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delma se levantó con discreción de la mesa y se dirigió a la escalera de cámara.
– Si vais a subir a cubierta, Fidelma, me uniré a vos -anunció tras ella Cian, que se levantó para seguirla.
– Me dirijo a mi camarote -respondió Fidelma sin más para dejar claro que no quería hablar con él.
Sabía que era una actitud absurda la suya, pues tarde o temprano tendría que afrontar la situación.
– Entonces os acompañaré -respondió Cian, sin recular pese al evidente rechazo.
Fidelma apretó el paso escalera arriba hasta la cubierta principal. Cian la alcanzó y le puso una mano sobre el brazo. Ella la apartó al instante, mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie los observaba.
Cian soltó una risa grave y burlona.
– No podrás evitarme permanentemente, Fidelma -le dijo en un tono sarcástico que ella conocía muy bien.
Fidelma lo miró un momento a los ojos y luego miró al suelo. Seguía sintiéndose insegura.
– ¿Evitarte? -repitió a la defensiva-. No sé a qué te refieres.
– Puede que todavía me guardes rencor por el modo en que acabó lo nuestro.
Fidelma sintió que sus mejillas enrojecían; la pulla de él se había clavado profundamente.
– Yo hace años que olvidé lo ocurrido -mintió ella.
La sonrisa cínica de Cian se ensanchó.
– Por tu forma de reaccionar ya he visto que tú no lo has olvidado. Veo odio en tu mirada. Y no puede haber odio sin amor. Están hechos de lo mismo. Pero bueno, entonces éramos jóvenes. Y la juventud nos lleva a equivocarnos muchas veces.
– ¿Acaso atribuyes tu crueldad a la juventud? -exigió.
Cian respondió en un tono casi condescendiente:
– ¿Ves? A eso me refiero. Y yo que pensaba que lo habías olvidado todo.
– Y así era, pero al parecer tú tienes interés en resucitarlo -respondió ella-. Si es así, no esperes que acepte ninguna excusa con la que pretendas justificar lo que hiciste. No la acepté entonces y no la aceptaré ahora.
Cian levantó una ceja.
– ¿Una excusa? Pero ¿qué tengo yo que justificar?
Fidelma sintió que la furia volvía a invadirla, acompañada de un arrebatador deseo de golpear con todas sus fuerzas aquel rostro sonriente. Contuvo el impulso, ya que no habría ganado nada dejándose llevar.
– De modo que piensas que no tienes por qué justificar tu comportamiento.
– Uno no tiene por qué justificar las locuras de juventud.
– ¿Una locura de juventud? -Fidelma tenía un brillo temible en la mirada-. ¿Así veías nuestra relación?
– La relación no. Sólo la manera en que terminó. ¿Qué fue si no? Vamos, Fidelma; ahora somos adultos y más sensatos. Deja el pasado atrás. No nos enfrentemos. No hay por qué. ¿Para qué vamos a estar enemistados en este viaje?
– No existe enemistad entre nosotros. No hay nada entre nosotros -respondió Fidelma con frialdad.
– Vamos -la invitó Cian, casi engatusándola-. Podemos ser amigos otra vez, como lo éramos al principio en Tara.
– ¡Jamás será como fue en Tara! -exclamó con un escalofrío-. No tengo interés alguno en hablar contigo, y no parece que hayas cambiado con los años.
Dio media vuelta y se dirigió a toda prisa hacia su camarote antes de dejarle responder.
Cian era arrogante e insufrible. Y era poco decir para la ira que ella había sentido, para la humillación, la vergüenza que había sufrido durante aquellos días que había pasado sola, esperándolo en la habitación que había alquilado en la pequeña posada de Tara tras ser expulsada de la escuela del brehon Morann. Se había marchado de la residencia de la escuela después de la conversación con el brehon Morann. Sólo Grian conocía el verdadero motivo, pues Fidelma no quiso que su familia supiera nada de lo sucedido. Se convirtió en una reclusa dentro de aquel minúsculo cuarto y, aparte de su amiga, se apartó de familia y amistades.
