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CAPÍTULO IV

Fidelma tuvo que reconocer la derrota. De nada servía tratar de sostener una conversación sensata con una persona en aquel estado. Se preguntó si habría otro camarote disponible. Estar encerrado con cualquier otra persona sería mucho mejor que con alguien atormentado por temores imaginarios. Fidelma solía ser compasiva con los enfermos, pero se negaba a serlo con quienes no aceptaban ayuda cuando se les ofrecía. Decidió ir en busca de Wenbrit y explicarle el problema.

Al salir del camarote, le sorprendió ver al propio Wenbrit bajando por las escaleras. El chico la saludó con una sonrisa, y Fidelma advirtió que le dedicaba un trato ligeramente distinto. Era menos familiar… menos insolente que antes.

– Mis disculpas, señora.

Fidelma enseguida entendió el por qué del cambio de actitud, pero disimuló el enfado por que Murchad hubiera revelado su identidad.

– Me he equivocado -añadió Wenbrit con educación-. Se os debe asignar un camarote distinto, pues no sois del grupo de peregrinos de Ulaidh.

Fidelma sabía que era una falsa excusa. Murchad lo había decidido justo después de saber quién era. Y ella no quería privilegios. No obstante, la indisposición de sor Muirgel y el ambiente cargado hicieron que la idea de un camarote privado fuera muy atractiva. Era coincidencia que le ofrecieran exactamente aquello que se disponía a solicitar.

– La hermana con quien iba a compartir el camarote está muy mareada -concedió Fidelma-. Quizá me vendría bien uno para mí sola.

Wenbrit sonrió burlonamente.

– Así que está mareada, ¿eh? Bueno, supongo que hasta los mejores caen enfermos. Y eso que parecía bastante entera al embarcar. No habría imaginado que sería de las que se marearían.

– He intentado decirle que no iba a mejorar quedándose tumbada en un espacio cerrado sin luz ni ventilación, pero no ha querido aceptar el consejo.

– Ni el mío, señora. Pero cada persona reacciona al mareo de formas distintas.

Wenbrit explicó su filosofía con seriedad, como si lo supiera por muchos años de experiencia. Luego añadió, sonriendo:

– Esperadme aquí. Iré a recoger vuestros abarrotes.

– ¿Mis qué?

Era la segunda vez que oía aquella palabra desconocida.

Wenbrit puso la cara de quien explica algo a un retrasado.

– Vuestro equipaje, señora. Ahora que estáis a bordo de un navío, tendréis que acostumbraros a la jerga de los marineros.

– Vaya. Abarrotes. Muy bien.

Wenbrit fue a llamar a la puerta del camarote del que Fidelma había salido, desapareció unos instantes dentro y luego salió con la bolsa.

– Vamos, señora, os acompañaré a vuestro camarote.

Dio media vuelta y subió por la escalera de cámara que llevaba a la cubierta principal.

– ¿No está en esta cubierta, el camarote? -preguntó Fidelma mientras subían.

– Hay uno disponible en la cubierta de proa. Tiene incluso luz natural. Murchad ha pensado que será más adecuado para una… -El muchacho se interrumpió.

– ¿Y qué va contando Murchad? -preguntó, sabiendo de sobra la respuesta.

El chico parecía verse en un apuro.

– Se supone que no debería decíroslo.

– Murchad es largo de lengua.

– El capitán sólo quiere que estéis cómoda, señora -respondió Wenbrit con cierta indignación.

Fidelma extendió la mano y la apoyó sobre el hombro del chico. Luego le dijo con firmeza:

– Dije a vuestro capitán que no quiero ser tratada con privilegio. Soy una religiosa más en este viaje. No quiero que se dé un trato injusto a los demás. Para empezar, deja de llamarme «señora». Soy sor Fidelma.

El muchacho no dijo nada; se limitó a parpadear ante la reprimenda. Y Fidelma se sintió culpable por su frialdad.

– No es culpa tuya, Wenbrit. Es que había pedido a Murchad que no dijera nada a nadie. Como tú ya lo sabes, ¿guardarás el secreto?

El chico asintió con la cabeza.

– Murchad sólo quería que estuvierais cómoda en su barco -repitió, y añadió a la defensiva-: Tampoco es culpa suya.

