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Cuando al fin respondió a su llamada, Tzilla no tenía ninguna novedad que comunicarle. Eli Bahar aún no había regresado de casa de Tirosh; un técnico en poligrafía estaba pasando por el detector a Yael Eisenstein.
– Ariyeh Klein anda buscándote -le dijo Tzilla-. Llama a intervalos de una hora para rogarme que te ponga al habla con él…, parece desesperado. Tuve que contenerme para no decirle dónde estabas -Michael prometió ponerse en contacto con él-. Estará en casa todo el día, hasta las tres y media, y luego vendrá para la prueba poligráfica -le recordó.
Michael estaba en la planta baja de la Facultad de Letras. Junto a él, en otro teléfono, una joven hablaba en susurros. Michael observó sus pantalones de seda y su camiseta, y ella, notando su mirada, dio media vuelta.
«¿Qué tendrás tú que decirme?», pensó Michael mientras marcaba el teléfono de Ariyeh Klein. Los primeros dígitos identificaban su barrio, que era Rehavia. «Naturalmente, dónde si no», pensó Michael, «con una madre que vive en Rosh Pinna, la sal de la tierra, estirpe de pioneros…, ¿dónde iba a vivir sino en Rehavia?». Comunicaba; Michael recordó que Ariyeh Klein tenía tres hijas y se preguntó cuánto tardaría en comunicar con él. Miró el reloj y se dispuso a esperar. Quince minutos más tarde, a la una y cuarto, la línea quedó libre y Ariyeh Klein cogió el teléfono.
– Señor Ohayon -dijo con un suspiro de alivio-. Llevo buscándolo desde ayer; es muy importante que hablemos.
A Michael no le pasó inadvertido el hebreo puro y correcto de un natural de Rosh Pinna. Pero recordó la amistosa informalidad de las clases de Klein, su encuentro en el pasillo del Monte Scopus después de que se descubriera el cadáver de Tirosh, su terror ante la muerte, y los ojos inteligentes de aquel hombre robusto…, todo esto hizo que se disipara la hostilidad que habían despertado en él Rosh Pinna, Rehavia y su impecable hebreo. El motivo fundamental por el que aceptó la invitación de Klein de ir a su casa, en la calle El Harizi, fue la curiosidad, una curiosidad infantil derivada de que Michael aún no había superado por completo la relación profesor-alumno que había existido entre ellos. No se engañaba con respecto a su deseo de llegar a conocerlo, sabiendo que no sería ésa la razón que alegaría ante sus colegas si le hacían alguna pregunta al respecto.
Alfandari no comentó nada cuando Michael le informó:
– Regresamos. Cogeré mi coche en el barrio. Ocúpate de que Tzilla reciba el material de hoy; quiero que lo pasen a máquina inmediatamente, y quiero que Tuvia Shai acuda a realizar otra prueba poligráfica. No le he dicho que la que había hecho no era concluyente -por la forma en que Raffi frunció los labios, Michael supo que le estaba reprochando algo. Le dijo-: Tú crees que debería detenerlo.
Alfandari tenía la vista fija en la calzada, como si estuviera conduciendo en la oscuridad.
– No va a escaparse -le consoló Michael.
Cuando ya había aparcado la furgoneta en el barrio ruso, Alfandari al fin respondió:
– No. Ya sé que no se va a escapar -y añadió sin convicción-: Estoy seguro de que sabes lo que te traes entre manos.
Michael le sonrió con la esperanza de que su sonrisa no traicionara la vergüenza que sentía.
– Dile a Tzilla que estaré en casa de Ariyeh Klein -dijo mientras se dirigía a su coche.
Encontró la casa sin dificultad y enfiló el sendero que conducía a la entrada a través del jardín trasero. Mientras llamaba al timbre, sintió que se le aceleraba la respiración. Estaba tenso y no paraba de manosear la pequeña grabadora que llevaba en el bolsillo de la camisa. La fatiga de por la mañana se había evaporado. Le pareció oír sonidos procedentes de la casa, pero no estuvo seguro hasta que se abrió la puerta e identificó un instrumento de cuerda y un piano. No estaba familiarizado con los misterios de la música de cámara. Cuando tenía dieciséis años, Becky Pomerantz, su primera amante, le había dicho que esa música requería cierto grado de madurez y sólo le había puesto un disco de ese tipo, el quinteto «La trucha» de Schubert. Sin reconocer la música que ahora sonaba en casa de Ariyeh Klein, supo que no procedía de un disco. Como para confirmar esa impresión, la música cesó y se oyó un clamor de voces femeninas. Mientras lo conducía a su estudio, contiguo al vestíbulo, Ariyeh Klein le explicó: «Mis hijas están practicando» en un tono de disculpa que pretendía encubrir su orgullo; luego cerró la puerta a sus espaldas.
– Por lo general dejo la puerta abierta; las mujeres de la casa tienen por costumbre entrar y salir a su antojo -dijo Klein-, y a decir verdad, por lo general me alegra que así sea.
Para cerrar la puerta hubo de levantar un rimero de libros que la sujetaba y cambiarlo de sitio. A continuación se dejó caer pesadamente en la silla que había tras su gran escritorio, cubierto de papeles, libros abiertos, separatas y tazas de café.
