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Tras haber pasado las últimas horas de trabajo de la víspera con Balilty, que no paró de tararear obsesivamente la canción de moda La respuesta al enigma, a las seis de la mañana, Michael Ohayon se había mudado de ropa y se pasaba cuidadosamente por la cara la cuchilla de afeitar frente al espejo de su cuarto de baño. Las palabras de Ariyeh Klein le venían a la mente con insistencia; Balilty y él habían estado escuchando una y otra vez la grabación de su encuentro. Mientras se secaba las mejillas con la toalla, Michael tomó una decisión.
– Oye, ¿sabes qué hora es? -se quejó Avigdor, jefe del Departamento de Identificación Criminal, al responder al teléfono con voz soñolienta-. ¿No podías esperar a una hora más civilizada?
– No tiene por qué ser una bombona grande, ¿sabes?; también están las llamadas botellas de laboratorio, unas bombonas pequeñitas, como sifones en miniatura, con capacidad de unos doscientos gramos, pero…
– Sí, ya lo sé. Solía emplearlas cuando daba clases de química en la universidad. Y en aquellos tiempos nadie me llamaba a casa a las seis de la mañana… Ohayon, ¿cuántos años llevo a cargo de la Criminalística en Jerusalén? ¿Por qué no confías en mí? Te he dicho mil veces que no tiene sentido…, es una idea disparatada. La cuestión es muy simple. Uno se puede meter en el garaje de su casa, sellarlo y poner en marcha el motor del coche…, y ya tendría CO. En mi humilde opinión, por ahí no vas a llegar a ningún lado… Sí, sí, no te falta razón en lo que dices -por primera vez, un dejo dubitativo afloró a la voz de Avigdor-, pero el tipo en cuestión debía de tener conocimientos de química. Tendría que haber sabido química para hacerlo todo: en primer lugar, para que se le ocurriera pensar en ese gas y también que si lo rellenaba en el garaje olería. Lo que dices es verdad, sólo es inodoro cuando se produce en un laboratorio. No es un submarinista a quien tienes que buscar, sino a un químico, pero esa idea de los distribuidores de productos químicos es absurda. Cualquier laboratorio…
– He descartado los laboratorios de la universidad y de los hospitales -dijo Michael fatigadamente- Quiero examinar todos los pedidos realizados durante el último mes. ¿Cuántas bombonas de ésas harían falta?
– Cinco, seis; no muchas. Pero créeme…
– Esta misma mañana te enviaré a uno de mis hombres. Dale una lista de todos los sitios para que los investigue. Al fin y al cabo, no tenemos nada que perder -dijo Michael, mirando el jarrón vacío que había junto al teléfono; y, después de darle las gracias a Avigdor, colgó el auricular.
Mirando con irritación su reloj, esperó que las manecillas se movieran; cuando al fin llegaron a las seis y media, se permitió marcar el teléfono de Emanuel Shorer.
– ¿Dónde? -preguntó Shorer totalmente despabilado.
– En el Café Atara; está a la vuelta de la esquina del banco -repuso Michael.
A las siete y media, ambos hombres estaban sentados en silencio en el Atara, junto al ventanal que daba a una bocacalle. La camarera, charlando en húngaro con una anciana sentada a una mesa junto al pasillo central, les servía el desayuno: tortillas, panecillos, cubitos de mantequilla, platillos con mermelada y zumo de naranja.
– ¿Te he despertado? -preguntó Michael, con la vista clavada en su tortilla.
– Tonterías -replicó Shorer-. ¿Cuándo conseguiste el mandamiento judicial?
– A las cuatro y media de la mañana.
– Entonces, ¿a qué viene tanto alboroto? Podrías habernos dejado dormir a los demás.
– Eso es precisamente lo que he hecho -dijo Michael a la defensiva.
– ¿Y bien? ¿Qué más novedades hay? -quiso saber Shorer.
Michael le resumió la conversación con Klein y le contó cómo habían descubierto la existencia de la caja de seguridad. Dudó si aludir a Shira de Agnón, y una vaga aprensión se lo impidió. Por otra parte, no sabía muy bien qué decir al respecto. Cerró su exposición diciendo:
– Así que, en mi opinión, hemos dado con una nueva pista.
– ¿Y si no compró el gas en Israel? -preguntó Shorer-. Hay distribuidores de productos químicos en todo el mundo. ¿No estarás pensando que iba a guardar bombonas de gas vacías o publicidad de los distribuidores en la caja fuerte?
Dos hombres entraron en el café y se sentaron a la barra. Michael miró de reojo sus trajes de chaqueta oscuros y sus corbatas estrechas, y se enderezó el cuello de la camisa.
– Vamos a usar la cabeza -dijo Shorer paternalmente, tomando a sorbos el café traído por la camarera-. ¿Cómo puede hacerse con monóxido de carbono un catedrático de literatura? ¿Tú cómo lo harías?
Michael depositó cuidadosamente su taza sobre el plato.
– Ya te he dicho que hemos hablado con todos los laboratorios y en ninguno ha desaparecido nada. La única vía que queda es la legal: encargárselo a un distribuidor, por teléfono o por correo. En ambos casos, alguien tiene que recibir el paquete y pagar por él, y el distribuidor sabe quién le ha pagado y a quién ha enviado el paquete.
