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La atmósfera era igual de sofocante en el interior de las dependencias del barrio ruso que en la calle. Michael entró en su despacho y encontró a Eli Bahar revolviendo papeles que iba sacando de una gran bolsa de plástico.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Michael, y bebió un trago de la botella de zumo que le tendió Eli-. Yo sí tengo algo que decirte -prosiguió, sin esperar respuesta, y dejó la botella en la mesa.
Eli Bahar lo miró expectante.
– ¿Recuerdas los estuches de casetes? ¿Donde quedaba un espacio libre?
Eli asintió con la cabeza.
– O bien hubo una entrevista que no grabó, o bien la grabó y la cinta ha desaparecido.
– ¿Te lo ha dicho Klein?
– Sí. Me ha hablado de que Dudai tuvo que conducir ocho horas de ida y otras ocho de vuelta para acudir a una cita. Y volvió totalmente destrozado, no sé por qué.
– ¿Y Klein no sabe lo que ocurrió?
– No. Sólo sabe que fue a conocer a un abogado y a un judío ruso que estaba en su casa.
– Está bien -dijo Eli con un suspiro-. ¿Quieres que deje esto como está y vuelva a registrar su casa?
Michael hizo un gesto de asentimiento.
– Y registra también su despacho del Monte Scopus.
– Pero si ya hemos sacado todo esto de allí -protestó Eli desesperado.
– Que vaya contigo Alfandari. Además quiero volver a hablar con Ruth Dudai, así que, en primer lugar, puedes ir a buscarla y me la traes aquí.
– Suponiendo que esté en casa -replicó Eli escéptico.
– Estará en casa. A dónde iba a ir con un bebé con el calor que hace -le aseguró Michael.
Michael dedicó la siguiente hora a revisar las transcripciones de las cintas encontradas en casa de Iddo Dudai. Estudió las páginas mecanografiadas llenas de topónimos, fechas y complicados nombres de personas desconocidas para él. Sólo se dio cuenta del largo tiempo transcurrido cuando entró Tzilla.
– La señora Dudai ha llegado -dijo Tzilla.
– ¿Puedes esperar a Balilty en la sala de reuniones? Yo me ocuparé de la señora Dudai -dijo Michael, y le entregó las transcripciones.
Eli Bahar hizo pasar a Ruth Dudai y prácticamente la depositó en la silla que había frente a Michael.
– Me marcho -se despidió Eli.
A las seis de la tarde, a Michael no le quedaba nada por hacer. La entrevista con Ruth Dudai no había conducido a nada, Eli aún no había regresado del Monte Scopus, Tuvia Shai realizaba su segunda prueba poligráfica y Michael estaba ocioso en su despacho. El teléfono guardaba silencio. «Ya se encargará Tzilla de enterarse de los resultados de la prueba», se dijo Michael mientras descendía hacia el aparcamiento.
Aunque había refrescado, Michael tenía los reflejos embotados y cuando dobló por la calle Jaffa los coches de detrás tocaron el claxon; luego condujo mecánicamente hasta Givat Ram, donde aparcó frente al campus casi desierto.
Franqueó la entrada lentamente y contempló el césped bien cuidado, donde ya no se sentaba nadie; sus ojos revivieron las viejas imágenes: docenas de progresistas estudiantes de arte que solían tenderse sobre la hierba en los descansos y otros que se dirigían de la biblioteca a la cafetería, sus ropas de vistosos colores moteando el verdor de la hierba, los caminos por donde todo el mundo paseaba, como si, en aquel entonces, existiera todo el tiempo del mundo. En aquel entonces, antes de que trasladasen las Letras al Monte Scopus. Hacía tan sólo cinco años, pensó Michael, a los estudiantes de Ciencias nunca se les veía en el césped; estaban encerrados en el ala trasera de la universidad, absortos en sus experimentos, en los laboratorios. Y ahora que habían transformado todos los edificios en laboratorios, los estudiantes de Ciencias recorrían los caminos con paso rápido y resuelta eficacia, y Michael cavilaba a qué tanta resolución en un mundo que parecía haber perdido todo propósito. Se detuvo a leer el nuevo nombre del que fuera el edificio Lauterman; ahora era el edificio Berman. En el vestíbulo había pilas y pilas de sillas rotas; recordando que en una visita previa había visto que todas las aulas eran ahora despachos, Michael se abstuvo de entrar. ¿Qué defecto tenía este campus para que hubieran estimado necesario construir el mamotreto del Monte Scopus y dejar que Lauterman se convirtiera en un edificio fantasma? ¿Qué clase de generación estaría madurando dentro de aquella fortaleza de piedra?, se preguntó una vez más; luego salió de sus ensoñaciones y apretó el paso en dirección a la Biblioteca Nacional.
