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– Y creo que eso es todo lo que sé, de momento -concluyó Michael tras exponer un resumen de la situación a Emanuel Shorer; quien, con la vista fija en el cenicero lleno de colillas y cerillas partidas, procedió a romper en dos una cerilla más.

Estaban sentados en la abarrotada terraza del café de Casa Ticho. El edificio albergaba una galería de arte donde se exponía en esos momentos la obra de la artista de Jerusalén Anna Ticho y, en la planta baja, había varias mesas, pero todo el mundo había preferido tomar asiento en la terraza, desde la que se dominaba la vista de un gran jardín, y disfrutar de la fresca brisa nocturna después de un día de calor seco. Sobre la terraza redonda el cielo estaba negro, sin una estrella, y Michael alcanzaba a ver desde su sitio los esbeltos cipreses y pinos del jardín, oscuros y siniestros. En la mesa de al lado, dos mujeres de mediana edad cuchicheaban y lanzaban risitas irritantes, que empeoraban su nerviosismo; sentía la exasperación de un niño cansado que se niega a reconocer la fatiga y reacciona con indignación ante cualquier gesto bienintencionado.

Emanuel Shorer apuró los restos de su cerveza, se enjugó los labios y preguntó:

– ¿Cuándo rompió con Ruchama Shai exactamente?

– El jueves por la mañana. En el despacho de Tirosh han encontrado huellas dactilares de ella. Ni siquiera fue capaz de esperar para citarla en otro sitio.

– Tal vez le daba miedo que le montara una escena -apuntó Shorer, y Michael masculló que si Emanuel hubiera visto a la mujer con sus propios ojos, sabría que era imposible imaginarla montando una escena-. Ese asunto de las botellas de aire -prosiguió Shorer-, ¿Te has enterado de dónde se puede conseguir monóxido de carbono puro?

– Sí. En cualquier laboratorio de química o física de la universidad. Y también es muy fácil encargarlo a un distribuidor de productos químicos.

– ¿Y no han allanado ninguno de los laboratorios en los últimos tiempos? -preguntó Shorer.

Mientras esperaba a que la joven camarera traspasara el café de su pequeña bandeja a la mesa, Michael recordó el café que había junto a la comisaría del barrio ruso, donde Shorer y él habían pasado juntos muchos ratos, revolviendo centenares de tazas de café. Emanuel Shorer solía atusarse el espeso bigote que lucía entonces y se había afeitado hacía un par de años, y pronunciaba algunas frases, comentarios casuales cuya importancia Michael sólo llegaba a comprender más tarde, ya solo.

Revolvió el azúcar una y otra vez y respondió que no tenía noticia de que se hubiera producido ningún robo.

– Pero nadie podría alabar la eficacia de las medidas de seguridad de la universidad -añadió apoyándose sobre la mesa-. He hablado con el químico que está a cargo de uno de los laboratorios; mucha gente tiene las llaves y no paran de entrar y salir. Me parece que no hay ninguna necesidad de forzar la puerta.

Michael hablaba distraídamente; aún le rondaba por la mente su encuentro con Ruchama Shai. Seguir la conversación le costaba un gran esfuerzo, que estaba agotando sus últimas reservas de resistencia. Ruchama no había demostrado miedo; sus reacciones fueron las de una persona bajo el efecto de una conmoción, y eso le impedía concentrarse en las preguntas. No hubo manera de conectar con ella, al menos durante la primera hora. Cuando Michael se refirió por cuarta vez a la «delicada» situación de su marido, al fin comenzó a responder a sus preguntas de una forma tan mecánica y lacónica como la de Shai. De sus respuestas dedujo que Tirosh y ella habían roto. («¿De quién fue la iniciativa?», le había preguntado, y ella, bajando los ojos, contestó: «Suya». Luego mencionó a Ruth Dudai en respuesta a la pregunta sobre los motivos de la ruptura.) Le explicó después que había dormido casi ininterrumpidamente desde el jueves por la mañana hasta el domingo por la tarde. No sabía si Tuvia había estado en casa durante todo ese tiempo.

Michael tenía la sensación de que el asesinato de Shaul Tirosh la había impresionado mucho, pero sin sorprenderla, como si hubiera respondido a alguna lógica oculta. Cuando la interrogó al respecto, se quedó aturdida; no sabía nada de eso, se obstinó en repetir. Michael mencionó la prueba poligráfica y ella se encogió de hombros.

– No tengo nada que ocultar -dijo.

Y Michael sintió que Ruchama estaba ausente, como su marido. Se preguntó varias veces qué podría haber visto en ella un hombre como Shaul Tirosh. Cuando hablaba, sus ojos de color de avellana estaban vacíos, sin expresión. Observó sus brazos delgados, su esbelto cuello, su labio inferior colgante (casi como el de un payaso triste) y su piel, suave, pero tan fina, rayando en la transparencia, que uno podía imaginar que en cualquier momento se apergaminaría y desprendería, revelando otra piel, ajada, surcada de arrugas; y nuevamente llegó a la conclusión de que había cosas que escapaban a su comprensión, tal como le dijo a Emanuel Shorer, y una de ellas era «el comportamiento masculino con las mujeres».

