cuchilla.
Bruscamente, se apartó de la mesa. Se levantó y dijo:
– Ivan, tengo que irme.
Ivan también se levantó, con una expresión alterada.
– Joel -dijo-, ¿qué ha pasado? Puedo ver que algo… He oído lo de tu hermana. No he querido mencionarlo. Supongo que esperaba que la noticia de la película te permitiera pensar en otras cosas un rato. Mira. Perdóname. Espero que sepas que soy tu amigo. Estoy dispuesto a…
– Otro día -le interrumpió Joel. Obvió la necesidad de reprimir la amabilidad inútil, reprimirla físicamente y no sólo con palabras-. Una gran noticia la que te han dado, Ivan. Tengo que irme.
Se marchó corriendo. Aún faltaban horas para que Toby acabara su trabajo en el centro de aprendizaje, así que Joel sabía que tenía tiempo de pasarse por Lancefield Court, y allí se dirigió en cuanto dejó atrás el café. Se deslizó por la abertura de la alambrada y subió al primer piso. Nadie montaba guardia al pie de las escaleras, lo que tendría que haberle dicho que el piso desde el que el Cuchilla distribuía la mercancía a sus camellos iba a estar vacío. Pero estaba desesperado, y su desesperación le obligó a llevar a cabo su búsqueda inútil de todos modos.
Joel decidió entonces que el Cuchilla había llevado a Neal a algún lugar bastante seguro para ocuparse de él. Pensó en la estación de metro abandonada, en un rincón escondido del cementerio de Kensal Green. Pensó en aparcamientos grandes, garajes cerrados, almacenes, edificios a punto de ser derribados. Le pareció que Londres estaba repleto de lugares adonde el Cuchilla podría haber llevado a Neal Wyatt e intentó consolarse pensando que allí -en cualquiera de estos miles de lugares- estaba informando a Neal Wyatt de que los días de seguir, acosar, agredir y atormentar a los niños Campbell habían llegado a su fin.
Porque eso, Joel se tranquilizó, era lo que estaba sucediendo. Hoy. Ahora mismo. Y en cuanto Neal Wyatt quedara escarmentado al fin y de manera permanente, podrían pasar a rescatar a Ness y llevarla a casa con su familia.
Pensar en todo aquello le sirvió de consuelo. También le aportó otra cosa sobre la que reflexionar, para no tener que plantearse lo que no soportaba plantearse: qué podía significar, en realidad, que Cal Hancock no apareciera por ninguna parte, que una mujer blanca hubiera recibido un disparo y que Belgravia, New Scotland Yard y el resto del mundo quisieran encontrar al responsable.
Pero a pesar de la determinación por alejar sus pensamientos de lo insoportable, Joel no podía hacerse el ciego. En el camino de regreso de Lancefield Court a Harrow Road, pasó por delante de un estanco. Fuera, en la acera, había esos tablones que anuncian periódicos por todo Londres. Las palabras le asaltaron y derramaron tinta negra en el papel poroso en el que estaban escritas. En uno de ellos podía leerse: «¡El asesino de Belgravia en Alerta criminal!». En otro: «Foto del asesino de la condesa».
La visión de Joel se volvió una suerte de agujerito por el que sólo veía la palabra «Asesino». Y luego incluso eso desapareció y dejó detrás un campo negro. Asesino, Belgravia, foto, Alerta criminal. Joel extendió la mano y tocó el lateral del edificio por el que pasaba cuando vio los tablones. Se quedó allí hasta que volvió a ver bien. Se mordió la uña del pulgar. Intentó pensar.
Pero lo único que le vino a la cabeza fue el Cuchilla.
Siguió caminando. Sólo era vagamente consciente de dónde se encontraba; acabó delante de la tienda benéfica sin saber cómo había llegado hasta allí. Entró. Olía a vapor en contacto con ropa vieja.
Vio que su tía tenía una tabla de planchar montada al fondo del local. Estaba ocupándose de las arrugas de una blusa color lavanda; un montón de otras prendas esperaban su atención en una silla a su izquierda.
– No tiene sentido no darle una idea a la gente de qué aspecto deben de tener las cosas cuando se tratan bien -dijo Kendra cuando lo vio-. Nadie va a comprar algo que esté todo arrugado. -Levantó la blusa de la tabla de planchar y la colgó pulcramente en una percha de plástico-. Mejor -dijo-. No puedo decir que el color me vuelva loca, pero a otra persona sí. ¿Has decidido no esperar a Toby en el centro?
A Joel se le ocurrió una explicación.
– He ido a dar un paseo.
– Hace un poco de frío.
– Sí. Bueno.
No sabía por qué había entrado en la tienda. Podía achacarlo a un vago deseo de consuelo, pero no tenía más capacidad para explicarse las cosas a sí mismo. Quería que algo alterara cómo se sentía por dentro. Quería que su tía fuera ese algo o, si no, que ella se lo proporcionara.