Lo primero que le llamó la atención fue el olor. El viejo olor a libros, encuadernaciones, madera y humanidad seguía impregnando la sala de catálogos; luego se fijó en las cajas para colocar las fichas, las rojas para la sala general de lectura y las azules para la sala de lectura de Estudios Judaicos y Orientales. También había innovaciones: sobre el negro mostrador redondo reposaban terminales de ordenador y, tras él, una fila de mujeres de mediana edad atendían las consultas con paciencia y cortesía. Sus movimientos ganaron presteza cuando se situó ante los archivadores, sacó el cajón etiquetado «Ti-Tr» y comenzó a apuntar los nombres y signaturas de los libros de poesía en las fichas de solicitud. Recordando sus tiempos de estudiante, cuando solía esperar emocionado algún ejemplar raro y luego, en la sala de lectura, sólo encontraba una nota roja que decía: «No se halla disponible», Michael Ohayon solicitó todos los ejemplares de cada libro, esmerándose no olvidar el ejemplar reservado, señalado con una R; también pidió Un comentario sobre Tirosh de Tuvia Shai, metió las fichas en la ranura sobre la que estaba grabado en letras negras: «Solicitudes» y preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar los libros. El estudiante que había tras el mostrador repuso: «Por lo menos una hora», y Michael suspiró…, eso no había cambiado. Se encaminó a las escaleras que ascendían a la planta de la biblioteca y luego rehizo sus pasos hacia la sala de catálogos, donde consultó febrilmente las fichas bibliográficas de Agnón. Solicitó dos ejemplares de Shira, uno de ellos de la primera edición, y regresó a las escaleras. En la biblioteca se desvanecía el ambiente espectral del campus, pese a que en la planta baja ya no estaba la vieja cafetería de siempre, y eso le encogió el corazón. En la sala de lectura de Estudios Judaicos hojeó diversas revistas literarias mientras reflexionaba sobre los esfuerzos de Israel para situarse en la escena internacional y se pasmaba de los títulos de los artículos, que le parecían de lo más crípticos («Conexiones semióticas y combinaciones ligadas», «Funciones emocionales del estilo indirecto libre»), y fue allí, en esa sala, donde le asaltó una rabia asesina contra Maya y su marido y el mundo en general, y, por una vez, no se recriminó. Sabía que sólo la ira le permitiría despertar su capacidad de concentración y poner los cinco sentidos en la indagación de una disciplina académica de la que apenas si sabía nada…, porque era consciente de que un lector corriente como él no estaba en absoluto al tanto de los misterios de la crítica literaria contemporánea.
Michael pasó varias horas en la sala de lectura, examinando artículos y notas a pie de página. Una de las veces que levantó la mirada, vio ante él a la catedrática Nechama Leibowitz, a quien tenía por una de las grandes figuras de los viejos tiempos. Leibowitz se encaminó al mostrador, inclinó la cabeza, tocada con su sempiterna boina marrón y él oyó cómo trató de susurrar con su vozarrón: «Pero ésa no soy yo, ese libro no es mío, debe de ser de mi hermano»; regresó luego a su sitio con una sonrisa bondadosa iluminándole la cara, y Michael, reconfortado, exhaló un suspiro y reanudó el estudio de los ensayos críticos sobre la obra de Tirosh y de los libros de Tirosh sobre otros poetas, muchos de ellos desconocidos. Prestó especial atención a la columna, consagrada a la crítica de la literatura contemporánea, que Tirosh escribía en la revista cuatrimestral Criterios y que se titulaba, por motivos casi siempre ampliamente fundados, «Notas de una pluma envenenada». Pretendía comprender los criterios estéticos del hombre que había prodigado elogios a poetas absolutamente desconocidos en su día y cuyos nombres y obra habían llegado a resultarle familiares a Michael. Y los dardos envenenados dirigidos contra poetas de los que Michael nunca había oído hablar, ésos también los estudió.
No todos los poemas alabados por Tirosh emocionaban a Michael. Algunos se le antojaban conglomerados de palabras ininteligibles. Pero reconoció la capacidad de Shaul Tirosh para trazar el «mapa poético» de Israel y, al hacerlo, le embargó una tensión que no comprendía.