– Te gusta tu capitán, ¿verdad? -le preguntó Fidelma, sonriendo ante el tono protector del chico.

– Es un buen capitán -respondió Wenbrit a secas-. Por aquí, señora… sor Fidelma.

Por delante de ella Wenbrit cruzó la cubierta principal pasando por debajo del mástil de roble que sostenía la inmensa vela de piel y que seguía crujiendo al viento. Alzó la vista y vio un dibujo pintado sobre la faz de la vela: era una gran cruz roja cuyo centro encerraba un círculo.

El muchacho la vio mirando hacia arriba.

– El capitán pidió que la pintaran -explicó con orgullo-. Solemos llevar a tantos peregrinos, que lo consideró apropiado.

Siguieron adelante, él primero, ella detrás, hasta la parte alta de proa, donde el largo mástil inclinado se alzaba hacia el cielo, que sostenía sobre una verga cruzada la vela de gobierno. Era de menor tamaño que la vela mayor, lo cual ayudaba a controlar la dirección de la nave. La proa se alzaba de modo que tenía una zona que alojaba una serie de camarotes a la misma altura que la cubierta superior, como sucedía en la parte de popa. También en la proa unos escalones ascendían a una sobrecubierta. Dos aberturas cuadradas tapadas por rejas daban a la cubierta principal a ambos lados de una entrada que conducía a los camarotes de cada lado.

Wenbrit abrió la puerta y entró. Fidelma le siguió al interior de un pequeño pasillo donde había tres puertas, una a la derecha, una a la izquierda y otra al fondo. El chico abrió la puerta de la derecha, a estribor (Fidelma retuvo el término).

– Ahí tiene, señora -anunció animadamente al abrirla y luego se hizo atrás para dejarla pasar.

En comparación con la luminosidad de cubierta, el camarote parecía oscuro, pero no tanto como los asfixiantes camarotes de la cubierta inferior. Éste tenía una ventana con rejas tapada con una cortina de lino que mantenía la intimidad, y podía descorrerse para que entrara más luz. El camarote sólo tenía un camastro, aparte de una mesa y una silla. Era sobrio, pero funcional y, al menos, había aire fresco. Fidelma miró en derredor con aprobación. Era mejor de lo que esperaba.

– ¿Quién suele dormir aquí? -preguntó.

El chico dejó la bolsa sobre la cama y se encogió de hombros.

– En ocasiones llevamos a pasajeros especiales -respondió, como queriendo desentenderse de la cuestión.

– ¿Y quién duerme en el camarote de enfrente?

– ¿En babor? Es el camarote de Gurvan -contestó el chico-. Es el oficial de cubierta y es bretón. -Señaló hacia la proa, donde estaba la tercera puerta-. Ahí está el excusado. Lo llamamos la letrina de proa porque está en la parte delantera. Dentro hay un balde.

– ¿Lo usa todo el mundo? -preguntó Fidelma arrugando un poco la nariz de asco al calcular mentalmente cuántas personas habría en el barco.

Wenbrit la miró con una sonrisa burlona al entender por qué le hacía la pregunta.

– Procuramos restringir el uso de éste. Ya os he mencionado que hay otro retrete en la popa del barco, así que no creo que vayan a molestaros en demasía.

– ¿Y en cuanto al aseo personal?

– ¿El aseo personal? -repitió Wenbrit, frunciendo el ceño como si no hubiera pensado en ello.

– ¿Acaso nadie se lava en este barco? -insistió Fidelma.

Al igual que muchas personas de su clase, estaba acostumbrada a un baño por las noches y a un breve aseo por las mañanas.

El chico sonrió con malicia.

– Siempre puedo traeros un cubo con agua de mar para que os lavéis por las mañanas. Pero si lo que deseáis es bañaros… bueno, cuando estamos atracados en el puerto o cuando la mar está en calma nos damos un baño junto al costado del barco. No hay baño a bordo del Barnacla Cariblanca, señora.

Fidelma lo aceptó con resignación. Por travesías anteriores sospechaba que el aseo personal no era prioridad en un barco.

– ¿Le digo al capitán, entonces, que estáis satisfecha con el camarote, señora?

Fidelma reparó en que el muchacho estaba inquieto. Le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

– Yo misma veré al capitán a mediodía.