Cian iba a verla cuando le placía. En ocasiones no lo veía en una semana o más. Otras veces aparecía para quedarse un día o dos con ella. Una tarde en que estaban juntos en la cama, Fidelma mencionó la cuestión del matrimonio. Había renunciado a sus estudios por Cian y sabía que la situación a la que se había visto abocada no podía prolongarse.
Tumbados en la cama, se volvió hacia Cian y le preguntó:
– ¿Me querrás siempre?
Cian bajó la cabeza, desplegando aquella sonrisa cínica de siempre.
– Eso es mucho tiempo. Disfrutemos del momento.
Sin embargo, Fidelma hablaba en serio.
– ¿Crees de veras que sólo debemos pensar en el presente? Ése no es modo de proyectar una vida completa y satisfactoria.
– Pero sólo existimos en el presente.
Era la primera vez que oía a Cian expresar un pensamiento con visos de una filosofía de vida. Ella lo negó rotundamente.
– Puede que existamos sólo en el presente, pero tenemos una responsabilidad que afecta al futuro. Yo he completado tres años de estudio y este año estaba apunto de obtener el título de Sruth do Aill, que me habría permitido ejercer de profesora, seguramente de profesora secundaria, en la escuela universitaria de mi primo en Durrow. Quizá podría buscar otra escuela en la que acabar el curso. Y luego podríamos casarnos.
Cian volvió el cuerpo entero a un lado apartándose de ella y extendió el brazo para coger una copa de vino. Tomó un sorbo y suspiró:
– Fidelma, siempre estás soñando. Siempre tienes la cabeza puesta en los libros. ¿Y para qué? Eres demasiado intelectual. -Lo dijo como si fuera algo menospreciable-. Olvídate de los libros. No los necesitas…
– ¿Que los olvide? -repitió, atónita y sin palabras.
– Los libros no son para la gente como tú y como yo. Destruyen la felicidad, destruyen la vida.
– No me creo que hables en serio -protestó Fidelma.
Cian se encogió de hombros con indiferencia.
– Es lo que pienso. Crean falsas ilusiones a la gente, les hacen imaginar un futuro imposible, o un pasado que nunca tuvieron. De todos modos, dentro de poco estaré de regreso a Tir Eoghain con mi compañía de guerreros al servicio de Cellach, el rey supremo. No tendré tiempo de pensar en cosas como el matrimonio, y mucho menos en la posibilidad de establecerme. Creía que ya lo sabías desde el primer momento. No soy de la clase de personas a las que se puede poseer o que se comprometan.
Fidelma se incorporó de golpe en la cama, sintiendo un frío interior.
– Yo no quiero poseerte, Cian. Mi intención era labrar un futuro contigo. Creía… creía que compartíamos algo.
Cian se rió, asombrado.
– Pero claro que compartimos algo. Disfrutemos de lo que compartimos. En cuanto a lo demás… ¿no conoces el pareado?: «Casarás y amansarás».
– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -se exclamó Fidelma, horrorizada.
– ¿Te parece cruel ser realista? -preguntó él.
– Te juro, Cian, que no sé qué lugar ocupo en tu vida.
Él le sonrió burlonamente.
– ¿De veras? Pues no puede estar más claro.
Fidelma no daba crédito a su crueldad. No creía en las palabras que acababa de decirle. No quería creerle. Se dijo que Cian debía de estar fingiendo por falta de madurez. Él la quería de verdad. Estarían juntos. Ella lo sabía. Entonces Fidelma aún poseía una vanidad juvenil que le impedía reconocer que sus sentimientos no se basaban en un razonamiento consistente. Así que siguieron viéndose según y cuando a Cian le parecía que debían hacerlo.
Fidelma estaba apoyada sobre la baranda de proa, contemplando la infinita expansión de océano que tenían ante sí. Había llegado hasta allí sin darse cuenta, inmersa en los recuerdos.
Dio un respingo cuando sintió que una mano le tocaba el hombro.
– ¿Muirgel? -preguntó una voz grave y masculina.
Fidelma se volvió con curiosidad.