– Sí -convino Shorer, desmenuzando la cerilla ennegrecida que Michael había tirado al cenicero-, ése es precisamente el problema. ¿Por qué se iba a tomar la molestia de dejar pistas alguien que planeó con tanto cuidado el asesinato si tenía la oportunidad de conseguir por otros medios ese gas, que no es tan raro? Y aun cuando fueran recipientes pequeños, alguien tiene que recogerlos, firmar el recibo y todas esas cosas.
– No tengo ni idea -dijo Michael obcecadamente-. Pero no es el momento de pensar en eso. Antes quiero ver la caja fuerte, y luego… Estarás de acuerdo conmigo en que no nos va a hacer ningún daño ver lo que contiene.
Shorer hizo una seña a la camarera y le indicó su taza vacía. Ella gritó: «¡Café con leche!» en dirección a la puerta abierta de la cocina y, al poco rato, volvía con más café.
– El problema que plantea Tirosh -dijo Shorer- es que vivía totalmente solo. Por lo que me dices, veo que has puesto tus esperanzas en esa caja de seguridad, pero debo decirte que yo soy pesimista.
– Hasta ahora no he descubierto ningún indicio -reconoció Michael-. Ni el teléfono de un distribuidor de productos químicos, ni un folleto, ni libros de química. Y, sin embargo, estoy convencido; es una corazonada. En cualquier caso, pienso seguir indagando.
Volvió a mirar el gran reloj de pared, que marcaba las ocho. Emanuel Shorer pidió la cuenta y fulminó con la mirada a Michael, que se apresuró a guardar su cartera. Shorer pagó a la camarera y ella rebuscó en la bolsa de cuero que le colgaba de la cintura, contó las vueltas y las dejó sobre la mesa.
Los dos hombres vestidos de traje pagaron los expresos que habían tomado y Michael los vio encaminarse por la calle Ben Yehuda hacia la plaza de Sión. Había poca gente en el paseo peatonal y las tiendas seguían cerradas. Cuando llegaron a la plaza de Sión, vieron a Eli Bahar ante la sucursal del Banco Nacional, hablando acaloradamente con los dos hombres del café. El de menor estatura resultó ser el director del banco. Dos mujeres y un hombre hacían cola a la entrada, y la visión de los hombres trajeados alumbró una llamita de esperanza en sus ojos, que se convirtió en desengaño cuando el director abrió la puerta y, dándose aires de que le aguardaban asuntos importantes, señaló su reloj.
Cerró la puerta con llave una vez que Michael, Eli Bahar y Shorer hubieron entrado. Con Shorer a su lado, el director examinó el mandamiento judicial. Luego condujo a los tres policías a la cámara acorazada, mientras conferenciaba, dándose importancia, sobre las medidas de seguridad.
Shorer se mantuvo en un discreto segundo plano mientras Michael y Eli Bahar se inclinaban sobre la caja. El director contó los billetes que contenía y anotó escrupulosamente sus datos antes de devolverlos al sobre. Después de que Eli firmara sumisamente el impreso que le pusieron delante, y sólo entonces, se les permitió vaciar el contenido de la caja en un par de bolsas de plástico opacas.
El director extendió la mano para que le entregasen el mandamiento judicial; la copia se la quedó Michael.
Una vez que Michael hubo revisado el interior ya vacío de la negra caja de seguridad, desfilaron lentamente hacia la puerta trasera del banco. Michael caminaba con la vista fija en la espalda de Eli, que iba cargado con las bolsas de plástico.
En su despacho del barrio ruso, Michael echó un vistazo a la carpeta negra que Tzilla había traído del laboratorio de Criminalística. Luego dirigió la vista hacia Shorer y Eli y, finalmente, hacia los sobres.
Se movía pausadamente, como siempre que estaba nervioso.
En aquellos sobres marrones guardaba Shaul Tirosh todos sus papeles importantes: la escritura de compra de la casa de Yemin Moshe, el título de doctorado, el certificado de concesión del Premio Presidente de Poesía, su historial médico, cartas amarillentas y documentos en una lengua extranjera.
– Checo -dijo Shorer, y frunció el ceño, tratando de acordarse de algún traductor. Después lanzó una exclamación de júbilo, pidió la lista de teléfonos internos, marcó un número y solicitó apremiantemente hablar con Horowitz, del Departamento de Contabilidad. Unos minutos después, Horowitz entraba a toda prisa, con gesto tímido en su pálido rostro, coronado por una calva donde sobrevivían algunos mechones grises.
– Ahora se acuerdan de mí -dijo con sonrisa bondadosa-. Cuando me quedan dos meses para jubilarme, al fin sacan partido de mi lengua natal -tradujo de viva voz los expedientes académicos dejan Schasky y Helena Radovensky, los padres de Tirosh. Luego examinó con detenimiento otro papel.
– Esto no es checo -dijo-; es alemán…, es un boletín de notas de segundo de Medicina, de la Universidad de Viena. Es de Pavel Schasky; mire, véalo usted mismo.
Shorer se inclinó sobre el papel. Al levantar la cabeza, topó con la sonrisa de Michael.
– No podríamos haber pedido nada mejor. Salvo el propio gas, aquí lo tenemos todo…, toda la química necesaria -dijo Michael, y se recostó en la silla, vencido por el cansancio y la debilidad.