Kendra siguió planchando. Puso unos pantalones negros sobre la tabla y los examinó de arriba abajo. Meneó la cabeza con desaprobación y los levantó para que Joel los viera. Había una mancha de grasa delante, alargada, con la forma de Italia. Los tiró al suelo y dijo:
– ¿Por qué la gente cree que «pobre» es sinónimo de «desesperado», cuando lo que significa, en realidad, es querer algo que te haga olvidar que eres pobre, no algo que te recuerde que eres pobre cada vez que te lo pones? -Volvió al montón de ropa y cogió una falda.
Joel la observó y sintió un deseo irresistible de contárselo todo: lo del Cuchilla, lo de Cal Hancock, lo de la pistola, lo de la mujer. En realidad, tenía la necesidad imperiosa de hablar. Pero cuando su tía levantó la cabeza, no le salieron las palabras y se alejó de ella; caminó todo el largo de la tienda. Se detuvo a examinar una tostadora con forma de perrito caliente y, al lado, una bota de cowboy transformada en lámpara. Pensó en lo extraño de los objetos que la gente llegaba a comprar. Querían algo y luego no lo querían, en cuanto veían el efecto que tenía sobre sí mismas y sobre el resto de sus posesiones, en cuanto sabían qué parecía todo lo demás a su lado, en cuanto se daban cuenta de cómo haría que se sintieran a la larga. Pero si lo hubieran sabido, si lo hubieran sabido antes, no habría desperdicio. No habría rechazo.
Kendra habló.
– ¿Sabías lo que hacían, Joel? Quería preguntártelo, pero no sabía cómo.
Por un momento, Joel pensó que hablaba de la tostadora y de la bota de cowboy transformada en lámpara. No podía imaginar qué clase de respuesta tenía que dar.
Su tía siguió.
– Después… ¿Notaste algo distinto en ella? Y si lo notaste, ¿no pensaste en recurrir a alguien?
Joel miró de la lámpara a la tostadora.
– ¿Qué? -dijo. Tenía calor y estaba mareado.
– Tu hermana. -Kendra presionó sobre la plancha, que crepitó cuando unas gotas del agua caliente que había dentro cayeron sobre la prenda en la que estaba trabajando-. Esos hombres y lo que le hicieron; Ness no lo contará nunca. ¿Lo sabías?
Joel negó con la cabeza, pero escuchó más de lo que su tía estaba diciéndole en realidad. Oyó el «deberías» implícito. Su hermana había recibido abusos por parte del novio de su abuela y de todos sus amigos; Joel debería haberlo sabido, debería haberlo visto, debería haberlo reconocido, debería haber hecho algo. Aun teniendo siete años o la edad que tuviera cuando comenzaron a sucederle esas cosas terribles a su hermana, debería haber hecho algo, por mucho que los hombres le parecieran gigantes y más que gigantes: abuelos potenciales, padres potenciales. Parecían todo menos lo que eran.
Joel notó los ojos de su tía clavados en él. Estaba esperando algo visto, algo oído, algo percibido, cualquier cosa. Él quería dárselo, pero no pudo. Bajó la mirada.
– ¿La echas de menos? -dijo Kendra.
Joel asintió con la cabeza.
– ¿Qué le han…? -dijo.
– Está en un centro para menores en prisión preventiva. Está… Joel, es probable que esté lejos un tiempo. Fabia Bender cree…
– No va a ir a ninguna parte. -El chico emitió la declaración con más ferocidad de la que quería.
Kendra dejó la plancha a un lado.
– Yo tampoco quiero que la manden lejos -dijo con tono amable-. Pero la señorita Bender está intentando arreglar las cosas para que la pongan en algún lugar donde puedan ayudarla en vez de castigarla. Algún sitio como… -Calló.
El chico levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron. Los dos sabían hacia dónde se encaminaba esa explicación y no era reconfortante: «Algún sitio como en el que está tu madre, Joel. Tiene la maldición de la familia. Dile adiós». Los bordes del mundo de Joel seguían doblándose sobre sí mismos, como una hoja seca caída de un árbol.
– No será asín -dijo.
– Así -le corrigió pacientemente su tía.
Volvió a coger la plancha, aplicándola a la falda extendida sobre la tabla.
– No lo he hecho bien con ninguno de vosotros. No vi que lo que tenía era más importante que lo que quería. -Hablaba con mucho cuidado. Planchaba con mucho cuidado, pese a que la tarea no requería la concentración ni la atención que estaba dedicándole.
– Echas de menos a Dix, ¿verdad? -dijo Joel.
