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Capítulo 4

Si bien Kendra podría haberlos llevado en coche, optó por el autobús y el tren. A diferencia de Glory, que en el pasado siempre había acompañado a los niños Campbell a visitar a su madre porque estaba desempleada, Kendra tenía un trabajo con el que cumplir y una carrera que desarrollar, así que después de esta visita los niños iban a tener que realizar el viaje para ver a Carole Campbell sin ella. Para poder hacerlo, necesitarían saber cómo ir y volver solos.

Kendra consideraba crucial para el plan del día que Ness no supiera adónde iban inicialmente. Si lo sabía, echaría a correr, y Kendra necesitaba su colaboración, aunque Ness no fuera consciente de que la estaba dando. Quería que Ness viera a su madre -por razones que no podía explicarse a sí misma ni a la chica- y también quería que Carole Campbell viera a Ness. Porque en su día madre e hija tuvieron un vínculo, incluso en las temporadas más terribles de Carole.

Comenzaron su viaje en el autobús número 23 hasta la estación de Paddington. Como era sábado, el autobús estaba abarrotado, puesto que la ruta los llevaría al principio de Queensway, donde, los fines de semana, multitud de niños llenaban las tiendas, los cafés, los restaurantes y los cines. En realidad, Ness creía que iban allí, y cuando se acercaba la parada correspondiente en Westbourne Grove, el hecho de que la chica se levantara automáticamente y empezara a dirigirse hacia las escaleras -pues se habían apretujado en el piso de arriba del autobús- proporcionó a Kendra mucha información sobre dónde había pasado el tiempo su sobrina durante los días en que debería haber estado en el colegio.

Kendra cogió a Ness por la chaqueta cuando la chica comenzó a andar por el pasillo.

– No es aquí, Vanessa -dijo, y la sujetó hasta que el autobús empezó a moverse de nuevo.

Ness miró a su tía y luego a las vistas de la esquina de Queensway, que desaparecían rápidamente. Entonces, volvió a mirar a su tía. Se dio cuenta de que la habían engañado de algún modo, pero aún no sabía cómo, puesto que, con Six y Natasha siempre de compañeras, nunca había ido más allá de Queensway en el autobús número 23.

– ¿Qué es esto? -le dijo a Kendra.

Kendra no contestó, sino que ajustó el cuello de la chaqueta a Toby y le dijo a Joel:

– ¿Estás bien, cielo?

Joel asintió. Le habían asignado la tarea de ocuparse de Toby y estaba haciéndolo lo mejor que sabía. Pero la responsabilidad le tenía desesperado. Porque este día, Toby había estado inquieto desde que se había despertado, como si tuviera el conocimiento sobrenatural de adónde iban a ir y qué pasaría cuando llegaran. Por eso había insistido en llevar consigo el flotador inflado y había montado el espectáculo, caminando de puntillas, murmurando y agitando las manos alrededor de la cabeza como si lo atacaran las moscas. Aún fue peor dentro del autobús, donde tampoco quiso quitarse el flotador por nada del mundo. Tampoco accedió a desinflarlo para dejar más espacio a su familia o a los otros pasajeros. Cuando Kendra le sugirió que lo hiciera, dijo «No» y «¡No!», más fuerte y más fuerte, y empezó a gritar que «tenía» que llevarlo porque la abuela iba a ir a buscarlos y que, de todos modos, Maydarc le «había dicho» que lo ayudaba a «respirar» y que se «ahogaría» si alguien se lo quitaba. Ness había dicho «Joder, dejádselo», y se había ocupado ella del asunto, lo que no hizo más que exacerbar una mala situación que ya estaba provocando que todo el mundo se fijara en ellos. Toby se puso a chillar; Ness empezó a gruñir:

– Ya me tienes cabreada, tío. ¿Te enteras, Toby?

Y Joel se encogió y quiso desaparecer.

– Vanessa -le dijo Kendra con firmeza, en parte para calmar la situación, pero en parte también porque Ness tendría que recordar la ruta en el futuro-. Este es el autobús número 23. Lo recordarás, ¿no?

– Tú también estás empezando a joderme, tía Ken -contestó Ness-. ¿Por qué iba a tener que recordarlo? -No añadió «zorra», pero se reflejó en el tono de voz.