Había libros por todas partes: en las estanterías que forraban las paredes, amontonados aquí y allá sobre las baldosas hundidas, junto a la astrosa butaca donde se había sentado Michael, que ahora bebía agradecido el fuerte café preparado por Klein. Un ventanal se abría sobre el jardín y el aire de la habitación estaba embalsamado de un olor a tierra húmeda y a flores mezclado con el aroma de una sopa de verduras. En comparación con el calor del exterior, en la habitación hacía un frescor agradable, característico de las estancias de techos elevados de las casas antiguas de Rehavia.
Michael vio tristeza y perplejidad en el amplio semblante de Klein, donde también se reflejaban una gentileza y una vulnerabilidad que creaban un extraño contraste con su corpulencia. La mitad superior de su cuerpo asomaba, ancha y robusta, sobre el escritorio, y Michael observó sus gruesos brazos, el pelo gris sobre la frente despejada y las manazas de dedos largos y delicados.
– No las hemos enviado al colegio a la vuelta; pensamos que, estando a mediados de junio, ya no valía la pena -se disculpó Klein cuando volvieron a oírse los acordes de un violín. Era la primer violín del cuarteto familiar, le explicó con disimulado orgullo después de decirle que se marchara a su hija pequeña, de unos ocho años, rubia y de piel lechosa, que había llamado obcecadamente a la puerta hasta que él la abrió y le susurró unas palabras en tono firme; entonces la niña desapareció, meciendo el pequeño violín que llevaba en la mano. Su mujer, siguió diciéndole Klein, tocaba el chelo, y su hija mayor el piano. La intermedia, añadió sonriendo, se negaba a demostrar el menor interés por la música clásica y defendía su derecho a tocar música pop-. Pero de todos modos hemos formado un cuarteto…, yo me las arreglo con el violín y con la viola -concluyó con complacencia.
Michael se debatía entre el deseo de adoptar un aire formal y el de llegar a conocer a Klein. En su día, había cumplido los requisitos de lo que entonces se denominaba «estudios básicos» apuntándose a cursos en los departamentos de Literatura Hebrea y de Lengua y Literatura Francesas. Había aterrizado en la clase de Klein por casualidad. Nunca se le habría ocurrido estudiar poesía hebrea medieval, pero le habían recomendado asistir a las clases de Klein para complementar la asignatura sobre las conquistas musulmanas en la Edad Media; y como el horario le convenía, se encontró en un aula grande y atestada asistiendo al curso introductorio. Durante la primera clase comprobó una vez más la veracidad del viejo tópico que afirma que la materia da igual, lo importante es el profesor. Gracias al profesor Klein, Michael supo que los poemas de Solomón Ibn Gabirol y Yehuda Halevi, que le habían parecido anodinos y tediosos en el instituto, estaban llenos de vida; así pues, ya en tercero, volvió a apuntarse a un seminario dirigido por Klein. Y ahora miraba en torno suyo, pasmado por el revoltijo de tazas de café vacías y de papeles desparramados; incluso había un vestido de niña en uno de los estantes, y un rompecabezas a medio hacer sobre el suelo. Inhaló el delicioso olorcillo a sopa de verduras que se colaba por la puerta cerrada. Se fijó en la miniatura persa que adornaba el escritorio y en los frutales que se veían por la ventana, a espaldas de Klein; recordó los arriates de flores del jardín delantero y sintió una mezcla de envidia e incredulidad. Por su mente cruzó apenas esbozado un pensamiento que podría haberse formulado así: «Demasiado bonito para ser cierto». La calidez de aquel estudio tan habitado y la seriedad representada por tantos libros constituían una incongruencia. Logró leer Carmina Romana, el título de un libro colocado boca arriba sobre el montón que había junto a la butaca. Bajo él vislumbró los caracteres cirílicos del lomo marrón y polvoriento de otro libro. Todo ello testimoniaba una riqueza cultural que le inspiraba, sin él quererlo, un gran respeto. Miró a Ariyeh Klein y pensó que estaba viendo a un hombre del Renacimiento moderno: un hombre de letras, un intelectual que además era padre de familia, jardinero y cocinero (le había ofrecido un cuenco de sopa de verduras con la misma sencillez con que antes le ofreciera la taza de café y el vaso de agua que le colocó delante sin preguntarle nada); y, en el fondo, pensó Michael, ese hombre era el extremo opuesto de Tirosh.
Acababa de descubrir por qué Klein se había especializado en la Edad Media y cómo esa elección manifestaba el contraste existente entre su colega asesinado y él. Resonó en sus oídos la voz potente y melodiosa de Tirosh, tan distinta de la de Klein, esa voz clara, fuerte, apasionada, que recordaba de las clases en la gran aula del edificio Mazer del antiguo campus de Givat Ram.
Klein tosió, miró a Michael, sentado al otro lado del escritorio, y dijo indeciso:
– Hum, llevo buscándolo desde ayer porque tengo que contarle unas cuantas cosas -y con sonrisa congraciadora, añadió-: Lo recuerdo del seminario sobre poesía árabe y hebrea del siglo XII.