– Claro -contestó ella-. Pero Dix es…, es algo distinto. Para mí, Joel, el asunto era que Glory os dejó conmigo y yo pensé: «De acuerdo, lo aguantaré porque son mi familia, pero nada va a cambiar mi forma de vivir. Porque si cambio mi forma de vivir, acabaré odiando a estos niños por obligarme a cambiar las cosas, y no quiero odiar a los hijos de mi hermano porque nada de esto es culpa suya. Ellos no querían que a su padre le pegaran un tiro y, evidentemente, no pidieron que su madre se pasara la vida entrando y saliendo del manicomio. Pero, aun así, todos tenemos que seguir caminos distintos. Así que los meteré -matricularé- en el colegio, les daré de comer y un lugar donde vivir; con eso, estaré cumpliendo con mi obligación». Pero no se trataba sólo de cumplir con una obligación. No quise verlo.
Tras aquel discurso, Joel se dio cuenta de que su tía estaba disculpándose con él, con todos ellos, en realidad, a través de él. Quería decirle que no hacía falta. Si hubiera sido capaz de expresarlo con palabras, le habría dicho que ninguno de ellos había pedido lo que les había tocado, y si la habían fastidiado intentando hacer frente a la situación, ¿de quién era la culpa? Su tía había hecho lo que había creído acertado en cada momento.
– No pasa nada, tía Ken -dijo.
Pasó el dedo por la bota de cowboy transformada en lámpara y luego lo apartó. Como el resto de la mercancía de la tienda benéfica, estaba limpia y sin una mota de polvo, lista para que alguien que buscara algo extravagante que le distrajera del resto de su vida la comprara y se la llevara a casa. A Toby, pensó, le habría encantado la lámpara. Con cosas sencillas, extravagantes, le bastaba.
Kendra se acercó a su lado. Le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso en la sien.
– Todo esto pasará -dijo-. Lo superaremos. Toby, tú y yo. Vamos a superarlo. Y cuando lo hagamos, seremos una familia como es debido. Seremos una familia como Dios manda, Joel.
– Vale -dijo el chico en voz tan baja que sabía que era imposible que su tía lo oyera-. Será maravilloso, tía Ken.
Joel se sintió atraído hacia Alerta criminal como un espectador de un accidente de tráfico. Tenía que mirar, pero no sabía cómo hacerlo sin llamar la atención sobre lo que pensaba hacer.
A medida que se acercaba el programa, Joel se esforzó por pensar en cómo arrebatar el mando del televisor a su hermano pequeño. Toby estaba viendo una película de vídeo -un joven Tom Hanks liado con una sirena- y sabía que no podía parar la cinta sin que pusiera el grito en el cielo. Pasaban los minutos: diez, luego quince, y Joel se devanaba los sesos pensando en un modo de separar a Toby de su película. Fue el compromiso que Kendra asumió para mejorar su papel en el cuidado de los niños lo que al final le dio la oportunidad que necesitaba. Su tía decidió que tenía que supervisar el baño de Toby y le dijo al pequeño que podía ver el resto de la película en cuanto estuviera bañado y se hubiera puesto el pijama. Cuando se llevó a su hermano al lavabo, Joel corrió al televisor y encontró el canal adecuado.
Alerta criminal estaba a punto de terminar. El presentador estaba diciendo: «… un vistazo a las imágenes por última vez. Pertenecen a Cadogan Lane; se sospecha que los individuos que aparecen en ellas fueron los autores de la agresión con arma de fuego que tuvo lugar en Eaton Terrace poco antes».
Lo que siguió a continuación -como había esperado Joel- fueron cinco segundos de imágenes con mucho grano, típicas de la clase de cámara de seguridad en la que la misma cinta recorre el sistema cada veinticuatro horas. Se veía la calle estrecha donde Joel y Cal habían irrumpido al salir corriendo de la casa del último jardín que habían encontrado en su ruta de escape. Dos figuras se acercaron, una de ellas sin rasgos distintivos gracias a su vestimenta: gorro de punto, guantes, chaquetón con el cuello subido. La otra figura, sin embargo, era más fácil de recordar, por el pelo que brincaba alrededor de su cara al caminar.
Al ver aquello, Joel se sintió aliviado momentáneamente. Vio que el pelo -aunque no lo llevara tapado- no bastaría, teniendo en cuenta la calidad de la cinta. Su anorak era como tantos otros anoraks que se veían por las calles de Londres, y el uniforme del colegio, que habría limitado el campo considerablemente, no era visible aparte de los pantalones y los zapatos. Y éstos no servían de pista. Así que como la cara de Cal quedaba totalmente oculta a la cámara de seguridad, era razonable pensar que…
Mientras Joel pensaba todo esto, su mundo se tambaleó con violencia. En el momento en que pasaban por debajo de la cámara, la cabeza pelirroja miró hacia arriba, y la cara de Joel quedó encuadrada en la imagen. Seguía habiendo grano y continuaba estando a varios metros de la cámara, pero mientras se quedaba petrificado delante del televisor, descubrió que en estos precisos momentos estaba aplicándose «el milagro de la técnica informática» sobre la imagen, y que dentro de unos días los especialistas de la Met tendrían que haber mejorado mucho la cinta, momento en el que Alerta criminal volvería a presentarla a la audiencia. Hasta que llegara ese momento, si alguien reconocía a alguno de los individuos que aparecían en las imágenes de esa tarde, podía llamar al teléfono sobreimpresionado en la parte baja de la pantalla. Podía confiar en que su llamada y su identidad permanecerían en la más estricta confidencialidad.