– Tienes que recordarlo porque te lo digo yo -le dijo Kendra-. El autobús número 23. De Westbourne Park a… Ah, sí. Ya estamos. A la estación de Paddington.

Ness entrecerró los ojos. Sabía muy bien qué presagiaba seguramente apearse en la estación de Paddington. Junto con sus hermanos, había estado en este lugar muchas veces a lo largo de los años.

– Eh, no voy a… -dijo.

Kendra la agarró del brazo.

– Sí vas -dijo-. Y si te conozco, lo último que querrás es montar una escena como una niña de cinco años delante de desconocidos. ¿Joel, Toby? Venid con nosotras.

Ness podría haber salido corriendo cuando se bajaron, pero en los últimos años se había convertido en una chica a quien le gustaba planear sus actos de rebeldía, y los reservaba para los momentos en que la otra parte menos sospechara que en su mente rondaba tal idea. Salir corriendo mientras se dirigían a la tenebrosa estación de tren era la reacción esperada, así que Ness adoptó una estrategia distinta.

Intentó zafarse de su tía.

– De acuerdo. De acuerdo -dijo, intentando hablar en lo que, para ella, era el inglés pedante excesivamente irritante de su tía-. Ya puedes soltarme -siguió-. No voy a salir corriendo, ¿vale, joder? Iré, iré. Pero no servirá de una mierda, nunca sirve de una mierda. ¿No te lo dijo la abuela? Bueno, lo verás rápido.

Kendra no se molestó en corregir su vocabulario, sino que sacó doce libras del bolso. Le dio el dinero a Joel y no a Ness, de quien no se fiaba, por muy dispuesta a colaborar que se mostrara.

– Mientras voy a sacar los billetes, id a WH Smith -dijo-. Compradle la revista que le gusta y sus chucherías y coged algo para vosotros. ¿Joel?

El chico la miró. Su rostro era solemne. Acababa de cumplir doce años -hacía una semana- y el peso del mundo descansaba sobre sus hombros. Kendra lo veía y, si bien lo lamentaba, sabía que no había forma de remediarlo.

– Dependo de ti. No le des el dinero a tu hermana, ¿de acuerdo?

– No quiero tu puto dinero, Kendra -le espetó Ness-. Vamos. -Esto último se lo dijo a sus hermanos, a quienes condujo al WH Smith de la estación. Cogió a Toby de la mano y, presionándole los hombros hacia abajo, intentó obligarle a caminar con los pies planos en el suelo y no de puntillas. El niño protestó y se retorció para soltarse. Ness se rindió.

Mientras tanto, Kendra se quedó observando para asegurarse de que se dirigían a WH Smith y fue a buscar los billetes. Como era habitual, las máquinas estaban averiadas, así que se vio obligada a ponerse a la cola en el vestíbulo de los billetes.

Los tres niños Campbell esquivaron a la multitud, la mayoría de la gente se disputaba un lugar para clavar la mirada en la pantalla de salidas como si acabara de recibir la noticia de la inminencia del Segundo Advenimiento. Joel guió a Toby a través de los viajeros, a la estela de Ness, señalando las vistas como un guía turístico demente, para que su hermano continuara avanzando:

– Mira qué tabla de surf, Tobe. ¿Dónde crees que va ese tipo? -Y luego-: ¿Has visto eso, Tobe? En ese cochecito iban unos trillizos.

De esta forma, logró llevar a su hermano a WH Smith, donde miró a su alrededor buscando a Ness y, por fin, la vio en el puesto de las revistas. Había elegido el Elle y el Hello! y se dirigía a la zona de caramelos y otras golosinas cuando Joel la alcanzó.

WH Smith aún estaba más abarrotado que el vestíbulo, si cabe. El flotador de Toby empeoró las cosas en la tienda, pero esta dificultad mejoró cuando el niño se pegó a Joel como una lapa.

– No quiero patatas de sabores esta vez -dijo-. Quiero las normales. ¿Puedo coger un Ribena también?

– La tía Ken no ha dicho nada de bebidas -contestó Joel-. Veremos cuánto dinero nos sobra. -No sería mucho y Joel lo vio cuando los chicos se reunieron con su hermana. Le dijo a Ness-: La tía Ken no ha dicho dos revistas. Tiene que quedarnos dinero suficiente para los bombones de mamá, Ness. Y también para chocolatinas.