Anotó en un papel que le había facilitado el joven bibliotecario los nombres de los poetas y escritores atacados por Tirosh con implacable crueldad.
En los primeros números de la revista Literatura descubrió dos artículos de Tirosh, en los que analizaba, con su acostumbrada exhaustividad, la obra del poeta Saúl Chernijovski. En los primeros párrafos revisaba los estudios críticos de la poesía de Chernijovski, y, a continuación, demolía con unas cuantas frases lúcidas las interpretaciones aceptadas de sus poemas líricos y establecía una nueva orientación crítica, la cual, para sorpresa de Michael, atrajo su interés. A continuación abrió la primera edición de la Shira de Agnón y vio que, efectivamente, faltaba el último capítulo. Ojeó la novela inacabada, la dejó a un lado y cogió la quinta edición, el ejemplar extra que había solicitado llevado por la costumbre de prevenir la posible falta de algún libro. Al pasar las páginas, topó de pronto con el título: «Ultimo capítulo». Mientras lo leía, resonaron en sus oídos las palabras de Aharonovitz. Leyó asimismo con atención el apéndice de Emuna Yarón a esa edición: «A la vez que escribía Shira, mi padre también se ocupaba en el relato "Para siempre". Tras la publicación de Shira, Raffi Weizer, de los Archivos Agnón, encontró una nota que ponía en relación "Para siempre" con la novela. En otras palabras, en cierto momento, "Para siempre" se separó de Shira para convertirse en un relato independiente. En "Para siempre", el erudito Adiel ingresa en un hospital de leprosos del que no llegará a salir nunca; se queda allí para siempre».
Michael se quedó aterrado. La descripción de Manfred Herbst entrando en el hospital de leprosos lo llenó de pavor. Al pensar en la casualidad que lo había llevado a dar con ese capítulo, se preguntó por qué no habría continuado indagando en el tema del último capítulo al hablar con Klein. Tenía la impresión de que necesitaba comprender algo de aquella lectura, pero no sabía qué. Ante todo, le desconcertaba la sensación de que el último capítulo describía algo terrible, casi repugnante. Agnón no había llegado a escribir el puente de unión con ese capítulo, por lo que, a pesar de saber cómo concluía el libro, Michael no entendía por qué. «No veo qué relación puede tener esto con Tirosh», pensó mientras cruzaba la sala de lectura de revistas después de haber indicado qué páginas deseaba fotocopiar.
En la sala de revistas encontró los suplementos literarios en cuyas páginas Aharonovitz y Tirosh habían librado una batalla que se prolongó meses y meses. Todo comenzó con una discusión académica sobre el último libro de poesía de Yehuda Amijai, y prosiguió con encarnizados ataques personales contra el método crítico de Tirosh, en los que Aharonovitz llegó al extremo de expresar explícitamente reservas sobre la obra del afamado poeta, a la par que reconocía su valor de conjunto. («La evidencia existente basta para demostrar el carácter imperfecto de la obra poética de Tirosh, una obra cuya importancia no se pone en duda en absoluto. El fallo esencial que aqueja a su poesía y la coloca sobre pies de barro o, usando su propia imaginería, sobre "pies de nieve derritiéndose" es la falta de conexión orgánica entre los diversos elementos, la falta de afinidad entre estructuras y contenidos, que, en sí mismos, podrían compararse con un conglomerado: un conjunto impresionante pero azaroso de datos recogidos en todos los campos y confines del mundo…») Michael sonrió para sí al advertir que Aharonovitz prescindía al escribir del estilo talmúdico que empleaba al hablar.
No pudo por menos de divertirse con los artículos de represalia de Tirosh. Percibió una vez más el tono sarcástico, el veneno, la postura fría e irónica reveladora de la remota invulnerabilidad del escritor. Después de leer los comentarios que tachaban de trivial la obra académica de Aharonovitz, Michael los marcó para que también se los fotocopiaran.