Dentro de una bolsa de papel marrón, en unos sobres blancos, encontraron moneda extranjera: francos suizos, dólares, libras esterlinas e incluso dinares jordanos. De otro sobre Michael extrajo un collar de perlas azuladas con el cierre tachonado de diamantes y un par de pendientes a juego. Se quedó contemplándolos un momento, hasta que Eli Bahar exclamó triunfal:
– ¡Aquí está!
El testamento, firmado ante notario, estaba en un sobre aparte. Michael leyó varias veces el conciso documento, se lo tendió a Shorer, marcó un número en el teléfono negro y le pidió a Tzilla que se reuniera con ellos.
La recién llegada echó un vistazo rápido al testamento y se lo devolvió a Michael. Se le habían arrebolado las mejillas.
– Esto no nos deja más que una vía de acción -dijo Eli Bahar pasándose la mano por el pelo-. Puede venir con su abogado, si quiere -y añadió en tono agraviado-: Os dije desde el principio que no me gustaba su aspecto.
Michael le hizo una seña de asentimiento a Tzilla y ella le dirigió una mirada interrogante.
– Bueno, tenemos que localizarla y traerla aquí -le confirmó-. ¿Estás lista?
Tzilla asintió vigorosamente, abrió la puerta y se dio de bruces contra Manny Ezra.
– ¿A dónde vas? -le preguntó, nervioso, y volvió la vista atrás.
Tzilla siguió su mirada y sonrió afablemente a un joven flaco y con gafas, que se adelantó y se detuvo en el umbral junto a Manny Ezra.
El joven vestía uniforme policial, con galones de sargento en la manga.
– Illan Muallem, señor -se presentó a Michael Ohayon, y le tendió una carta.
– ¿Por qué va de uniforme? -le preguntó Eli a Manny.
– Pensó que en la gran ciudad quizá fuéramos estrictos -respondió Manny sofocando una risita.
Illan Muallem trasladó su peso de un pie a otro.
– Es de la policía de Ofakim -explicó Manny-. El ayudante que nos ha asignado el distrito meridional.
– Menos mal que no está Balilty; se lo habría comido vivo -comentó Eli Bahar, agarrando del brazo al sargento-. Vamos, chico; te daremos café y algo de comer -y se lo llevó afuera.
Michael se volvió hacia Manny, le explicó en pocas palabras cómo debía verificar todas las compras de monóxido de carbono realizadas durante el último mes y le pidió que confeccionase una lista.
– ¿Con él? ¿Con ese Muallem? -preguntó Manny, incrédulo.
– Supongo que sabrá hablar por teléfono -replicó Michael fríamente, sintiendo una punzada de compasión hacia el humilde personaje con su uniforme recién planchado.
Al quedarse solo, Michael abrió la carpeta remitida por el laboratorio y empezó a pasar las finas hojas llenas de poemas escritos a máquina. Después encendió un cigarrillo y examinó el informe pericial que Tzilla le había dejado sobre la mesa. Allí se especificaba la marca de la máquina de escribir utilizada y el tipo de papel: «papel de arroz», leyó Michael, anotado en la pulcra letra de Pnina. En una nota adjunta se informaba de que se habían hallado huellas dactilares de Tirosh en las hojas, así como otras huellas, borrosas debido a «un manejo negligente por parte del personal forense».
«Una hoja voló por los aires / cayó / en mi blanca camisa / después en la oscuridad / se hundió / en el silencio», leyó Michael, y fue pasando las páginas con cuidado, tratando de descubrir algún detalle que revelase la identidad del poeta; y, a medida que leía, se sentía cada vez más violento. Era imposible, sencillamente imposible, que al autor de aquellos versos le hubiera pasado inadvertida su banalidad.
Reparó, no sin regocijo, en los comentarios escritos por Tirosh, con cuya letra se había familiarizado durante los últimos días. «Metáfora cerrada», había anotado junto al verso «No sabía si había cerrado la puerta con llave cuando te fuiste». Aunque Michael sabía que la teoría literaria establece una diferencia entre el escritor y la voz del texto, llegó a la conclusión de que los poemas eran obra de una mujer. Pasando las endebles páginas, vio más comentarios de Tirosh, alargados signos de interrogación y las palabras «no» o «así no», en su letra estirada. En una de las páginas, Tirosh había escrito en rojo, entre comillas: «Ni de esta forma ni sobre esto es apropiado escribir», y se preguntó a quién estaría citando el profesor y poeta. Recordó las encomiásticas palabras de Klein sobre el talento para la crítica de Tirosh y comprendió que eran acertadas. Dedujo, asimismo, por el carácter de los comentarios, que Tirosh conocía personalmente al poeta a quien estaba criticando.
Balilty entró en el despacho, resoplando y jadeando, como siempre.
– Es una pena que se haya marchado Shorer -se lamentó-. Tengo algo interesante que decirle, y a ti también.
– La casualidad no existe -masculló Michael dejando la carpeta sobre la mesa-. Tirosh debía de tener algún motivo para guardar el contrato de su caja fuerte en una carpeta de poemas.
– Si tú lo dices -dijo Balilty, encogiéndose de hombros-. No pretendo decir que sea imposible averiguar quién ha escrito esas poesías; pero también es cierto que cualquiera puede esconder un papel apresuradamente al recibir una visita inesperada, sobre todo considerando que no sabría que estaban a punto de asesinarlo. Pero yo lo averiguaré, no te preocupes.