– Bueno, que le den a la tía Kendra, Joel -respondió Ness-. Dame el dinero para pagar esto. -Hizo un gesto con el Hello! En la portada, un viejo roquero posaba muy sonriente, exhibiendo a su mujer veinteañera y a un niño tan pequeño que podría ser su bisnieto.

– ¿Puedo coger un Milky Way? -preguntó Toby-. ¿Patatas, un Milky Way y un Ribena, Joel?

– Creo que no tenemos suficiente para…

– Dame el dinero -le dijo Ness a Joel.

– La tía Ken ha dicho…

– Joder, tengo que pagar, ¿no?

Al oír aquello, varias personas se volvieron hacia ellos, incluido el chico asiático que trabajaba en la caja. Joel se sonrojó, pero no cedió. Sabía que, después, su hermana le echaría la bronca, pero, por ahora, decidió que haría lo que le habían dicho…, y al cuerno con las consecuencias que Ness le obligara a afrontar.

– ¿Qué patatas quieres, Tobe? -le dijo a Toby.

– Mierda. Eres patético… -dijo Ness.

– Kettle Crisps, ¿vale? -insistió Joel-. No son de sabores. ¿Éstas te valen?

Habría sido sencillo para Toby asentir simplemente con la cabeza para que pudieran salir de la tienda. Pero, como siempre, el niño fue a lo suyo. En este caso, decidió que tenía que mirar todas las bolsas de patatas del expositor y se negó a estar satisfecho hasta que las tocó una por una, como si poseyeran cualidades mágicas. Al final, eligió la que Joel había tenido todo el tiempo en la mano, basando su decisión no en el valor nutricional -del que como niño de siete años que era no sabía nada y menos aún le importaba-, sino en el color de la bolsa.

– Esa es muy bonita. El verde es mi preferido. ¿Lo sabías, Joel?

– ¿Quieres decirle que deje ya de ser tan patético y darme el dinero? -exigió Ness.

Joel no le hizo caso y, después de realizar su propia selección entre las tabletas de chocolate, cogió un Aero para su madre. En la caja, entregó el dinero y se aseguró de que le devolvieran el cambio a él, y no a su hermana.

Kendra los esperaba fuera de la tienda. Cogió la bolsa de las compras, las examinó y se guardó en el bolsillo el cambio que Joel le ofreció. En un momento de concesión, le dio la bolsa a Ness para que la llevara ella. Entonces, hizo que los tres niños se quedaran quietos y miraran la pantalla de salidas que tenían encima.

– Bien. ¿Cómo sabemos qué tren tenemos que coger? -dijo.

Ness puso los ojos en blanco.

– Tía Ken -dijo-, ¿exactamente hasta qué punto nos crees tan estúpidos?

– ¿Miramos el destino? -dijo Joel amablemente-. ¿Miramos las paradas entre aquí y allí?

Kendra sonrió.

– Entonces, ¿crees que puedes decírnoslo?

– Andén nueve, joder -dijo Ness.

– Esa boca -dijo Kendra-. Joel, el andén nueve es el correcto. ¿Nos llevas allí?

El chico lo hizo.

En cuanto se pusieron en marcha, Kendra retomó su interrogatorio sobre el viaje, para asegurarse de que en el futuro iban a encontrar el camino. Dirigió las preguntas a los tres Campbell, pero sólo uno respondió: «¿Cuántas paradas hay? ¿Qué se le da al revisor cuando pasa por el vagón? ¿Qué pasa si olvidáis comprar el billete? ¿Qué hacéis si tenéis pipí?».

Joel contestó servicialmente a cada pregunta. Ness estaba enfurruñaba y hojeaba el Hello!; Toby daba golpes con la pierna en el asiento, miraba el paisaje y le preguntó a Joel si iba a comerse su chocolatina. Joel estuvo a punto de decir que sí, pero entonces vio la esperanza en el rostro brillante de su hermano. Le dio la chocolatina a Toby y siguió contestando las preguntas de Kendra: «¿Cómo se llama la parada? ¿Adónde vais cuando lleguéis a la estación correspondiente? ¿Qué decís? ¿A quién? Si está fuera, ¿adónde vais? ¿Qué pasa si está dentro?».