Se trataba de un joven religioso de unos veinticinco años, según supuso Fidelma nada más verlo. El viento agitaba su pelo ralo, de color castaño. Tenía un rostro infantil y colorado, con pecas y oscuros ojos marrones, que abrió con un gesto de consternación al ver a Fidelma.
– Pensaba que… disculpad -murmuró, incómodo por la confusión-. Buscaba a sor Muirgel. Estabais de espaldas y he pensado… bueno…
Fidelma decidió aliviar el bochorno de aquel joven monje.
– No tiene importancia, hermano. La última vez que vi a sor Muirgel fue abajo. Supongo que está mareada e indispuesta. Me llamo Fidelma. No nos hemos visto antes, ¿verdad?
El joven inclinó la cabeza con una reverencia extraña y formal.
– Yo soy el hermano Bairne de Moville. Disculpad por haber interrumpido vuestros pensamientos, hermana.
– Quizás era necesario que alguien los interrumpiera -murmuró Fidelma.
– ¿Cómo? -preguntó el hermano Bairne, desprevenido.
– No tiene importancia. Estaba pensando en insignificancias. ¿Os encontráis mejor ya?
El joven frunció el ceño.
– ¿Mejor? -repitió.
– Tenía entendido que no os habíais unido a nosotros en la comida porque también estabais mareado.
– Oh… oh, sí. Tenía el estómago un poco revuelto, pero ahora estoy mejor, aunque no creo que esté recuperado todavía para comer -dijo con una mueca compungida.
– Bueno, no sois el único.
– ¿Sigue en el camarote sor Muirgel?
– Supongo que sí.
– Gracias, hermana.
Y el hermano Bairne se marchó con un correteo hacia popa, tras acabar la conversación con una brusquedad rayana en lo grosero.
Fidelma miró alejarse al monje y se desentendió de él. Esperaba que la primera impresión que le habían causado los peregrinos fuera equivocada. Por el momento tenía más en común con Murchad y la tripulación que con sus compañeros de viaje. De haber podido conocer el futuro y saber que Cian iba a viajar a bordo, jamás habría puesto un pie en el Barnacla Cariblanca.
Fidelma reprimió un escalofrío; el viento empezaba a ser frío. Había aumentado hasta ser una fuerte brisa que azotaba las velas como un látigo. Tuvo que apartarse unos mechones de los ojos.
– Empieza a hacer viento, ¿eh?
Se volvió al oír aquella voz juvenil. Era Wenbrit, que pasaba con un cubo de piel en la mano, saludándola con una sonrisa.
– Se está levantando bastante, sí -respondió ella.
El grumete se acercó a ella.
– Creo que se nos viene encima una buena malina -le confió-. Así sabremos quiénes son los verdaderos marineros entre los peregrinos.
– ¿Cómo sabes que el tiempo va a empeorar? -preguntó Fidelma, suponiendo que Wenbrit se refería a que se estaba fraguando una tempestad.
Wenbrit se limitó a señalar con la cabeza la vela mayor y, al mirar hacia donde le indicaba, Fidelma vio cómo el viento hinchaba y hacía crujir la vela. Luego el chico le tocó el brazo y señaló hacia el noroeste. Fidelma se volvió en aquella dirección y vio a qué se refería. Por encima de un mar cada vez más oscuro se aproximaba con rapidez una masa de nubes negruzcas. Al observarlas, le pareció que se amontonaban unas sobre otras con afán de precipitarse cuanto antes sobre la nave.
– ¿Una tormenta? ¿Es peligrosa?
Wenbrit apretó los labios con un gesto de indiferencia.
– Todas las tormentas son peligrosas -dijo, encogiéndose de hombros, como si diera poca importancia al cielo ennegrecido.
– ¿Y qué se puede hacer?
Fidelma estaba perpleja ante el espectáculo amenazador que se avecinaba. El muchacho la miró un instante y pareció ablandarse, porque dijo a continuación para tranquilizarla:
– Murchad tratará de ir por delante, ya que sopla en la dirección a la que nos dirigimos. Con todo, para vuestra comodidad, lo mejor será que bajéis a vuestro camarote, señora, y que yo baje a avisar a los demás de que así lo hagan también. Creo que dentro de una hora el viento ya será un vendaval. Aseguraos de guardar cuanto esté suelto y pueda moverse por el camarote y lastimaros.
