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Eli Bahar también escuchó el informe de Balilty. Michael, sentado tras su mesa, mantenía la expresión impasible, inmóvil el cuerpo.
– Ha ido a buscarlo Alfandari -concluyó Balilty-. Llegarán enseguida. No te veo en muy buena forma.
Michael hizo oídos sordos al comentario final.
– Vuelve a contármelo. Todo, desde el principio, despacio -pidió.
– ¿Por qué no me grabas? -replicó Balilty, y comenzó a esbozar una sonrisa que quedó truncada cuando Michael hizo un ademán impaciente-. ¿Por dónde puedo empezar? -preguntó clavando la vista en el techo. E inició el relato de nuevo, esta vez hablando sosegadamente y echando miradas de reojo, como si buscara la corroboración de Eli Bahar, que lo miraba con atención desde su asiento, al lado del escritorio-. Ya sabes que verificamos su coartada -dijo Balilty-. Alfandari habló con su madre; fue a Rosh Pinna el lunes sólo para eso. Dijiste que por teléfono no, por eso fue en persona. Ya has oído lo que contó sobre ella: que es un prototipo de pionera, que ya no cumplirá los ochenta. Otro hijo suyo vive en Safad, y la hija en Sede Yehoshua; son una familia muy unida. Él es el hermano de en medio. En fin, su madre le dijo a Raffi que Klein había llegado a su casa el jueves por la noche, y que se marchó directamente al aeropuerto desde allí el sábado por la noche; Raffi repasó la historia con ella y se la creyó. Raffi es de fiar, y dice que yo también me la habría creído. Es una casa grande, con mucho terreno, todo él cerrado por una cerca alta. Así que es posible que Raffi tenga razón y nadie viera nada. Pero no se quedó satisfecho, Raffi quiero decir, porque el vecino de al lado no estaba cuando fue a interrogar a la madre, y lo primero que preguntó Ariyeh Klein fue si habíamos hablado con los vecinos. Por eso hemos vuelto por allí esta mañana, Raffi y yo. Además yo tenía un asunto pendiente en Tiberias, nada que ver con el caso. Esta vez el vecino estaba en casa. Otro más que no ha nacido ayer, está sordo como una tapia y no se entera de nada, pero también estaba su hijo, todo un personaje, de unos cincuenta años, y ¿qué nos dice el hijo? Nos dice que el jueves por la noche, cuando se suponía que Klein ya habría llegado si hubiera ido directamente desde el aeropuerto, sobre las once, la madre se presenta en su casa, la madre de Klein, que se llama Sara, y le pregunta, al hijo del vecino, que no vive allí…, no te lo pierdas: le pregunta si podría ir a ver por qué no le funciona bien el teléfono. El timbre sonaba demasiado bajo y, como es mayor y dura de oído, le daba miedo no oírlo. Y, como es lógico, yo me digo: ¿por qué tuvo que ir a pedirle al hijo del vecino que le arreglase el teléfono si tenía en casa a su propio hijo? Así que le pregunto al hijo del vecino, Yoska, se llama, si Ariyeh Klein estaba en casa. Ni hablar, me dice, en ese caso Sara no habría tenido que pedirle ayuda, porque Ariyeh es capaz de arreglar lo que se le ponga por delante. Estaba sola. Eso me dijo. Antes yo le había soltado un rollo patatero sobre los motivos por los que quería hablar con él; fue todo muy amistoso; él no tenía ni idea de la información que me estaba facilitando. Después le pregunté cuándo había llegado Ariyeh, y me dijo que no tenía ni idea, pero que, cuando terminó de arreglar el teléfono, su madre lo convenció de que no volviera a Haifa y se quedara a pasar la noche con ellos, así que durmió allí, en casa de sus padres. Ha sido pura casualidad que lo encontrase allí hoy; había llevado a sus hijos a ver a los abuelos, eso me explicó. En fin, que le pregunté cuándo había llegado Klein y él me dijo que no lo sabía, que había vuelto el viernes por la mañana a Haifa. ¿Todo bien hasta aquí? -Balilty suspiró y echó una ojeada a Michael, que continuaba tenso, callado.
– ¿Y qué más? -intervino Eli Bahar, por primera vez desde que entró al despacho.
– ¿Qué más?; como ya he dicho, Raffi y yo volvimos a casa de la madre de Klein y le pedimos que nos acompañara. Y ella saltó diciendo que por qué demonios tendría que acompañarnos, y yo le advertí de los riesgos del perjurio antes de preguntarle por qué no le había pedido a su hijo que le arreglase el teléfono si estaba en casa. Entonces se dio cuenta de que la habíamos pillado, pero no dijo nada. Tampoco nos dio otra versión. Se quedó tiesa, como posando para un monumento, y dijo que no tenía nada más que contarnos, que no iba a acompañar a nadie a ningún lado y que tendríamos que llevárnosla por la fuerza. ¿Tengo yo pinta de llevarme a una ancianita por la fuerza? Le dije: «Está bien, señora, si usted lo quiere así, le pondremos a la policía local a su puerta». Le desconectamos el teléfono, encargamos a un poli de allí que la mantuviera incomunicada, para que no pudiera avisar al profesor, y volvimos aquí.
– ¿Así que, en realidad, Klein no estuvo en Rosh Pinna? -preguntó Eli Bahar.