Joel sabía algunas respuestas, pero no todas. Cuando titubeaba, Kendra le preguntaba a Ness, cuya contestación era consecuente:

– No me importa, ¿no?

A lo que Kendra contestaba:

– No te creas que no me ocuparé de ti luego, señorita Vanessa.

De esta manera, se dirigieron hacia el oeste, a kilómetros y kilómetros de cualquier cosa que se pareciera a Londres. Aun así, los tres niños Campbell estaban familiarizados con la campiña, pues durante años habían realizado aquel viaje; se bajaban en el campo y caminaban dos kilómetros y medio hasta los muros de ladrillo altos y las verjas de hierro verdes, bien en compañía de su abuela o, antes, con su padre, quien los conducía por el arcén hasta un lugar seguro donde cruzar la carretera.

– Yo me quedo aquí -dijo Ness, mientras el tren arrancaba.

Estaban dentro de la estación, un minúsculo edificio de ladrillo del tamaño de un aseo público, identificado únicamente por un cartel blanco picado de óxido cerca de las vías. No se podía decir que hubiera andén, ni tampoco había una parada de taxis, allí en medio de la nada. En realidad, la propia estación -rodeada de setos más allá de los cuales se extendían campos en barbecho por el invierno- estaba desatendida.

Delante de la estación había un único banco, verde apagado con trozos grises, donde la pintura había ido saltando a lo largo de los años. Ness se dejó caer en él.

– No voy con vosotros.

– Espera -dijo Kendra-. No vas a…

Pero Ness la interrumpió.

– Y no puedes llevarme a rastras. Bueno, puedes intentarlo, pero puedo resistirme y lo haré. Hablo en serio.

– Tienes que ir -le dijo Joel a su hermana-. ¿Qué va a decir cuando no te vea? Va a preguntar. ¿Qué se supone que tengo que decirle?

– Dile que me he muerto o algo -contestó Ness-. Dile que me he escapado para trabajar en un puto circo. Dile lo que te dé la gana. Pero yo no voy a ir a verla. He venido hasta aquí, sí, pero ahora me vuelvo a Londres.

– ¿Con qué billete? -preguntó Kendra-. ¿Con qué dinero vas a comprar uno?

– Bueno, cuando necesito dinero, tengo dinero -la informó Ness-. Y muchas otras cosas más también.

– ¿Dinero de dónde? ¿De qué? -le preguntó Kendra.

– Dinero que me gano -contestó Ness.

– ¿Me estás diciendo que tienes un trabajo?

– Supongo que depende de a qué llames trabajo. -Ness se desabotonó la chaqueta y dejó al descubierto sus pechos en la blusa escotada. Sonrió con suficiencia y dijo-: ¿No lo sabías, tía Ken? Me visto para conseguir dinero. Siempre me visto para conseguir dinero.

* * *

Al final, Kendra comprendió que discutir no serviría de nada; así pues, arrancó una promesa a Ness. Como contrapartida ella le prometió algo, aunque las dos sabían que sus palabras apenas tenían valor. Kendra ya debía lidiar con demasiadas cosas sin tener que entablar también una batalla con Ness por cómo conseguía dinero o por si iba a acompañar a su tía y a sus hermanos pequeños a ver a su madre. Para Ness, las promesas hacía tiempo que se habían convertido en palabras vanas, llenas de ruido y furia. La gente se las había hecho y las había roto sistemáticamente desde que tenía memoria, así que era capaz de prometer y de faltar a esa promesa con total impunidad, y se decía que no le importaba que los demás hicieran lo mismo.

Las promesas dadas en este caso eran sencillas. Kendra no insistiría en que Ness los acompañara un paso más en su ruta para ver a Carole Campbell. A cambio, Ness esperaría a que regresaran a la estación unas dos horas a partir de entonces. Una vez negociado el trato, Kendra y los chicos dejaron a Ness en el viejo banco de madera, entre un tablón de anuncios que no había sido abierto ni actualizado en una década y una papelera que parecía que nadie había vaciado en el mismo tiempo.