La idea de ir a ver el material grabado en el estudio de televisión le ponía tenso, tensión que trató de intensificar para sobreponerse al agotamiento.

– Tomas demasiado café -le reconvino Shorer-, y también fumas demasiado. A tu edad ya no te lo puedes tomar a broma; tienes que cuidarte. ¿Por qué no dejas de fumar? Fíjate en mí: si me ofrecieras un cigarrillo, ya no sería capaz de disfrutarlo. Llevo cuatro años sin tocar un cigarrillo.

Michael le sonrió. Las muestras de inquietud paternal de Shorer siempre le llegaban al alma.

– Desde que dejé de fumar he engordado, eso es verdad -se lamentó Shorer, tocándose los michelines de la cintura-, pero ya perderé los kilos de más -e, introduciéndose media cerilla en la boca, enmudeció. Sacándose el trozo de cerilla de entre los dientes, lo levantó a modo de dedo admonitorio y dijo-: No es tan fácil extraer el aire comprimido de una botella, rellenarla con monóxido de carbono y lograr que pese lo mismo, ¿sabes?; y no olvides que estamos hablando de dos botellas. En primer lugar, yo trataría de descubrir quién tiene acceso a un laboratorio o ha encargado monóxido de carbono a un distribuidor de productos químicos. Deja el móvil para más adelante; el primer problema es la ejecución.

– Ya lo había pensado, y he empezado a hacer pesquisas, pero de momento no he descubierto ninguna conexión con un laboratorio; en fin, la mitad del equipo está dedicándose a eso en estos momentos. Pero sí sé una cosa: Tirosh estuvo en casa de Dudai, y bajó al sótano en un par de ocasiones…, la primera cuando Iddo estaba en el extranjero, y la segunda después de que regresara. Les fallaba la electricidad, eso es lo que me explicó Ruth Dudai, y Tirosh se la arregló; y era en el sótano donde Dudai guardaba las botellas de aire y el resto de su equipo de buceo.

– El problema es -dijo Shorer tras un instante de silencio- que quizá manipulasen las botellas hace mucho, antes de que entrasen en juego las coartadas.

– E incluso podría haberlo hecho Tirosh -soltó Michael de pronto.

Shorer se quedó mirándolo y acabó por sonreír y preguntarle en tono de reproche:

– ¿Es que sabes algo que no me has contado? Si no es así, ¿por qué demonios iba a asesinar Tirosh a su alumno estrella? Según tu versión, quiero decir.

– No lo sé; lo he dicho sin pensarlo -respondió Michael distraído.

– No lo has dicho sin pensarlo. Antes te referiste al sótano, a que Tirosh estuvo en el sótano -protestó Shorer, dirigiendo una mirada melancólica a la botella vacía de cerveza.

– No lo sé -titubeó Michael-, pero es el único que estuvo en el sótano, aparte de los vecinos de la casa. Y además… -y se quedó callado.

– ¿Y además? -insistió Shorer.

– Da igual. Como bien has dicho, la cuestión del móvil se puede dejar para más adelante.

Shorer retomó el hilo de las preguntas que estaba formulando antes y volvió a interesarse por la familia de Tirosh y las mujeres de su pasado.

– Es posible que estuviera casado, quién sabe. Tienes que consultárselo a alguien que lo conociera cuando llegó a Israel. Tal y como lo describes, es el tipo de hombre que pudo haberse casado, digamos, a los veinte años, para luego desaparecer. E incluso puede que tuviera un hijo, tal vez ilegítimo -y, con una cerilla quemada que cogió del rebosante cenicero, Shorer comenzó a trazar líneas sobre una servilleta de papel.

Michael mencionó a Ariyeh Klein y añadió que Aharonovitz también había conocido a Tirosh en los viejos tiempos, aunque nunca habían sido amigos.

– Tengo entendido que Tirosh sentía un enorme respeto por Klein, e incluso veneración; hubo una época en que iba mucho de visita a su casa, y solía quedarse a comer. Pero todavía no he hablado con Klein.

– ¿Por qué no? -replicó Shorer lanzándole una mirada reprobadora-. ¿No me has dicho que has descubierto que regresó el jueves y no el sábado, según creían en el Departamento de Literatura?

– Que les dijera que iba a regresar el sábado no significa nada -respondió Michael sonriente. Echó un vistazo a su reloj: las nueve en punto…, llevaban tres horas hablando-. Si hubieras visto cómo se le lanzaron encima, comprenderías por qué quería mantener en secreto el momento de su llegada. ¿Vas a venir conmigo a ver la grabación?

– Ahora podemos volver a hablar de Tirosh y de su conexión con las botellas de aire -dijo Shorer mientras salían del estudio de televisión.