– No estuvo allí el jueves por la noche. Y su vuelo llegó a las dos de la tarde. Me parece a mí que deberíamos preguntarle dónde estuvo. Si no tenéis nada que objetar.
Se abrió la puerta y Raffi Alfandari asomó la cabeza.
– Está aquí. ¿Cuándo quieres verlo?
– Déjale que espere -repuso Michael.
– Déjale que se torture un rato -añadió Balilty aviesamente, y la cabeza de Raffi desapareció.
– ¿A qué hora habéis llegado? -preguntó Eli Bahar.
– Ahora mismo, cinco minutos antes de que os localizara en el laboratorio. No hemos tenido tiempo ni de comer. Rosh Pinna queda lejos. Raffi nos ha traído en tres horas justas. Y mientras yo te llamaba por teléfono, se fue a apostar a la entrada de casa de Klein, para que el pájaro no saliera volando. ¿Qué me decís de lo que os he contado? Un tipo por el que todos andan locos, el gran hombre en persona, pero como bien dice vuestro jefe, siempre hay que hablar con los vecinos.
Balilty enmudeció y miró a Michael, que continuaba con la expresión en blanco y el cuerpo petrificado. Revolviéndose en la silla, Balilty dijo:
– Me muero de hambre; vamos a tomar un bocado en el bar de la esquina y a traerle algo al jefe. ¿Eh, Ohayon? ¿Qué dices a eso?
Michael no dijo nada. Al fin hizo un vago movimiento con la cabeza, que Balilty decidió interpretar como un gesto de consentimiento.
– ¿Qué te traemos? -preguntó indeciso.
– Nada, gracias. No tengo apetito, ya he comido -replicó Michael al reparar en que los dos hombres aguardaban su respuesta, ya junto a la puerta.
En ese momento le repitió el sabor de la cebolla del almuerzo. Al quedarse solo, llamó a Shorer. No hubo respuesta. Probó el teléfono de su casa sin que tampoco respondiera nadie. Se resignó al fin a colgar, diciéndose que nadie podía sacarle del apuro. Trató de desterrar la inquietud y la confusión velando sus pensamientos. No había ningún culpable, nadie le había engañado, la responsabilidad era suya y nada más que suya, y se sentía traicionado. Ariyeh Levy tenía razón: se había dejado deslumbrar por la mansión, la familia de rancio abolengo, el hombre del Renacimiento moderno. Y quizá Klein tendría algo que decirle, tal vez había una explicación sencilla. Entonces, ¿por qué había mentido su madre? ¿Qué tenía que ocultar Klein?, se preguntó mientras marcaba el número del despacho de al lado y le decía a Alfandari que trajera al sujeto.
Klein apareció en el umbral. Llevaba la misma camisa de hacía unas horas, la camisa rayada de manga corta con la que resaltaban sus poderosos brazos. A su lado, Raffi parecía encanijado. Raffi salió del despacho muy excitado y Michael supo que se instalaría en el despacho contiguo y no se perdería ni una palabra del interrogatorio.
Michael notó que se le contraían los músculos de la cara y los ojos se le vaciaban de expresión.
También Klein parecía tenso, nunca lo había visto así desde su primer encuentro, cuando apareció anunciándose con su voz tonante en la secretaría de la universidad. Con el semblante pálido, respondió a la muda invitación de Michael a que tomara asiento frente a él, al otro lado de la mesa. El regusto a cebolla y a aceitunas griegas volvió a subirle a Michael por la garganta, provocándole náuseas. Trató de dominar el pánico, hacer caso omiso de la ansiedad, borrar de su mente la idea de que el mundo estaba a punto de desplomarse en torno suyo y tendría que enfrentarse inexorablemente al hecho de que se había dejado engañar por sus deseos, perdiendo la frialdad de juicio. Ese pensamiento no le dejaba en paz; quiso ahogarlo en indignación, mas la ansiedad lo dominaba. Al tratar de relajar las piernas, ni siquiera logró estirarlas. En el despacho había un ambiente sofocante. Comprobó que la ventana estaba abierta echando la vista atrás y volvió a mirar a Klein, que permanecía sentado y en silencio. El catedrático carraspeó al fin y preguntó con su voz de bajo:
– ¿Cuál es el problema?
Michael posó la vista en sus gruesos labios, resecos, y le preguntó quedamente cuándo había regresado de Estados Unidos.
– Ya se lo he dicho. El jueves por la tarde. Debe de ser facilísimo comprobarlo -respondió Klein en tono de perplejidad, pero a Michael no le pasaron inadvertidas las manos crispadas, los puños apretados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y de su frente brotaban goterones de sudor. Michael tomó nota de todos los detalles. «Fíjense en el cuerpo», solía explicar a los alumnos de la Academia de Policía, «es el cuerpo el que nos habla». El cuerpo de Klein hablaba a gritos. Todos sus movimientos delataban aprensión. Sin embargo, en su voz educada no había huellas de cólera. Michael sabía que Klein había mentido, o, más precisamente, se consoló, que había ocultado información, y, a pesar de eso, no lograba desterrar la rendida admiración que le inspiraba. «No debería interrogarlo yo», pensó; estoy demasiado implicado. Pero a la vez quería que lo trataran bien, que le demostraran respeto; no hay nadie a la altura de un hombre de este calibre, no lo puedo dejar en manos de Balilty ni de Bahar.
– Vuelva a explicarme, por favor, por qué no vinieron en el mismo vuelo. Usted y su familia.