Sólo con sumo esfuerzo logró Balilty concentrarse en lo que le decía Michael y escucharle hasta el final. Luego cogió la carpeta y miró a su jefe, que tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Se pasó la lengua por los labios y, con inconfundible gesto, se remetió los faldones de la camisa bajo el cinturón. A Michael le dio la impresión de que el agente de Inteligencia había engordado en los últimos días: la barriga le abultaba más de lo habitual, reventándole la camisa.
– ¿Qué querías decirme? -preguntó Michael.
Balilty sonrió con aire satisfecho.
– ¿Qué hora es? -preguntó retóricamente, y consultó su reloj-. Nada más que las diez y media; no está mal para ser las diez y media; pero, si te digo la verdad, tengo mis contactos, y no es que haya empezado a trabajar en el asunto hoy mismo; me olí algo sospechoso desde el principio, pero cuando me pusiste la cinta de ese profesor tuyo se despejaron todas las dudas; y, por suerte, he dado con la persona adecuada.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Michael intranquilo, la mente todavía puesta en el monóxido de carbono.
– Estoy hablando del ginecólogo de la muñequita de porcelana -replicó Balilty con sonrisa exultante-, de esa Eisenstein.
– ¿Qué pasa con su ginecólogo? -preguntó Michael, tal como quería Balilty.
Y el agente de Inteligencia abrió la exposición con su frase acostumbrada: «Te lo voy a explicar, ya que me lo preguntas», y a medida que le refería la historia, se fue poniendo más serio. Mencionó el nombre del ginecólogo, aludió con un par de indirectas a los tortuosos métodos que había adoptado «para no liarse con los problemas del secreto médico» y se puso lírico al elogiar a la secretaria del susodicho ginecólogo, que casualmente tenía la consulta «justo al lado de casa de mi cuñada, la hermana pequeña de mi mujer, Amalia, te la presenté una vez, no sé si te acordarás».
Michael se acordaba muy bien. Cena de viernes en casa de Balilty: su obesa mujer, de tímida sonrisa, el agente de Inteligencia en pose patriarcal a la cabecera, las velas encendidas en un rincón, los niños impecables, la frase: «Come, come, no hay nadie que prepare el cubbé como mi señora», el calor de la habitación, la comida pesada, la cuñada de Balilty, Amalia, joven y tímida, negra coleta, ojos castaños y sonrisa dulce, a quien Balilty había tratado por todos los medios de conseguir una cita con Michael Ohayon. Incluso recordaba la voz tímida con la que dijo: «Danny me ha hablado muchísimo de ti».
– No sé si podré usar esa información sin un mandamiento judicial que revoque el secreto médico -reflexionó en voz alta cuando Balilty hubo concluido su exposición.
– Pero ¿qué pasa? -protestó Balilty congestionado-. ¿Es que te he dado alguna vez una información incorrecta?
– No se trata de eso -replicó Michael en tono conciliatorio-. En el primer interrogatorio, la chica ya solicitaba un abogado, antes de que supiéramos nada. ¿Imaginas cómo reaccionará si saco a colación ese tema en otro interrogatorio?
– Pero si hasta los técnicos en poligrafía te han dicho que sus respuestas no han sido concluyentes; las suyas, las de Tuvia Shai y también las de Ariyeh Klein. Nada te impide emplear la información mientras van tramitando lo del mandamiento judicial -le apremió Balilty.
– ¿Quién ha dicho que la prueba de Klein no ha sido concluyente? -preguntó Michael pegando un brinco.
– Vamos, relájate; nos lo ha dicho el tío que le pasó por el detector de mentiras. Pero no es que sea tremendamente ambigua; habrá que volver a interrogarlo, así de sencillo, para aclarar todo el lío ése de cuándo llegó, dónde estuvo exactamente y esas cosas.
– ¿Qué lío? -preguntó Michael suspicaz-. ¡No hay ningún lío! Volvió el jueves por la tarde…, ¿por qué hay que liarse con eso?
– Vale, vale, yo qué sé, quizá no lo prepararon bien para el interrogatorio, habrá que repetirlo. ¿Por qué disgustarse tanto? No va a ser el único que tendrá que repetirlo -y Balilty esbozó una sonrisita cómplice-. Ya sé que es tu favorito y todo lo demás.
Michael Ohayon inclinó la cabeza al tiempo que dirigía una mirada inquisitiva a Balilty, que no había parado de sudar desde que entró en el despacho.
– En fin -dijo Balilty pausadamente-, en fin, volvamos a lo que más nos urge en estos momentos; tú no te vas a meter en problemas; será la secretaria, o el médico, y no nosotros, los que se meterán en problemas. Y para cuando llegue el momento del juicio, tendrás pruebas admisibles, te lo prometo. Por otro lado, la puedes detener ahora mismo.
Michael suspiró.
– Ya sabes cuánto aprecio tu trabajo, Danny -dijo, y por el rabillo del ojo vio que la expresión del agente de Inteligencia se suavizaba-, pero estoy constreñido por la ley. No digo que no vaya a usar la información, pero no estoy seguro de lo que puede pasar. Tal como están las cosas, ya tiene por lo menos un motivo para el asesinato, pero no me gusta la idea de que no nos respalde la ley.
– Bueno, ¿fotocopio esto y te lo devuelvo? ¿O qué? -preguntó Balilty levantándose con la carpeta de cartón en la mano.
Michael hizo un gesto afirmativo mirando la carpeta.
– Diez minutos -dijo Balilty, hojeando rápidamente las páginas mientras salía.
