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Puesto que parte de su labor consistía en saber cuándo los alumnos de su clase de EPSS flaqueaban en un área u otra -después de todo, la clase se llamaba Educación Personal, Social y Sanitaria por algo-, el señor Eastbourne, quien por lo demás estaba mental, espiritual y emocionalmente consumido por una relación desventurada que intentaba sacar adelante con una actriz en paro que había intentado suicidarse varias veces, al final percibió que Joel Campbell necesitaba un poco de atención especial. Le resultó evidente cuando un compañero suyo sacó por tercera vez a Joel de su escondite de la hora del almuerzo y se lo entregó al señor Eastbourne para que mantuvieran un diálogo íntimo que debía revelar la naturaleza de los problemas del chico. Cualquiera que tuviera ojos en la cara podía, por supuesto, averiguar en qué consistía el problema: era muy reservado, no tenía amigos, sólo hablaba cuando le hablaban, y no siempre, y pasaba el tiempo libre intentando fundirse con los tablones de anuncios, los muebles o lo que fuera que comprendiera el entorno en el que se encontrara. Lo que quedaba por desenterrar de la psique de Joel eran los motivos de esos problemas.
El señor Eastbourne poseía una cualidad por encima de todas que lo convertía en un docente excepcional de EPSS: conocía sus limitaciones. No le gustaba la cordialidad falsa y comprendía que era improbable que los intentos espurios por hacerse el simpático con un adolescente con problemas dieran un resultado positivo. Así que recurrió a un integrante del programa de mentores del colegio, un inventario humano de miembros de la comunidad que estaban dispuestos a ayudar a los alumnos en todo, desde la lectura al alivio de la ansiedad. Por lo tanto, poco después de la visita a su madre, Joel se encontró con que lo conducían ante la presencia de un inglés de aspecto extraño.
Se llamaba Ivan Weatherall, un hombre blanco de cincuenta y muchos años partidario de las chaquetas de caza con la piel gastada en todos los lugares adecuados, así como de los pantalones de tweed anchos, altos de cintura y sujetos con tirantes y cinturón. Tenía una dentadura atroz -pero el aliento excepcionalmente agradable- y caspa crónica, aunque llevaba el pelo recién lavado. Con la manicura hecha, recién afeitado y con betún allí donde se necesitaba, Ivan Weatherall sabía lo que era ser un marginado, puesto que le habían obligado a hacer trabajos para los estudiantes mayores y había sufrido acoso en el internado, además de tener una libido suficientemente baja como para convertirse en un inadaptado social desde los trece años hasta su incipiente vejez.
Tenía una forma de hablar de lo más peculiar. Tan anómala era para lo que estaba acostumbrado a oír Joel -incluso a su tía- que, al principio, concluyó que Ivan Weatherall estaba gastando una broma monumental a costa de Joel. Utilizaba expresiones como «Estupendo», «Osaría decir», «Justamente» y «Hasta la vista»; detrás de las gafas metálicas, sus ojos azules se clavaban en los de Joel y nunca los apartaba, como si estuviera esperando una reacción. Eso forzaba a Joel, o bien a ofrecérsela, mirándole, o bien a apartar la vista. La mayoría de las veces elegía apartar la vista.
Él e Ivan se reunían dos veces por semana durante la clase de EPSS, en un despacho disponible para el programa de mentores. Ivan inició su relación con una reverencia formal y diciendo:
– Ivan Weatherall, a tu servicio. No te había visto antes por aquí. Es un verdadero placer conocerte. ¿Salimos a deambular o te inclinas por permanecer aquí?
Ante esta singular presentación, Joel no contestó, pues creyó que el hombre estaba tomándole el pelo.
– Entonces tomaré yo la decisión -dijo Ivan-. Como la lluvia será inminente, sugiero que aprovechemos los asientos que se nos ofrecen.
Entonces condujo a Joel al pequeño despacho, donde acomodó su cuerpo desgarbado en una silla de plástico roja y colocó los tobillos alrededor de las patas delanteras.
– Tengo entendido que llevas relativamente poco tiempo en nuestro rinconcito del mundo -dijo-. Tu morada está…, ¿dónde? ¿Uno de los complejos de viviendas subvencionadas, creo? ¿En cuál?
Joel se lo dijo; lo logró sin levantar la vista de sus manos, que jugaban con la hebilla del cinturón.
– Ah, la ubicación del magnífico edificio del señor Goldfinger -intervino Ivan-. Entonces, ¿vives dentro de esa curiosa estructura?
Joel supuso correctamente que Ivan se refería a Trellick Tower, así que negó con la cabeza.
– Lástima -dijo Ivan Weatherall-. Yo también vivo por la zona y siempre he querido explorar ese edificio. Lo considero un poco lúgubre, bueno, qué se puede hacer con hormigón aparte de algo que parezca una prisión de mínima seguridad, ¿no estás de acuerdo?, y, sin embargo, esos puentes…, piso tras piso… Son toda una declaración. Osaría decir que la gente aún desea que los problemas de vivienda del Londres de posguerra hubieran podido resolverse de un modo más agradable visualmente.
Joel levantó la cabeza y se aventuró a mirar a Ivan, intentando dilucidar todavía si estaba tomándole el pelo. Ivan lo observaba, con la cabeza ladeada. Había alterado su posición durante sus comentarios introductorios, echándose hacia atrás, de manera que la silla descansaba sólo sobre las dos patas traseras. Cuando los ojos de Joel se encontraron con los suyos, Ivan le ofreció un pequeño saludo amistoso:
– Entre nous, Joel -dijo en tono de confianza-, soy aquello que, por lo general, se describe como un inglés excéntrico. Bastante inofensivo y atractivo para invitar a una cena con estadounidenses que se declaran desesperados por conocer a un inglés auténtico.
Era difícil encontrarlos en esta zona de la ciudad, siguió contándole a Joel, en particular en su propio barrio, donde las casas pequeñas estaban ocupadas por grandes familias de argelinos, pakistaníes, hindúes, portugueses, griegos y chinos. Él vivía solo -«ni siquiera tengo un periquito que me haga compañía»-, pero le gustaba, ya que le daba tiempo y espacio para dedicarse a sus aficiones. Todo hombre, le explicó, necesitaba una afición, una salida creativa a través de la cual el alma ganara expresión.