Michael contempló sus gruesos labios, que temblaron levemente antes de que continuara hablando:
– No tenía muy claro si las personas con las que estaba hablando se tomarían en serio lo que tenía que decir. Tal vez he sido injusto. Me pareció que eran demasiado jóvenes para conocer las vicisitudes de la vida académica -volvió a toser, a todas luces incómodo, y prosiguió-: Me temo que tengo ciertos prejuicios con respecto a la policía y me resulta difícil sobreponerme a ellos.
Michael se sonrojó pero no dijo nada.
– Son cosas muy vagas. No voy a contarle nada realmente sustancioso, sólo impresiones triviales -le advirtió Klein.
A lo lejos, se oyeron voces femeninas dando gritos y el sonido de cristales rompiéndose. Ariyeh Klein inclinó la cabeza, sonrió a modo de disculpa y tomó un sorbo de café de una taza sin asa.
– Quería contarle que Iddo vino a verme en Nueva York, e incluso se alojó con nosotros en una casa situada en Fort Schuyler, en el Bronx. Es una antigua casona de madera a la orilla de Long Island Sound; es la casa de un tío mío, que en esos momentos estaba en Israel. Iddo se quedó con nosotros un par de veces: durante la primera semana de su estancia en Estados Unidos, y tres días más antes de regresar.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí en conjunto…, un mes?
Klein hizo un gesto afirmativo.
– ¿Fue a recopilar material para su tesis doctoral? ¿Y sólo estuvo un mes?
Klein le explicó en pocas palabras cómo era la beca de investigación del Instituto del Judaísmo Contemporáneo que Tirosh le había conseguido a Iddo.
– Pasó la primera semana en las bibliotecas y visitando a especialistas sobre los problemas de las minorías en la Unión Soviética, con especial atención a los judíos, claro está. También se citó con refugiados políticos. Estaba muy ocupado y emocionado -dijo Klein con una sonrisa comprensiva, y agregó-: Como solemos estar todos cuando descubrimos nuevas fuentes del material que constituye nuestra área de investigación -luego retomó un tono más enérgico-: Durante la última semana de su estancia, Iddo se fue al sur, a Carolina del Norte, para conocer a un abogado que defiende a los disidentes de la Unión Soviética. El abogado en cuestión tenía mucho material relativo a las personas que interesaban a Iddo, sobre todo relativo a Ferber. No sé si conoce usted bien la poesía de Ferber.
Michael mantuvo su cara de póquer.
– Anatoli Ferber fue un descubrimiento de Shaul. Descubrió asimismo a otros muchos poetas de Israel, pero también le gustaba «descubrir» a poetas extranjeros desconocidos y traducir su obra del alemán, o del checo, como lo hizo en el caso de Hrabal.
Klein echó una ojeada inquisitiva a Michael mientras pronunciaba el nombre de este poeta. Michael negó con la cabeza para confirmar que nunca había oído hablar de él.
– Pero Anatoli Ferber era el gran descubrimiento de Tirosh -dijo Klein, inclinándose hacia delante-. Personalmente pienso, y lo he pensado siempre, que formaba parte de la leyenda que Shaul forjó de sí mismo con tanto esmero. En mi opinión, la poesía de Ferber carece de… la originalidad que Shaul le atribuía. Lo cierto es que sus poemas son bastante mediocres y el único valor que puedan poseer deriva de su contexto histórico. Pero era imposible decirle esto a Shaul sin arriesgarse a recibir una larga conferencia sobre la historia de la literatura hebrea.
Los gruesos labios de Klein temblaron al esbozar una especie de sonrisa, y después, como si hubiera recordado de nuevo los sucesos de los últimos días, volvieron a tensarse. Klein se enderezó en su asiento.
– Aun antes de que Iddo se pusiera en marcha, el abogado le dijo por teléfono que tenía de huésped a alguien que había conocido a Ferber, un compañero del campo de trabajos forzados que incluso estaba al tanto de que Ferber había escondido sus poemas. Sabía hebreo y conocía bien la obra de Ferber, y eso fue una revelación asombrosa, por cuanto Tirosh siempre aseguraba que había encontrado los poemas en Viena; contaba una historia fascinante sobre ese hallazgo; y también decía que nadie entendía el hebreo en el campo donde estaba internado Ferber. En resumen, Iddo no cabía en sí de expectación; es como si todavía viera cómo le brillaban los ojos.
Ariyeh Klein suspiró y tomó otro sorbo de café.
– ¿Cómo dio con ese abogado?
– Por casualidad, a través de un bibliotecario del Seminario de Teología Judío, donde pasó algún tiempo durante su primera semana en Nueva York. No recuerdo bien los detalles, pero sé que Iddo le dijo por teléfono que estaba preparando su tesis doctoral en Jerusalén y había ido allí para recopilar material, y el abogado le invitó a su casa.
Klein arqueó las cejas y contempló una fotografía de gran tamaño colgada entre ambas estanterías, el retrato de un hombre calvo y ancho de cara vestido con un traje de chaqueta. Era una cara que a Michael le resultaba familiar, pero no lograba ubicarla.
– Iddo se marchó a Washington, desde donde me llamó una vez, y luego se fue a Carolina del Norte, a una ciudad universitaria llamada Chapel Hill. ¿Ha estado usted alguna vez en Estados Unidos?