Se oyó el timbre del teléfono blanco y Balilty cerró la puerta a sus espaldas. Michael oyó la voz de Tzilla por el auricular.
– Se niega a ir -le dijo desesperada-. Dice que tendremos que emplear la fuerza para llevarla a «ese sitio», y ya no sé qué hacer. Lo he intentado todo. Le he dicho que se la llevarían en un furgón celular y todo lo que se me ha ocurrido, pero no hay manera de convencerla.
– ¿Dónde estás? -preguntó Michael.
– En el Monte Scopus. Está trabajando en su despacho. No sé qué hacer. ¿Traemos un furgón y nos la llevamos a la fuerza? ¿Quieres detenerla?
– No -replicó Michael con firmeza-. Todavía no quiero detener a nadie; entérate de si Klein está por ahí.
– Sí está -respondió Tzilla-. Lo he visto junto a la secretaría al llegar. ¿Hablo con él?
– No. Ya me encargo yo. Quédate donde estás.
– Universidad -dijo la telefonista con voz aburrida.
Michael pidió que le pusiera al habla con el Departamento de Literatura Hebrea.
– ¿Sí? -dijo Adina Lipkin aprensivamente, y Michael solicitó hablar con el profesor Klein.
– ¿Quién lo llama? -preguntó Lipkin.
– La policía -Michael disfrutó oyendo el sonido de su voz al dar esa respuesta.
– Ha estado aquí mismo hasta hace un minuto, pero ha salido un momento. Puedo ir a buscarlo, pero sólo si es urgente, porque tengo a gente esperando, y lo que me gustaría saber es si puedo transmitirle algún recado.
– No, no puede -replicó Michael, severo.
– Está bien, pero tendrá que esperar -dijo Lipkin.
Al poco rato, Michael oyó una voz conocida diciendo enérgicamente: «¿Sí?», y después: «Soy Klein».
Michael habló durante unos minutos mientras oía la respiración de su interlocutor, que le dijo varias veces «sí» y, al final, «comprendido».
Se quedó mirando su reloj largo rato. El minutero avanzaba a cámara lenta y el cenicero se iba llenando de colillas. Con las piernas estiradas, contemplaba los aros de humo que iba formando y, enmarcada en ellos, veía la cara de Yael Eisenstein. No lograba concentrarse en nada salvo en el inminente interrogatorio. Tal como había prometido, Balilty regresó a devolverle la carpeta al cabo de diez minutos; le echó una ojeada y se marchó sin decir nada.
En cualquier momento se abrirá la puerta, pensaba Michael, y aparecerá en el umbral esa imagen frágil como una flor, y yo tendré que fingir que no veo su fragilidad, su belleza.
Se concentró en la imagen del asesinato. Una sombra negra golpeando con saña la oblonga cabeza hasta que se desplomaba. Las estimaciones sobre la altura del asesino realizadas por los peritos eran en exceso imprecisas. La labor prolongada y agotadora llevada a cabo por el equipo móvil en la escena del crimen, tantas mediciones y cálculos, no habían resultado en nada. «Un asesinato cometido durante un arrebato de cólera», se dijo Michael, «no se planea por adelantado. La expectativa de heredar no puede ser la causa de un asesinato de estas características», explicó a las voces que disputaban en su interior. Conjuró la imagen de la figura, delicada como una Madona, de Yael Eisenstein empuñando la estatuilla de Shiva, el dios indio de la fertilidad y la destrucción, y la imagen se perfiló con nitidez antes sus ojos. Veía el brazo pálido, el rostro contraído en una mueca de cólera desatada, los ojos desorbitados por la furia, y sentía lo que ella había sentido…, tal vez, se advirtió a sí mismo.
Pensó en la vulnerabilidad de una persona capaz de entregarse así a la cólera. Esa persona tendría que desear algo apasionadamente, con una fuerza brutal, y a la vez detestar ese deseo. «Tal vez», se dijo, «tal vez fue Yael».
Pero no a causa de la herencia. Por otro motivo, por algo que ignoro.
Cuando se abrió la puerta, Michael ya sabía que tendría que jugársela.
Tzilla entró y él se precipitó a guardar en un cajón la carpeta negra de cartón que le había devuelto Balilty.
– La he traído -dijo Tzilla, enjugándose la frente-. Hace un calor horroroso ahí fuera. Está esperando con Klein; y él me pregunta si puede pasar con Yael; le he dicho que lo consultaría. ¿Qué le digo?
– Dile que primero quiero hablar con ella a solas. Después, quizá.
Michael Ohayon encendió la grabadora en cuanto vio a la esbelta muchacha en el umbral. Una vez más iba toda de negro, aunque con otro modelo: un vestido de punto más holgado. Los brazos se le veían especialmente delgados y un fino collar de perlas le ceñía la nívea garganta, blanco sobre blanco; lo que estaba a punto de suceder volvió a inspirar remordimientos a Michael, que los acalló con otras voces.
Se mantuvo impávido mientras empujaba un cenicero hacia Yael, que había encendido un cigarrillo.
– Deseaba usted hablar conmigo -dijo la chica con frialdad.
– Sí -Michael suspiró-. Quiero que vuelva a describirme lo que hizo el día que fue asesinado Shaul Tirosh.
– Ya se lo he explicado -replicó ella indignada-. Se lo he contado por lo menos tres veces.