Mientras tanto, dijo el presentador con voz solemne, la víctima del disparo seguía conectada a las máquinas, a la espera de que su marido y su familia tomaran la importante decisión sobre el futuro de su hijo nonato.
Joel escuchó estas últimas palabras como si las hubieran dicho debajo del agua: «Hijo nonato». La mujer llevaba un abrigo. No había visto -no habían visto ni sabido- que estaba embarazada. Si lo hubieran visto, si lo hubieran imaginado siquiera…, nada de esto habría sucedido. Joel se lo juró. Se aferró a ese pensamiento, puesto que no tenía nada más a lo que aferrarse.
Se levantó del sofá y fue al televisor. Lo apagó. Quería preguntarle a alguien qué estaba pasándole a él y al mundo que conocía. Pero no había nadie a quien preguntar y en ese momento sólo era consciente de lo que podía escuchar: a Toby chapoteando en la bañera.
Joel se saltó las clases para ir al encuentro de Cal Hancock. Comenzó su búsqueda del rastafari al pasarse por el bloque de pisos donde vivía Arissa, seguro de que Cal acabaría apareciendo, para montar guardia y proteger al Cuchilla, como siempre. Mientras tanto, Joel intentaba no pensar en las imágenes de la cámara de seguridad. También trataba de alejar de su mente otros detalles relevantes que no auguraban nada bueno para él: la avalancha de artículos de periódico con esa imagen suya en las portadas; la au pair que lo había visto de cerca; el arma tirada en el jardín de alguien en el camino de Eaton Terrace a Cadogan Lane; el gorro perdido junto a uno de los muros de esos jardines; una mujer languideciendo conectada a una máquina; un bebé cuyo futuro había que decidir. Por otro lado, sí pensaba en Neal Wyatt, quien, junto con toda su banda, no intentaba en absoluto acosar a Joel, a Toby ni a nadie que tuviera algo remotamente Campbell.
Gracias a eso, Joel obtuvo la prueba de que el Cuchilla realmente había escarmentado a Neal. Ya no era una suposición, ya no era una creencia a la que intentaba aferrarse. Se dijo que ahora Neal ya no volvería a causarle problemas. El Cuchilla había cumplido su promesa porque Cal le había informado de que Joel había cumplido la suya, y no había ninguna necesidad de que el Cuchilla supiera jamás que había sido Cal Hancock y no Joel quien había apretado el gatillo contra la mujer de Eaton Terrace. Las huellas de Cal no estaban en el arma -si es que se encontraba la pistola-, así que a menos que éste le contara la verdad al Cuchilla, nadie en el mundo tendría la menor sospecha de que el rastafari había sido finalmente el encargado de llevar a cabo la misión, y no Joel. Si bien no había dinero, bolso o joyas para demostrarlo, el incidente había tenido suficiente notoriedad como para probar que se habían seguido las instrucciones del Cuchilla al pie de la letra.
– Un atraco de verdad esta vez, Jo-el -le había dicho el Cuchilla cuando le había entregado el arma- ¿Eres lo suficientemente hombre para hacerlo bien? Porque será mejor que salga bien y, entonces, tú y yo estaremos en paz. Hoy por ti, mañana por mí. Y una cosa más, Joel, escúchame bien. Hay que usar el arma. Quiero oír el disparo. Así es más emocionante, ¿entiendes? Parece que vas más en serio cuando le dices a una zorra que te dé la pasta.
Al principio, Joel creyó que el objetivo sería una mujer del barrio, como la mujer pakistaní a quien había intentado atracar en Portobello Road. Luego pensó -teniendo en cuenta la orden de que había que disparar el arma- que el blanco era una mujer a quien había que escarmentar. Se trataría, tal vez, de una drogata piojosa que se prostituía por una uña de coca. O quizá sería la putilla de algún camello que intentaba quedarse con un trozo del territorio del Cuchilla. En resumen, se trataría de alguien que vería el arma y colaboraría al instante; además, sucedería en una zona de la ciudad y a una hora del día en que un disparo sería como oír llover para los camellos, los gánsteres y la población marginal y, por lo tanto, seguramente como mucho no se informaría de ello y, como poco, no se investigaría. En cualquier caso, sólo sería un disparo, el arma descargada al aire, hacia una puerta, hacia donde fuera menos contra una persona de verdad. Eso era todo.