– ¿Qué sucede? -preguntó Klein, y se pasó la lengua por los labios resecos-. ¿Qué ha sucedido de repente?
– Limítese a contestarme: ¿por qué vinieron en distintos vuelos?
– Porque mi hija tenía una fiesta de fin de curso. La mediana, Dana. Ya se lo he dicho. No quería faltar y yo no podía posponer el viaje. Mi madre me esperaba; se lo había prometido. Y, además, no quedaban más billetes para el vuelo del sábado. Ofra y yo nunca cogemos el mismo avión…, le da miedo.
– ¿Y sin embargo vino en el mismo vuelo que todas sus hijas?
– Sí, ya se lo he dicho -se impacientó Klein.
– Está bien, dejémoslo de momento. Me dijo que tenía reservado un coche de alquiler. ¿En el aeropuerto?
Klein asintió con un gesto. Aún tenía los brazos cruzados, como si tratara de esconder los crispados puños.
– Lo reservé desde Nueva York.
– ¿Por qué no fue su familia a recibirlo? Llevaban casi un año sin verlo, su hermano, su hermana, incluso su madre; ¿por qué no fueron al aeropuerto?
Klein desdobló los brazos y posó las manos sobre las rodillas, con lo que sus hombros se alzaron y la mitad superior de su cuerpo se estiró, alargándose. Michael esperaba.
– Son asuntos familiares complejos. Habíamos quedado en eso, en que iría a casa de mi madre el sábado. No me gusta causar molestias.
– ¿Está seguro de que ése fue el motivo?
– ¿Qué pretende decir? ¿Qué otro motivo se le ocurre?
– Darle libertad de movimientos, por ejemplo -dijo Michael despacio, mientras en su interior se debatían impulsos contradictorios. «Déjale mentir, déjale que siga mintiendo», pensaba; «así podré enfadarme con él». Al propio tiempo, también quería que no mintiera, que las cosas siguieran como hacía unas horas, que continuara siendo un buen tipo.
Pero Klein callaba.
Al cabo de un rato, Michael hizo la pregunta que le asustaba plantear.
– ¿En qué momento exacto llegó a Rosh Pinna, a casa de su madre?
Klein volvió a cruzarse de brazos.
– Ya se lo he dicho -replicó, y frunció los labios dibujando una línea recta.
Michael aguardó sin que Klein añadiera nada.
– Sabemos que no estuvo allí el jueves por la noche -se decidió a decir Michael. No soportaba la idea de que Klein mintiera-. ¿Cuándo llegó allí?
Al cabo de una eternidad, Klein suspiró y dijo:
– Da igual cuándo llegara.
Hubo un prolongado silencio. Michael miró a los ojos a Klein, que apoyó los codos en la mesa y sepultó el rostro entre las manos.
– ¿Podría explicarme más precisamente por qué da igual?
– Porque no viene al caso -dijo Klein, elevando la mirada para buscar la de Michael-. Créame si le digo que no tiene nada que ver con el asesinato.
– Profesor Klein -dijo Michael, sintiendo que su cólera comenzaba a rebosar-, tendrá que ser un poco más explícito para que pueda otorgarle algún crédito. ¿Cuándo llegó exactamente y por qué no viene al caso?
– Llegué a Rosh Pinna a última hora de la tarde del viernes, y le aseguro que no tiene nada que ver con el caso. ¿Por qué no me cree y dejamos así las cosas?
Más tarde, al escuchar la grabación del interrogatorio, Michael oyó el aullido de ira que le salió de las entrañas, como el de un chacal, vergonzoso por lo mucho que le delataba. Sólo entonces se dio cuenta de lo herido que se había sentido.
– Profesor Klein -exclamó, subrayando todas las sílabas-, estoy investigando un asesinato, dos asesinatos. El de un joven a quien usted tenía mucho afecto y el de un hombre que fue íntimo amigo suyo durante años y años. ¡Le estoy preguntando algo!
Klein se enjugó la frente con la mano y volvió a mirar a Michael a los ojos, abriendo mucho los suyos, y en su expresión había sobre todo tristeza, gravedad.
– Siento mucho que no se fíe de mí, lo siento muchísimo -terminó por decir.
– Lo importante no es que me fíe o me deje de fiar de usted, eso sin contar con que ya me ha mentido una vez. Lo importante son los hechos. Su madre mintió…, ¿por qué la obligó a mentir? Las palabras quedan huecas si no están respaldadas por hechos. ¿Qué tiene eso que ver con que confíe en usted? El respeto, el afecto, todo eso no vale de nada si no me facilita hechos. Hablando de la confianza, ¡es usted el que no se fía de mí!
Klein pareció vacilar, meditando sobre lo que había dicho Michael. Al final reconoció:
– Tiene razón. Pero cuando se lo haya contado, verá que no viene al caso, en absoluto.
Michael se quedó a la espera, sin presionarlo. Y al fin Klein arrancó:
– Esto tiene que quedar entre nosotros. ¿Lo entiende? Es necesario. Prométamelo.
Michael hizo un gesto afirmativo.
– ¿Lo promete? -repitió Klein.
Esa insistencia infantil asombró a Michael. Pensó en que Raffi los escuchaba desde la habitación vecina, en Balilty y Eli Bahar, que sin duda no tardarían en unirse a Raffi, en la reunión del equipo, en la transcripción de toda la conversación que Tzilla le pondría delante a la mañana siguiente, y dijo:
– Lo prometo.