– Ya lo sé, y lo siento; cada vez es por motivos diferentes. No nos gusta acosar a la gente sin razones.
– No, claro, sin razones no -replicó Yael Eisenstein, y con violento ademán tiró la ceniza de su cigarrillo.
– Me gustaría aclarar una vez más a qué hora llegó usted a la universidad el viernes pasado, hace menos de una semana.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con desdén. Michael no retiró la vista de su cara. No sentía la menor ira, tan sólo compasión y agotamiento.
– ¿Cómo supiste que tenías que hacerle precisamente esa pregunta? -le había preguntado Shorer años atrás, mientras escuchaban juntos la grabación de un interrogatorio-. ¿Cómo has podido saberlo tan pronto? Cuéntamelo.
Y Michael le explicó sobreponiéndose a la vergüenza:
– Siento a la persona, me meto en su cabeza, pienso como ella, la escucho y entonces suelo descubrirlo. Tal vez no los hechos, pero sí el fondo de la cuestión.
– Eso es arriesgado -objetó Shorer-. Es imposible interrogar a una persona si te identificas con ella; hace falta agresividad, y hostilidad también, para interrogar a un sospechoso de asesinato.
– Es la única manera en que sé hacerlo -se disculpó Michael-. Sólo cuando me identifico con alguien sé qué camino tomar. Es muy doloroso aproximarse tanto a la gente, sobre todo para mí, la mera proximidad; y más teniendo en cuenta que me acerco a ellos para atormentarlos, pero no sé hacerlo de otra forma.
Ahora volvió a interrogar a Yael, con fastidiosa insistencia, sobre lo que había hecho el último viernes.
Ella respondió con todo lujo de detalle, repitió que había llegado a la hora de la reunión de departamento, después de la cual fue a la biblioteca, y luego se marchó en taxi a casa, que era como llamaba a la casa de sus padres.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
Yael hizo un gesto de negación, tal como lo hacía Yuval de bebé cuando no quería comer, girando la cabeza de izquierda a derecha.
– Se lo voy a decir claramente -repuso con calma-: no es asunto suyo -y encendió un cigarrillo con mano trémula.
Michael volvió a fijarse en sus finos dedos, sin anillos y manchados de nicotina.
– Encontramos sus huellas en el despacho de Tirosh -le advirtió Michael.
– ¿Y qué? ¿Qué demuestra eso? ¿Que estuve alguna vez en su despacho? No voy a negarlo.
– ¿No estuvo en su despacho el viernes?
Yael lo miró de hito en hito.
– Ya se lo he dicho.
Michael jugueteó con la caja de cerillas y se esforzó en parecer paternal.
– Me gustaría -dijo pausadamente- que confiara más en mí.
– ¿Por qué? ¿Tal vez porque sólo desea lo mejor para mí? -le replicó sarcásticamente.
Michael esbozó una sonrisa condescendiente y perspicaz. Luego dijo con calma, imprimiendo a su voz el dejo de intimidad apropiado:
– Siento muchísimo que Shaul Tirosh le infligiera tantos sufrimientos y humillaciones.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Yael a la vez que un leve rubor cubría sus mejillas.
– ¿Le gustaría que se lo recordara?
Yael guardó silencio.
– Me refiero a su matrimonio, a su divorcio, al aborto y también…
– ¿Quién se lo ha contado? -tenía el rostro encendido y la voz ahogada-. ¿Se lo ha contado Ariyeh Klein?
– No hizo falta que me lo contara Klein -respondió Michael sonriendo con tristeza.
– No sé de qué me está hablando -dijo ella, pero Michael alcanzó a ver el destello de las lágrimas que relumbraban en sus ojos antes de que bajara la cabeza.
– Sé que han pasado muchos años desde entonces, pero una humillación de tal calibre debe de ser difícil de olvidar.
Silencio.
– Sobre todo -continuó Michael, subrayando todas las palabras-, teniendo en cuenta lo mal que se debió de sentir al saber que nunca podría tener hijos como consecuencia de lo sucedido.
Yael irguió la cabeza.
– ¿Cómo es posible que se haya enterado de eso? -preguntó en un susurro de espanto. Y torció el gesto.
– Trato de imaginar lo que debió de sentir. La amargura y, sobre todo, la humillación. Por si le sirve de consuelo, le diré que no es usted la única persona a la que Shaul Tirosh humilló.
Ella no reaccionó. Su pálido semblante se había agarrotado con la vista puesta en Michael. Él percibió el miedo y, sobre todo, la formidable ira que dejaba traslucir. Yael seguía mirándolo fijamente, inmóvil.
– Imagino la conversación entre ustedes. Como es habitual, él la humilla con mucha elegancia, sin perder la compostura; puede que usted llegue a contarle sus problemas ginecológicos; y él reacciona con cinismo, como siempre. ¿Qué le dijo? ¿Que de todas formas no estaba hecha para ser madre? ¿Que no era una mujer de verdad? ¿Qué le dijo exactamente para impulsarla a golpearle con tanta saña, para desear que muriera?
Yael se abalanzó hacia la puerta sin que Michael lograra detenerla hasta que ya tenía la mano sobre el picaporte. Uno a uno, desprendió sus dedos del tirador y, agarrando su delgado brazo con fuerza, la condujo hacia la silla y la obligó a sentarse.
«No me he equivocado», pensó Michael, y se permitió congratularse antes de proseguir hablando.