– ¿Y qué le parece el camarote?

– Es más que satisfactorio, Wenbrit. Pero trata de llamarme «sor» o «hermana» delante de los demás.

Wenbrit alzó la mano para llevarse los nudillos a la frente a modo de saludo y sonrió. Dio media vuelta y salió como un rayo del camarote, resuelta la tarea.

Fidelma cerró la puerta y miró a su alrededor. De modo que allí iba a vivir hasta la semana siguiente, siempre y cuando el viento les fuera favorable. No medía mucho más de dos metros de largo por metro y medio de ancho. Dado que disponía de tiempo, reparó en que la mesa era de bisagras y estaba fija a una pared. En un rincón había un taburete de tres patas y, en otro, un cubo de agua que, supuso, estaría destinada para beber o lavarse. Mojó un dedo y la probó. Era agua dulce, luego sería para beber. La ventana, que estaba al nivel del pecho y daba a la cubierta principal, medía unos cuarenta y cinco centímetros de ancho por unos treinta de alto con dos puntales de través. En un rincón colgaba un farol de un gancho metálico; debajo había un estante sobre el cual vio una caja de yesca y un cabo.

El camarote estaba bien equipado.

Sintió una punzada de culpa al pensar en que los demás religiosos estaban apiñados en camarotes mal ventilados e iluminados bajo cubiertas. No obstante, la punzada se disipó en agradecimiento al pensar que al menos respiraría aire fresco durante el viaje y no tendría que aguantar a nadie al no tener que compartir camarote.

Sacó de la bolsa la ropa que traía para colgarla en unos ganchos que había en la pared. A diferencia de otras mujeres, Fidelma no llevaba cosméticos -jugo de grosella, por ejemplo, para pintarse los labios- pero tenía un cíorbholg, una bolsa donde guardaba peines y espejos. Fidelma solía llevar dos peines de hueso ornamentado, no tanto por vanidad como por ser una costumbre de su pueblo conservar el cabello en buen estado y desenredado. Un cabello bien cuidado era motivo de admiración.

Si bien, como muchas mujeres de su clase, Fidelma mantenía las uñas cortas y redondeadas, pues era indigno llevarlas desiguales, no les aplicaba tinte carmesí. Como tampoco usaba, como otras, jugo de mora o arándano para oscurecerse las cejas o pintarse los párpados. Tampoco acentuaba el color natural de sus mejillas con extracto de ramillas y bayas de saúco usadas para crear rubor artificial. Cuidaba su arreglo personal sin ocultar sus rasgos naturales.

Abrió el cíorbholg y lo dejó sobre la mesa. Lo que más abultaba de su equipaje era, de hecho, dos taigh liubhair, unas pequeñas carteras para guardar libros. Cuando los religiosos irlandeses iniciaron las peregrinatio pro Christo en siglos anteriores los eruditos escribas de Irlanda acertaron al pensar que misioneros y peregrinos necesitarían obras litúrgicas y religiosas a fin de poder extender la palabra de la nueva Fe entre los paganos, y que tales libros debían ser lo bastante pequeños para que pudieran llevarlos con ellos. Fidelma traía consigo un misal que medía catorce por once centímetros. Su hermano, el rey Colgú, le había regalado otra obra del mismo tamaño para matar el tiempo en aquel largo viaje. Era un ejemplar de la Vida de St. Ailbe, el primer obispo cristiano de Cashel y santo patrón de Muman. Con cuidado, dejó en los colgadores, junto a la ropa, las dos carteras para libros.

A continuación revisó el equipaje deshecho y sonrió. No tenía nada más que hacer hasta la comida del mediodía. Se tumbó en la litera con las manos detrás de la cabeza y, por primera vez desde que había cerrado la puerta del camarote de sor Muirgel y dejar al otro lado de ella su gesto suplicante, se permitió un momento para pensar en la extraordinaria coincidencia de volverse a encontrar con Cian.

Sin embargo, mientras se estiraba de buena gana oyó un agudo chillido, y algo pesado y caliente aterrizó sobre su barriga. Soltó un grito, y aquella cosa negra y peluda profirió otro grito extraño a su vez, y saltó de su barriga al suelo.