Michael negó con la cabeza y dijo:
– Sólo he estado en Europa.
A continuación preguntó si podía fumar.
– Desde luego, desde luego -respondió Klein, y, sin mirar, desenterró de debajo de un montón de papeles un cenicero de cristal. Era evidente que tenía todo bien localizado.
– Valga lo que le he contado hasta ahora a modo de introducción al verdadero problema, que es el estado en que regresó Iddo Dudai de su visita a Carolina del Norte. Había que conocerlo para apreciar el enorme cambio que se había operado en él -Klein guardó silencio durante un instante, como si estuviera conjurando la imagen de Dudai, y luego continuó-: Quizá se esté usted preguntando cómo es que teníamos una relación tan estrecha si no era mi alumno…, mi doctorando, me refiero. Naturalmente, había asistido a mis clases e incluso había participado en mis seminarios, pero nuestra relación iba más allá de eso. Era inevitable admirar su seriedad como estudioso y su integridad intelectual. Era un chico honrado e inteligente, aunque careciera de la despreocupación propia de su edad; no tenía nada de travieso, pero tampoco tenía tendencias depresivas. Se podría decir que era una persona sin complicaciones, desde el punto de vista psicológico, aunque de ninguna manera le faltaba sensibilidad. Pero no era proclive a los cambios de humor. Ofra, mi mujer, lo apreciaba mucho y venía a vernos a menudo. Eso no le gustaba a Shaul. Solía hacer comentarios desdeñosos, delante de mí y a mis espaldas, sobre lo que él llamaba mi «mentalidad familiar». Que trajera a casa a personas como Iddo o Yael Eisenstein y les presentase a mi mujer y a mis hijas, que compartiera mi mesa con ellos, era en su opinión un «residuo evidente de la vida provinciana en la colonia de Rosh Pinna». Como es natural, cuando Iddo me escribió diciéndome que iba a ir a Estados Unidos y pidiéndome que le ayudara a encontrar alojamiento, le invité a quedarse con nosotros. Estábamos instalados en una casa espaciosa con un ala independiente para los invitados; recibimos muchas visitas a lo largo del año. Estaba en los terrenos de la Escuela Naval, donde mi tío daba clases de navegación. Los judíos son un pueblo peculiar -comentó Klein a modo de inciso, a la vez que entrelazaba los dedos y se reclinaba sobre el respaldo exhalando un suspiro, y luego se volvía para contemplar el jardín por la ventana.
Se hizo entonces el típico silencio vespertino de Rehavia, tan sólo interrumpido por los gorjeos de los pájaros y por distantes acordes musicales. Klein continuaba mirando por la ventana de detrás del escritorio y Michael no entendía por qué no iba al grano. Luego Klein dio media vuelta y dijo:
– Tenía que ponerle en situación para resaltar qué raro estaba Iddo cuando volvió de Carolina del Norte. Llegó tarde, sobre las once de la noche; lo recuerdo porque estaba preocupado… pensaba que quizá había tenido una avería, y no sabía más inglés que el que había aprendido en el colegio. Lo esperé levantado. Nada más abrir la puerta, le pregunté qué le pasaba, porque estaba pálido y ojeroso, y por un momento pensé que lo habían atracado, aunque no vi desgarrones en su ropa ni magulladuras. Dijo que lo único que le pasaba era que estaba cansado, y guardo un vivido recuerdo de la extraña mirada de desaliento que había en sus ojos mientras lo decía. Pero di por buena la explicación de que estaba cansado.
A continuación Klein preguntó: «¿Me permite?», señalando el paquete de tabaco. Michael se apresuró a indicarle con un gesto que cogiera uno, encendió una cerilla y se inclinó hacia él para darle fuego.
– Dejé de fumar hace cinco años -comentó Klein avergonzado, y retomó el hilo de la narración-. A la mañana siguiente no bajó a desayunar. Me fui a dar clases sin haberle visto. Supuse, como es natural, que estaría dormido. Ofra y las niñas se habían ido de viaje; esa vez no lo vieron. Conservo en la memoria una imagen muy vivida y precisa de todo. Cuando regresé, lo encontré sentado a oscuras en el cuarto de estar. No sé si me estoy explicando bien -suspiró y exhaló una blanca voluta de humo-. En Iddo no había espacio para el desenfreno, para el romanticismo, para el extremismo, y lo he conocido desde su primer año en la universidad; siempre fue amable y cortés. Ni siquiera se le veía excitado cuando nació su hija. Era una persona reservada; junto a él, a veces me sentía vulgar, tan comedida y equilibrada era la impresión que daba. Y repentinamente me lo encuentro sentado a oscuras. Cuando encendí la luz, se quedó mirándome de hito en hito y dijo que no se había dado cuenta de que se había hecho de noche. Tenía un aire atormentado. Me senté frente a él y le pregunté qué ocurría, varias veces: «Iddo, ¿qué te pasa?», y al fin me soltó: «Ariyeh, ¿desde hace cuántos años conoces a Tirosh?», y yo le contesté lo que todo el mundo sabía: que éramos de la misma edad, que nos conocimos durante su primer año en Jerusalén y habíamos sido íntimos desde entonces. Pero Iddo no me escuchaba; me preguntó si realmente lo conocía. Quise darle una respuesta irónica, pero él la rechazó enfadado. De pronto, había en él algo que inspiraba miedo, parecía arrebatado por una pasión devastadora, como un personaje de una novela de Hermann Hesse.