A tal creencia infundada se había aferrado Joel, incluso al subirse en el metro, incluso mientras recorrían una parte de la ciudad que, con cada paso que daba, anunciaba ser un lugar bastante distinto al mundo al que estaba acostumbrado. Lo que no esperaba era lo que le presentaron para el atraco y para disparar el arma: una mujer blanca que llegaba a casa tras salir de compras, una mujer que les sonrió y les preguntó si se habían perdido y que parecía alguien que creía que no había nada que temer siempre que se quedara en la puerta de su casa y se mostrara amable con los desconocidos.
A pesar de lo que hizo para tranquilizarse, mientras caminaba y esperaba a Cal, su mente repasaba febrilmente tres puntos. El primero era el disparo a la mujer, que había resultado ser no sólo condesa, sino la esposa de un inspector de Scotland Yard. El segundo era que había hecho lo que le habían dicho que hiciera -aunque al final fuera Cal quien disparó el arma-; además, independientemente de los medios empleados para conseguir este fin, el fin se había alcanzado, lo cual significaba que Joel había demostrado su valía. El tercero era que existía una imagen de él en Cadogan Lane, existía una au pair que lo había visto de cerca y, además, había un arma con sus huellas. Todo aquello no auguraba nada bueno.
Al final, Joel vio que su única esperanza era el Cuchilla. Si Cal no aparecía la próxima vez que el tipo decidiera tirarse a Arissa en su piso, aquello le daría a entender que había desaparecido del todo, que se había esfumado; no tenía sentido que el Cuchilla lo hubiera liquidado, en lugar de alejarlo de Londres el tiempo necesario para que la presión del asesinato y sus consecuencias siguieran su curso. Según Joel, si el Cuchilla podía hacer todo aquello por Cal, también podía hacerlo por él, y al haber una fotografía suya en proceso de ser mejorada, se trataba de algo que había que hacer, y pronto. Quería protección, la necesitaba. Al final resultó que no tuvo que esperar demasiado a que llegara el momento en que se atendiera su petición de amparo…, antes incluso de realizarla.
En Portnall Road, se había escondido en el porche de un edificio próximo al de Arissa, bien oculto. Llevaba una hora allí, con la esperanza de que el Cuchilla apareciera para hacerle una visita a su mujer. Temblaba de frío y tenía calambres en las piernas cuando por fin llegó el coche. El hombre se bajó; Joel esperó antes de aproximarse. Pero, entonces, Neal Wyatt también salió del coche. Mientras Joel observaba, el Cuchilla desapareció en el interior del edificio y Neal se colocó en lo que sólo podía denominarse la «posición de Cal»: botando una pequeña pelota de goma contra la pared de la entrada del edificio mientras se sentaba apoyado en la otra.
Joel bajó la cabeza. Pensó: «¿Cómo…?». Y luego: «¿Por qué…?». Con la mirada perdida, intentaba explicarse lo que acababa de ver. Cuando se atrevió de nuevo a mirar hacia la entrada del edificio de Arissa, vio que, a pesar de sus esfuerzos, lo habían descubierto: Neal estaba mirándole fijamente. Se guardó en el bolsillo la pelota que había estado botando. Avanzó por el sendero, cruzó la calle y recorrió la acera. Se quedó ahí, observando a Joel y a su inadecuado escondite. No dijo nada, pero estaba bastante distinto. Joel pensó que su aspecto no tenía demasiado que ver con alguien a quien habían escarmentado por algo.
Joel recordó las palabras Hibah: «Neal quiere respeto. ¿Puedes demostrarle respeto?».
Era evidente que el chico había hecho algo para ganárselo. Joel esperaba que el resultado fuera un ataque de Neal -puñetazos, patadas, navajazos…- contra su patética persona. Pero no se produjo ningún ataque.
– Eres un capullo estúpido -dijo Neal, sarcástico y cansado; después, se dio la vuelta y regresó a la entrada del edificio de Arissa; allí se quedó.
Joel era como la mujer de Lot: deseaba huir, pero siempre le faltaba la capacidad para hacerlo. Pasaron diez minutos. El Cuchilla salió, Arissa detrás, como un perro que siguiera a su dueño. El Cuchilla dijo algo a Neal y los tres avanzaron en dirección al coche. Abrió la puerta del conductor mientras Neal entraba por el otro lado. Arissa se quedó en la acera, esperando algo que sucedería pronto. El Cuchilla se giró hacia ella, la acercó de un tirón, le puso una mano en el culo para sujetarla bien y la besó. La soltó con brusquedad. Le pellizcó el pecho y le dijo algo; la chica se quedó delante de él, mirándole con devoción, como alguien que nunca le traicionaría, que esperaría ahí mismo hasta que volviera a por ella, que sería exactamente lo que él quisiera que fuera. Precisamente, comprendió Joel, como alguien que no era su hermana, que no actuaba ni pensaba como Ness. Alguien, en resumen, que miraba al Cuchilla como probablemente Ness no miraría nunca a ningún hombre.