Sin saber muy bien por qué, omitió la fórmula habitual: con la condición de que se demostrase que no tenía relación alguna con la investigación…
– Porque esto también atañe a otras personas -dijo Klein como si le hubiera leído el pensamiento-. No sólo a mí.
Michael asintió sin decir nada. Volvía a ser presa de la confusión, de deseos contradictorios. ¿Cuál podría ser el secreto de Klein? Se moría por saberlo.
– Fui a ver a una mujer a la que tenía que ver -soltó Klein al fin, apretando los labios. Luego añadió, casi en un susurro-: Y ésa es la razón por la que le pedí a mi madre que mintiera. Sin explicarle el asunto.
«¿Eso es todo? ¿Tú también? Viejo verde», pensó Michael desengañado, mientras veía a Klein cruzándose de brazos de nuevo.
– Supongo que estará casada -dijo.
Las gruesas cejas de Klein se alzaron.
– ¿Por qué tiene que suponer eso? No está casada.
– ¿A qué viene tanto secreto? -preguntó Michael desconcertado-. ¿Por su propio bien?
Klein tenía el semblante lívido; y su expresión le recordó a Michael la del día en que, hacía una eternidad, ambos habían compartido banco en aquel recodo del pasillo que llamaban plaza, junto a los cajetines del correo, después de que se descubriera el cadáver de Tirosh. Michael deseaba restablecer la fraternidad, la igualdad, la muda simpatía que había sentido entonces; deseaba trasladarse al almuerzo que habían tomado juntos en la cocina de Klein.
– En el fondo, sí, por mi propio bien, aunque la cuestión también afecta a otras muchas personas.
– ¿Cuánto tiempo estuvo con ella? -preguntó Michael con delicadeza.
– Hasta poco después del mediodía del viernes. Salí de Jerusalén a las dos y media.
Michael encendió un cigarrillo.
– ¿Y dice que fue allí desde el aeropuerto y se quedó hasta el día siguiente? -preguntó con la vista fija en la cerilla chamuscada que acababa de dejar en el cenicero lleno de colillas.
– ¿Tiene que saberlo todo? -inquirió Klein.
– ¿Estuvo allí todo el tiempo? -insistió Michael.
– Como hemos llegado tan lejos, ya no tiene sentido ocultar nada -suspiró Klein-. Sí, todo el tiempo, salvo un par de horas que pasé con Shaul Tirosh, el jueves por la noche.
«¡Es increíble!», se dijo a sí mismo Michael Ohayon. «¡Increíble! ¿Cómo puedo haber tenido un desliz tan estrepitoso?»
– ¿Dónde? -preguntó en voz alta-. ¿Dónde estuvo con él?
– En un restaurante -respondió Klein. Tenía la voz sosegada y también sus brazos se habían relajado. Ahora sus antebrazos reposaban sobre la mesa. Y los dedos de sus manos, en un principio estirados, se habían ido juntando poco a poco.
– ¿Qué restaurante? -preguntó Michael.
– Eso forma parte del secreto -dijo Klein despacio-, y, como le he dicho, no tiene nada que ver con…
– ¡Profesor Klein! -clamó Michael con impaciencia.
Y sólo entonces le contó Klein la historia completa. No se la relató como alguien que se siente derrotado, sino como quien ha tomado una decisión. No fue necesario preguntar nada; Klein se lo explicó todo, hasta el mínimo detalle.
– Déme su nombre y su dirección, por favor -dijo Michael al final, y anotó cuidadosamente el nombre y la dirección de la mujer. Le pareció sentir que una puerta se abría en el pasillo. Salían a buscarla, lo sabía, y ya era más de medianoche.
– ¡Cómo se puede mantener en secreto una historia así durante doce años! -Balilty detuvo la grabadora y lanzó un silbido-. ¡Y en Jerusalén! -luego añadió-: Te juro que si me hubieras dado un día más, lo habría averiguado. ¿Cuántos años tiene el crío? ¿Cinco? No lo comprendo…, ¿cómo se habrá involucrado tanto? ¡Y con tres hijas en casa! ¿Tal vez lo planeó a propósito, tener un hijo con la otra? ¡Y tú que lo considerabas un santo! ¡Un santo con querida! -apuró de un trago el resto del café, meneó la cabeza y exhaló un hondo suspiro. Luego se puso en pie de un salto mientras exclamaba excitado-: Un momento…, ¿no es «Malka» Mali Arditi? ¡La Mali del restaurante! ¡No puedo creerlo!
– ¿Pero qué te pasa ahora? -preguntó Michael, impacientándose-. ¿Quién es esa Mali?
– ¿Quién es esa Mali? ¡Qué demonio, qué demonio!
– ¿Quién? -preguntó Michael, observando a Balilty con curiosidad-, ¿Quién…, qué pasa? Cuéntamelo despacio.