»Le interrogué sobre la impresión que le había causado Washington, sobre su encuentro con el abogado y con el hombre que conocía a Ferber del campo de trabajos forzados, pero él me respondió de una manera muy lacónica, extraña en él. «Estupendo, estupendo», repitió varias veces, y luego volvió a preguntarme si realmente conocía a Shaul Tirosh, y una vez más traté de plantear si era posible conocer a alguien «de verdad», pero él se negó a aceptar esa línea de argumentación y me repitió obstinadamente la pregunta. Terminé por decirle algo que era la verdad, que me parecía conocerlo hasta donde un hombre como yo podía llegar a conocer a un hombre como él; que, para mí, Tirosh era el exponente por excelencia del nihilismo, mientras que yo había tratado toda la vida de ser exactamente lo contrario, y ésa es una de las razones que me llevaron a especializarme en la poesía medieval.
Klein volvió a echar una ojeada a la fotografía del hombre vestido de traje de chaqueta y, al reparar en la mirada inquisitiva de Michael, dijo:
– Shirman. Es una fotografía de Shirman, que fue mi profesor. ¿Lo conoció? -Michael hizo un vago gesto negativo con la cabeza y Klein retomó el hilo de su explicación-: Escogí la poesía medieval, aunque también conozco bien la poesía moderna, por su riguroso orden, porque no me obligaría a detenerme en la pregunta: «¿Qué pretendía decir el poeta?». El clasicismo puro era lo que me atraía. No soportaba los tediosos despropósitos de los estudiosos de la poesía moderna, los debates interminables, la pavorosa ignorancia. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces en la vida nos es dado tener alumnos como Iddo Dudai?
»Le hablé con tanta franqueza a Iddo porque notaba que estaba destrozado. Y me extendí sobre las diferencias entre nosotros, entre Shaul y yo. Pero al final concluí diciendo que le podía asegurar que conocía bien a Shaul Tirosh, con todas sus debilidades y virtudes, y él me miró con una amargura terrible y dijo: «Quiero decirte que no lo conoces en absoluto, aunque pienses lo contrario». Y yo me avine a darle la razón, principalmente porque me moría de hambre. Y como veía que no estaba de humor para salir a cenar fuera, le sugerí que nos trasladásemos a la cocina. Y allí, mientras yo preparaba una ensalada, Iddo se colocó a mis espaldas y me preguntó si, en mi opinión, Tirosh era un buen poeta. Recuerdo que lo miré un momento, pensando que había perdido la cabeza, y luego le dije que la poesía era, para Tirosh, la justificación de su existencia, lo que le permitía llevar una vida tan solitaria, y que, en mi opinión, como bien sabía Iddo, era un gran poeta.
»Rompió a reír, algo muy extraño en él; Iddo no se reía mucho y, además, fue una risa rara, con un cariz demoníaco; entonces volví a preguntarle: «¿Qué pasa?», y él respondió: «No pasa nada». Recuerdo las palabras y el tono exacto con que las dijo, porque era una respuesta típica de Shaul, de su manera de hablar. Una vez más le interrogué sobre el abogado y el hombre del campo de concentración, e Iddo me dijo: «Te lo contaré algún día, pero no ahora», y luego me comentó que iba a tratar de adelantar su regreso a Israel. Con grandes esfuerzos y escaso éxito, intenté que comiera algo y le hablé de otras cosas, pero él estaba ausente. No sé -Klein apagó la colilla- dónde había pasado Iddo la noche anterior, en algún lugar entre Carolina del Norte y Nueva York. Era evidente que había atravesado una crisis muy fuerte, que le había ocurrido algo espantoso, pero no sé qué pudo ser; aunque estuvo dos días más en casa antes de regresar a Israel, desaparecía temprano por la mañana y volvía a altas horas de la noche. Mientras lo llevaba al aeropuerto traté de hacerle hablar, y me dijo: «Antes tengo que hablar con Tirosh», y ésas fueron las últimas palabras que le oí pronunciar.
– ¿Y habló usted con el abogado? -preguntó Michael.
– No; no lo conozco. Quizá debería haberlo hecho… Ahora que lo pienso… -Klein lo miró sobresaltado.
– ¿Tiene el nombre y la dirección del abogado? -quiso saber Michael, apremiante.
Klein asintió vehementemente y luego miró a su alrededor desesperado.
– Los tengo, pero he de buscarlos. ¿Los busco ahora mismo?
– Podemos dejarlo para dentro de un rato -repuso Michael.
Luego le pidió a Klein que le explicara hasta qué punto conocía bien a Tirosh, y percibió la emoción que encerró su respuesta:
– Como ya sabe, no es usted el primero en preguntármelo y, a decir verdad, últimamente no paro de pensar en eso. Hasta hace pocos días, creía que sí…, que conocía a Shaul, quiero decir. He estado en contacto con él desde que llegó a Israel. Estudiamos juntos, cuando la universidad todavía estaba instalada en el monasterio Terra Sancta. Solía venir a nuestra casa por lo menos una vez a la semana, hasta hace unos cuantos años.