Las calles estaban oscuras y sólo unos cuantos coches circulaban entre las luces amarillas y parpadeantes de los semáforos. Michael aparcó ante la casa de Shorer y ambos se quedaron sentados en silencio.

– Estuvo en casa de Dudai hace dos semanas, cuando ya había vuelto de Estados Unidos -explicó Michael-. Pero Iddo no estaba en casa. Hubo un cortocircuito y Tirosh bajó al sótano a cambiar el fusible. Ruth lo acompañó; no tardaron mucho. Hemos registrado el sótano a fondo, sin encontrar nada.

– ¿Qué esperabas encontrar? ¿Un clavel? -preguntó Shorer a la vez que asía el tirador de la puerta.

– No se trata de eso; no esperaba que dejara su firma. Pero si ahora encontramos allí sus huellas, no nos servirá de nada.

– Por lo tanto, volvemos a la necesidad de descubrir si tenía en su poder monóxido de carbono -dijo Shorer, empezando a bajarse del coche-, porque es evidente que algo ocurrió entre ellos.

– No sé si ya te lo he dicho: hemos encontrado las huellas dactilares de Dudai en una botella que había en casa de Tirosh.

– No me lo habías dicho -comentó Shorer, tenso, y volvió a sentarse en el coche-. ¿Qué botella?

– Una de licor de chocolate.

– ¡Licor de chocolate! -repitió Shorer con asco.

– Era la única bebida que tomaba Iddo. Ruth Dudai me ha contado que no bebía alcohol, ni siquiera vino. En toda la casa no hemos encontrado más huellas suyas que las de la botella.

– ¿Y bien? -gruñó Shorer con impaciencia.

– Sé por Ruchama Shai que Tirosh nunca tocaba el licor de chocolate. Lo tenía para sus invitados. Y se me ha ocurrido lo siguiente: Dudai regresó de Estados Unidos dos semanas y un día antes de morir, y en ese lapso de tiempo, o tal vez antes de marcharse del país, estuvo en casa de Tirosh. En cualquier caso, hace algún tiempo, ya que sólo hemos descubierto sus huellas en la botella. O sea que debieron de limpiar la casa después de que estuviera allí, o algo así.

– No comprendo cómo no me lo habías contado. ¿Cuándo dices que estuvo allí?

– Ése es el problema: no hay forma de averiguarlo -repuso Michael con un hilo de voz- Su mujer no tiene ni idea de cómo pasaba las tardes últimamente; iba y venía, Dios sabe a dónde. Pero las cosas marchaban bien antes de que se fuera a Estados Unidos; su mujer todavía estaba al tanto de sus movimientos. Y dice que no tenía por costumbre ir a ver a Tirosh a su casa; esas visitas eran excepcionales.

– Lo que significa -concluyó Shorer, posando de nuevo la mano sobre el tirador de la puerta- que se vieron allí antes del seminario y después de que Dudai regresase de Estados Unidos; fue entonces cuando se produjo una confrontación entre ellos -Michael guardó silencio, y Shorer añadió-: ¿Has visto la cara de Tirosh en la pantalla? ¿Su expresión de sorpresa? Parecía anonadado por lo que había dicho Dudai.

– A mí me ha dado la impresión -comentó Michael, vacilante- de que más que sorpresa sentía miedo, como si esperase que en ese foro…

– Está bien -atajó Shorer, impaciente-. Insisto en que la única forma de saber si Tirosh envenenó las botellas es averiguar si tenía en su poder monóxido de carbono -abrió la puerta del coche y, una vez fuera, metió la cabeza por la ventanilla y dijo con una sonrisa-: Nos ha tocado hacer cosas más difíciles en la vida. Que duermas bien -y dio una palmada sobre el polvoriento techo del coche, como para darle impulso.

A la una de la mañana, Michael Ohayon dejaba su coche en el aparcamiento contiguo al edificio de apartamentos donde vivía y se apeaba despacio. Aún oía voces resonando en sus oídos. Recordó la cubierta gris del libro de Anatoli Ferber, que ahora estaba junto a su cama, y se preguntó qué habría impulsado a Iddo Dudai a poner en peligro su futuro académico criticando la poesía política de Shaul Tirosh. «Y precisamente en el seminario», pensó mientras cerraba el coche con llave, y comprendió que le esperaban largas horas de leer poesía.

La mayoría de las luces encendidas en su edificio no alcanzaban a verse desde la calle. Estaba construido en la ladera de una colina orientada hacia el valle y sólo las ventanas de la cocina daban a la calle. Su piso, al que se llegaba descendiendo un tramo de escaleras, recibía por la mañana raudales de luz, como tantos otros de las zonas residenciales de las afueras de Jerusalén.