– ¿Recuerdas esa vez que, después del juicio de aquel tipo, fuimos a ese restaurante que está junto al bar de Nahalat Shiva? -Michael asintió-. Y estaba cerrado -prosiguió Balilty-, y entonces fuimos a otro lado…, no recuerdo a dónde. Es igual, no importa; lo que importa es dónde acabamos. Lo que importa es que si es quien creo que es, no me lo puedo creer…, esa mujer tan maravillosa, no lo entiendo. Espera y verás lo maravillosa que es, pero no sólo porque está como un tren…, ¡menuda cocinera es! ¡Caray, qué manera de cocinar! Nunca has probado nada igual en tu vida -dijo Balilty, y se relamió con gesto de extraordinaria glotonería-. Sabe rellenar una zanahoria de tal forma que ni la madre de la zanahoria la reconocería, y cómo condimenta el zuchini; dale un trozo de carne ¡y qué maravillas no hará con un trozo de cordero! ¿Y es la querida de Klein? ¡No me lo creo! A lo mejor no es ella -dijo con esperanza, y continuó escuchando la cinta.
Llevaron a Klein a la sala de reuniones, donde Manny Ezra se quedó vigilándolo. Balilty escuchaba la grabación por segunda vez. Estaban esperando a Eli Bahar, que había ido a buscarla.
– En primer lugar -dijo Michael una vez que la tuvo sentada frente a él en su despacho-, quiero que me explique los datos concretos.
Mali Arditi lo miró con una sonrisa que iluminó toda la habitación, y después prorrumpió en una risa clara, franca, que sacudió sus hombros rellenos, redondeados y sus generosos pechos; más tarde Balilty la describiría diciendo: «Tiene por donde agarrarla». Luego Mali levantó un tirante que se le había escurrido del hombro. «Una muñeca pelirroja», había dicho Balilty, y se había quedado corto, pensó Michael contemplando las espesas ondulaciones de su cabello cobrizo, que ahora recogía enroscándolo sobre sí mismo sin parar de reír. Mali pertenecía a la rara estirpe de pelirrojos sin pecas en la piel. Tenía los brazos y la parte superior del seno, revelada por el escote, suaves y oscuros; «una mousse de café», había dicho Balilty al divisarla al fondo del pasillo. «Ese maldito Klein, ¿cómo se las habrá arreglado?»
– Ya no estoy enfadada; a mí me duran poco, los enfados. ¡Mira que sacarme de la cama a estas horas de la noche!… ¿Qué quiere decir con eso de los datos concretos? Tendrá que explicarme lo que quiere, cielo.
Michael no salía de su asombro. Trató de no hacer caso de la descarada sexualidad, que no podría haber calificado de vulgar. Ella lo miró con expresión traviesa y se alisó la mejilla con una mano ancha, de uñas blancas. Michael tuvo la clara impresión de que, si se hubieran conocido en otras circunstancias, ella habría hecho con él lo que le viniera en gana. Ni por asomo podía imaginar a aquella mujer esperando fielmente a Klein, derramando amargas lágrimas sobre la almohada cuando él no llegaba, haciendo esas cosas que a su entender solía hacer «la otra». Aquella mujer no pertenecía a nadie.
– ¿Cuándo llegó Klein a su casa?
– Se lo voy a decir con exactitud, un momento.
Michael posó la vista en su garganta mientras ella echaba la cabeza atrás y fruncía las arqueadas cejas, apenas demasiado estrechas para una cara tan amplia. También eran cobrizas, como su pelo. Michael siguió con la vista el movimiento de su mano, que fue a posarse sobre el generoso escote.
– El jueves, el jueves sobre las cuatro de la tarde.
– ¿Y cuándo se marchó?
– Se marchó el viernes. Fue a recoger al niño a casa de un amigo, y a las dos y media nos trajo a casa y se marchó a ver a su madre.
– Y entre el jueves y el viernes, ¿no salió de casa?
– Es usted un encanto.
Otra vez aquella risa sonora, un sonido absurdo en aquel despacho de la comisaría. «Aquí está como pez fuera del agua», pensó Michael, pero la miró con su cara de póquer, o, al menos, en eso confió.
– Qué estricto es. ¿Por qué se toma todo a la tremenda? -luego su expresión se torno grave, como si hubiera decidido «ir al grano», y sus ojos castaños, almendrados y chispeantes de vida, lo miraron con seriedad mientras decía-: No lo perdí de vista durante todo el día y toda la noche. No nos hemos puesto de acuerdo para decir lo mismo, si es eso lo que está pensando. Él se citó con una persona, pero en el restaurante. Les abrí el restaurante y se sentaron allí, los dos, porque yo no quería que el otro entrara en casa. Vivo encima del restaurante. ¿Sabe dónde está?
– ¿Y quién era ese hombre? -preguntó Michael, y le ofreció el paquete de tabaco.
Ella cogió un cigarrillo, lo miró distraída y se inclinó para que él le diera fuego.
– Tendrá que preguntárselo a él, encanto; Ariyeh y yo no nos contamos nuestras vidas. Nunca lo hemos hecho y no vamos a empezar ahora. Ya ha oído lo que me ha dicho: que le dijera dónde había estado, nada más, no con quién había estado.
Michael revivió en su imaginación la chocante escena que había presenciado hacía un rato: la voluptuosa pelirroja en la sala de reuniones, contemplando a Klein con una mirada cargada de afecto y complicidad. «Dile dónde he estado», le dijo Klein delante de Michael, y entonces ella había sonreído por primera vez, una sonrisa íntima, comprensiva, después de pasarse todo el camino hecha una furia, según Eli Bahar.
Ahora firmó su declaración y convino sin la menor vacilación en someterse a una prueba poligráfica. Después la llevaron a su casa. Klein seguía en la sala de reuniones.