– ¿Qué pasó hace unos cuantos años? -preguntó Michael, y advirtió un temblor en los gruesos labios de Klein, que, sin duda, decidió sobre la marcha, eran su facción más expresiva.
– Es difícil de definir -dijo Klein despacio-, pero yo diría que nuestras formas de vida se fueron alejando gradualmente. Él se volvió más extremista, y, en cierto sentido, yo también me hice más extremista en mi modo de vida; además, con los años se fueron acumulando resentimientos: quejas de alumnos por las notas que les ponía cuando yo era jefe de departamento, obligaciones que Shaul no cumplía, discusiones sobre cuestiones de principio en las reuniones de departamento…, discusiones que aparentemente nada tenían que ver con nuestras relaciones personales; pero, como sabe, no es fácil compartir amistosamente la mesa con un hombre cuando acabas de atacar sus artículos de fe y él los ha defendido fanáticamente. Había pocas cosas sobre las que coincidiéramos, y en realidad, mucho me temo que si nos hubiera conocido a ambos, le habría extrañado más que en tiempos estuviéramos tan unidos que el hecho de que luego nos alejásemos. Compréndame, no hubo dramas, ni peleas, ni una ruptura de la relación como tal; sencillamente, nuestros vínculos se fueron debilitando poco a poco. Cada vez venía menos de visita, y, cuando venía, se producían largos silencios entre nosotros -Klein calló un instante, como imaginando la escena-. Ofra, mi mujer, aseguraba que Shaul nos detestaba por llevar un estilo de vida burgués, pero yo me inclino a pensar que en el fondo había algo más. Es indudable que desde que dejó de escribir su vida se fue quedando cada vez más vacía. Se podrían haber dicho muchas cosas sobre Shaul, pero nadie pondría en tela de juicio su criterio certero para la poesía, y nadie me convencería de que Shaul consideraba buenos sus últimos poemas políticos. Debía de saber lo que valían. Y si era incapaz de escribir, ¿cómo podía justificar su existencia? Su existencia tal como era, es decir, solitaria y dedicada a los placeres, siempre insatisfecha. ¿Qué podíamos ofrecerle nosotros aparte de un espejo en el que contemplar su esterilidad? -dijo suavemente.
– A lo mejor, sencillamente encontró nuevos amigos -dijo Michael con brusquedad-. Como los Shai, por ejemplo.
Ariyeh Klein se sonrojó y guardó silencio. Luego bajó la mirada y dijo:
– Tal vez, no lo sé -y alzó la vista.
Michael vio inteligencia y tristeza en su mirada franca, y también animosidad, y no supo si esta última iba dirigida hacia Shaul Tirosh, hacia las relaciones de Tirosh con Tuvia y Ruchama Shai, o quizá, como se temía, hacia él y sus preguntas.
Se oyó un zumbido persistente que procedía del escritorio; Klein apartó diestramente un montón de papeles y levantó el auricular del teléfono que estaba sepultado debajo.
– Espere un momento -dijo, y le pasó el teléfono a Michael, que oyó la voz de Eli.
– ¿Puedes hablar? -le preguntó.
– Te estoy escuchando -respondió Michael, y Ely le informó de que la bombona de casa de Tirosh era una simple bombona de gas para la cocina.
Michael miró a Ariyeh Klein a la cara y durante un segundo se sostuvieron la mirada; luego Klein volvió a dirigir discretamente la vista hacia la pared de enfrente, como para demostrar que no estaba escuchando la conversación.
– Muy bien. ¿Y qué está pasando ahora mismo? -preguntó Michael.
– Estamos revisando los papeles que trajimos del Monte Scopus, Alfandari y yo. No tengo ni idea de dónde está Balilty. Tzilla nos está echando una mano con los papeles. Le hemos pedido a Shai que venga a repetir la prueba poligráfica; aún no ha respondido. ¿Vas a volver directamente aquí?
– No lo sé -dijo Michael-, pero me pondré al habla con vosotros. ¿Qué hora es, las dos y media, más o menos? Os llamaré sobre las cinco.
Klein parecía agotado tras hablar con tanta pasión de Iddo Dudai. Sonrió cuando Michael quiso informarse sobre los poetas a los que Tirosh había ofendido.
– ¿Quiere que le hable de su relación con los poetas desconocidos?
– Sí, más o menos. ¿Cómo funcionaba? ¿Le mandaban sus manuscritos? -inquirió Michael.
– A docenas -replicó Klein-. Siempre estaba quejándose de eso, aunque, como es lógico, también le gustaba. A veces me enseñaba los manuscritos. Siempre le pasaba la prosa a Dita Fuchs. En los últimos años se limitaba a leer poesía.
– Y, sin embargo, en su mesa encontramos unas notas sobre el último capítulo de Shira.
– ¿Shira? ¿Se refiere a la Shira de Agnón? -Klein frunció los labios, perplejo-. ¿Qué tenía que ver Shaul con Agnón? Nunca se ha ocupado de Agnón -luego añadió vacilante-: Que yo sepa.