Yael se dejó caer flácidamente, como si le hubiera abandonado la voluntad, acobardada, desvalida. Michael supo que a partir de ese momento todo iría rodado.
– ¿Qué le dijo Tirosh? Sabe muy bien que no tiene sentido tratar de huir de aquí. ¿Qué le dijo, cuando estaba en su despacho, para impulsarla a golpearle con la estatuilla? ¿Para machacarlo una y otra vez?
Se preguntó si sería el momento de explicar que, si colaboraba, se consideraría un homicidio en lugar de un asesinato con premeditación y alevosía; decidió no decir nada.
– Fue espantoso ver cómo se desplomaba y dejarlo allí tirado -afirmó como si él hubiera estado presente.
Yael dirigió la vista hacia él y luego la desvió, sacudió la cabeza y, al fin, sacó un pañuelo bordado del bolsito de cuero que había colgado del respaldo de la silla y se sonó sin hacer ruido. Hacía años que Michael no veía a una mujer sonándose con un pañuelo bordado, como una niña bien educada.
Estaba a punto de repetir la pregunta cuando Yael dijo con una voz aún más suave que de costumbre que no había sido ella quien le había golpeado.
– Pero estuvo en su despacho -afirmó Michael.
– Sí, pero el jueves.
– Y se peleó con él.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Cuál fue el motivo de la pelea?
– Un asunto íntimo.
– ¿Más íntimo que el hecho de que no pueda tener hijos?
Sí. En su opinión, lo era. Así veía ella las cosas. Por otro lado, nunca le había hablado a Shaul de ese problema.
«¿Qué podría considerar más íntimo que su esterilidad?», caviló Michael. Tenía que descubrirlo, adivinarlo urgentemente, como si le fuera la vida en ello. Repasó mentalmente la vida de Yael, su trabajo en la universidad, su aislamiento, el hecho de que evitara coger autobuses, la dieta a base de yogur y fruta, su monótono vestuario que nunca se plegaba a los dictados de la moda, la información confidencial descubierta por Balilty con respecto a la consulta psicoanalítica a la que acudía, cuatro veces por semana, según le dijo Balilty, taxi de ida y de vuelta…, su soledad, sobre todo su soledad. «Estás perdiendo el hilo; métete en su pellejo. No pienses en lo que es íntimo según tu criterio, sino en lo que es íntimo para ella.» De pronto, con rápido ademán, extrajo la carpeta negra del cajón del escritorio.
– Creo que lo que realmente le hirió fue la actitud de Tirosh hacia esto -dijo, y le tendió los poemas.
Yael asió la carpeta con fuerza sin decir nada.
«Los he leído. Son malísimos. Tan malos como para inspirar vergüenza ajena», pensó Michael. Y en voz alta preguntó:
– ¿Fueron sus críticas las que la enfurecieron y la llevaron a golpearle? ¿Fue ésa la humillación que le hizo perder la cabeza?
Yael lloraba en silencio. «Pretende derretirme el corazón», pensó Michael.
– Tiene que responderme -dijo con suavidad.
Ella no le había golpeado, dijo. Estuvo en su despacho el jueves, por la mañana. Ruchama Shai esperaba fuera; se lo podía preguntar a ella, a Ruchama, qué aspecto tenía cuando salió del despacho. Dejó allí los poemas porque no soportaba seguir viéndolo ni un minuto más. Se había quedado de piedra. No tenía la capacidad de reaccionar con violencia cuando le hacían daño, sencillamente se venía abajo, y él nunca, nunca la había ofendido tanto como entonces, al devolverle los poemas. Había tomado asiento tras su escritorio y había tratado de decírselo con tacto, lo que en sí mismo era insultante. Yael no había enseñado los poemas a nadie, ni siquiera a Klein. Lo cierto era que sólo llevaba un año escribiendo y no se sentía capaz de enjuiciar el valor de su obra. Al principio Shaul quiso ser delicado, pero siendo quien era, se le escaparon algunas pullas y terminó por decir con impaciencia: «No tienes futuro. No sabes escribir; una mujer necesita una matriz para escribir». Quizá le habría pegado si se hubiese sentido con fuerzas, pero su primer impulso fue tirarse por la ventana de aquel despacho de la sexta planta.
Michael tenía la vista fija en Yael. Escuchaba con atención todas sus palabras y veía la escena ante sus ojos. Se preguntó un par de veces si daba crédito a la historia que le estaban contando. No supo responder. Yael parecía extenuada.
Le quedaban un par de preguntas por hacerle, dijo.
Un relámpago de ansiedad volvió a cruzar el rostro de Yael.
¿Había intentado Tirosh reanudar su relación en algún momento?
Sí, reconoció Yael. Lo había intentado y ella lo había rechazado. Él no lo encajó bien, pero fue un enfado pasajero.
La segunda pregunta era:
– ¿Podría eso explicar la frase: «Ojalá esto sirva para compensarte en alguna medida por lo que no estuvo en mi mano darte»?
– ¿Ojalá sirva el qué? ¿De dónde sale esa frase? ¿De qué me está hablando? -sus anchas cejas se arquearon mientras lo miraba desconcertada.
Esta vez no había dicho «¿A qué se refiere?», advirtió Michael. Ahora era sincera, como si ya no quedara nada por descubrir. ¿O no era sincera? ¿Se estaría dejando engañar por sus supuestas «intuiciones»?