Se dirigió después a la sala general de lectura, donde la bibliotecaria, una morena metida en carnes y de rostro agradable, lo saludó, recordándolo de sus tiempos de estudiante. Le entregó la pila de libros que había solicitado; todos estaban disponibles y Michael se encontró con tres ejemplares de Poemas blancos de Tirosh y dos de Un comentario sobre Tirosh de Tuvia Shai. Comenzó a hojear este último, deteniéndose sobre todo en la introducción, un texto absolutamente impersonal donde se enumeraban los logros del poeta y se destacaba su especialísima contribución a la poesía hebrea. «Toda una generación de poetas», escribía Shai, «se siente tributaria de la tradición poética creada por Shaul Tirosh». Después Michael vio la dedicatoria: «Para Shaul, por si es que lo estimas digno».
Sin saber cómo, le vino a la memoria lo que Maya le había contado sobre el manuscrito de La tierra baldía; por lo visto, T. S. Eliot se lo había enviado a Ezra Pound ofreciéndoselo con estas palabras: «Si es que lo quiere». Y también recordó la interpretación de Maya, que con ojos relucientes le había preguntado: «¿No te parece una dedicatoria maravillosa?». No, a él no se lo parecía. Y pensaba que la versión de Tuvia Shai revelaba su incondicional abnegación ante Tirosh; esa manera de rebajarse le fastidiaba y lo enfurecía.
Salió de la sala de lectura, tomó asiento frente a la enorme vidriera del pintor Ardon, encendió un cigarrillo, estiró las piernas y tiró la ceniza en el único cenicero del vestíbulo, haciendo caso omiso de la mirada asesina de un conocido catedrático que, al pasar de largo junto a él, miró con toda intención el letrero de «Prohibido fumar».
Una bocanada de humo voló hacia él desde el extremo de la hilera de sillas, trayéndole el aroma dulzón de otro tipo de tabaco. Giró la cabeza y vio a Shulamith Zellermaier, con un cigarrillo entre los labios y, en las manos, una revista, seguramente especializada. Había dejado un montón de papeles sobre la silla vecina. Estaba despatarrada en la silla y la falda azul no alcanzaba a cubrirle los gruesos muslos; Michael vio el perfil de su cara redonda, los descuidados rizos grises. Zellermaier exhaló un hondo suspiro, dejó de golpe la revista sobre la silla de al lado y se volvió hacia Michael. Sus miradas se encontraron y la profesora tuvo un instante de desconcierto; luego lo reconoció y vociferó desde lejos:
– ¿No es usted el policía?
Michael asintió con la cabeza, se puso en pie y fue a sentarse en la silla contigua al montón de papeles.
– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó ella, y, sin esperar respuesta, añadió-: Ya he hecho la prueba poligráfica. Curioso asunto, esto del detector de mentiras o, lo que es lo mismo, la máquina de la verdad, que, desde luego, es un oxímoron, por no decir un absoluto despropósito -Michael trató de recordar qué significaba «oxímoron», y, como para responderle, ella prosiguió-: Es una contradicción terminológica. ¿Cómo podría una máquina medir algo tan abstracto como la verdad? Sobre todo, teniendo en cuenta que la palabra «poli» significa muchos y la etimología de «poli-grafía» es, en griego, «escribir mucho»; y como me ha explicado el técnico, la máquina mide y registra reacciones fisiológicas tales como el pulso, la transpiración, la tensión y otras variables similares, con objeto de identificar el estado psicológico de la persona sometida a la prueba. Pero ¿qué tiene que ver eso con la verdad y la mentira? ¿No ve que la gente la denomina correctamente prueba poligráfica y suprime la idea falaz de que sea una máquina de la verdad? -antes de que Michael pudiera replicar, Zellermaier continuó-: Tengo entendido que está usted a cargo de la investigación.
Michael hizo un gesto afirmativo y encendió otro cigarrillo, cuyo aroma se impuso sobre el olor dulzón de la marca que fumaba Zellermaier.
– Aquí hay un artículo mío -dijo ella, jugueteando con las cuentas de madera que le ceñían la garganta-. He encontrado cinco erratas. ¿Qué sentido tiene leer las pruebas de imprenta? -con un rictus de indignación que reveló sus dientes grandes y prominentes, le tendió a Michael la revista estadounidense donde se había publicado su artículo, «Motivos de la muerte en la literatura talmúdica».
Michael le echó un vistazo y, al devolverle la revista, le preguntó cuánto tiempo llevaba dando clases en el Departamento de Literatura Hebrea.
– Mucho tiempo; casi tanto como el que lleva usted en este mundo. Y si quiere entrar en el tedioso tema de por qué no soy catedrática -dijo sin mirarle-, puede preguntárselo al señor Tirosh, que en paz descanse, que nunca me recomendó en nombre del departamento. A pesar de mis numerosas publicaciones.