Michael le preguntó cuál era el procedimiento…, cómo se enviaban los manuscritos y cómo se devolvían.
– Los autores adjuntan su dirección o su teléfono, a no ser que alguien a quien conoces personalmente te entregue un manuscrito -explicó Klein-. Y a diferencia de lo que hacía con los trabajos de clase, Shaul respondía enseguida cuando alguien le enviaba su obra. Siempre estaba ocupado buscando jóvenes poetas de talento; nunca ocultó que quería ser lo que yo llamo un arbiter poeticum, influir en el espíritu de la época.
Michael mencionó el papel que interpretaba Tirosh en el café Rovall de Tel Aviv, y después de sonreír, Klein dijo con vehemencia:
– No, la compasión no era su cualidad más destacada; podía ser cruel, sobre todo en cuestiones artísticas. Pero yo nunca se lo eché en cara; soy de la opinión de que la gente que se dedica al arte corre sus riesgos, y recibir críticas es uno de ellos. En mi opinión, Shaul no tenía rival en ese terreno; era un crítico de primera.
El teléfono volvió a sonar; Klein cogió el auricular y escuchó lo que le decían. Su expresión se relajó; luego lanzó una mirada preocupada en dirección a Michael y dijo:
– Intenta tranquilizarte. Te llamaré en cuanto pueda -una vez que hubo colgado, le dijo a Michael-: Era Yael Eisenstein. Como sabe, le dirijo la tesis. La han interrogado otra vez, y el detector de mentiras le ha afectado mucho; es muy vulnerable.
– ¿Ah, sí?
A Michael no le pasó inadvertida la hostilidad de su propia voz. Estaba harto de la actitud parternalista de Klein hacia sus alumnos, y se preguntó hasta qué punto influiría la belleza de Yael Eisenstein en el hombretón que estaba sentado frente a él, jugueteando con un abrecartas.
– ¿Sabe que estuvo casada con Shaul Tirosh? -preguntó Michael.
Ariyeh Klein volvió a sonrojarse. Miró a Michael con aprensión y objetó:
– Hace años; todo eso está pasado y olvidado -y, con mucho cuidado, dejó el abrecartas sobre la mesa.
– ¿Lo sabía la gente?
– No -respondió Klein, enjugándose el rostro con sus manazas- No lo creo. Shaul nunca hablaba de eso, y Yael también prefería… no recordarlo.
Michael permaneció callado y Klein desvió la vista, incómodo; pero al final se rindió y miró al policía a los ojos.
Hacía unos quince años, le explicó, podría calcular la fecha exacta si era un dato importante, al salir de un aula del edificio Mazer de Givat Ram, vio que una jovencita vestida de negro lo esperaba junto a la barandilla de la galería. Recordaba exactamente dónde la vio, dijo pasándose la lengua por los labios. La chica quería hablar con él. No la conocía de nada, y si le hizo pasar a su despacho fue porque la vio desesperada. Ella le contó cómo había conocido a Shaul.
– Cuando mencionó su nombre -dijo Klein, sonriendo-, pensé que sería otra de sus víctimas, como todas las mujeres que siempre estaban enamorándose de él. Pero me pareció más joven que las demás, más vulnerable y, en general, diferente.
«Quiere decir más guapa que las demás», interpretó Michael. Klein le habló a continuación de la época en que las chicas de Tirosh venían a llorarle sus penas y él las consolaba. Michael frunció los labios y luego se planteó si no estaría celoso; pero no dijo nada y escuchó pacientemente la historia de la «jovencita especial» con la que Tirosh se había casado durante su año sabático en Canadá, después de dejarla embarazada; luego había echado marcha atrás y, sin dar explicaciones, la había obligado a abortar, a separarse de él y a volver a Israel, sola y humillada.
– Él se lo tomó todo como un juego -explicó Klein perplejo-. La invitó a ir a Canadá, y luego cambió de idea, sencillamente cambió de idea -meneó la cabeza sin entender nada.
Michael preguntó por qué Yael había ido a hablar con él en aquella primera ocasión.
– En cuanto se recuperó del aborto, cogió un avión y regresó a Israel; huyó de la quema. Por lo visto, sentía la necesidad de contar con el apoyo de alguien próximo a Shaul Tirosh. Yo le presté todo el apoyo que pude, hablé con ella durante horas y horas, y al final incluso escribí a Shaul para hablarle de su problema. Me daba la impresión -explicó en tono de disculpa- de que tenía cierto ascendiente sobre él, de que Shaul me respetaba.
Sí, Shaul había colaborado y no se había opuesto al divorcio, pero desde entonces, la barrera que los separaba se había reforzado. Shaul siempre había conservado una relación especial con Yael, como si de algún modo sintiera remordimientos. Y a Klein se le nubló el semblante.
Michael solicitó una explicación sobre esos remordimientos.
– Cierto es -tartamudeó Klein- que no era la única a la que había dejado embarazada; hubo otros dos casos; pero Yael era tan joven, tan insegura, tan frágil.