Ness los observó marchar. Por un momento demasiado corto, se quedó tan aliviada por haber escapado a otra terrible visita a su madre que realmente se planteó cumplir la promesa que le había hecho a su tía. Muy en el fondo, aún pervivía la niña que reconocía un acto de amor cuando de verdad lo era, y esa niña comprendía de manera intuitiva que lo que Kendra tenía pensado para ella -tanto con el viaje para ver a Carole Campbell como con su promesa de esperar y no irse sola-, en realidad, era por su propio bien. Pero cuando se trataba de su propio bien, el problema de Ness era doble: en primer lugar, la parte de ella que no era una niña era una mujer-chica de quince años en un momento de la vida en que las directrices paternas parecían algo similar a una tortura de fuerzas enemigas; en segundo lugar, esa mujer-chica de quince años había perdido hacía mucho tiempo la capacidad de transformar las palabras de cualquier adulto en algo que pudiera comprender como un beneficio para ella. Así que sólo veía lo que las otras personas le exigían y lo que ella podía sacarles a cambio, accediendo, o negándose, a sus peticiones.

En este caso y tras reflexionarlo, acceder significaba estar sentada un buen rato en el frío. Implicaba que se le entumeciera el trasero por estar sentada sabía Dios cuánto tiempo en la madera astillada del banco de la estación y, a continuación, emprender un trayecto interminable de vuelta a Londres en tren; en ese trayecto seguro que Toby la molestaría hasta tal punto que desearía tirarle a la vía. Peor: acceder conllevaba perderse lo que Six y Natasha hubieran planeado para la tarde y la noche, y eso significaba quedarse fuera mirando la próxima vez que se reuniera con sus amigas.

Así que, en realidad, no había elección entre quedarse en la estación y volver a Londres. Sólo quedaba esperar un tren que fuera hacia el este. Cuando uno se detuvo aproximadamente veintiocho minutos después de que Kendra se marchara con Joel y Toby, Ness subió sin mirar atrás.

* * *

Los otros tres ofrecían una imagen extraña caminando por el arcén: Toby con su flotador, Joel con su ropa de Oxfam que le sentaba fatal, Kendra vestida de color crema y azul marino, como si quisiera que esta visita fuera un sustituto del té de la tarde en un hotel de campo. Cuando la dejaron cruzar la verja del guardia, Kendra condujo a sus sobrinos por un camino de entrada que describía una curva. Recorría un césped amplio con robles -sin hojas- cerca de parterres carentes de color por el tiempo invernal. A lo lejos, se extendía su destino final: la estructura, las alas, las agujas y las torrecillas de un edificio neogótico, las piedras de la fachada manchadas de moho y mugre; los rincones y recovecos del exterior, un lugar donde anidaban los pájaros.

Los cuervos graznaron y levantaron el vuelo a toda velocidad hacia el cielo cuando Kendra y los niños llegaron a la escalera ancha de la entrada. Allí, las ventanas del edificio los miraron vacías, cubiertas por fuera con barrotes verticales de hierro y por dentro con persianas de lamas torcidas. Delante de la gran puerta de entrada, Toby titubeó. Armado con su flotador, había caminado tan ligeramente desde que habían salido de la estación de tren que su repentina vacilación cogió a Kendra por sorpresa.

– No le pasa nada, tía Ken -se apresuró a decir Joel-. No sabe dónde estamos exactamente, pero estará bien en cuanto vea a mamá.

Kendra evitó hacer la pregunta obvia: ¿cómo era posible que Toby no supiera dónde estaban? Prácticamente, llevaba viniendo aquí toda su vida. Y Joel evitó darle la respuesta obvia: Toby ya se había retirado a Sose. Así que Joel empujó la puerta y la sujetó para que entrara su tía. Instó a Toby a seguirla.

La recepción estaba a la izquierda de la entrada, cuadrados de linóleo blancos y negros sobre los que descansaba un felpudo hecho jirones en los bordes. Un paragüero y un banco de madera eran el único mobiliario del recibidor. De ahí se abría un pequeño vestíbulo con una escalera ancha de madera. La escalera describía curvas bruscas mientras ascendía a los primeros dos pisos del edificio.

Joel se dirigió a la recepción, la mano de Toby en su mano y su tía detrás. Reconoció a la mujer del mostrador de anteriores visitas, aunque no sabía su nombre. Pero recordaba su cara, que era amarilla y arrugada. Olía muchísimo a tabaco.