Impresionada, Fidelma se incorporó. Un gato negro y delgado estaba sentado, mirándola con brillantes ojos verdes; el pulcro pelo del cuerpo refulgía bajo los rayos del sol que entraba por la ventana. El animal emitió un maullido grave mientras la miraba inquisitivamente y después se puso a lamerse la pata con calma antes de empezar a pasarla sobre la oreja y el ojo con un movimiento rítmico.

Se oyó un correteo del otro lado de la puerta, tras la que apareció Wenbrit preocupado y sin aliento.

– Os he oído gritar, señora -dijo resollando-. ¿Qué sucede?

Fidelma estaba disgustada; señaló la causa de su turbación.

– Este animal me ha cogido desprevenida. No sabía que tenías un gato a bordo.

Wenbrit se relajó y sonrió.

– Es el gato del barco, señora. En una embarcación de este tipo hace falta un gato para controlar las ratas y los ratones.

Fidelma se estremeció al pensar en ratas.

Wenbrit la tranquilizó.

– No os apuréis. No osan aproximarse a las personas; suelen quedarse en el pantoque o en las bodegas. El señor de los ratones, aquí presente, las tiene bajo control.

El gato, que había vuelto a subirse al camastro, se acomodó haciéndose un ovillo y al poco se durmió.

– Parece que esta minina está aquí como en su casa -observó Fidelma.

El chico asintió.

– Es un macho, señora -corrigió Wenbrit-. Y sí, al señor de los ratones le gusta dormir en este camarote. Debería haberos avisado antes. Pero no os preocupéis, me lo llevaré.

El chico se inclinó para cogerlo, pero Fidelma le puso una mano sobre el brazo.

– Déjalo, Wenbrit. Él también puede quedarse en el camarote. Los gatos no me disgustan. Simplemente me he asustado cuando la… el pobre me ha saltado encima.

El chico se encogió de hombros.

– Si os molesta, sólo tenéis que decírmelo.

– ¿Cómo lo llamáis?

– Luchtighern… «el señor de los ratones».

Fidelma sonrió, mirando a su nuevo compañero de viaje.

– Así se llamaba el gato que moraba en la cueva de Dunmore y derrotó a cuantos guerreros el rey de Laigin envió a combatirle. Sólo sucumbió cuando enviaron a una guerrera.

El muchacho la miraba, perplejo.

– Jamás había oído hablar de gato semejante.

– No es más que una antigua historia. ¿Quién le puso Luchtighern?

– El capitán. Él conoce todas las historias, aunque no recuerdo haberle oído ésta.

– Supongo que si hubiera sido hembra la habría llamado Baircne, «heroína marinera», por la primera gata que llegó a Éireann en el bajel de Bresal Bec -relató Fidelma con aire pensativo.

– Pero es un macho -protestó el chico.

– Ya lo sé -lo tranquilizó-. Bueno, ya no molestaremos más al señor de los ratones.

Una vez que Wenbrit hubo salido, Fidelma volvió a la litera y, con cuidado, se acostó con el gato ovillado a los pies. La presencia cálida y el ronroneo eran curiosamente reconfortantes. Cerró los ojos un momento e intentó reunir pensamientos dispersos. ¿En qué estaba pensando antes de aparecer el gato? Ah, sí: en Cian. Apretó los labios. ¿Cómo podía haber sido tan necia? Su juventud y la falta de experiencia eran la única excusa.

Creía que Cian había desaparecido de su vida para siempre, a los dieciocho años, y que sólo quedaban de él amargos recuerdos. Pero allí estaba otra vez, e iba a tener que soportarlo en los reducidos límites del barco durante una semana por lo menos. Sus propios sentimientos la preocupaban. ¿Por qué había reaccionado de aquel modo violento si ya había superado la experiencia de juventud, si ésta no la había rondado desde aquella época en Tara? Quizás el hecho de que no había llegado a enfrentarse debidamente a lo ocurrido explicaba la ira que había sentido al verlo otra vez.

¡Cian! ¿Cómo pudo haber sido tan ingenua? ¿Cómo pudo dejarse embaucar y permitir que le hiciera el alma trizas?