Y Michael recordó la dulce voz que le había respondido: «fue algo que pasó hace años» a la pregunta sobre sus relaciones con Tirosh. Pero, en voz alta, se conformó con preguntar por qué Yael había guardado esa historia en secreto.
Después de encogerse de hombros, Klein contestó que a Tirosh no le agradaba que le recordasen sus culpas y que Yael había sufrido un severo trauma a causa del aborto y de la humillación, «aunque después se comportaba como si fuera algo de un pasado olvidado».
Una vez más se hizo el silencio, y Klein lo rompió con la filosófica observación de que algunas personas no son capaces de soportar la fealdad de la existencia. Como Yael, que sufría ante la visión de un cubo de basura. Los platos sucios en la pila, la sangre, las secreciones corporales, el olor a sudor en el autobús, los mendigos, las paredes desconchadas, «todas esas cosas le parecen feas», dijo con vehemencia.
– No vaya a pensar que es una niña mimada. Si supiera cómo le afecta, lo comprendería. A veces me pregunto cómo se las arregla para vivir. Hay personas así -dijo persuasivamente-, y hay otras que viven para la belleza, como Tuvia Shai, lo que constituye un fenómeno muy distinto.
Michael sintió cómo se tensaban sus músculos y solicitó una explicación.
– Hace algunos años, asistí con Tuvia a un congreso celebrado en Roma, y fui con él al Museo Capitolino. Cuando estábamos contemplando los bustos de los emperadores romanos, me volví hacia Tuvia para hacerle un comentario sobre la cara de Marco Aurelio, pero Tuvia no estaba a mi lado. Lo busqué con la mirada y lo vi parado junto al Galo moribundo.
Michael asintió. Recordaba la estatua, la suavidad del mármol, la musculatura del brazo de aquella figura que trataba de no desplomarse.
– No me atreví a acercarme a él -dijo Klein-. Me aparté y observé la expresión de su rostro. Una expresión de total abandono. Nunca había visto sus ojos tan llenos de vida, tan expresivos, como en aquel momento en que, sintiéndose solo, a sus anchas, acariciaba con delicadeza el mármol de la estatua. Entonces entendí muchas cosas.
– ¿Qué, por ejemplo? -le espetó Michael, y echó una ojeada a su reloj antes de volver a clavar la vista en Klein.
– Su actitud hacia Shaul, la alegría que sentía en su compañía. A Tuvia no le conmueve la belleza de la naturaleza…, un paisaje montañoso o una puesta de sol sobre el mar. Busca la perfección en el arte. Al salir del museo fuimos a comer y Tuvia no paró de hablar de la perfección del arte. No prestaba atención a la comida, bebía vino como si fuera agua. Hablaba como un hombre que tratase de revivir el recuerdo de la mujer amada -Klein se detuvo, quizá sintiendo que se había delatado, y dirigió a Michael una mirada sarcástica y triste-. Ha aludido usted antes a la vida privada de Tuvia -prosiguió indeciso-. Pocas personas serían capaces de comprender la situación. Ahora tal vez esté usted más capacitado para ver los hechos que son de dominio público bajo una luz diferente; quizá ahora podrá entender la absoluta abnegación con que Tuvia Shai trataba al poeta Shaul Tirosh, el hecho de que estuviera dispuesto a poner todo en sus manos. Si Shaul se lo hubiera pedido le habría entregado su vida, y no digamos a su mujer.
– Quería preguntarle otra cosa, después de lo que me ha contado sobre Iddo Dudai -dijo Michael, como si no hubiera oído las últimas palabras de Klein.
Klein se quedó a la espera, mirándolo.
– ¿Le puso Iddo Dudai las grabaciones de las entrevistas que realizó en Estados Unidos?
– No -repuso Klein con aprensión-. Tan sólo me dijo que iba a grabarlas.
– ¿Y nunca le puso ninguna de las cintas ni ninguna copia?
Michael miró con atención a Klein, que meneó la cabeza unas cuantas veces y respondió:
– No.
– Porque las cintas están en nuestro poder, y en ellas no hay ninguna entrevista con un abogado de Carolina del Norte; no hay nada ni remotamente parecido a eso.
– ¿Es posible que no grabara esa entrevista? -aventuró Klein.
– ¿Por qué iba a grabar todas las demás y ésa no? -insistió Michael, mirando fijamente a Klein, que parecía aturdido, desconcertado.
– No tengo ni idea -dijo Klein-. ¿Quiere que busque ahora el teléfono del abogado? Con el lío que hay aquí, puede costarme horas.
– No hace falta que lo busque ahora mismo, pero sí a lo largo del día -tras reflexionar un instante, Michael añadió-: Llámeme cuando lo encuentre. Si no estoy, dele el teléfono a Tzilla Bahar.
«Se ve que eres una persona auténtica, aunque te pongas tan pedante al hablar. Pero ¿por qué me da la impresión de que también tú me estás ocultando algo?», pensó Michael mientras ponía en marcha el motor de su coche y se volvía para mirar a Klein, que se había asomado a la ventana. Se dio cuenta de pronto de que no había pensado en Maya ni una sola vez mientras estaba con Klein y sintió una repentina punzada de soledad. Volvió a mirar la cortina de flores que ondeaba en la ventana y posó las manos sobre el recalentado volante.