Les entregó los pases automáticamente.

– Por favor, procurad llevarlos sujetos a la ropa.

– Gracias -dijo Joel-. ¿Está en su habitación?

La recepcionista los despidió señalando las escaleras.

– Tendréis que preguntar arriba. Andando, pues. No es bueno para nadie que merodeéis por aquí.

Sin embargo, no tendría que ser así. No en el sentido más amplio. La gente iba a aquel lugar -o llegaba allí de mano de su familia, magistrados, jueces o su médico- porque sería bueno para ella, que era otra forma de decir que la curarían, que le devolverían la normalidad v la capacitarían para enfrentarse a la vida.

En el segundo piso, Joel se detuvo en otro mostrador. Un enfermero levantó la vista del terminal del ordenador.

– En la sala de la tele, Joel -dijo, y reanudó el trabajo.

Recorrieron un pasillo de linóleo: a la izquierda se abrían habitaciones; a la derecha se extendían ventanas. Tenían barrotes, igual que las de los pisos inferiores. También tenían las mismas persianas de lamas, de las que declaraban «Institución», ya fuera por su anchura, por la posición torcida o por la cantidad de polvo amontonado en ellas.

Kendra asimiló todo mientras seguía a su sobrino. Nunca había estado en el interior de aquel lugar. Las pocas veces que había ido a ver a Carole, se habían visto fuera porque hacía buen tiempo. Deseó que hoy hubiera hecho buen tiempo, que hubiera hecho un calor anormal para la época del año y tener una buena excusa para continuar evitando este momento.

La sala de la televisión estaba al final del pasillo. Cuando Joel abrió la puerta, los olores le asaltaron. Alguien había estado jugando con los radiadores y el calor infernal resultante fundía los hedores de cuerpos sucios, pañales usados y halitosis colectiva. Toby se detuvo tras cruzar el umbral, luego su cuerpo se tensó mientras retrocedía hacia Kendra. El olor fétido actuaba como sales aromáticas sobre él, alejándole de la seguridad de su mente y sumergiéndole directamente en la realidad. Ahora estaba en el tiempo y el lugar presentes; miró detrás de él como si se planteara salir huyendo.

Kendra lo empujó suavemente hacia el interior de la sala.

– No pasa nada -le dijo. Pero no podía culparle por su titubeo. Ella también quería huir.

Nadie miró en su dirección. En la televisión ponían un torneo de golf y varias personas estaban sentadas delante, los ojos clavados en la acción limitada que ofrece este deporte. En una mesa de juegos, cuatro pacientes más trabajaban en un rompecabezas, mientras en otra, dos ancianas miraban lo que parecía un álbum de boda antiguo. Tres personas más -dos hombres y una mujer- no dejaban de pasearse de pared a pared, mientras en un rincón una persona en silla de ruedas de sexo indeterminado decía con voz débil: «Tengo que mear, maldita sea», pero nadie le hacía caso. En la pared, encima de la silla de ruedas, había colgado un poster con un lema que rezaba: «Cuando la vida te da limones, haz limonada». En el suelo, al lado, estaba sentada una chica de pelo largo, que sollozaba en silencio.

Había una persona en la sala entregada a la laboriosidad, de rodillas, fregando el suelo. Estaba justo detrás de la mesa del rompecabezas, trabajando a partir de un rincón de la sala. No tenía cubo, ni cepillo, ni fregona, ni esponja que la ayudaran en su tarea, sólo sus nudillos, que restregaba repetidamente describiendo un arco en el suelo de linóleo.

Joel reconoció a su madre por el tono cobrizo de su pelo, que era parecido al suyo.

– Ahí está -le dijo a su tía, y tiró de Toby para avanzar hacia ella.

– Hoy es Caro, la Limpiadora -dijo una de las señoras del rompecabezas cuando se acercaron-. Va a dejarlo todo como los chorros del oro, eso es. ¡Caro! Tienes compañía, querida.

– Gastando el suelo más bien -terció uno de los compañeros de puzle-. Y dile que haga algo con la nariz de tu hermano.