– ¿Tú tienes una? -le preguntó.
Joel se aventuró a responder. La pregunta parecía inofensiva.
– ¿Una qué?
– Una afición, una tarea extracurricular que te enriquezca el alma de algún modo u otro.
Joel negó con la cabeza.
– Entiendo. Bueno, tal vez podamos encontrarte una. Naturalmente, habrá que realizar un poquito de investigación, para la que te pediré que colabores con lo mejor de tu habilidad. Verás, Joel, somos criaturas hechas de partes. Partes físicas, mentales, espirituales, emocionales y psicológicas. Somos similares a las máquinas, en realidad, y hay que prestar atención a todos los mecanismos que configuran lo que somos si queremos funcionar con eficacia y al máximo de nuestras capacidades. Tú, por ejemplo. ¿Qué piensas hacer con tu vida?
A Joel nunca le habían hecho esta pregunta. Lo sabía, por supuesto, pero le daba vergüenza reconocérselo al excéntrico de Ivan Weatherall.
– Bueno, pues centraremos una parte de nuestra búsqueda en eso -dijo Ivan-. Tus intenciones. Tu camino hacia el futuro. Yo mismo, verás, deseaba ser productor de cine. No actor, no, porque al fin y al cabo nunca soportaría que la gente me diera órdenes y me dijera lo que tengo que hacer. Y tampoco director, porque no soportaría ser yo quien da las órdenes. Pero producir… Ah, eso es lo que me apasionaba. Hacerlo realidad para los demás, dar vida a sus sueños.
– ¿Lo consiguió?
– ¿Producir películas? Oh, sí. Veinte, en realidad. Y luego llegué aquí.
– ¿Estaba en Hollywood, entonces?
– ¿Con una aspirante a estrella colgada de cada brazo? -Ivan se estremeció dramáticamente, luego sonrió y mostró su dentadura torturada-. Bueno, ya he planteado lo que quería decir. Pero es una conversación para otro momento.
A lo largo de las siguientes semanas, mantuvieron muchas conversaciones como ésta, aunque Joel se guardó sus secretos más oscuros para él. Así que si bien es cierto que Ivan sabía que la responsabilidad de Joel era pasar por la escuela Middle Row a recoger a Toby para que su hermano pequeño no tuviera que ir solo a ninguna parte, asuntos como dónde llevaba Joel a Toby y por qué nunca surgieron en las conversaciones que mantenían mentor y alumno. En cuanto a Ness, Ivan sabía que faltaba a clase regularmente y que sus problemas de asistencia no se habían resuelto con la llamada telefónica de la responsable de Admisiones a Kendra Osborne.
Aparte de eso, Ivan era quien hablaba principalmente. Joel, que le escuchaba, se acostumbró a las excentricidades del lenguaje del hombre mayor. En realidad, descubrió que Ivan Weatherall le caía bien, además de esperar con ilusión sus reuniones. Pero este factor en su relación -la parte de que le cayera bien- hacía que Joel fuera aún más reticente a hablarle con sinceridad. Si lo hacía, lo que imaginó que era el propósito de las visitas, creía que considerarían que estaba «curado» de lo que fuera que la escuela había decidido que le afligía. Si estaba curado, ya no necesitaría ver más a Ivan, y no quería que eso sucediera.
Fue Hibah quien reveló a Joel una forma para que Ivan siguiera hablando en su vida, aunque la escuela decidiera que ya no era necesario. Cuando hacía unas cuatro semanas que se reunían, la chica vio a Joel saliendo de la biblioteca con el inglés, y aquella tarde se dejó caer al lado de Joel en el autobús número 52 para ponerle al día.
– Estás viendo a ese loco inglés, ¿verdad? -empezó diciendo-. Ten cuidado con él.
Joel, que estaba trabajando en un problema de matemáticas que le habían puesto de deberes, no advirtió al principio la amenaza que había detrás de esas palabras.
– ¿Qué? -dijo.
– Ese tal Ivan. Va con chicos.
– Es su trabajo, ¿no?
– No hablo del colegio -dijo ella-. En otros lugares. ¿Has estado en el Paddington Arts?
Joel negó con la cabeza. Ni siquiera sabía qué era el Paddington Arts, menos aún dónde estaba.
Hibah se lo contó. El Paddington Arts era un centro para trabajos creativos, situado no muy lejos del canal Grand Union y al lado de Great Western Road. Allí se ofrecían clases -otro intento más de dar a los jóvenes de la zona algo que hacer aparte de meterse en líos- e Ivan Weatherall era uno de los profesores.
– Eso dice él -le dijo Hibah-. A mí me han contado otra cosa.
– ¿Quién? -preguntó Joel.
– Mi novio. Dice que a Ivan le van los chicos. Los chicos como tú, Joel. Chicos mestizos, le gustan ésos, y mi novio debería saberlo.
– ¿Por qué?
Hibah puso en blanco sus grandes ojos de manera expresiva.
– Puedes imaginártelo. No eres burro ni nada, ¿no? De todas formas, lo dice más gente además de mi novio. Hay chicos mayores que han crecido aquí. Ese tipo, Ivan, lleva aquí toda la vida y siempre ha sido igual. Ten cuidado, yo sólo te digo eso.
– Conmigo no ha hecho nada más que hablar -le dijo Joel.
Otra vez, Hibah puso los ojos en blanco.
– ¿Es que no te enteras de nada? Así es como empieza -dijo.
La mentira que Kendra le contó a la responsable de Admisiones del colegio Holland Park fue la razón por la que tardó varias semanas en activarse el siguiente nivel de preocupación educacional en cuanto a la falta de asistencia a la escuela de Ness. Durante este tiempo, la chica siguió como antes, saliendo de casa con sus hermanos y separándose de ellos en las inmediaciones de Portobello Bridge, con sólo una ligera variación. Esta vez, su tía sí creyó que estaba yendo al colegio porque ya no llevaba ropa para cambiarse en la mochila, sino dos libretas y un libro de Geografía, todo robado al hermano de Six, el Profesor. La ropa para cambiarse la dejaba en casa de su amiga.
Kendra eligió creerla para estar tranquila. Era el camino más fácil. Por desgracia, sólo era cuestión de tiempo que ese camino pasara de pedregoso a intransitable.