A su pesar y a pesar de haber viajado varias veces por mar, al descender al camarote Fidelma sintió que se le aceleraba el corazón, así como la respiración.
Y sucedió tal cual Wenbrit había predicho. El viento fue ganando fuerza y la superficie del mar se cubrió de espuma. El barco empezó a mecerse y a subir y bajar como si fuera un objeto atrapado en las fauces de un can gigantesco que lo zarandeaba. Siguiendo las instrucciones de Wenbrit, Fidelma procuró asegurar todo cuanto estuviera suelto en su camarote. Luego se sentó a esperar la tempestad inminente. A pesar de la advertencia de Wenbrit, no estaba preparada para hacer frente a la violencia que azotó al barco. En un momento dado, se levantó y atravesó el camarote para mirar con inquietud la cubierta por la ventana. Pero casi había oscurecido; los nubarrones habían eclipsado la luz del sol.
Sobre el ulular del viento oyó que llamaban a la puerta; ésta se abrió. Fidelma se volvió sin soltarse del marco de la ventana y vio a Wenbrit balanceándose en el umbral. Éste miró a su alrededor, vio que todo estaba guardado y, con una sonrisa de aprobación, le explicó:
– Quería asegurarme de que estáis bien. -Parecía muy tranquilo ante aquella fuerza de la naturaleza-. ¿Todo bien?
– Dentro de lo que cabe, sí -respondió Fidelma, que se volvió y, sin darse cuenta, se precipitó al camastro a causa de la inclinación del barco.
– La tormenta ya ha llegado -anunció Wenbrit pese a no ser necesario-. Es más fuerte de lo que esperaba el capitán, y está intentando virar para dejar la proa al filo del viento, pero ahora hay mar gruesa. Nos expondremos a un buen temporal, así que le ruego permanezca aquí. Es peligroso moverse por el barco si no se está acostumbrado a las tormentas en el mar. Luego le traeré algo para llevarse a la boca. No creo que nadie vaya a querer sentarse a comer.
– Gracias, Wenbrit. Eres muy considerado. Algo me dice que prescindiremos de comer mientras dure el temporal.
El muchacho vaciló un momento en el umbral.
– Si necesitáis algo, dad una voz.
Fidelma entendió que Wenbrit se refería con aquella extraña frase a que lo avisara. Asintió con la cabeza.
– De acuerdo. Si necesito algo os vendré a buscar.
– No -corrigió el niño con vehemencia-. Permaneced en el camarote durante la tormenta. Avisad a alguno de los marineros y no os aventuréis a salir a cubierta. Si hasta nosotros, los marineros, llevamos cuerdas de salvamento durante embates como éste.
– Lo tendré en cuenta -le aseguró.
El chico hizo aquel curioso saludo marinero llevándose los nudillos a la frente y desapareció.
El frío y la oscuridad lo impregnaron todo pese a ser pasado el mediodía. Fidelma no tenía nada mejor que hacer aparte de esperar sentada en la litera con una manta sobre los hombros. Estaba incluso demasiado oscuro para intentar leer. Habría deseado tener a alguien con quien hablar. Vio que el gato del barco estaba ovillado sobre la cama y se consoló con aquel cuerpecillo cálido, negro y peludo. Extendió una mano y le acarició la cabeza. El felino la levantó, parpadeó con ojos soñolientos y la miró para luego emitir un ronco y suave ronroneo.
– Tú estás acostumbrado a este tiempo feo, ¿eh, señor de los ratones?
El gato agachó la cabeza, dio un largo bostezo y volvió a adormecerse.
– No eres muy parlanchín que digamos -le reprochó Fidelma.
Y se echó en la cama junto al gato, tratando de aislarse del agonizante aullido del viento a través de las jarcias y las velas y del oleaje. Distraídamente, rascó al gato tras una oreja y éste acentuó el ronroneo. De la nada, un viejo proverbio le vino al pensamiento: «Los gatos, como los hombres, gustan de adular».