Joel examinó a Toby. Kendra hizo lo mismo. El labio superior del niño estaba húmedo y brillante. Kendra buscó en su bolso un kleenex o un pañuelo que no tenía, mientras Joel registró la habitación con la mirada en busca de algo para limpiar a Toby. No había nada, así que se vio obligado a utilizar el faldón de su camisa, que luego se remetió en los vaqueros.

Kendra se acercó al cuerpo arrodillado de Carole Campbell e intentó recordar cuándo la había visto por última vez. Hacía meses, creía recordar. O tal vez más incluso, en primavera del año anterior, por las flores, el tiempo y el hecho de que se hubieran visto fuera. Desde entonces, Kendra siempre había estado demasiado ocupada. Miles de proyectos y cientos de obligaciones habían bastado para mantenerla alejada de este lugar.

Joel se agachó al lado de su madre.

– ¿Mamá? -dijo-. Hoy te hemos traído una revista. Yo, Toby y la tía Ken. ¿Mamá?

Carole Campbell continuó limpiando el suelo en vano, describiendo grandes semicírculos sobre el suelo verde apagado. Joel se inclinó hacia delante y dejó el ejemplar de Elle frente a ella.

– Te hemos traído esto -dijo-. Es nueva, mamá.

En realidad, la revista parecía vieja, puesto que la habían enrollado por el camino. Las esquinas estaban dobladas hacia arriba y la huella de una mano emborronaba la cara de la chica. Pero bastó para que Carole dejara de limpiar. Miró la revista y se llevó los dedos a la cara, se tocó las facciones que la convertían en lo que era: una mezcla de japonesa, irlandesa y egipcia. Se comparó -descuidada, sucia- con la criatura perfecta que salía retratada. Entonces miró a Joel y luego a Kendra. Toby, refugiado al lado de Joel, intentó empequeñecerse.

– ¿Dónde está mi Aero? -preguntó Carole-. Tengo que comerme un Aero de naranja, Joel.

– Aquí está, Carole. -Kendra lo sacó del bolso rápidamente-. Los chicos te lo han comprado en WH Smith cuando han elegido el Elle.

Carole no le hizo caso, el chocolate olvidado, perdida en otro pensamiento.

– ¿Dónde está Ness? -preguntó, y miró a su alrededor. Sus ojos eran color gris verdoso y parecía tener la mirada perdida, como si estuviera atrapada en algún lugar en ninguna parte, entre la sedación total y el hastío incurable.

– No ha querido venir -dijo Toby-. Se ha comprado el Hello! con el dinero de la tía Ken, así que yo no he podido comprarme ninguna chocolatina, mamá. Si no quieres el Aero, ¿puedo…?

– No dejan de pedírmelo -le interrumpió Carole-. Pero no lo haré.

– ¿No harás el qué? -preguntó Joel.

– Sus malditos puzles. -Señaló con la cabeza la mesa donde estaban construyendo el rompecabezas y añadió con disimulo-: Es una prueba. Creen que no me doy cuenta, pero sí. Quieren saber qué pasa en mi sub…, mi subconsciente, y así es como quieren descubrirlo, o sea, que no voy a hacer ningún puzle. Se lo he dicho: si quieren saber qué hay en mi cabeza, ¿por qué no me lo preguntan directamente? ¿Por qué no me visita un médico? Joel, se supone que tengo que ver al médico una vez a la semana. ¿Por qué no me visita? -Había elevado más la voz y agarraba la revista contra su pecho. A su lado, Joel notó que Toby empezaba a temblar. Miró a Kendra para buscar alguna especie de auxilio, pero ella observaba a su madre como si fuera un espécimen de laboratorio-. Quiero ver al médico -gritó Carole-. Tengo que verlo. Conozco mis derechos.

– Lo viste ayer, Caro -la informó la primera mujer del puzle-. Como siempre. Una vez a la semana.

A Carole se le ensombreció el rostro, en el que parpadeó una expresión tan parecida a la que tenía Toby cuando les dejaba que tanto Kendra como Joel soltaron un suspiro titubeante.

– Entonces quiero irme a casa -dijo Carole-. Joel, quiero que hables con tu padre. Tienes que hacerlo enseguida. Él te escuchará y debes decirle…

– Gavin está muerto, Carole -le dijo Kendra a su cuñada-. Lo entiendes, ¿verdad? Murió hace cuatro años.