Joel pensó en las muchas veces que el Cuchilla había expresado su desprecio hacia su hermana; un destello de luz comenzó a iluminar la oscuridad que lo rodeaba. Pero ese destello de luz le heló el corazón, y su incandescencia se proyectaba en la simple «confluencia» de sucesos tal como habían ocurrido en su vida. Joel vio que todos habían conducido a este preciso momento: Neal Wyatt esperando en el coche como si supiera muy bien que aquél era su lugar, el Cuchilla mostrando a Arissa cómo eran las cosas, y Joel contemplando la acción, recibiendo un mensaje que tenía que recibir desde el principio.
Cal no importaba. Joel no importaba. A fin de cuentas, Neal y Arissa no importaban. Sin embargo, en cuanto los hubiera utilizado para sus propósitos, lo descubrirían.
Lo que Joel hizo a continuación, lo hizo para reconocer todas las veces que Cal Hancock había intentado advertirle que no se acercara al Cuchilla. Salió de su escondite inútil y se aproximó al coche, al Cuchilla y a Arissa.
– ¿Dónde está Cal? -dijo.
El Cuchilla lo miró.
– Jo-el -dijo-. Parece que la cosa se está poniendo calentita para ti, colega.
– ¿Dónde está Cal? -repitió-. ¿Qué le has hecho a Cal, Stanley?
Neal se bajó del coche con un movimiento limpio, pero el Cuchilla le indicó con la mano que no se preocupara.
– Hace tiempo que Cal quería ir a ver a su familia -dijo-. A la tierra de Jamaica, con sus bandas caribeñas, la marihuana y la música reggae sonando toda la noche. El tío Bob Marley mirando desde el Cielo. Cal me hizo un favor, así que yo se lo devolví. Hoy por ti, mañana por mí. -Hizo un gesto con la cabeza hacia Neal, quien volvió a entrar en el coche obedientemente. Entonces besó de nuevo a Arissa y la empujó hacia el edificio-. ¿Algo más, Jo-el?
No había esperanza, pero Joel lo dijo de todos modos.
– Esa mujer… Yo no… -Pero no sabía cómo acabar lo que había empezado, así que no dijo nada más. Simplemente esperó.
– ¿No qué? -preguntó el Cuchilla de manera insulsa, sin curiosidad.
Un momento para tomar una decisión, y Joel tomó la única que pudo.
– Yo nada -dijo.
El Cuchilla sonrió.
– Procura que siga así.
El retrato robot llegó gracias a la cortesía de la au pair que había empuñado el desatascador. Como era típico de los tabloides de Londres, la chica se convirtió en la heroína del momento; así pues, su pasado y su presente se examinaron a conciencia; mientras, junto a su propia fotografía, publicaban el retrato robot del joven pelirrojo con el que había forcejeado.
«¿Es éste el rostro del asesino?», rezaba el titular que acompañaba al retrato robot en el Daily Mail, cuya portada Joel vio revolotear en la acera delante de la estación de Westbourne Park. Como la mayoría de los retratos robot, no se parecía demasiado a él, pero el artículo que lo acompañaba revelaba que ya habían completado la mejora de la imagen de vídeo. Se habían analizado imágenes adicionales de la estación de metro de Sloane Square, según informaba el periódico. La Policía había aislado más imágenes. Scotland Yard declaraba que inminentemente detendrían a alguien, ya que estaban recibiendo una avalancha de datos a través de las líneas puestas en funcionamiento para localizar al asesino de la mujer de uno de los suyos.
Joel había llevado a Toby a Meanwhile Gardens cuando por fin ocurrió. Estaban en la pista de patinaje, en la sección más alta y sencilla; Toby estaba deleitándose por haber logrado mantener el equilibrio durante el tiempo suficiente como para deslizarse de un lado al otro sin caerse del monopatín.
– ¡Mira! ¡Mira, Joel! -gritó.
En ese momento, el primero de los coches patrulla aminoró y luego se detuvo en el puente del canal Grand Union. Un segundo coche de Policía ocupó una posición en Elkstone Road, justo pasada la esquina del centro infantil, pero suficientemente visible para que Majidah alzara la vista de lo que estaba haciendo dentro del centro, frunciera el ceño y decidiera salir al área de juegos para asegurarse de que los niños estaban bien. Un tercer coche aparcó en la esquina de Elkstone con Great Western Road. De cada uno de estos coches, se bajó un policía de uniforme. Los conductores se quedaron dentro.