Tras algunas vacilaciones, le dijo:
– ¿Está al tanto del testamento que dejó Shaul Tirosh?
– ¿Testamento? -se encogió de hombros-. ¿Qué testamento? -preguntó sin miedo, sorprendida.
– ¿Le habló de eso alguna vez?
Esas cosas no le interesaban, afirmó ella.
– De todas formas, los taxis, el psicoanálisis, los tratamientos médicos, la comida… ¿De qué vive? -preguntó Michael, pensando en la transferencia que Yael recibía todos los meses. Ése había sido uno de los descubrimientos de Balilty, anunciado a bombo y platillo en una reunión del equipo.
Tenía su trabajo, replicó Yael, y sus padres le pasaban una renta mensual.
– Pero tengo entendido -dijo Michael con cautela- que su padre se arruinó en el 76, y después de su último infarto no ha vuelto a trabajar.
Yael Eisenstein guardó silencio y Michael esperó. Dejó transcurrir un rato antes de dirigirse a ella:
– Adelante, hoy ha dicho cosas mucho peores. Si el dinero no le interesa, no debería resultarle difícil hablar del tema -dijo sin lograr camuflar su impaciencia.
Ella tragó saliva y explicó un tanto cohibida que el piso estaba registrado a su nombre y que su padre se las había arreglado para colocar dinero en Estados Unidos «antes de la crisis»…
– Una cantidad respetable, no sé exactamente cuánto; vivo de los intereses, y aunque mi padre asegura que no hay por qué preocuparse, yo no me siento tranquila transgrediendo la ley.
Michael colocó una fotocopia del testamento ante ella. Después de observarlo desconcertada, inclinó la cabeza y lo miró entornando los ojos. Lo cogió luego con mano trémula y se lo aproximó a los ojos. Dejándolo sobre la mesa, rebuscó en su bolso gris, sacó unas gafas de moldura cuadrada de una funda, se las puso y reanudó la lectura. Al terminar, volvió a depositarlo sobre la mesa. Sin quitarse las gafas, que le conferían un aspecto más maduro e inteligente, se encaró a Michael con una mirada despejada y penetrante en sus ojos azules. La ira se traslucía con toda claridad en su expresión. Volvió a fruncir los labios, un gesto que a Michael ya le resultaba familiar.
– ¿No sabía nada de esto? -preguntó Michael, y guardó el documento en el sobre marrón sin apartar la vista de ella.
Yael negó con la cabeza.
– Pero no me sorprende, no me sorprende en absoluto -y un chorro de lágrimas empañó las lentes de sus gafas.
– ¿Por qué llora?
– No lo comprendería -dijo meneando la cabeza-. Nadie lo comprendería.
– Explíquemelo -le pidió Michael con un suspiro-. Quizá lo entienda si me lo explica.
– Ni siquiera podía dejarme en paz para odiarlo. Cómo no iba a tener un gesto aparentemente noble…, qué típico de él. Como siempre, no pensaba en mí, sólo en sí mismo…, a pesar de lo que dice sobre la admiración que siempre le inspiré. ¿Quién me va a creer a mí?
Se produjo un largo silencio.
– Me temo -dijo Michael, inclinándose hacia delante- que tendremos que repetir la prueba poligráfica; tal vez esta vez sea diferente: sabremos muy bien qué hay que preguntar. No tiene nada que temer…, si me ha dicho la verdad, claro está.
No le daba miedo, dijo ella, estaba dispuesta a hacerlo, con tal de que la creyeran.
– Le comunicaremos cuándo tiene que hacerlo. Esta vez la interrogarán sobre temas dolorosos: su matrimonio, el divorcio, el embarazo, los poemas, el testamento. Nadie pretende humillarla, tenga en cuenta que estamos investigando un asesinato, dos asesinatos.
Yael asintió y preguntó más animada:
– ¿Ya está? ¿Hemos terminado?
– Por hoy, hemos terminado -confirmó Michael, y se levantó. Le temblaban las manos y las piernas, como si hubiera levantado una carga muy pesada.
Yael extendió la mano hacia la carpeta negra.
– Me temo que hemos de guardarla aquí, de momento -se excusó Michael.
– Pero no se lo enseñarán a nadie -dijo ella con aprensión.
Michael se encaminó a la puerta y Yael lo siguió dubitativa, sin despegar la vista de los poemas que quedaban sobre la mesa.
A la puerta esperaba Klein, con la expresión de un hombre que ha dejado a su hija a merced de un hechicero. La miró a la cara, descubriendo el evidente rastro del llanto en sus mejillas.
– Si tiene un momento, me gustaría hablar con usted -dijo Michael.
Klein miró a Yael, como pidiéndole permiso.
– La podemos llevar nosotros a casa, si es que eso le preocupa -dijo Michael.
– Puedo irme a casa sola -intervino Yael, quitándose las gafas y guardándolas en el bolso gris que le colgaba del brazo. Sus ojos volvían a ser dos lagos mansos, de mirada vaga.
– Te acompaño hasta la calle -dijo Klein mirándola con inquietud.
Michael Ohayon regresó a su despacho y encendió la grabadora. Estaba rendido y le dolía todo, pero no era la fatiga agradable que produce el trabajo físico. Echó una mirada desesperada en torno al desnudo despacho y se preguntó cuándo podría meterse en la cama y olvidarse de todo. No eran más que las dos de la tarde.