Fue a finales de marzo, y en medio de un clásico aguacero inglés, cuando diversas circunstancias conspiraron contra ella. La primera ocurrió cuando un hombre negro ágil y bien vestido entró en la tienda benéfica, sacudió un paraguas color café y pidió hablar con la señora Osborne. Era Nathan Burke, dijo, el jefe de estudios del colegio Holland Park.
Cordie Durelle estaba en la tienda con Kendra, en su descanso del salón de belleza Princesa Europea y Afro. Como aquel otro día, estaba fumando. Como de costumbre, llevaba la bata púrpura y la mascarilla colgada del cuello. Ella y Kendra estaban hablando de cómo Gerald Durelle, en estado de embriaguez, había iniciado recientemente una búsqueda destructiva por toda la casa para encontrar lo que suponía -correctamente- que tenían que ser píldoras anticonceptivas, las cuales creía que impedían que su mujer se quedara embarazada del hijo que tanto deseaba. Cordie acababa de llegar al clímax de la historia cuando la puerta de la tienda se abrió y sonó la campana.
Su conversación murió como si de un acuerdo telepático se tratara, básicamente porque Nathan Burke cortaba la respiración, y las dos mujeres necesitaron respirar. Habló con cortesía y precisión. Cruzó la tienda hasta el mostrador con la confianza de un hombre que había recibido una educación correcta, una formación idónea y que había llevado una vida vivida, en su mayoría, fuera de Inglaterra y en un ambiente en el que había sido tratado con igualdad respecto a los demás.
Burke preguntó cuál de las damas era la señora Osborne y si podía hablar con ella sobre un asunto privado. Kendra se identificó con cautela y le dijo que podía hablar delante de su mejor amiga, Cordie Durelle. Cordie le lanzó una mirada de agradecimiento, puesto que siempre apreciaba estar en presencia de un hombre atractivo. Bajó los párpados e intentó parecer lo más seductora posible para una mujer con una bata púrpura y una mascarilla.
Sin embargo, Nathan Burke no tuvo tiempo de fijarse en ella. Llevaba desde las nueve de la mañana visitando a padres de alumnos del Holland Park que faltaban a clase, y aún le quedaban cinco más antes de acabar la jornada e irse a casa a recibir los cuidados comprensivos de su compañera. Por esta razón, fue al grano. Sacó los informes de asistencia relevantes y dio la noticia a Kendra.
Kendra miró los informes, sintiendo el martilleo del miedo en la cabeza. Cordie también les echó un vistazo y dijo lo que era obvio.
– Mierda, Ken. No ha ido al colegio ni un día, ¿no? -Y luego le dijo a Nathan Burke-: ¿Qué clase de colegio tienen ustedes? ¿La estaban acosando o algo así para que no haya querido ir?
– Es complicado que la hayan acosado si no ha ido nunca -dijo Kendra.
Cordie se mostró algo clemente; pasó por alto el modo de hablar de Kendra:
– Entonces, se habrá metido en algún lío. La única pregunta es de qué tipo: chicos, drogas, alcohol, delincuencia callejera.
– Tiene que conseguir que vaya al colegio -dijo Nathan Burke-, independientemente de qué haya estado haciendo mientras no iba a clase. La cuestión es cómo hacerlo.
– ¿Alguna vez ha probado el cinturón? -dijo Cordie
– Tiene quince años, es demasiado mayor para eso. Además, no voy a pegar a esos niños. Lo que han vivido… es suficiente.
El señor Burke pareció prestar mucha atención a aquello, pero Kendra no iba a contarle la biblia de la historia de su familia. Así que le preguntó qué recomendaba él, salvo pegar a la chica, que, seguramente, estaría encantada de devolverle los golpes a su tía.
– Establecer consecuencias normalmente funciona -dijo-. ¿Le importa que hablemos de algunas que podría probar?
Repasó esas tácticas, así como también los diversos resultados: llevar a Ness en coche al colegio y acompañarla a la primera clase delante de todos los otros alumnos para que pasara vergüenza y no quisiera experimentarlo una segunda vez; eliminar privilegios como llamar por teléfono y ver la televisión; castigarla sin salir; mandarla a un internado; preparar una terapia privada para llegar al fondo del problema; decirle que ella -Kendra- la acompañaría a todas las clases si seguía saltándoselas…
Kendra se podía imaginar que su sobrina se encogería de hombros ante cada una de esa lista de consecuencias. Y salvo esposar a Ness para controlar su comportamiento, no se le ocurrió una consecuencia de su absentismo escolar que pudiera convencer a su sobrina sobre la importancia de asistir a clase. A lo largo de los años, a aquella chica se le habían arrebatado demasiadas cosas, y nada había logrado sustituir la vida normal que se le había esfumado. Era complicado decirle que su educación era importante cuando nadie le daba un mensaje similar sobre tener una madre estable, un padre vivo y una vida familiar ordenada.
Kendra era consciente de todo eso, pero no tenía ni idea de qué hacer al respecto. Apoyó los codos en el mostrador de la tienda y se pasó los dedos por el pelo.
Aquel gesto provocó que Nathan Burke ofreciera una última sugerencia. El problema de Vanessa, dijo, tal vez requeriría enviarla a un piso tutelado. Existían cosas así, si la señora Osborne se sentía incapaz de asumir la tarea de ocuparse de la chica. Un hogar de acogida…
– Ni de coña… -Levantó la cabeza y se autocorrigió-. Estos niños no van a acabar con una familia de acogida.
– Entonces, ¿significa que empezaremos a ver a Vanesa por el colegio? -preguntó el señor Burke.
– No lo sé -dijo Kendra, que optó por la sinceridad.
– Entonces tendré que dar parte. Tendrán que intervenir los Servicios Sociales. Si no puede conseguir que vaya al colegio, será el siguiente paso. Explíqueselo, por favor. Puede que sirva de ayuda.
Sonaba compasivo, pero lo último que quería Kendra era compasión. Para conseguir que se marchara -que era lo que sí quería-, asintió con la cabeza. El hombre se fue poco después, aunque no sin antes escoger una joya de baquelita para su compañera.
Cordie cogió el tabaco de Kendra, puesto que hacía rato que se le había acabado el suyo. Encendió dos cigarrillos y le dio uno a su amiga.