Era su tercer piso desde su divorcio. Llevaba cuatro años instalado en él y hacía lo posible por considerarlo su hogar. Al separarse de Nira supo que quizá nunca llegaría a formar otra familia y, desde entonces, siempre procuraba sentirse en casa allá donde viviera. No tenía plantas, eso era cierto, pensó al ver el cactus del vestíbulo, escrupulosamente regado por un vecino; pero siempre tenía el piso limpio, ordenado, y algo de comer en la nevera; y los muebles, adquiridos uno a uno, también habían servido para que Yuval se sintiera en casa.

El piso constaba de tres habitaciones bastante exiguas y un cuarto de estar con una terraza que daba a una zona verde. En el cuarto de estar había un sofá marrón y dos butacas que había comprado en un saldo, pese a que su color no combinaba con el del sofá y abultaban demasiado en una habitación tan pequeña. Pero eran cómodas, pensó, y un día de éstos las tapizaría. Junto a la butaca azul se erguía una lámpara de pie, una alfombra grande y fina, que le había regalado su madre después del divorcio, cubría el suelo y, en un rincón, un mueble- cito alojaba el equipo de música y la televisión. En una pequeña estantería situada junto a la butaca azul se alineaban los libros a los que tenía un cariño especial (toda la obra de Le Carré, en inglés y en hebreo; Poemas de antaño de Natán Alterman, Poemas prácticos de David Avidán, Miscelánea poética de Natán Zaj y Poemas blancos de Shaul Tirosh; Madame Bovary, dos volúmenes de Florinski sobre la Rusia zarista, los cuentos de Chéjov y de Gógol, unos cuantos libros de Balzac en francés, El ruido y la furia de Faulkner, Pasado continuo de Iacob Sabtai y varios ejemplares de la revista de historia Zmanim, donde se había publicado un artículo suyo sobre los gremios en el Renacimiento). Bajo el teléfono estaban las facturas del agua y de la electricidad.

En la butaca azul reposaba Maya, las piernas recogidas bajo el cuerpo y las rodillas asomando bajo el borde de su falda azul claro. Sólo estaba encendida la lámpara de pie y, a esa luz, Michael vio los reflejos cobrizos de su pelo, entreverado de hebras grises. Maya lo miró sin decir nada. Y en el silencio reinante, pues ella no había encendido la radio, Michael supo que había ocurrido algo.

Maya sólo estaba quieta y relajada mientras dormía. El resto del tiempo lo pasaba en permanente actividad. Llevaba el ritmo de la música golpeando el suelo con el pie (siempre estaba escuchando música) y se ponía a cocinar aunque sólo hubiera ido a pasar un rato; otras veces, hablaba sin pausa a la vez que cocinaba y escuchaba música. Cuando esperaba a Michael en su piso, siempre la encontraba en la cocina o en la cama, leyendo con el entrecejo fruncido, sus dedos jugueteando con la sábana. A veces, si estaba cansada, la encontraba en la butaca azul viendo la televisión, con un libro en el regazo. Era la primera vez que la veía acurrucada, inmóvil, la vista fija en la ventana de enfrente. En su rostro había una expresión que sólo había visto unas cuantas veces desde que la conocía, y siempre había sido una expresión pasajera para la que no había encontrado explicación. Ahora la tenía petrificada en el semblante. Era un gesto desesperado y, a la vez, de resignación; el gesto con que se hace frente a una catástrofe contra la que no hay defensa posible. Esa expresión lo dejó paralizado.

Se sentó en la butaca de tapicería floreada y dejó las llaves en la mesa de centro. No se atrevía a acercarse a ella. Llevaban siete años juntos y todavía había momentos en que no osaba acercársele. Encendió un cigarrillo. Y se quedó a la espera. Transcurrió un largo rato antes de que le preguntara qué pasaba. Al percibir la frialdad de su propia voz y el temblor de sus manos, supo hasta qué punto estaba asustado.

Maya lo miró sombría y movió los labios varias veces hasta que consiguió decir que tendrían que dejar de verse durante algún tiempo. Era la primera vez que proponía una separación. Siempre había sido Michael quien trataba de alejarse de ella, porque se le hacía insufrible la doble vida de Maya, los momentos robados con los que debía contentarse.

Desde el principio de su relación, ella dejó bien sentado que nunca hablarían de su marido, de su vida de casada, y ni siquiera de los motivos por los que no pensaba divorciarse. Tan sólo se permitía mencionar de tanto en tanto a Dana, su hija, que tenía tres años cuando se conocieron. Michael sabía dónde vivía, como es natural, e incluso conocía la voz de su marido de las veces en que había reanudado el contacto después de romper con ella. La noche en que se conocieron, buscó su nombre en la guía telefónica: «Wolf, Maya y Henry, neurocirujano», decía; y desde entonces se había formado una imagen de su lujoso piso de la calle Tivonim, de Rehavia, y de su marido, tal vez canoso, quizá mayor que ella, pero sin duda alguna un hombre de gran presencia. Durante el primer año de su relación, llegaba a sentir un secreto orgullo al pensar que ella dejaba a su marido cirujano y su hogar de la calle Tivonim (hasta le parecía oír el sonido del piano), para ir a verlo, porque lo prefería a él.