Se encontraron en la pista de patinaje. Mientras los veía acercarse, a Joel se le ocurrió pensar que era evidente que alguien había estado observándolo desde algún lugar -tal vez lo hubieran seguido durante los últimos días desde que había visto al Cuchilla-, y cuando pareció el momento adecuado, esa persona llamó a la comisaría de Harrow Road. Y aquí estaban.
El agente del coche más cercano al centro infantil fue el primero en llegar a junto al chico.
– ¿Joel Campbell? -dijo.
Y entonces Joel le dijo a su hermano:
– Tobe, tienes que irte a casa, ¿de acuerdo?
– Pero has dicho que podía montar en monopatín y me has dicho que me mirarías. ¿No te acuerdas? -dijo Toby, como era de esperar.
– Tendremos que hacerlo después.
– Ven conmigo, chico -le dijo el policía a Joel.
– ¿Tobe? ¿Puedes ir a casa tú solo? -dijo Joel-. Si no puedes, supongo que uno de los policías podrá llevarte.
– Quiero montar en monopatín. Me lo has dicho, Joel. Me lo has prometido.
– No dejan que me quede aquí -dijo Joel-. Vete a casa.
A continuación, llegó el agente del puente. Dijo que Toby tenía que irse con él. Cuando oyó aquello, Joel pensó que el policía acompañaría a Toby a casa para que el pequeño no tuviera que ir solo, a pesar de lo cerca que estaba de la pista de patinaje:
– Gracias -dijo.
Empezó a seguir al primer agente hacia su coche, estacionado junto al bordillo del centro infantil -con la cabeza girada para no tener que mirar a la mujer pakistaní que observaba desde detrás de la alambrada-, pero entonces vio que no estaban llevando a Toby hacia Edenham Estate, sino hacia el puente.
Joel se detuvo. El frío del día se le filtró por el cuello y se cerró en torno a él como un puño.
– ¿Adonde llevan a mi hermano? -dijo.
– Cuidarán de él -le dijo el policía.
– Pero…
– Tendrás que acompañarnos. Tendrás que entrar en el coche.
Joel dio un paso inútil hacia su hermano.
– Pero Tobe tiene que ir…
– No te resistas, chico. -El policía agarró el brazo a Joel.
– Pero mi tía se preguntará…
– Ven conmigo.
En este punto, el conductor del coche patrulla que estaba aparcado delante del centro infantil se acercó a ellos al trote. Agarró a Joel por el otro brazo y se lo puso detrás de la espalda. Sacó unas esposas y, sin mediar palabra, se las colocó en las muñecas.
– Cabrón mestizo de mierda -susurró al oído de Joel, y lo empujó hacia el coche.
– Tranquilo, Jer -dijo el otro policía.
– No me digas nada, joder -contestó el primero-. Abre la puerta.
– Jer…
– Que abras, coño.
El primero colaboró. Delante de Joel, la puerta del coche se abrió: le estaba cursando una invitación que no podía rechazar. Notó un golpe fuerte en la espalda; una mano le bajó con fuerza la cabeza y lo impulsó hacia el interior del vehículo. Cuando estuvo dentro, la puerta se cerró ruidosamente. Mientras los dos policías subían, Joel miró por la ventanilla, intentando ver lo que le había sucedido a Toby.
El coche patrulla del puente no estaba. En Meanwhile Gardens, los patinadores de la pista habían dejado de mirar a los policías que se ocupaban de Joel. Ahora estaban alineados en la sección inferior de la pista -los monopatines apoyados en las caderas- y hablaban entre ellos mientras el coche patrulla se alejaba del bordillo y giraba por Great Western Road para recorrer el breve trayecto hasta la comisaría de Harrow Road. Joel alargó el cuello para buscar una cara en el parque que le dijera -por su expresión- qué iba a suceder a partir de ahora. Pero no había ninguna. Su futuro, inevitable, había comenzado a escribirse en el momento en que el primer policía lo había cogido del brazo.
Detrás de Meanwhile Gardens -y eso fue lo que Joel vislumbró mientras el coche cruzaba el puente sobre el canal-, se veía la parte trasera de la casa de Kendra. Joel clavó la mirada en ella todo el tiempo que pudo, pero al cabo de tan sólo un momento el primer edificio de Great Western Road la tapó.
Kendra recibió la noticia a través de Majidah. La mujer pakistaní fue breve en el mensaje que envió a la tienda benéfica, donde Kendra estaba realizando una venta a una refugiada africana que iba acompañada de un anciano. Habían aparecido tres coches de Policía, la informó Majidah. Dos se habían llevado a los hermanos de Ness, por separado. «Y, señora Osborne, lo alarmante viene ahora: uno de los agentes ha esposado al mayor de los chicos.»
Kendra escuchó en silencio; parecía terriblemente importante en aquel momento terminar la venta de lámpara de mesa, zapatos y vajilla amarilla.
– Gracias. Entiendo. Agradezco la llamada -dijo.