Michael preguntó por qué el profesor Tirosh se oponía a su promoción profesional.
– ¡Auch! -exclamó Zellermaier, y frunció los labios sobre sus dientes saltones-. Me trataba como a un bicho raro y veía mi especialidad, la literatura popular, como una colección de supersticiones. Año tras año, proponía reducir las clases a una o dos horas a la semana, alegando que no era una materia suficientemente académica. Pero nunca logró la mayoría para su propuesta, que, en mi opinión, no tenía otro objetivo que el de atormentarme. Le gustaba verme furiosa. Lo repitió en múltiples ocasiones. Es como si todavía estuviera oyéndole: «Shulamith, estás magnífica cuando te enfadas», y luego pasaba a citar a Alterman: «Tu magnificencia, tabernera, supera a la de los elefantes, tus dimensiones se desbordan, y ¿quién osa abrazarlas?». Siempre se detenía ahí. No sé si conocerá usted «Velada en la vieja taberna de la poesía y brindis por la tabernera».
Michael pensó que sus prominentes colmillos ciertamente le daban un aspecto magnífico cuando se enfadaba.
– Sea como fuere -prosiguió Zellermaier, mirándole a los ojos-, yo no lo maté. Aunque ninguno de los dos habríamos echado al otro en falta, como supongo que habrá deducido, lo cierto es que siempre lo respeté.
– ¿Y quién cree usted que lo ha matado? -inquirió Michael.
Shulamith Zellermaier juntó las piernas, encendió otro cigarrillo y respondió con su voz rasposa:
– Me interesa más quién mató a Iddo, y aunque soy muy aficionada a las novelas de detectives, no tengo la menor idea -tensó el labio superior y enmudeció.
Michael buscó su mirada y dijo:
– ¿Ni siquiera después del último seminario del departamento?
Y no pudo menos de sentirse halagado al recibir una mirada admirativa de Zellermaier. Le gustaba esa mujerona de aire masculino y a la vez virginal.
– En el último seminario de departamento -reflexionó Zellermaier-, Iddo criticó la poesía de Tirosh, algo que nadie le había dicho nunca a la cara. Aunque yo también soy de la opinión -y aquí bajó el tono- de que su poesía política no es más que un desperdicio de papel. Lo que demuestra que Iddo Dudai era un verdadero intelectual y un hombre valeroso.
– ¿Y el ataque a Ferber? -preguntó Michael.
Zellermaier se remangó la tableada falda y estiró las piernas mientras respondía:
– No fue precisamente un ataque. Fue poner en tela de juicio algo que había descubierto Tirosh, y ése es otro tema. Cuando acababa de instalarse en Israel y estudiaba en la universidad, todavía debatiéndose con el hebreo y aún sin haber publicado nada, Tirosh fue a ver a su madre a Viena, y me contó más de una vez cómo conoció allí a un emigrado ruso que le entregó los trozos de papel donde Ferber había escrito sus poemas, y cómo él los descifró. No debe olvidar que unos poemas escritos en un campo de concentración debieron de requerir mucho trabajo antes de quedar listos para su publicación; sé por experiencia cuánto trabajo hay que invertir en ese tipo de papeles fragmentarios. El hecho de que los poemas sean mediocres, tal vez incluso un tanto primitivos, no impidió que Shaul quedase maravillado por el simple hecho de que hubieran llegado a ser escritos, en hebreo, por un joven internado en un campo de concentración de la Unión Soviética…, eso le impresionó muy profundamente. Ni siquiera se planteó si tenían valor literario, algo muy extraño en él. Una vez le enseñé la poesía de un alumno mío que era ciego, ¿sabe?, sus primeros poemas, y me los devolvió con cortesía desdeñosa. Las circunstancias no le interesaban, seguramente porque no era alumno suyo. Iddo puso en cuestión la idea de que las circunstancias históricas conviertan en irrelevantes los criterios poéticos aceptados, algo que en realidad cae por su propio peso; hizo muy bien en decirlo. Pero ¿quién ha podido asesinar a Iddo? Tirosh ya había muerto… y Ferber también -sonrió ante aquella ocurrencia y luego se le ensombreció el semblante-. Y Tuvia… -titubeó un instante y después prosiguió con seguridad-: Tuvia habría tratado de convencer a Iddo de que había cometido un error, se habría indignado, estaba indignado, pero Tuvia es incapaz de hacerle daño a una mosca, y, desde luego, no tiene los conocimientos necesarios para manejar gases, botellas de oxígeno y esas cosas. El chico que me interrogó ayer y anteayer me lo explicó; también me preguntó si tenía conocimientos de submarinismo -bufó divertida-. Pero la de Tuvia es una tragedia de otra índole -su rostro volvió a nublarse-. No se confunda con Tuvia: es una persona compleja de elevados criterios morales; no debe dejarse engañar por las habladurías -dijo reprobadoramente, y se sumió en sus reflexiones. Luego se irguió y, exhalando un hondo suspiro, se puso en pie-. Ya es hora de volver al trabajo -y, con sorprendente agilidad, recogió sus papeles y los dos libros sepultados debajo, tiró el cigarrillo en el cilindro negro que hacía las veces de cenicero y, sin pronunciar una palabra más, se alejó a grandes zancadas hacia la sala de lectura de Estudios Judaicos.