– Vale -dijo-. Tengo que decirlo. -Dio una calada como para armarse de valor y siguió hablando deprisa-. Tal vez, Ken, sólo tal vez, todo esto te quede un poco grande.
– ¿Qué es todo esto?
– Hacer de madre -se apresuró a decir Cordie-. Mira, nunca vas a… A ver, ¿cómo puedes esperar saber qué hacer con estos críos cuando no lo has hecho nunca? En cualquier caso, ¿alguna vez has querido hacerlo? A ver, quizá si los mandas a algún otro lugar… Sé que no quieres hacerlo, pero podría ser que encontraran familias de verdad…
Kendra la miró fijamente. Le extrañó que su amiga la conociera tan poco, pero fue lo bastante sincera consigo misma como para aceptar su propia responsabilidad en la ignorancia de Cordie. ¿Qué iba a suponer si Kendra nunca le había contado la verdad? Y no sabía por qué nunca se la había contado, excepto que parecía mucho más moderno, más liberado y mucho más de mujer permitir que su amiga creyera que realmente tenía una alternativa.
– Esos niños van a quedarse conmigo, Cordie -dijo-; al menos hasta que Glory los reclame.
Ni que Glory Campbell hubiera tenido alguna vez la intención de hacerlo, algo que Kendra suponía y que se convirtió en un hecho unos días después, cuando recogió el correo y encontró la primera carta que Glory había mandado desde Jamaica en los meses que hacía que se había marchado. No había nada sorprendente en el contenido: Kendra había pensado seriamente en la situación y se había dado cuenta de que no podía sacar a sus nietos de Inglaterra. Alejarlos tanto de la querida Carole seguramente sería la gota que colmaría el vaso de la precaria cordura de la mujer, la poca que le quedaba. Glory no quería ser responsable de eso. Pero mandaría a buscar a Joel y a Nessa para que fueran a visitarla en el futuro, cuando reuniera el dinero para los billetes.
Naturalmente, no mencionaba a Toby.
Eso era todo. Kendra sabía que pasaría. Pero no podía dedicar tiempo a meditar sobre el tema. Tenía que lidiar con Ness y el futuro que le esperaba si no accedía a ir al colegio.
En cuanto a las consecuencias, nada funcionó, porque Ness, simplemente, creía que no se perdía nada que valiera la pena. Y lo que buscaba tampoco podía encontrarlo, ni en la escuela ni, sin duda, en la minúscula casa de su tía en Edenham Estate. Por su parte, Kendra sermoneó a Ness. Le gritó. La llevó al colegio en coche y la acompañó a la primera clase del día, como le había sugerido Nathan Burke. Intentó castigarla sin salir, lo que, naturalmente, era imposible sin que Ness estuviera de acuerdo o sin encerrarla bajo llave para evitar que se fuera. Pero nada funcionó. La reacción de la chica siguió siendo la misma. No iba a ponerse esos «trapos repugnantes», no iba a sentarse en «una clase llena de estúpidos» y no iba a perder el tiempo «haciendo sumas de mierda y esas cosas» cuando podía andar por ahí con sus amigas.
– Necesitas tomarte un respiro -le dijo Cordie a Kendra la tarde que Nathan Burke llamó a la tienda benéfica para informar a Kendra de que habían asignado a Ness un asistente social como último recurso antes de involucrar al juez-. Hace siglos que no tenemos una noche de chicas de las nuestras. Hagamos una, Ken. Lo necesitas. Y yo también.
Así fue como Kendra acabó en No Sorrow un viernes por la noche.
Kendra se preparó para la noche de chicas informando a Ness de que la dejaba al cargo de Toby y Joel aquella noche, lo que significaba que se quedaría en casa, a pesar de los planes que pudiera tener. Las instrucciones eran que los niños estuvieran contentos y ocupados, lo que significaba que Ness tenía que interactuar con ellos de algún modo para asegurarse de que estaban entretenidos y seguros. Como se trataba de algo que era improbable que Ness hiciera incluso aunque se lo ordenaran, Kendra fue suave con sus directrices; para asegurarse de que las cumpliera añadió que le daría algo de dinero si colaboraba.
Joel protestó, diciendo que él no necesitaba que nadie le cuidara. No era un ruño pequeño. Podía arreglárselas solo.
Pero Kendra no iba a dejarse convencer. Porque sabía Dios qué podía pasar si no dejaba al frente a alguien espabilado que rehusara abrir la puerta si llamaban de noche. Y a pesar de todos los problemas que estaba provocando, no se podía negar que Ness era espabilada. Así que:
– Voy a darte dinero, Nessa -le repitió a su sobrina-. ¿Qué decides? ¿Puedo confiar en que te quedarás en casa con los chicos?
Ness hizo unos cálculos mentales rápidos, aunque sólo algunos estaban relacionados con el dinero y con lo que podría hacer con él en cuanto lo tuviera. Decidió que, como no tenía planeado nada para aquella noche fuera de lo habitual, que era estar con Six y Natasha en Mozart Estate, optaría por el dinero. Le dijo a su tía: «Lo que tú digas», y Kendra lo interpretó, erróneamente, como la conformidad de que no se movería de allí por ningún capricho tentador que surgiera aquella noche.
Le tocaba a Cordie elegir la salida y escogió ir de discotecas. Comenzaron la noche cenando y prologaron la cena con bebidas. Fueron a un portugués en Golborne Road y regaron los entrantes con un martini con Bombay Saphire y los segundos con varias copas de vino. Ninguna de las dos mujeres bebía demasiado normalmente, así que estaban más que un poco achispadas cuando cruzaron Portobello Bridge, donde, pasado Trellick Tower, No Sorrow empezaba a cobrar vida para la noche.
Se ligarían a un par de tíos, dijo Cordie. Ella necesitaba una distracción extra matrimonial, y en cuanto a Kendra: ya era hora de que Kendra echara un polvo.
No Sorrow se anunciaba con luces de neón desde las ventanas traslúcidas, sólo estas dos palabras verdes elaboradas con un estilo elegante art déco. La discoteca era una anomalía absoluta en el barrio, sus propietarios contaban con que esta parte de North Kensington fuera aburguesándose. Hacía cinco años, nadie en su sano juicio habría invertido diez libras en el local. Pero, en pocas palabras, la naturaleza de Londres era así: se podía decir que un barrio o incluso todo un distrito estaba muerto en cualquier momento, pero sólo un estúpido lo descatalogaría.