Varias veces lo había perdonado, y hasta había rechazado los consejos de su mejor amiga Grian cuando le decía que lo olvidara y se apartara de él. Pero no lo hizo, y cada vez que Cian erraba, la infelicidad la destrozaba. En consecuencia, decayó su aplicación en los estudios hasta que la llamaron ante el anciano brehon Morann.

Recordaba la escena vividamente, volvía a experimentar con la misma intensidad los sentimientos que la embargaban mientras estaba allí de pie, ante su anciano mentor.

* * *

El brehon Morann miraba a Fidelma con ojos severos pero comprensivos.

– Últimamente os cunde poco el estudio, Fidelma -le había dicho en un tono preocupante-. Parece que hayáis perdido la capacidad para concentraros en las lecciones más sencillas.

Fidelma abrió la boca para defenderse.

– ¡Esperad! -ordenó el brehon Morann alzando la frágil mano como si anticipara las justificaciones que su alumna iba a darle-. ¿Acaso no dicen que aquel que no sabe bailar atribuye la culpa al mal estado del suelo?

Fidelma se acaloró.

– Conozco el motivo por el cual no os habéis concentrado en vuestros estudios -prosiguió el anciano con voz firme y tranquila-. No he venido a condenaros. Si bien os diré la verdad.

– ¿Cuál es la verdad? -pidió ella, sofocada todavía, aunque consciente de que estaba irritada más consigo misma que con algún otro.

El brehon Morann la miró sin parpadear.

– La verdad es que debéis descubrir la verdad, y debéis descubrirla sin demora. De otro modo no saldréis adelante en los estudios.

Fidelma apretó los labios y preguntó:

– ¿Queréis decir con ello que me suspenderéis? ¿Que no aprobaréis mi esfuerzo?

– No. Suspenderéis vos misma.

Fidelma soltó un suspiro grave de enfado. Miró al brehon Morann un momento antes de dar media vuelta para irse.

– ¡Esperad!

La voz serena, bien que autoritaria, del brehon Morann la detuvo. A su pesar, se volvió de cara a él, que no se había movido.

– Permitidme que os dé este consejo, Fidelma de Cashel. Algunas veces sucede que un viejo maestro como yo encuentra un alumno con unas aptitudes, con una agilidad mental, tan excepcionales, que recupera la fe en su labor educativa. La tarea diaria de intentar inculcar conocimientos a miles de mentes reacias se compensa con creces con sólo encontrar una tan entusiasta y capaz de asimilar y comprender esos conocimientos… y apta para usar esos conocimientos a fin de contribuir a la mejora del hombre. De súbito se recompensan años de frustración. No estoy hablando a la ligera al decir que pensé que la decisión de hacerme maestro se justificaría con vos.

Fidelma escuchaba de pie, estupefacta, al anciano. Jamás se había dirigido a ella de aquel modo. Por un momento volvió a ponerse a la defensiva: su ágil mente llegó a la conclusión de que su mentor querría una recompensa a cambio de aquel cumplido.

– ¿Acaso no dijisteis una vez que usar a los demás para satisfacer la ambición propia es un reflejo de la debilidad del carácter y las aptitudes de uno mismo? -le espetó Fidelma sin consideración.

El brehon Morann no parpadeó siquiera pese a la hiriente contestación. Sus párpados apenas se velaron un poco mientras encajaba su réplica:

– Fidelma de Cashel. Albergáis tantas posibilidades y capacidades… No os enemistéis con ellas. Reconoced vuestro talento y no lo desaprovechéis.

Fidelma no sabía cómo debía reaccionar a las palabras del viejo brehon, pues eran impropias de él. Que ella supiera, jamás había suplicado nada a ninguno de sus alumnos, y ahora su tono le parecía suplicante; suplicante con ella.

– Yo debo vivir mi propia vida -respondió desafiante.

El rostro del anciano se endureció y, con una seña brusca y displicente con la mano, dijo:

– En tal caso marchaos y vividla. No regreséis a mis clases hasta que no tengáis voluntad de aprender de ellas. Mientras no halléis la paz interior, de nada servirá que regreséis.

Fidelma sintió una punzada de rabia y, por no confiar en su reacción, salió de la sala como una exhalación.

Tres meses pasaron antes de que volviera a presentarse ante el brehon Morann. Tres largos meses de amargura, disgustos y soledad.