Al cabo de un año le había confesado esos sentimientos, burlándose de sí mismo. Ella se rió, pero sin desmentir la imagen que se había formado. Él nunca le habló de las ocasiones en que se apostaba en una esquina de la calle Tivonim, a la espera, de la única vez que la había visto salir de su casa del brazo de un hombre delgado y de baja estatura, que caminaba despacio, ni de su visita a la sección de neurocirugía del Hospital Shaarei Tzedek, donde trabajaba su marido y donde había tratado en vano de encontrarlo leyendo los nombres de los médicos en las tarjetas que llevaban prendidas en el pecho.

Al volver la vista atrás, no lograba precisar el momento en que Maya había dejado de ser una aventura agradable para convertirse en el gran anhelo de su corazón. Al volver la vista atrás, algo que nunca dejaba de hacer durante las largas noches que, cada vez con mayor frecuencia, pasaba solo hastiado del esfuerzo de buscar a alguien que la sustituyera, a veces pensaba que aquella primera noche, inocente como fue, y también extraña, Maya ya se había convertido en la mujer de su vida. Sabía, sin embargo, que sólo el paso del tiempo le permitía reconocer un orden, un proceso, los motivos y las pautas de conducta. En el momento, cuando sucedió, no habría sabido predecir qué curso seguirían los acontecimientos. Y a la pregunta: «Si hubieras previsto el futuro, ¿habrías actuado de otra forma?», respondería inmediatamente, sin necesidad de pensárselo, que todo habría sucedido tal y como ocurrió.

Ahora se oyó preguntarle fríamente si quería un café y la vio hacer un gesto negativo con la cabeza.

No quería nada. Sólo que le prestara toda su atención. La situación ya era bastante difícil de por sí, dijo, estirando el borde de su falda. Tenía que hablarle de su marido.

Michael se quedó perplejo. Maya nunca había empleado las palabras «mi marido», como tampoco se había referido a él llamándolo por su nombre. Por lo general, él también lograba eludir el tema. Siempre había tenido la impresión de que bajo la alegría con la que Maya acudía a él se ocultaba una tristeza profunda; de que tras la mujer segura de sí misma y con experiencia había una niña pequeña y amedrentada. Pero eso no era nada raro, pensaba. Detrás de cualquier mujer llena de aplomo siempre se esconde una niña asustada. Pero Maya era diferente. Bajo la inseguridad infantil Michael advertía la presencia de otra capa más profunda, que le inspiraba hondos temores, una capa de fortaleza y de capacidad para resistir lo peor. Aun sin saber qué podía ser «lo peor», percibía con toda claridad la fortaleza trágica de Maya. Y ahora, esa percepción se plasmó en unas palabras concretas.

– Esclerosis múltiple -dijo Maya, pronunciando el término médico en tono desapasionado-. Hasta el momento ha progresado muy despacio, pero ya lleva un año en silla de ruedas, y ahora parece que quizá no vuelva a levantarse de la cama.

El cigarrillo que Michael tenía en la mano se había consumido hasta el filtro. Miró a Maya con incredulidad.

– Es imposible que no lo supieras -dijo ella-. Jerusalén es una ciudad provinciana, aquí es inevitable enterarse de todo. Estaba convencida de que lo sabías y hacías como si no lo supieras para no molestarme. A fin de cuentas, eres detective. Aunque tal vez al ser médico, y gracias a su posición social, y a mil cosas más, la noticia no se ha difundido tanto.

– ¿Y cuando nos conocimos? -preguntó Michael.

Maya asintió con la cabeza.

– Diez años. Un deterioro lento. Ahora tiene cuarenta y siete años.

De manera que Maya era diez años más joven que su marido, se apresuró a calcular Michael; y enseguida se avergonzó de sí mismo.

– Pero no lo habría abandonado aunque no hubiera estado tan enfermo, aunque hubiera estado bien; claro que quizá no me habría permitido llegar a un compromiso tan hondo contigo.

Michael detestaba la palabra «compromiso», y pensó en la arrogancia de quienes se creían capaces de controlar hasta dónde debía llegar su amor; pero mantuvo su cara de póquer y se resistió a la tentación de hablar.

– No me preguntes por qué, pero no tengo la intención de ingresarlo. Lo cuidaré en casa, al menos mientras sea posible. Y no sé si sería capaz de soportar las transiciones de mi casa a la tuya, sin contar con el sentimiento de culpa.