Michael volvió a los poemas de Tirosh. Cual estudiante diligente, copiaba frases y subrayaba imágenes con una premura que le dejaba perplejo. El hecho de que en casa tuviera toda la poesía de Tirosh no significaba nada para él en esos momentos. Al entrar en la sala de lectura de Estudios Judaicos, había penetrado en el templo del Departamento de Literatura Hebrea. Sabía que debía sumergirse en el mundo de esa gente, que sería allí donde hallaría la solución. Sin embargo, a medida que leía se iba convenciendo de que no estaba aprendiendo nada relevante para la investigación y de que permanecer allí era casi un capricho. «Pero todavía queda por resolver el asunto de Shira», se recordó. A Tirosh apenas si le interesaba la prosa; «¿por qué había escrito "Ultimo capítulo" en su cuaderno de notas? ¿Realmente planeaba escribir un artículo al respecto? Al menos, ahora sé que el último capítulo existe y también de qué trata. Pero eso es todo lo que sé». Mas una voz interior, débil y amedrentada, le decía que la lectura del capítulo le había hecho comprender algo más, algo relacionado con la clase que Tuvia Shai había dado por la mañana, algo que tenía que ver con el impulso o la fuerza que había llevado a Herbst a seguir a Shira a la leprosería. «Hay personas que siempre llegan hasta el final», pensó, pero ¿por qué lo asocia con la lepra?
Estuvo leyendo el libro de Tuvia Shai y luego retomó los poemas. Sentía una vez más la corazonada de que sólo allí encontraría el extremo del hilo que le permitiría desenredar la madeja. Sabía que no podría comentar sus impresiones con los demás miembros del equipo de investigación; ellos no lo verían lógico. Ni siquiera él mismo podría haberlo explicado, mas lo cierto era que después de ver la grabación del seminario había comenzado a percibir la existencia de ese hilo suelto, a sentir que los poemas palpitaban, tenían vida propia, y podían ser tan peligrosos como el filo de una navaja. Poco a poco se fue adueñando de él la decepción. «Te estás engañando», se reconvino mientras leía. Aquí no hay nada, nada nuevo. Y de vez en cuando alzaba la vista y, con la mirada perdida en la sala, veía de nuevo aquellas imágenes. No les oponía resistencia.
La imagen de Ruth Dudai en el entierro de su marido, su expresión durante el interrogatorio, la voz llorosa con la que reconoció que había estado esperando que Shaul Tirosh la llamara desde el viernes por la tarde, las explicaciones relativas a cómo había pedido a la canguro que fuera a su casa, cómo se habían sentado juntas a esperar, y cómo, al fin, le dijo a la chica que se podía marchar cuando, ya a las diez, Tirosh seguía sin llamar. Luego estuvo llamándolo a casa a intervalos de una hora, sin oír más que el timbre del teléfono resonando en la casa vacía.
– Todo empezó poco antes de que Iddo se marchase a Estados Unidos -había dicho con voz ahogada por las lágrimas-, pero nunca llegué a estar con él.
Michael recordaba la frialdad con que Eli Bahar le había preguntado:
– ¿Quiere decir que nunca se acostó con él?
Y también recordaba la mirada ofendida que ella le dirigió a través de las lágrimas, el rubor de sus mejillas redondeadas y el gesto avergonzado de asentimiento cuando Michael repitió la pregunta de Eli.