La discoteca era el último de una hilera de locales de dudosa reputación: desde una lavandería a una biblioteca y un cerrajero. La puerta daba la espalda a estos establecimientos, como si no pudiera soportar ver la compañía que le obligaban a tener. Tras la puerta, No Sorrow ocupaba dos pisos del edificio. La planta baja ofrecía una barra en forma de media luna, mesas para hablar, iluminación tenue y paredes y techo mugrientos por el humo del tabaco que espesaba perpetuamente el aire. La primera planta ofrecía música y bebidas, un disc-jockey pinchando discos a un volumen atronador y luces estroboscópicas que hacían que todo el entorno pareciera un mal viaje de ácido.
Kendra y Cordie comenzaron por la planta baja. Sería su reconocimiento del lugar. Pidieron una copa y se tomaron unos minutos para «evaluar la carne masculina», como decía Cordie.
A Kendra le pareció que las posibilidades eran buenas, pero que los buenos tenían pocas posibilidades: en la planta baja, los hombres -la mayoría de los cuales eran maduros de edad avanzada, y se notaba- superaban en número a las mujeres, pero cuando los examinó, Kendra se dijo que no había ni uno solo que le interesara. Era la conclusión más segura a la que llegar, puesto que resultaba bastante obvio que ella tampoco interesaba a ninguno. El puñado de chicas jóvenes presentes había captado toda su atención. Kendra notó el peso de todos y cada uno de sus cuarenta años.
Habría insistido en marcharse si Cordie no hubiera decidido de antemano que Kendra necesitaba divertirse. Cuando le sugirió que se fueran, su amiga contestó:
– Dentro de un ratito, pero primero subamos arriba. -Y se dirigió hacia las escaleras. A su modo de ver, si arriba no había hombres disponibles, al menos ella y Kendra se echarían unos bailes, solas o la una con la otra.
En el primer piso, descubrieron que el ruido era ensordecedor y la luz provenía sólo de tres fuentes -un pequeño flexo que iluminaba el equipo del disc-jockey, dos bombillas tenues sobre la barra y la luz estroboscópica. Por eso Kendra y Cordie se detuvieron arriba, en las escaleras, para acostumbrarse a la oscuridad. También tuvieron que acostumbrarse a la temperatura, que casi era tropical. Londres a principios de primavera implicaba que nadie osara pensar en abrir una ventana, ni siquiera para librarse del humo de tabaco que -iluminado por la luz estroboscópica- hacía que la sala pareciera un retablo de los peligros de la niebla amarilla.
Arriba no había mesas, sólo una repisa a la altura del pecho que recorría toda la sala, donde quien bailaba podía dejar su vaso a salvo mientras experimentaba las alegrías de la música. Ahora sonaba rap, todo letra, todo ritmo y sin melodía, pero nadie tenía ningún problema. Parecía que hubiera doscientas personas apiñadas en la pista de baile. Parecía que otras cien, más o menos, compitieran por llamar la atención de los tres camareros, que mezclaban copas y servían cervezas tan deprisa como podían.
Con un grito, Cordie se sumergió directamente en la acción, pasándole su copa a Kendra y bailoteando entre dos chicos jóvenes que parecían contentos de gozar de su compañía. Al observarlos, Kendra comenzó a sentirse peor que en el piso de abajo -por su edad y más cosas-, lo que ilustraba lo distinta que era ahora la vida para ella. Antes de la llegada de los Campbell, había vivido fundamentalmente con la idea -alimentada por la muerte de sus dos hermanos- de que la vida era corta. Experimentaba cosas en lugar de reaccionar a ellas. Hacía cosas; las cosas no la hacían a ella. Pero durante los meses que habían pasado desde que su madre le había endilgado una forma inesperada de maternidad, había logrado realizar muy poquitas cosas que se parecieran siquiera a su antigua vida. En realidad, le daba la impresión de que había dejado de ser quien era y, lo que era peor, había dejado de ser quien hacía tiempo que quería ser.
El tiempo y la experiencia -y en especial dos matrimonios- habían enseñado a Kendra que ella era la única culpable de que no le gustara su vida. Si se sentía mayor y sobrepasada por las responsabilidades que no quería, era decisión suya hacer algo al respecto. Por esta razón y porque en aquel preciso instante ese algo parecía ser bailar entre una multitud de veinteañeros sudorosos, Kendra decidió unirse a ellos. Pero estimulada por ese depresivo químico -el alcohol que había consumido aquella noche- descubrió que la actividad no la animaba. Tampoco provocó el resultado secundario deseado, que era encontrar a alguien para follar al final de la velada.
Cordie no dejó de disculparse por ello mientras volvían a casa más tarde. Ella había conseguido quince minutos muy agradables de besuqueo con un chico de diecinueve años en el pasillo de los lavabos y no podía creer que Kendra -a quien consideraba «preciosa como para dejar babeando a cualquier tío, niña»- no hubiera conseguido al menos lo mismo.
Kendra intentó tomárselo con filosofía. Su vida ya era demasiado complicada como para hacer sitio a un hombre, aunque fuera temporalmente
– No empieces a pensar que ya no lo tienes, Ken -le advirtió Cordie-. Además, tal como son los hombres, siempre puedes ligarte a uno, si bajas el listón lo suficiente.
Kendra se rió. No importaba, le dijo a su amiga. Salir de fiesta había sido suficiente. De hecho, tenían que repetirlo más a menudo, y pensaba hacer borrón y cuenta nueva, si Cordie estaba de acuerdo.
– Tú dime dónde hay que firmar -dijo su amiga.
Kendra estaba a punto de contestar cuando salieron de la penumbra del sendero que pasaba por delante de Trellick Tower y entraba en Edenham Way. Allí vislumbró la fachada de su casa. Había un coche aparcado delante de la puerta del garaje, un coche que no identificaba.
– Mierda -dijo, y aceleró el paso, decidida a ver qué había tramado Ness durante las horas en que habían estado fuera.
Tuvo la respuesta antes de llegar incluso al vehículo o a la puerta. Porque pronto se hizo evidente que el coche estaba ocupado, y una de las dos personas que había en el interior era, sin lugar a dudas, su sobrina. Kendra lo supo por la forma de la cabeza de Ness y la textura de su pelo, por la curva de su cuello cuando el tipo con el que estaba levantó la cabeza de la zona de sus pechos.