Rara vez se había sentido tan paralizado como en aquel momento, pensaría Michael después. Y, una vez más, repasó mentalmente, como quien vuelve a ver una película, las escenas de su vida en común, a partir del primer encuentro. La imagen inicial siempre era la misma: una noche en que regresaba de Tel Aviv a Jerusalén, después del desvío de Shaar Hagai, vio un coche en el arcén y a una mujer recostada sobre el parachoques. Era la una de la mañana y Michael Ohayon, recién ascendido a inspector de la Unidad de Grandes Delitos, joven, divorciado, saciado de aventuras sexuales pero todavía receptivo ante la sonrisa de una mujer, detuvo su coche y se aproximó a ella. La mujer le sonrió y la luz de los faros iluminó los destellos dorados de sus ojos y la redondez de sus mejillas. Luego Michael vio sus sinuosas rodillas blancas y el anillo de casada que ceñía su anular. Cuando le preguntó qué problema tenía, ella explicó que se había quedado sin gasolina. No añadió ninguna de las típicas excusas femeninas. Él consideró la posibilidad de trasvasar gasolina del depósito de su coche al de ella, pero sintió náuseas sólo de pensar en el sabor de la gasolina que habría de tragar al principio. A esas horas de la noche no había ninguna gasolinera abierta. Se ofreció a llevarla a casa, a Jerusalén, dejando su coche donde estaba.

– Le tengo mucho cariño a mi Peugeot, el gran campeón -dijo ella, dando unas palmaditas al coche, como si fuera un soberbio caballo de carreras-. Espero que siga aquí por la mañana.

Él también lo esperaba, dijo Michael cortésmente, y le abrió la puerta del coche. Nunca había olvidado el aire otoñal de aquella noche, que fue enfriándose a medida que se acercaban a Jerusalén; la luna llena (ella había comentado que la luna despertaba en la gente deseos primarios, que no te podía dejar indiferente) y la absoluta oscuridad más allá del haz de luz de los faros.

Michael se enamoró de Maya sin darse cuenta, aunque debería haberlo sabido. En cuanto ella cerró la puerta, el coche quedó embalsamado por su aroma, una mezcla de limón y miel, el aroma que Michael llevaba tanto tiempo buscando, desde los dieciocho años. Entonces debería haber comprendido que no habría vuelta atrás. Maya llevaba una holgada falda azul y una blusa blanca de amplias mangas, y tenía la cara ancha y cubierta de pecas. El cabello castaño le caía recto hasta los hombros y tenía la voz ligeramente ronca. Le contó, entre Shaar Hagai y Kastel, que trabajaba preparando libros para su publicación en una editorial, que venía de un concierto (el violinista Shlomo Mintz era «jovencísimo y endiablado, un verdadero demonio»). Él sonrió a lo largo de todo el camino, como para sí, y cuando llegaron a Abu Gosh decidió que tenía que descubrir si aquel aroma procedía de su pelo, de un perfume, o de su piel. Junto al Colegio para Ciegos de Kiryat Moshe, a la entrada de la ciudad, frente al semáforo parpadeante, se inclinó sobre ella y le olió el cabello. Luego aparcó en Kiryat Moshe. Ella dejó de parlotear y puso una cara muy seria, pero en sus ojos, castaños, según Michael pudo apreciar a la luz de una farola, en sus ojos aún centelleaban los destellos dorados. Y cuando él abrió los ojos mientras se besaban, vio que ella también los tenía abiertos. Quiso preguntarle, sin atreverse, si usaba algún perfume, y luego la llevó a casa. Después ella siempre le recordaba sonriendo que le había pedido permiso para tocarle el pelo, y luego permiso para besarla. «Creía que esas preguntas sólo se hacían en las películas y que en el mundo real la gente era espontánea», le dijo aquella noche; y, más adelante, sus comentarios sobre la falta de espontaneidad de Michael se repetirían hasta llegar a convertirse en la manzana de la discordia entre ellos («¿Por qué me lo preguntas? Si después de siete años aún no sabes si puedes o no puedes, ¿qué estamos haciendo juntos? ¡A quién se le ocurre pedirle permiso a su mujer para besarla! No es una muestra de educación, es insultante. Significa que entre nosotros no hay intimidad»). Aquella noche Michael regresó a casa más feliz que en toda su vida. No sabía cómo se llamaba y, como es lógico, no habían comentado nada sobre volver a verse, pero Michael sabía que nada es casual, que el azar no existe, y no dudaba que, después de haberla encontrado, volvería a verla. Lo que no esperaba es que ocurriera tan pronto. Tres semanas después de haberla llevado a Jerusalén desde Shaar Hagai, se vio obligado a asistir a un concierto privado que ofrecía Tali Shatz, la hija del catedrático que le había dirigido la tesina en la universidad. Ya no era otoño. La lluvia azotaba las ventanas del gran salón de la flamante casa de Ramot, donde, como supo después, vivía el ex agregado cultural israelí en Chicago. El profesor Shatz mencionó de pasada que la anfitriona era prima segunda suya. Tali tocó el violín y su marido, con el que acababa de casarse, la acompañó al piano en la Sonata Kreutzer de Beethoven, una pieza por la que Michael sentía predilección.