– La cosa empezó cuando le pedí que me echase una mano con la tesis doctoral, porque mi director de tesis no me estaba prestando ninguna ayuda real -dijo, y describió el tema de su tesis, algo relacionado con la estética-. Se había ofrecido a ayudarme hacía muchísimo tiempo, pero me daba no sé qué aceptar, y además me inspiraba miedo. Una vez que Iddo no estaba en casa, se presentó de visita, se sentó en el sillón y se recostó hacia atrás.
Y Ruth Dudai se embarcó en una descripción pormenorizada de cómo Tirosh había cruzado las manos detrás de la cabeza, su gesto al revolverse el pelo con los dedos, la mirada de angustia que le dirigió, la turbación y el nerviosismo que ella sintió, y cómo le temblaban las manos mientras preparaba un café; él insinuó que sus relaciones con el sexo opuesto habían llegado a un callejón sin salida, y ella supo que se refería a Ruchama. A continuación Ruth Dudai aludió a los comentarios de Tirosh sobre lo solo que estaba, y ahora Michael oía como en un eco la voz de aquella mujer preguntándole si se daba cuenta de lo halagada que se había sentido cuando Tirosh apeló a ella diciendo que era la única persona capaz de «rescatarlo de su soledad». Michael también recordaba que había creído a Ruth Dudai cuando le dijo:
– Es absurdo preguntarme si he matado a Iddo. Llevábamos muy poco tiempo casados y, hasta que se fue a Estados Unidos, éramos buenos amigos. Fue ese viaje el que lo estropeó todo: para empezar, si no se hubiera ido, no habría pasado nada con Shaul; y después volvió tan raro…, hasta entonces Iddo siempre había sido muy sensato; y yo no soy una persona alocada, precisamente. No creo que hubiera llegado a nada serio, mi relación con Shaul; más bien parecía que me hubiese hechizado, era algo hipnótico. La verdad es -prosiguió con la misma voz implorante- que para mí fue un alivio que no me llamara el viernes, hace cinco días, sólo cinco días -y rompió a llorar de nuevo.
Sentado en la sala de lectura, Michael rememoró cómo le había preguntado una y otra vez sobre las experiencias de Iddo en Estados Unidos; la insistente pregunta de Eli Bahar: «¿Qué le ocurrió allí?», y los incesantes sollozos entre los que ella respondió: «No lo sé, de verdad, no lo sé. Se lo pregunté pero no me explicó nada, de verdad». Después Eli Bahar y él habían escuchado todas las cintas, las siete grabaciones de las entrevistas con refugiados políticos y disidentes judíos, poetas e intelectuales instalados en Estados Unidos. Mientras escuchaban aquellas voces solemnes leyendo poesía ante la grabadora de Iddo Dudai, era como si Michael estuviera viendo al joven serio y observador cuyo rostro había visto en la grabación…, el mismo rostro que antes viera, abotagado y sin vida, en la playa de Eilat. Todas las cintas estaban etiquetadas con el lugar, la fecha y la hora, así como con el nombre del entrevistado. Horas y horas de grabaciones no despejaron ninguna incógnita.
– ¿Cuántas casetes tenía? -le preguntó Eli Bahar a Ruth Dudai, con dos estuches en la mano.
– No lo sé, no las conté.
Michael recordaba la respuesta y el tono desvalido con que la dio.
– Aquí hay sitio para ocho, y sólo hemos encontrado siete -insistió Eli.
Michael escuchaba desde la habitación contigua.
– No lo sé -repitió Ruth Dudai, y lo farfulló una y otra vez-: No lo sé, no lo sé.
Michael pensó en las horas de indagaciones vanas, en los bien ordenados archivadores hallados en el dormitorio de Dudai, en el gran escritorio que ocupaba casi todo el espacio del atestado dormitorio del matrimonio, que también hacía las veces de despacho, y, exhalando un suspiro, volvió a concentrarse en los artículos de Tirosh.
Cuando estaban a punto de cerrar la biblioteca, sintió un retortijón de hambre y recordó que ni siquiera había tomado un café. La nueva cafetería inaugurada en el edificio Levy, junto a la biblioteca, estaba cerrada, por lo que se encaminó al aparcamiento. Aunque había refrescado, el coche seguía recalentado; oyó el chisporroteo de la radio a través de la ventanilla cerrada aún antes de introducir la llave en la cerradura. Desde Control le informaron de que Tzilla quería hablar con él. Regresó al campus y llamó desde una cabina del edificio de las oficinas. Respondió Tzilla, con la voz alterada.