– Pregúntale si puedo ir a casa, Joel. No volverá a pasar. Ahora entiendo las cosas. Entonces no lo entendía. Había demasiado… Aquí arriba… Demasiado… Demasiado… Demasiado… -Había cogido la revista y se daba golpecitos con ella en la frente. Una vez, dos. Y luego, mientras se golpeaba más fuerte, dijo-: Demasiado.

Joel miró a Kendra para que lo rescatara de algún modo, pero Kendra se sentía totalmente perdida. La única forma de rescate que se le ocurrió fue largarse de aquel lugar lo antes posible antes de que los daños fueran irreparables. Como si no hubiera daños irreparables ya. Pero, de repente, no quería más de aquello, no quería más visitas ni para ella ni para los niños del destino, el karma, la predestinación o como quisieran llamarlo.

Aunque Joel no habría podido expresarlo con palabras, comprendió, por la expresión de su tía, su postura y su silencio, que tendría que pasar esta visita con su madre solo. No había ni una enfermera ni un camillero en la sala que acudiera a ayudarlos; aunque lo hubiera, Carole no estaba haciéndose daño. Y la primera vez que entró en este lugar le había quedado claro que, a menos que una paciente quisiera herirse físicamente, nadie iba a salvarla de lo peor de sí misma.

Buscó una distracción.

– Se acerca el cumpleaños de Toby, mamá. Cumplirá ocho años. Aún no he pensado qué regalarle porque no tengo mucho dinero, pero algo tengo. Unas ocho libras que he ahorrado. Pensaba que tal vez la abuela mandaría dinero y podría…

Su madre lo agarró del brazo.

– Habla con tu padre -dijo entre dientes-. Júrame que hablarás con tu padre. Tengo que irme a casa. ¿Me entiendes? -Acercó a Joel hacia ella, y el niño percibió su olor: a mujer sucia y pelo sucio. Intentó con todas sus fuerzas no zafarse.

Toby, por otro lado, no sintió tantos reparos. Se apartó de Joel, retrocedió hacia su tía y dijo:

– ¿Podemos irnos a casa? Joel, ¿podemos irnos?

Al oír aquello, Carole pareció despertar de su ensoñación. De repente, vio a Toby encogido de miedo y a Kendra detrás de él.

– ¿Quién es éste? -dijo elevando cada vez más el tono de voz-. ¿Quién es esta gente, Joel? ¿A quién te has traído? ¿Y dónde está Ness? ¿Dónde está Ness? ¿Qué has hecho con Ness?

– Ness no quer…, no podía… Mamá, son Toby y la tía Kendra. Los conoces. Toby ha crecido, claro. Casi tiene ocho años. Pero la tía Ken…

– ¿Toby? -Carole Campbell se refugió en su interior al decir el nombre, tratando de poner en orden el caos de sus recuerdos para encontrar el relevante. Se meció sobre los talones y examinó al niño pequeño que tenía delante, luego a Kendra, intentando entender quién era esa gente y, lo más importante, comprender qué querían de ella-. Toby -murmuró-. Toby. Toby. -De repente, su rostro se iluminó cuando consiguió vincular a Toby con una imagen en su mente. Por su parte, Joel sintió alivio y Kendra sintió que desaparecía una crisis potencial.

Pero entonces, en un abrir y cerrar de ojos, Carole perdió la capacidad de comprender y su cara se contrajo. Miró directamente a Toby y levantó las manos -las palmas hacia fuera- como si fuera a rechazarle de algún modo.

– ¡Toby! -gritó, y para ella su nombre ya no era un nombre, sino una acusación.

– Eso es, mamá -dijo Joel-. Es Toby. Es él, sí.

– Tendría que haberte tirado -respondió Carole gritando-. Cuando oí el tren. Tendría que haberte tirado, pero alguien me lo impidió. ¿Quién? ¿Quién me impidió que te tirara?

– No, mamá, no puedes…

Carole se agarró la cabeza, los dedos hundidos en su pelo rojo.

– Tengo que irme a casa ahora. Enseguida, Joel. Llama a tu padre y dile que debo ir a casa. Dios mío, Dios mío, ¿por qué ya no puedo recordar nada?