Cuando se abrió la puerta y oyó su voz, Michael dio gracias al cielo por haber acudido solo. Maya llegó sin paraguas, calada hasta los huesos, y dejó huellas húmedas en la pálida alfombra que cubría de pared a pared el suelo del gran salón. La anfitriona, después de asegurarle que no había por qué preocuparse («No es más que agua»), la observaba avanzar llena de ansiedad. Michael la vio a plena luz. Vestía un sencillo traje negro que le marcaba la cintura, con un escote redondo y pronunciado, y mangas largas. No se podía decir que fuera guapa en un sentido convencional, pero en sus movimientos había delicadeza, atractivo, y tenía una cara radiante. Incluso sonrió efusivamente a la anfitriona, que, parada y frotándose las manos, le recordó a Michael a Ana Sergeievna, el personaje de «La señora del perrito» de Chéjov.

«No me reconoce», pensó Michael. Se la presentaron junto a la mesa grande y reluciente dispuesta en un rincón del salón. Sobre la mesa reposaba un postre muy elaborado, y la anfitriona, con sonrisa untuosa e insistencia, informó a sus invitados de que era una «Charlotte russe», había aprendido a hacerla pensando en su próximo destino. También había un juego de té, «Rosenthal», según le dijo la anfitriona a Maya en tono de velado reproche cuando a ésta se le cayó al suelo una taza, sin llegar a romperse. Mientras se apresuraba a diluir y secar el té derramado, la anfitriona estaba demasiado ocupada, pronunciando un discurso sobre la porcelana de Rosenthal y las dificultades que entrañaba reemplazarla, para reparar en Maya, que miraba fijamente a Michael y fruncía el ceño en aparente esfuerzo por recordar, las aletas de la nariz dilatándose y contrayéndose como si tuvieran vida propia. Y de pronto, como si acabara de acordarse o hubiera decidido cómo reaccionar, Maya sonrió y los destellos dorados bailaron en sus ojos. Michael, que estaba tomando un café pausadamente, notó que la mano le temblaba. Eso no era nada especial, se dijo. «Siempre me emociono y tiemblo cuando me encuentro con una mujer a la que deseo. Es la misma "emoción de la caza" que he sentido docenas de veces.»

Escaparon del concierto antes de que se sirviera el vino, pocos minutos después de que concluyera la música. En un café, una vez que hubo averiguado lo que ella llamaba «las circunstancias de la vida» de Michael, Maya le preguntó lisa y llanamente por qué no iban a su casa. Estaba segura, le dijo, de que la deseaba. «¿Estás casada?», le preguntó él entonces, mirando el anillo que llevaba en el dedo. Ella asintió con la cabeza, sin querer meterse en mayores explicaciones.

Esa misma noche, Maya le dijo que su vida conyugal no era relevante.

– No encontrarás ahí la explicación -dijo, y Michael no la presionó-. Pero seguro que esta situación te resulta cómoda y poco comprometida -comentó, y sólo la risa con que acompañó el comentario redujo su agresividad.

Se marchó de madrugada, sin decir nada sobre si volverían a verse, pero con una sonrisa radiante, cargada de promesas y de seguridad. Cuando lo llamó a la mañana siguiente, él no supo cómo se había hecho con su teléfono.

Y ahora estaba sentada en la butaca azul, con las piernas dobladas bajo el cuerpo. No había cambiado de postura desde la llegada de Michael, quien, viendo la redondez de su rodilla, sintió deseos de tocarla, sin atreverse. Recordó lo que le había dicho Tzilla en el restaurante de Meir; que carecía de talento para percibir las cosas cuando no estaba investigando una situación delictiva, que en la «vida», tal como ella decía, era bastante ingenuo.

– ¿No tienes nada que decir? ¿Nada de nada? -preguntó Maya.

Y Michael percibió un sollozo ahogado en la voz rasposa y respondió que estaba pensando qué decirle, que parecía insensible porque estaba tratando de expresar con palabras el tumultuoso caudal de emociones que sentía.

– Y además -añadió lentamente-, me estoy preguntando si romper conmigo es lo que necesitas en estos momentos, y me estoy preguntando si de verdad soy incapaz de ayudarte; pero, sobre todo, estoy pensando en cómo has podido ocultarme esto durante los últimos siete años; y yo que creía que estábamos tan unidos, y durante todo el tiempo has guardado para ti este terrible secreto, y…

Michael pensó en la ironía de la imagen que se había creado de la atractiva vida social de Maya, su armoniosa existencia, su eminente marido, pero no comentó nada de eso.

– ¿En qué estás pensando? -quiso saber Maya, tras una larga pausa.

– Si entre nosotros hay un compromiso, tal como tú lo llamas -replicó Michael-, ¿prescindir de él es todo lo que puedo hacer por ti?

– De momento, solamente -dijo Maya con desesperación, y Michael pensó que una esclerosis múltiple podía durar veinte años, pero tampoco de esto dijo nada.

Contempló la rodilla desnuda, la mano esbelta que reposaba en el brazo de la butaca, y se sintió arrebatado por una cólera que no trató de ocultar.

– Estás gritando -dijo Maya, con sorpresa, con miedo-. ¿Por qué me estás gritando?