El hombre alargó la mano para abrir la puerta del lado de Ness, como un conductor que echa a una vulgar puta del coche. Cuando Ness no se bajó, le dio un pequeño empujón, y cuando eso no funcionó, salió del coche y fue hasta la puerta del copiloto. Cogió sus brazos para sacarla y la cabeza de Ness cayó hacia atrás. Estaba drogada o excesivamente bebida.
Kendra no necesitaba más.
– ¡No te muevas de ahí, joder! -gritó, y corrió a abordar al hombre-. ¡Aparta las manos de esa chica!
El hombre la miró pestañeando. Era mucho más joven de lo que había pensado, a pesar de estar completamente calvo. Era negro, corpulento y de rasgos agradables. Llevaba unos pantalones harén raros, como un bailarín exótico, deportivas blancas y una chaqueta de piel negra con la cremallera subida hasta la garganta. Llevaba el bolso de Ness colgado a la espalda y a la propia Ness debajo de un brazo.
– ¿Me oyes? Suéltala.
– Si lo hago, se estampa la cabeza contra los escalones -dijo el hombre con toda la razón-. Está borracha como una cuba. La he encontrado en…
– La he encontrado, la he encontrado -se burló Kendra-. Me importa una mierda dónde la hayas encontrado. Quítale las putas manos de encima y hazlo ya. ¿Sabes cuántos años tiene? Quince, quince.
El hombre miró a Ness.
– Pues te diré que no se comporta como…
– Déjala aquí. -Kendra llegó al coche y cogió a Ness del brazo. La chica tropezó con ella y levantó la cabeza. Estaba hecha un desastre; olía como una destilería ilegal.
– ¿Quieres metérmela o qué? -le dijo Ness al hombre-. Ya te he dicho que no lo hago gratis.
Kendra lo miró.
– Lárgate de aquí-le dijo-. Dame la bolsa y lárgate. Cogeré tu matrícula. Llamaré a la Poli. -Y entonces le dijo a Cordie-: Anota la matrícula, niña.
– Eh, sólo la llevaba a casa -protestó el hombre-. Estaba en el pub. Era evidente que iba a acabar mal si se quedaba allí, así que la he sacado del local.
– Como el puto Lanzarote, ¿no? Apunta el número, Cordie.
Mientras Cordie comenzaba a buscar en su bolso algo en lo que escribir, el joven dijo:
– A la mierda. -Se bajó el bolso del hombro y lo dejó caer al suelo. Se inclinó para mirar a Ness a la cara y le dijo que contara la verdad.
– Querías que te la chupara, ésa es la verdad -dijo la chica servicialmente-. Lo querías con todas tus fuerzas.
– Mierda -dijo el hombre, y cerró la puerta del copiloto de un portazo. Volvió al asiento del conductor y le dijo a Kendra por encima del techo del coche-: Será mejor que se ocupe de ella antes de que lo haga otra persona. -La frase provocó que Kendra se diera cuenta de que la expresión «sacar a alguien de sus casillas» era una descripción precisa de lo que le pasaba al cuerpo cuando la tensión de la ira alcanzaba ciertas cotas. El tipo arrancó antes de que pudiera responder: un desconocido la juzgaba.
Se sentía totalmente expuesta. Se sentía furiosa. Se sentía utilizada y estúpida. Así que cuando Ness se rió y dijo: «Te lo digo, Ken, ese tío tenía una polla como un caballo», Kendra le dio un bofetón tan fuerte que la palma de la mano transmitió el dolor a todo el brazo.
Ness perdió el equilibrio. Cayó contra la casa y dio de rodillas en el suelo. Kendra se abalanzó hacia ella para volver a pegarle y echó el brazo hacia atrás. Cordie se lo cogió.
– Eh, Ken. No -le dijo, y eso bastó.
También bastó para despejar a Ness, al menos en parte. Así que cuando Kendra por fin le habló, estaba más que preparada para ofrecer una respuesta.
– ¿Quieres que el mundo te crea una puta? -gritó Kendra-. ¿Es eso lo que quieres para ti, Vanessa?
Ness se esforzó por ponerse de pie y se apartó de su tía.
– Ni que me importara una mierda -dijo.
Se dirigió tambaleándose hacia el sendero entre las terrazas de casas y entró en Meanwhile Gardens. Detrás de ella, oyó que Kendra gritaba su nombre, oyó que gritaba «Vuelve a casa» v sintió que una carcajada áspera se abría paso hasta su garganta. Para Ness, ya no había ninguna casa. Sólo había un lugar en el que compartía cama con su tía mientras sus hermanos pequeños dormían en la habitación de al lado en plegatines comprados a toda prisa. Debajo de esas camas, Joel y Toby habían insistido en dejar las maletas perfectamente hechas durante más de dos meses. Daba igual el tiempo que hubiera pasado desde la marcha de su abuela, los chicos aún creían lo que querían creer sobre Glory y su promesa de una vida de sol eterno en su país de nacimiento.
Ness no había intentado abrirles los ojos ni una sola vez. No había señalado ni una sola vez lo significativo que era que no hubieran tenido noticias de Glory Campbell desde el día en que los había dejado en la puerta de Kendra. En cuanto a Ness, se alegraba de que su abuela hubiera desaparecido de sus vidas. Si Glory no necesitaba o no quería a sus nietos, sin duda sus nietos no la necesitaban ni la querían a ella. Pero repetirse aquello semana tras semana, no había contribuido demasiado a tranquilizar los sentimientos de Ness al respecto.
Cuando dejó a su tía delante del número 84 de Edenham Way, Ness no pensó demasiado adonde se dirigía. Sólo sabía que no quería estar en presencia de su tía ni un momento más. Se le estaba pasando la borrachera más deprisa de lo que habría creído posible y con la sobriedad llegaron las náuseas que, de lo contrario, habría sentido a la mañana siguiente. Aquello la empujó a ir hacia el agua para mojarse la cara sudorosa, así que acabó en el camino que recorría el canal al final del jardín.