– La conozco -dijo Manny Ezra-. Es vecina de la hermana de mi cuñada. Tiene un pequeño restaurante en Nahalat Shiva; especializado en verduras rellenas; lo heredó de sus padres. Es todo un carácter…, se pone el mundo por montera. Te hace una cuenta que no tiene nada que ver con la carta…, cobra a la gente según le viene en gana. Y abre el restaurante cuando le apetece. Yo he comido allí. ¿Qué te puedo decir? Hay algo que no se puede negar: sabe cocinar. ¿Dónde se la habrá ligado? Y el niño ¿es de él?
– Eso parece -respondió Michael pensativo.
– ¿Cómo lo habrá hecho? Me gustaría entenderlo, ¿cómo lo habrá hecho? -se quejó Balilty.
– Vaya usted a saber -comentó Michael Ohayon, a quien preocupaba la misma pregunta.
– ¿Le hago pasar? -preguntó Manny, consultando su reloj- Eli está hablando con él en estos momentos. Son las tres de la mañana. ¿Quieres verlo ahora?
– Sí -dijo Michael-. Tráelo. Necesito material para la reunión de mañana.
El silencio envolvía el edificio. Desde la ventana, Michael escudriñó la oscuridad. Había luces en todos los despachos y le llegaba el sonido de una máquina de escribir. El aire estaba más húmedo, pero todavía hacía calor. Condujeron a Klein a su presencia y Manny se marchó sin haber despegado los labios, cerrando la puerta tras de sí.
– Ahora ya lo sabe -dijo Klein sombrío.
– No ha querido hablar, su amiga, sobre el hombre con el que se citó, hasta que usted no se lo pida. ¿Estuvo ella con ustedes? ¿Oyó la conversación?
– Mali oye lo que quiere oír y sabe lo que quiere saber. Su mejor cualidad es un enorme talento para vivir y dejar vivir. A cambio, sólo pide que también la dejen vivir a su aire. No tengo ni idea de lo que oyó. Estaba en la cocina; que comunica con el restaurante a través de una ventana. Estaba cerrada, creo, pero haciendo un esfuerzo se oyen las conversaciones -dijo Klein.
– Su amiga va a volver mañana a hacer la prueba poligráfica. ¿Está dispuesto a decirle que hable del encuentro con Tirosh?
– Estoy dispuesto a pedírselo…, a Mali no se le puede «decir» que haga nada.
– Volvamos a su cita. ¿De quién fue la iniciativa de verse?
– Mía -respondió Klein roncamente.
– A ver si lo entiendo. Regresa a su país después de casi un año en el extranjero, va a ver a su… hijo y a la madre de su hijo, y ¿se cita con Tirosh?
«Y venga a decirme ahora que el asunto no tiene ninguna relación con el asesinato», pensó Michael con acritud.
Klein sacudió la cabeza.
– Se lo explicaré todo. Pero quiero que me prometa que lo que le cuente no saldrá de este edificio. Porque ya he comprendido que no puede quedar sólo entre nosotros dos.
– Si me lo hubiera contado al principio, sí habría quedado entre nosotros; si me lo hubiera contado por su propia voluntad -replicó Michael amargamente.
– También debería tratar de comprender mi punto de vista -se defendió Klein-. Las cosas no son tal y como usted las ve.
Ambos permanecieron en silencio mientras Michael se debatía entre la apremiante curiosidad de descubrir cómo había acabado Klein en esa situación, llevando una doble vida, y el convencimiento de que nada tenía que ver con la investigación…, eso sin contar con el deseo de dejar que Klein siguiera reconcomiéndose de vergüenza, las ganas que sentía de aproximarse a él y la necesidad de guardar las distancias, de mantenerse en una postura reservada y de superioridad.
– Mi relación con Mali es muy profunda, y ni que decir tiene que la quiero y quiero al niño. No es una aventurilla extramatrimonial cualquiera.
– ¿Qué edad tiene el niño? -preguntó Michael en tono frío y formal.
– Cinco años -Klein suspiró y desvió la mirada-, y tiene otra familia, que no sería capaz de aceptar la situación.
Michael ladeó la cabeza y posó los ojos en Klein, que cambió de postura agitadamente y dijo:
– Está olvidándose de que todo esto tiene un enorme potencial destructivo. Mi mujer no está hecha para soportar estas cosas; la destrozaría. No comprendería de ninguna manera que es posible llevar dos vidas independientes, sin que una anule a la otra. No hay por qué enfocarlo todo con tanta intransigencia -dijo Klein desesperado.
Michael reprimió, inflexible, el deseo de indagar en las «dos vidas independientes». Todavía no era capaz de precisar los sentimientos que le inspiraba Klein, ni lograba aislar la sensación de desengaño. Giraba en su interior un torbellino de emociones, dominado por los recelos surgidos a raíz de la traición de la confianza sin reservas que había depositado en Klein. Recordando sus intentos de pasar por alto los resultados de la prueba poligráfica de Klein, se sintió imbécil. En realidad no lo conocía, se dijo, nada era como había imaginado; a juzgar por las apariencias, nada encajaba en su imagen de aquel hombre. Pero en su fuero interno sabía que no era más que una cuestión de apariencias; de hecho, todo encajaba a la perfección. «¿Qué había comentado Klein sobre la integridad? ¿Sobre la perfección? Algo había dicho hacía mucho tiempo, o, en realidad, esa misma tarde…, ¿qué había dicho? ¿Que nadie era perfecto? Sólo en el arte se alcanza la perfección, eso es lo que había dicho», pensó Michael, «y lo que debo hacer es concentrarme en lo que tengo entre manos, en los hechos, y dejar de filosofar».