– ¡Es una trampa! -volvió a gritar Michael-, ¿Qué puedo decir yo si te sientes culpable? Naturalmente, tú estableces las reglas…, como siempre; pero nunca me habías hecho tanto daño; ¡y tienes la desfachatez de decirme que no soy espontáneo! ¿Quién te dio el derecho de decirme que me querías mientras me ocultabas una cosa así? ¿Por quién me has tomado? ¿Por un niño de pecho? ¿Pensabas que no sería capaz de «arreglármelas»? Otra de tus palabras favoritas. ¿Qué derecho tengo yo a opinar? No soy tu marido, sólo soy tu amante, y yo pensaba que también éramos amigos, y ahora, de repente, me sueltas esto, y resulta que todos estos años has estado jugando conmigo.

Después de despegar los labios unas cuantas veces, y de estirarse la amplia falda sobre las rodillas, Maya aprovechó el instante de silencio para responderle a voces:

– ¡Tú eres el famoso detective! Si hubieras querido enterarte, te habrías enterado. ¿Crees que es una coincidencia que en todos estos años nunca te hayas atrevido a preguntarme nada? ¿No eres tú el que siempre dice que las casualidades no existen? ¿Cómo es que no lo sabías?

Las lágrimas que habían ahogado su voz mientras hablaba comenzaron a manar, grandes y transparentes; y el gesto infantil que hizo para enjugarse las mejillas con el dorso de la mano le partió el corazón a Michael; a pesar de las oleadas de rabia que volvían a aprisionarle, se levantó y se acercó a ella, la levantó de la silla sin que dejara de sollozar, la abrazó con todas sus fuerzas, e incluso le secó las lágrimas con los labios. Pero luego ella dijo:

– No me lo pongas más difícil, Michael, por favor, no me lo pongas más difícil. Deja que me marche y volveré, ya lo verás, volveré.

Y él ya no dijo nada, porque las voces que había en su interior clamaban espoleadas por la furia, la tristeza, el amor y el odio, y sobre todo, por la hiriente sensación de haber sido engañado.

No lograba conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los párpados lo asaltaba una nueva oleada de cólera, seguida por otra de autocompasión, y por fin, al ver que eran las tres, renunció a tratar de dormir y volvió a sentarse en la butaca. («¿Qué has hecho durante todo este mes?», le había preguntado Maya en una ocasión, después de uno de los intentos de Michael de romper sus relaciones. «Me sumergí en el trabajo», le había respondido. Todavía recordaba cómo iba vestida entonces.) Tiró de la cadenita de la lámpara y hojeó el libro de Anatoli Ferber que había encontrado en la cama de Tirosh, contemplando los negros caracteres dispuestos en líneas cortas. Le vino a la cabeza la imagen del rostro de Iddo Dudai en la grabación de la televisión, y después en la playa de Eilat; luego pensó en el comentario que le había hecho Emanuel Shorer en el café; sabía que la clave radicaba en cómo se había portado Dudai en el seminario, en el enfrentamiento que había visto en la pantalla. Una vez más, echó un vistazo al prólogo de Tirosh a la obra de Ferber, un poeta que era su hallazgo y cuyos poemas había publicado, y recordó cómo habían reaccionado Ruth Dudai y Ruchama Shai, y él mismo, ante la visión del cadáver de Tirosh. Ahora sentía una sensación similar. Se dijo en voz alta: «Estás conmocionado», y le asustó el eco de su voz resonando en la habitación; la cólera sorda contra Maya volvió a enardecerle y después le abrumó un sentimiento de lástima hacia sí mismo, hacia ella, e incluso hacia su marido; se levantó de la butaca tratando de sobreponerse. Le pesaba el cuerpo. El cielo comenzaba a clarear; se dirigió a la cocina y puso la pava al fuego; después se duchó mecánicamente, se afeitó despacio, contemplando en el espejo su rostro, que le parecía el de un desconocido, y las arruguitas que le ribeteaban los ojos. La pava empezó a pitar y Michael pensó por enésima vez que tenía que comprarse una pava eléctrica que no le pusiera nervioso; pero la dejó pitar hasta que terminó de secarse la cara con una toallita, tan áspera como el papel de lija, y oyó la voz de Maya instruyéndole: «En Jerusalén no se puede lavar nada sin suavizante, el agua es durísima», y trató de contener las lágrimas mientras se preparaba un café bien cargado y lo azucaraba, con la mano temblequeante. El reloj de pared de la cocina, comprado por Yuval en Suiza durante un viaje que hizo de pequeño con su abuelo, marcaba las cinco; empezaron a oírse los gorjeos de los gorriones y también el llanto de un bebé en un piso contiguo. Michael se bebió el café de pie, de un golpe, a pesar de que le abrasó el paladar y la lengua; casi lo agradeció, al menos era una sensación física intensa y bien definida. Luego lavó la taza blanca, la colocó en el armarito que había sobre la pila y salió de casa.