– No te encontraba por ningún lado -se quejó- De pronto desapareces y yo me quedo aquí colgada con todos los papeles y las cintas; ya no queda nadie.
– Voy para allá -la tranquilizó Michael, y escudriñó la oscuridad por la puerta de cristal de la cabina. Regresó a su coche pensando en bombonas de gas, botellas de aire comprimido, envenenamientos con monóxido de carbono y en la posibilidad de que Tirosh hubiera asesinado a Dudai.
«Pero ¿por qué?», se preguntó. Un catedrático con su plaza asegurada, un intelectual y un esteta, alguien así no asesina a un alumno de doctorado simplemente porque critique su poesía en un seminario. Por muy brillante que fuera Iddo, difícilmente podría haber representado una amenaza seria para Tirosh. ¿Habría habido alguna confrontación entre ellos? Y si fue Tirosh quien rellenó de gas venenoso las botellas de aire de Iddo…, ¿quién había asesinado a Tirosh? ¿Y de dónde habría sacado un poeta e intelectual como Tirosh los conocimientos técnicos necesarios? ¿Y cómo habría conseguido el monóxido de carbono?
Llegado a ese punto de sus reflexiones, Michael ya estaba en el aparcamiento del barrio ruso; dejó el coche, echó un vistazo a las dependencias policiales, a los cuadrados iluminados de las ventanas y se encaminó a paso lento hacia su despacho. Tzilla estaba sentada bajo la luz fluorescente, examinando los papeles de la misma bolsa de plástico que Eli había comenzado a revisar antes. Lo miró con expresión de agotamiento:
– ¿Por qué no te vas a casa a descansar? -le preguntó Michael con dulzura-. No queremos que te machaques.
Tzilla se levantó con esfuerzo y le dirigió una mirada dubitativa.
– ¡Vete! -le riñó Michael, y ella sonrió y se marchó.
A las tres de la mañana, el timbre del teléfono negro le hizo dar un brinco. Oyó a Eli Bahar que le decía excitado y sin aliento:
– No he podido esperar a decírtelo en persona. ¡La hemos encontrado!
– ¿El qué? ¿Qué habéis encontrado? -preguntó Michael, nervioso.
– Ven a verlo tú mismo, estamos en la planta baja, Alfandari y yo, junto a la sala de reuniones, hemos encontrado la caja fuerte.
– ¿Dónde? ¿La caja fuerte de quién? Habla como un ser humano, ¿quieres?
– Tenemos aquí los documentos. Tirosh tenía una caja de seguridad en el banco.
– ¿Dónde habéis encontrado los documentos?
– Estamos aquí, abajo, ven a verlos. En una carpeta con poesías. Estaba con las cosas que nos llevamos de su despacho y no con las que cogimos en su casa -explicó Eli jadeante.
Michael bajó a la carrera los dos tramos de escaleras y, aun sabiendo que en muchos despachos había gente trabajando, el resonar de sus pasos se le antojó terriblemente solitario.
Eli Bahar le dirigió una alegre mirada de disculpa.
– Perdona que no haya subido a verte. Te llamé sin pensarlo en cuanto vi la primera página.
– ¿Dónde estaba? -volvió a preguntar Michael.
– Con estos papeles -repuso Alfandari con su agradable voz, tendiéndole una carpeta que contenía finas páginas escritas a máquina. Michael les echó un vistazo, sonrió y dijo:
– Buen trabajo.
– El Banco Nacional -le comunicó Alfandari.
– ¿Qué hora es? -preguntó Bahar.
– Las tres pasadas -replicó Michael pensativo-. Tardaremos un par de horas en conseguir el mandamiento judicial. ¿Dónde está Balilty?
– ¿Por qué? ¿Quién quiere saberlo? -preguntó Balilty con sonrisa triunfal, asomándose por la puerta.
Michael le entregó el contrato de la caja de seguridad.
Tras lanzar un silbido de admiración, Balilty preguntó con gesto serio, poco común en él:
– ¿Quieres que consiga un mandamiento judicial?
Michael se encogió de hombros.
– Estaré de vuelta dentro de una hora. ¿Qué juez está de guardia hoy?
No lo sabían.
– Bueno, da lo mismo. ¿Vamos a despertar a los empleados del banco o esperamos hasta que abran?
– Esperaremos a que abran -decidió Michael.