– Explíqueme con exactitud lo que sucedió con Tirosh -dijo tras acallar con arduo esfuerzo sus voces interiores.
– Es muy sencillo de explicar -respondió Klein-, pero no me resulta fácil ponerme en evidencia. Comprenderá -dijo echándose hacia delante- que he mantenido en secreto mi relación con Mali durante muchos años. Nadie lo sabe, ni siquiera el niño -abochornado, echó una ojeada en torno-. No sabe que soy su padre. Nunca hablo de Mali; sólo un puñado de personas está al tanto de que hay algo entre nosotros, y nadie conoce el verdadero carácter de la relación. Mi mujer nunca ha visto a Mali. De vez en cuando voy a comer al restaurante con algún amigo. Así la conocí. Fue Tirosh quien me llevó allí, y después lo descubrió.
– ¿Lo descubrió? -repitió Michael-. ¿Cuándo lo descubrió?
– No sé cuándo ni cómo. Sólo puedo asegurarle que nunca ha hablado con Mali; no lo supo por ella. Tuvo que ser antes de que yo me marchase a América. Tal como lo veo ahora, es posible que recurriera a los servicios de un detective. Tuvo que proponérselo ex profeso, porque Mali y yo no nos vemos con regularidad, y siempre somos muy precavidos. O eso creía yo.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo se enteró? -preguntó Michael.
Klein hizo como si no hubiera oído aquella pregunta repetida, como si no comprendiera su trascendencia.
– Justo antes de mi regreso, recibí una carta de Shaul. Hay que decir en su favor que la envió al departamento, a la Universidad de Columbia, y no a casa. La carta insinuaba con toda claridad que lo sabía. Shaul siempre andaba buscándome los dobleces, las «corrientes subterráneas», como él las llamaba. Y es que mi modo de vida le sacaba de quicio, porque nunca se le ocurrió que pudiera tener fisuras; se lo imaginaba distinto de lo que era.
– ¿Tiene la carta? -preguntó Michael, sabiendo de antemano cuál iba a ser la respuesta.
– No, claro que no. La rompí nada más leerla. Esas cosas no se conservan.
«No», pensó Michael. «Yo tampoco la habría conservado.» Y en voz alta dijo:
– ¿Pero recuerda lo que decía?
– Cómo no lo voy a recordar -replicó Klein, y se enjugó la frente-. En una vena supuestamente ingeniosa, me proponía que nos viéramos en cuanto regresara, «en vista de la información que arrojaba nueva luz» sobre mi personalidad. Recuerdo la expresión. Como es natural, me enfurecí, y también me puse nervioso. No se puede decir que Shaul fuera la discreción personificada. Pero confiaba en que nadie le diera crédito si contaba la historia.
– ¿Qué quería de usted?
– Eso mismo me preguntaba yo -dijo Klein, la cara contraída por la cólera-. Cuando leí la carta, pensé que sencillamente tenía celos, o que se sentía exultante por haber encontrado un fallo en mi modo de vida burgués, como él decía. Pero después de verlo, o más bien mientras hablaba con él, percibí que detrás de eso había algo más.
– Cuéntemelo otra vez, desde el principio -solicitó Michael, no por primera vez aquella noche, aunque no recordaba cuándo ni a quién se lo había dicho la primera vez-. ¿Qué le dijo Tirosh?
Klein parecía de pronto muy fatigado. En su cara redonda Michael vio arrugas que hasta entonces le habían pasado inadvertidas. Su piel tenía un matiz amarillento, o tal vez fuera el efecto de la luz fluorescente, pensó Michael. Recordó la voz segura y tranquilizadora con que había hablado por teléfono con su mujer hacía unas horas.
– Ahora me ratifico en que Shaul siempre lograba destruir lo que le rodeaba -reflexionó Klein-. Destruirlo todo…, eso siempre se le dio bien. No tengo ni idea de qué quería. Se fue por las ramas, era su manera de hablar; especialista en indirectas. Habló de Iddo. No paraba de preguntarme qué me había dicho Iddo cuando vino a verme en Estados Unidos. Le dije que Iddo había sufrido una crisis, que le había ocurrido algo, pero no sabía qué. Shaul volvía a ese tema una y otra vez. Luego me preguntó si Iddo me había dejado algo por escrito. Le pregunté qué quería decir con eso de «haberme dejado algo» y que por qué no se lo preguntaba directamente a Iddo. Él se refirió crípticamente a «algo en custodia», a que Iddo me hubiera dejado algo en custodia, y luego me preguntó si había visto la cinta…
– ¿De manera que, cuando hoy le pregunté sobre la cinta, sabía a qué me refería? -le interrumpió Michael.
Klein le dirigió una mirada culpable y bajó la vista.
– Bueno, en realidad no lo sabía, pero tampoco dejaba de saberlo. Antes, esta tarde, hubo un momento en que me asusté bastante. Debe comprender que al hablar con Tirosh me sentía muy tenso… -su voz se fue apagando.
– Estaba tenso -repitió Michael en el tono más neutro que su reseca garganta fue capaz de emitir.