A pesar del estado en el que se encontraba, conocía el peligro de caerse al canal, así que tuvo cuidado. Se agachó en el sendero y se tumbó boca abajo. Se mojó la cara en el agua grasienta, notó el aceite aferrándose a sus mejillas, percibió el olor -no muy distinto al de una piscina de agua estancada- y vomitó de inmediato. Después, se quedó ahí echada sintiéndose débil y oyó a su tía buscándola en Meanwhile Gardens. La voz de Kendra le dijo a Ness que su tía estaba pasando por el centro infantil y se adentraba en los jardines, una dirección que la llevaría por el sendero que serpenteaba entre los montículos y, al final, al pie de la escalera de caracol. Entonces se levantó tambaleándose y supo qué camino debía tomar: se dirigió al estanque de los patos en el límite este de los jardines y luego lo cruzó y atravesó el jardín silvestre con su sendero entarimado que describía una curva y se adentraba en una oscuridad siniestra v acogedora a la vez. No le importaba en absoluto el peligro, así que no se estremeció al percibir el movimiento repentino de un gato que pasó delante de ella, ni tampoco le molestó el estallido y crujido de las ramas que sugerían que alguien la seguía. Continuó caminando, sumergiéndose en la oscuridad hasta que llegó al final de Meanwhile Gardens, al jardín aromático, y vio la forma imponente del cobertizo que marcaba el final del sendero que había tomado.
Allí reaccionó y vio que había ido a parar detrás de Trellick Tower, que se elevaba a su izquierda como el centinela del barrio y le decía que estaba cerca de Golborne Road. No es que tomara una decisión sobre adonde ir, sino que aceptó la lógica sencilla de adonde iría. Sus piernas la llevaron a Mozart Estate.
Sabía que Six estaba en casa, ya que la había llamado después de que Kendra se marchara. Sabía que su amiga había invitado a Natasha y a dos chicos del barrio, lo que significaba ser la quinta rueda de un vehículo que no iba a ningún lado, así que Ness había salido sola. Pero ahora Six era necesaria para ella.
Ness encontró al grupo -Six, Natasha y a los chicos- reunidos en el salón del piso familiar. Los chicos eran Greve y Dashell -uno negro y el otro oriental-; los dos estaban tan borrachos como los hooligans del equipo ganador. Las chicas estaban más o menos en las mismas condiciones. Y todos estaban semidesnudos. Six y Natasha llevaban lo que pasaba por unas bragas y un sujetador, pero que en realidad parecían tres pastillas para la tos, mientras que los chicos estaban envueltos en toallas atadas inexpertamente alrededor de la cintura. No había ni rastro de los hermanos de Six.
La música salía a un volumen tremendo de dos altavoces del tamaño de una nevera a cada lado de un sofá destartalado. Dashell estaba despatarrado encima y, al parecer, acababa de recibir las atenciones afectuosas de Natasha, a quien, cuando Ness entró en la sala, estaban dándole arcadas en un paño de cocina. Una caja abierta de pizza casera Ali Baba estaba tirada en una punta del sofá, una botella vacía de Jack Danield's holgazaneaba cerca.
El aspecto sexual de la situación no molestó a Ness. El aspecto del Jack Danield's sí. No había ido a Mozart Estate a buscar bebida, y el hecho de que los adolescentes hubieran recurrido al whisky cuando hubieran podido escoger otra cosa sugería que esta noche no iba a encontrar lo que quería en este lugar.
Sin embargo, se dirigió a Six y le dijo:
– ¿Tenéis material?
Six tenía los ojos inyectados en sangre y su lengua no coordinaba, pero al menos el cerebro le regía razonablemente.
– ¿A ti te parece que llevo material, lumbrera? -dijo-. ¿Qué necesitas? Joder, Ness, ¿por qué vienes ahora? A mí me va a pasar éste, ¿entiendes?
Ness lo entendió. Sólo un chiflado de un planeta extraterrestre no lo habría comprendido.
– Mira -dijo-, tengo que tomarme algo, Six. Dámelo y me largo de aquí. Un canuto me vale.
– Este de aquí te dará un buen puro, te lo digo yo.
Dashell se rió perezosamente mientras Greve se dejaba caer en una silla de tres patas.
– ¿Crees que estaríamos con el señor Jack si tuviéramos canutos? Odio esta mierda, Nessa. Ya lo sabes, joder.
– Bien. Genial. Vamos a buscar algo mejor, ¿vale?
– Ya tiene algo mejor aquí mismo -dijo Greve, y señaló el regalo que tenía para Six debajo de la toalla que llevaba.
Los cuatro se rieron. Ness tuvo ganas de abofetearlos uno por uno. Volvió hacia la puerta y sacudió la cabeza para que Six la siguiera. La chica caminó hacia ella tambaleándose. Detrás de las chicas, Natasha cayó al suelo y Dashell le pasó el pie izquierdo por el pelo. A Greve la cabeza le colgó hacia delante, como si se hubiera quedado sin fuerzas para sostenerla.
– Tú sólo llama -le dijo Ness a Six-. Yo me encargaré del resto.
Estaba nerviosa. Desde su primera noche en North Kensington, había dependido de Six para encontrar material, pero ahora veía que iba a necesitar un camino más directo al proveedor.
Six dudó. Miró detrás de ella.
– Eh, tío, no te desmayes -le dijo con brusquedad a Greve-. Ni de coña.
Greve no contestó.
– Mierda -dijo Six, y a Ness-: Anda, vamos.
El teléfono estaba en el cuarto que compartían las hermanas de la familia. Allí, junto a una de las tres camas deshechas, una lámpara sin pantalla proyectaba un haz de luz precario sobre un plato mugriento, con un sándwich mordisqueado curvándose sobre sí mismo. El teléfono estaba al lado, y Six descolgó el auricular y marcó un número. Quienquiera que estuviera al otro lado respondió inmediatamente.
– ¿Dónde andas? -dijo Six-. ¿Quién te crees que es, tío?… Sí. Vale. Entonces… ¿Dónde?… Mierda, tío, ¿cuánto te queda?… Joder, olvídalo. Estaremos muertas si esperamos tanto… No. Llamaré a Cal… Ah. Y a mí qué me importa. -Colgó el teléfono y dijo-: No va a ser fácil, lumbrera.
– ¿Quién es Cal? -preguntó Ness-. ¿Y a quién has llamado?