Dejó a Majidah al otro lado de la línea pensando: «Virgen santísima, no es de extrañar que los niños se estropearan de esa forma si los adultos de su vida son capaces de recibir noticias terribles sin un solo lamento de horror». Por mucho que se hubiera occidentalizado a lo largo de los años que llevaba viviendo en Londres, Majidah sabía que nunca habría recibido una noticia tan terrible como aquélla sin tomarse al menos unos minutos para tirarse del pelo y arrancarse la ropa antes de reunir las fuerzas necesarias para hacer algo al respecto. Así que Majidah procedió a llamar también a Fabia Bender, pero su mensaje a la asistente social era del todo innecesario, puesto que las ruedas de la jurisprudencia británica ya estaban girando. Fabia llegó a la estación de Harrow Road antes que Joel.
Kendra notó que le flaqueaban las piernas después de que los refugiados se marcharan de la tienda benéfica y se sintiera libre para absorber el mensaje de Majidah. No lo asoció con un asesinato. Naturalmente, había visto la noticia en el periódico, puesto que, en su búsqueda constante por ser cada vez más sensacionalistas, los directores de todos los tabloides de Londres y la mayoría de los periódicos serios habían tomado la rápida decisión de que el asesinato de la esposa de un policía que también era condesa desbancaba fácilmente a cualquier otra historia. Así que había leído los diarios y había visto el retrato robot. Pero como cualquier otro retrato robot, el de Joel sólo se le parecía vagamente, y su tía no había tenido ninguna razón para relacionar el dibujo con su sobrino. Además, tenía la cabeza llena de otras preocupaciones, la mayoría de las cuales estaban relacionadas con Ness: lo que le había ocurrido años atrás y lo que iba a ser de ella ahora.
Y ahora… Joel. Kendra cerró la tienda benéfica y caminó hasta la comisaría de Policía de Harrow Road, que no estaba lejos. Con las prisas, salió sin el abrigo y sin el bolso. Sólo llevaba consigo exigencias, y así se las transmitió al policía que trabajaba en la pequeña recepción, donde un tablón de anuncios ofrecía respuestas fáciles a problemas de la vida con informaciones sobre teléfonos de denuncia, patrullas de vigilancia vecinal, programas de detección de delitos y normas para salir de noche.
– Han detenido a mis sobrinos -dijo-. ¿Dónde están? ¿Qué está pasando?
El agente de la recepción -un aspirante a policía condenado para siempre a ser sólo eso- repasó a Kendra y lo que vio fue a una señora mestiza más negra que blanca, con una buena figura, vestida con una falda estrecha azul marino y con carácter. Tuvo la sensación de que le iba con exigencias, de una forma que sugería que estaba excediéndose; en realidad, tendría que hablar con respeto. Le dijo que se sentara. Enseguida la atendería.
– Estamos hablando de un niño de doce años -dijo Kendra-. Y de otro de ocho. Al menos uno de los dos está aquí. Quiero saber por qué.
El hombre no dijo nada.
– Quiero ver a mi sobrino -dijo-. ¿Y adonde han llevado a su hermano, si no está aquí? No pueden coger a unos niños de la calle y…
– Siéntese, señora -dijo el agente-. La atenderé enseguida. ¿Qué es lo que no entiende? ¿Tengo que llamar a alguien de dentro para que se lo explique? Puedo hacerlo. Podemos invitarla a usted también a pasar a una sala de interrogatorios.
Aquel «a usted también» le indicó lo que necesitaba saber.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó con la voz quebrada-. Dígame qué ha hecho.
El agente lo sabía, por supuesto. Todo el mundo en la comisaría de Harrow Road lo sabía, porque, para ellos, se trataba de un crimen tan atroz que no había castigo suficiente que imponer al asesino. La mujer de un policía había sido asesinada, y alguien tendría que pagar por este crimen. A los agentes les hervía la sangre al pensar en lo que había ocurrido en Belgravia, y que les hirviera la sangre incitaba la necesidad de atacar.
El agente de recepción tenía en su poder la fotografía mejorada que al fin se había extraído de las imágenes de la cámara de seguridad de Cadogan Lane. Ahora todas las comisarías de Policía de todos los barrios de la ciudad contaban con copias de esa foto. El hombre la cogió y se la mostró a Kendra para que disfrutara de la imagen.
– Están hablando con el cabrón por este asunto -le dijo-. Siéntese, cierre el pico o lárguese.
Kendra vio que quien aparecía en la fotografía era, inconfundiblemente, Joel. La mata de pelo alborotado y las manchas como pastas de té en la cara lo delataban, igual que su expresión, que era la de un animal atrapado por los faros de un coche que se acercaba de frente. A Kendra no le hizo falta preguntar dónde se había tomado la foto. De repente, lo supo. Arrugó la foto contra el pecho y agachó la cabeza.