Volvía a estar pensando en Cian.
Cuando Fidelma se despertó, el viento aún gemía y el barco aún brandaba. El gato seguía estando caliente y cómodo a su lado. Si hubiera hecho caso a su amiga Grian, si hubiera escuchado las advertencias sobre lo superficial que Cian era por naturaleza… Se habría ahorrado muchos años de amargura y resentimiento. Entonces, sin saber cómo, se le ocurrió que aquellos sentimientos no iban dirigidos, como siempre había creído, a Cian, sino a ella misma. Fidelma había estado furiosa consigo misma, se culpaba a sí misma por su propia estupidez, por su necia vanidad.
El viento ganaba fuerza, gemía y se lanzaba contra las velas. Lejos, en alguna parte, una débil voz gritaba. Fidelma notaba que el barco ascendía remontando cada ola y descendía a continuación, al deslizarse sobre las aguas tumultuosas del mar. Saltó de la litera dejando a Luchtighern acurrucado como un ovillo, profundamente dormido, ajeno a la tempestad. Sirviéndose de lo que hubiera a mano para asirse, Fidelma consiguió llegar a la ventana. Apartó la cortina de lino, que estaba empapada, y miró a la cubierta. Un golpe de agua fina le roció la cara. Parpadeó y levantó una mano para limpiarse los ojos, perdiendo un poco el equilibrio al bajar la cubierta sobre la que estaba. Fuera reinaba la oscuridad. La tarde había dado paso a la noche. Miró al cielo, pero no vio ni atisbo de luna o estrellas. Supuso que las nubes bajas y cargadas las tapaban.
El viento ahora bramaba a su paso entre los obenques; al otro lado de la baranda de madera, se veían las crestas de las olas, blancas, azotadas por ventadas furiosas que las desmenuzaban en espumaje. Advirtió que la proa, donde estaba su camarote, debía de ascender sobre las olas a gran altura, pues cascadas de agua estallaban sobre la cubierta superior.
Sombras oscuras jalaban los cabos alrededor del palo mayor. Maravillada, Fidelma observaba a las siluetas masculinas haciendo frente a los vientos incontrolables, el cabeceo del navío y los torrentes de agua. De pronto, un golpe de mar inclinó la nave hasta casi volcarla. La brusca sacudida lanzó a Fidelma contra una de las paredes del camarote, pero consiguió agarrarse al borde de la ventana y recuperó el equilibrio. Otra corriente de agua se estrelló contra las cubiertas; Fidelma pensó que los marineros habrían caído por la borda, pero al dispersarse el agua vio que resurgían de entre el diluvio, bien agarrados a los cabos.
Un segundo bandazo la obligó a asirse a la reja para no perder el equilibrio. Tuvo un momento de desesperación insoportable. Quería salir a cubierta, ayudar a los hombres, hacer algo… Se sentía inepta ante una fuerza de la naturaleza de la que nada sabía. Con todo, era consciente de que no podía hacer nada. Los marineros estaban preparados y sabían bregar con los caprichos del mar. Ella no. Sólo podía volver al camastro y confiar en que el barco soportara la tormenta.
Tras correr la cortinilla de lino para volver a la cama, oyó con toda claridad el grito de: «¡Tripulación a cubierta! ¡Tripulación a cubierta!».
Fue una llamada aterradora. El pánico se apoderó de ella y corrió a abrir la puerta del camarote. Una voz que no reconoció le gritó sobre el estruendo de la tempestad:
– Atrás, señora. Estaréis más segura en el camarote.
A su pesar, Fidelma cerró la puerta y volvió al camastro donde, más que sentarse, se dejó caer. La tormenta persistía. No sabía cuánto tiempo estaría en aquella postura, medio recostada. Curiosamente, la furia de la tempestad se volvió soporífera. Sin nada que hacer salvo pensar, las sacudidas constantes, los golpes de mar, el ulular del viento formaron al rato un único sonido por el que Fidelma se dejó hipnotizar. Aletargada, su mente volvía a buscar a Cian. Y mientras pensaba en él, le invadió el sueño.