– No te importa. -Marcó otro número. Esta vez, pasó un rato antes de decir-: Cal, ¿eres tú? ¿Dónde está? Tengo a alguien que busca… -Una mirada interrogadora a Ness. ¿Qué quería? ¿Crac, anfetas, tranquilizantes, caballo? ¿Qué?
Ness no pudo ofrecer una respuesta tan rápida como querían Six o el receptor de la llamada. La hierba le habría servido. Presionada por la desesperación, incluso el Jack Danield's habría sido aceptable si hubiera quedado en la botella. En estos momentos, sólo quería salir de donde estaba, de su cuerpo.
– ¿Farlopa? -dijo Six al teléfono-. Sí, pero ¿por dónde trabaja?… No jodas. No me jodas… No van a… Oh, sí, apuesto a que tiene un as o dos en la manga, ese tío. -Tras eso, puso fin a la conversación diciendo-: Alguien más aparte de tu madre te quiere, tío. -Colgó el auricular y se volvió hacia Ness-. Directo arriba, lumbrera -dijo-. Al proveedor.
– ¿Dónde?
Sonrió.
– La comisaría de Policía de Harrow Road.
Aquello era lo máximo que Six estaba dispuesta a hacer por Ness. Ir con ella a la comisaría era imposible, puesto que Greve la estaba esperando en el salón. Le dijo a Ness que tendría que presentarse a alguien llamado el Cuchilla si necesitaba pillar y no podía esperar otro medio para sumirse en el olvido. Y en estos momentos el Cuchilla -según su mano derecha, Cal- estaba siendo interrogado en la comisaría de Policía de Harrow Road, en relación con algún asunto relacionado con un robo en un videoclub de Kilburn Lane.
– ¿Cómo voy a saber quién ese tío? -preguntó Ness cuando recibió la información.
– Oh, créeme, lumbrera, cuando lo veas lo sabrás.
– ¿Y cómo voy a saber cuándo lo van a soltar, Six?
Su amiga se rió por la ingenuidad de la pregunta.
– Lumbrera, es el Cuchilla -dijo-. La Poli no va a meterse con él. -Se despidió de Ness con un movimiento de la mano y regresó con Greve. Se sentó a horcajadas encima de él, le levantó la cabeza y se bajó lo que pretendía ser su sujetador-. Vamos -dijo-. Es la hora, tío.
Ness se estremeció al ver aquello. Se giró deprisa y se marchó del piso.
En ese punto, podría haberse ido a casa, pero había emprendido una misión que debía finalizar. Así que salió de la urbanización para iniciar la breve caminata por Bravington Road. Acababa en Harrow Road, que a esta hora de la noche estaba poblada por los indeseables de la zona: borrachos en los portales de los edificios, grupos de chicos con capucha y vaqueros anchos y hombres mayores con intenciones ambiguas. Anduvo deprisa y con expresión hosca. Pronto vio la comisaría de Policía dominando el lado sur de la calle, su lámpara azul brillaba sobre los peldaños que subían a una puerta imponente.
Ness no esperaba reconocer al hombre que Six le había mandado a buscar. A aquella hora de la noche, abundaban las entradas y salidas de la comisaría; por lo que pudo ver, el Cuchilla podría haber sido cualquiera de ellos. Intentó pensar qué aspecto podría tener un ladrón, pero sólo se le ocurrió pensar en alguien vestido de negro. Por este motivo, estuvo a punto de perderse al Cuchilla cuando por fin el tipo salió por la puerta, sacó una boina del bolsillo y se cubrió la cabeza calva. Era delgado y bajito -no mucho más alto que la propia Ness- y si no se hubiera parado debajo de la luz para encenderse un cigarrillo, Ness lo habría descartado: otro mestizo más del barrio.
Debajo de la luz, sin embargo, y a pesar del resplandor azul, vio el tatuaje que aparecía por debajo de la boina y desfiguraba permanentemente su mejilla: una cobra enseñando los dientes. También vio la hilera de aros de oro que colgaban de sus lóbulos y el modo despreocupado en que estrujó el paquete de cigarrillos vacío y lo tiró al suelo en el umbral de la puerta. Oyó que se aclaraba la garganta y, luego, el tipo escupió. Sacó un móvil y abrió la tapa.
Aquél era su momento. Como la noche se había desarrollado de aquella manera, Ness se aferró a ese momento y todo lo que pudiera llevar consigo. Cruzó la calle y avanzó hacia el hombre, que le pareció que tendría unos veinte años.
– ¿Dónde coño estás, tío? -estaba diciendo al teléfono cuando Ness le tocó el brazo. Luego sacudió la cabeza cuando se giró hacia ella, cauteloso.
– Eres el Cuchilla, ¿no? Tengo que pillar algo esta noche, tío, y necesito el material que te cagas, así que dime si sí o si no.
El tipo no respondió y, por un momento, Ness pensó que se había equivocado: o bien de persona, o bien de enfoque. Entonces, el hombre dijo con impaciencia al teléfono:
– Tú ven, Cal. -Cerró la tapa y miró a Ness-. ¿Quién coño eres tú? -le preguntó.
– Alguien que quiere pillar, es lo único que necesitas saber, colega.
– Conque sí, ¿eh? ¿Y qué es lo que quieres pillar?
– Hierba o farlopa me vale.
– Pero ¿tú cuántos años tienes? ¿Doce? ¿Trece?
– Eh, soy legal y puedo pagarte.
– Apuesto a que sí, mujercita. ¿Qué te doy, entonces? ¿Llevas veinte libras en ese bolso tuyo?
No las llevaba, por supuesto. Tenía menos de cinco libras. Pero el hecho de que hubiera pensado que tenía doce o trece años y que estuviera tan dispuesto a quitársela de encima la estimuló e hizo que deseara más que nunca lo que aquel tipo tenía para vender. Cambió de posición para sacar una cadera. Ladeó la cabeza y lo miró.
– Tío, puedo pagarte con lo que quieras -dijo-. Más aún, puedo pagarte con lo que necesitas.
El tipo aspiró aire entre los dientes de un modo que hizo que a Ness se le helara la sangre, pero la chica obvió el gesto y lo que sugería. Pensó que tenía exactamente lo que quería cuando el hombre le dijo:
– Vaya, esto sí que es un giro interesante de los acontecimientos.