– Bueno, me daba miedo que la situación estallase. Me generaba una gran ansiedad pensar en las implicaciones, como usted las ha llamado antes. Sea como fuere, Shaul sacó el tema de Mali y me dijo, y esto lo recuerdo muy bien: «Tú cuidas de mí y yo cuidaré de ti». Le pregunté a dónde quería ir a parar; no era cuestión de no preguntárselo, pese al miedo que sentía; y él me dijo: «Cuando llegue el momento de que lo sepas, lo sabrás, te lo prometo, y si Iddo habla contigo, no dejes de decírmelo».
– En otras palabras -dijo Michael Ohayon-, que no se puede decir que ver a Tirosh muerto le abrumara de dolor.
– Mire -comenzó Klein vacilante-, no espero que me crea, pero las cosas no fueron así exactamente. Quiero decir que, en realidad, no sentía miedo, no sé por qué, pero estaba convencido de que si Shaul llegaba a sacar la situación a la luz, ya encontraría la forma de afrontar las consecuencias.
Miró a Michael, que permaneció en silencio. Después, Klein volvió a carraspear y dijo abochornado:
– Tal vez, incluso deseaba que saliera a la luz, ¿quién sabe? El ser humano es una criatura tan compleja…
– ¿Y sostiene que no fue usted quien lo asesinó? -le soltó Michael intempestivamente.
Klein lo miró y se cruzó de brazos. Meneó la cabeza repetidas veces y dijo con voz grave, midiendo todas sus palabras:
– No, claro que no. Lo vi el jueves, y el viernes todavía seguía con vida. Además, no creo que piense seriamente que tenía suficientes motivos para llegar a esos extremos.
– Usted mismo ha dicho que Tirosh lo destruía todo, ¿no es verdad? -replicó Michael, conteniendo la ira-. Y en cuanto a que no volviera a verlo, tendremos que verificar la hora a la que llegó a Rosh Pinna el viernes por la tarde.
– Pero si le he dicho… -comenzó a protestar Klein, parándose en seco-. Está bien, aunque no espero que me crea, me gustaría que me creyese: no podría haberme escondido en el Monte Scopus, y es imposible entrar en el campus sin que te vean. No pisé la universidad hasta el domingo.
– ¿Está seguro de que Iddo nunca le dejó una cinta? -preguntó Michael de golpe, tras un breve silencio.
Klein meneó la cabeza.
– Estoy totalmente seguro. No tendría sentido que la escondiera, y le prometo que no tengo ni la más remota idea de las amenazas que pudo hacerle Iddo a Shaul, no sé nada de eso.
– Quiero dejar este punto bien sentado -dijo Michael, como si estuvieran ocupándose de un problema científico-. ¿Temía que Tirosh le chantajeara? ¿Que empleara la información sobre su doble vida?
Klein sacudió la cabeza con vehemencia.
– No, no lo temía. Si hubiera conocido a Shaul, lo comprendería.
Michael aguardó una explicación; Klein buscaba, al parecer, la manera de formular satisfactoriamente lo que quería decir.
– Mire -dijo lentamente-, Shaul…, ¿cómo decirlo?…, se sentía humillado de antemano; algo le preocupaba. Puede que incluso anduviera buscando mi ayuda, aunque, por descontado, no fue capaz de expresarlo con palabras. Pese a que se le viera tan seguro de sí mismo, a pesar de su arrogancia, siempre se sentía humillado de antemano, y seguro que no pretendía divulgar… la información que descubrió sobre mí, ya puede irse olvidando de chantajes y otros disparates por el estilo. Su propósito no era otro que infligirme una derrota, demostrar que tampoco yo era perfecto, que en mi expediente también había borrones, debilidades. Así él se sentía menos humillado. No sé si lo comprenderá, si habrá conocido a gente así.
Cuando Michael condujo a Klein a la sala de reuniones, una vez que lo hubo preparado para la prueba poligráfica, comenzaba ya a clarear. Después tomó asiento en su despacho para escuchar la conversación grabada. El equipo se reuniría a las ocho; Tzilla tenía el material listo y pasado a máquina. Michael estaba en vilo, ni sentía ya el agotamiento, a la expectativa de la reunión y de los probables comentarios de su jefe. Todavía no sabía quién había dicho la verdad ni quién mentía, y de aquella incertidumbre y confusión empezó a brotar un nuevo sentimiento de cólera contra sí mismo. «Eres un imbécil», se dijo casi en alto, «tantas fantasías sobre la integridad y la perfección, y ahora parece que acabaras de descubrir una nueva moralidad».
Sepultó el rostro entre las manos y se frotó los ojos. «¿Qué más da?», le decía su voz interior; «¿acaso un hombre pierde su integridad por llevar una doble vida? ¿Por quién te tomas, rey de la burguesía? ¿Te has olvidado de Maya?». A pesar de todo, sentía rencor contra Klein, sin saber precisar su causa. Sospechaba que nada tenía que ver con el asesinato ni con la falsedad. En el fondo, le dolía que ni siquiera Klein viviera una existencia impecable, que hasta él estuviera un poco contaminado. «¿Es que no hay nadie decente y sencillo, como se supone que se debería ser? ¿Por qué? ¿No hay ni una sola persona así?» Y, en ese momento, Tzilla entró en el despacho, una bandeja con café y un panecillo recién hecho en las manos y una carpeta verde bajo el brazo.