177681.fb2 Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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– Pues dígales que hemos descubierto sus huellas…, no será la primera vez. Fíjese en lo que dicen, en sus reacciones. ¿Quiere que se lo explique mejor? -se impacientó Ariyeh Levy-. Klein no saldrá de aquí, desde luego no antes de que le pasen por el detector de mentiras. Cada día aparece una pista nueva…, es como para volverse loco.

El comandante del subdistrito tomó un sorbo de café mientras los demás callaban, a la expectativa.

Michael seguía nervioso por las reacciones que según sus previsiones desencadenaría el asunto de Klein, aunque, para su sorpresa, nadie se había burlado de él. Claro que nadie estaba al tanto de la comida en la cocina, pensó, del sentimiento de camaradería, del deseo de intimar. De hecho, se recordó, ninguno de ellos lo habría entendido. Las noches en vela que llevaba a la espalda habían acentuado su vulnerabilidad. Todo había ido aflorando a lo largo de la reunión, incluido el dolor de la ruptura con Maya.

– Quiero celebrar otra reunión hoy, antes de que os marchéis, y ahora vete a encargar los cheques de viaje. De lo demás se puede encargar Personal. ¿Qué te parece? -dijo Michael, volviéndose hacia Avidán, el jefe de Investigaciones Interdepartamentales, que asintió unas cuantas veces.

A las nueve y media de esa misma mañana, Ruchama Shai tomaba asiento frente a él, pestañeando y mirando la grabadora con aire beligerante.

– No la había oído nunca -aseguró por segunda vez-. Nunca.

– Pues hemos encontrado sus huellas en la cinta -insistió Michael.

– Bueno -dijo ella, retorciéndose los dedos-, no sé cómo explicarlo. La última vez que vi a Shaul fue el jueves por la mañana, y además lo vi en su despacho de la universidad, no estuve en su coche. No sé cómo explicarlo.

Michael retiró la cinta del casete y se la puso delante, sobre la mesa. Un destello relumbró en los ojos de Ruchama.

– No estoy segura -dijo con expresión medrosa-, pero puede que la haya visto antes, no sé dónde. Tal vez en el despacho de Shaul, tal vez en su casa. No lo recuerdo. ¿Quizá la tenía Tuvia? No, qué sé yo. Tampoco estoy segura de que sea la misma cinta, pero tengo la impresión de haber visto algo así…, ¿entre las cosas de Tuvia, quizá, cuando saqué las llaves de su cartera? He visto una cinta en algún lado, y se parecía mucho a ésta… también estaba sin etiqueta.

Había hablado con la mayor inocencia. Michael escudriñó su rostro y comprendió que no se había dado cuenta de la importancia de sus palabras. Se preguntó cómo habría ido a parar la cinta a manos de Tuvia Shai, si es que así había sido, y luego, dejándose llevar por una repentina corazonada, le preguntó:

– ¿Sabe si su marido vio a Iddo Dudai antes de que lo asesinaran? Antes de la reunión de departamento, quiero decir. Antes del viernes por la mañana.

Ruchama Shai se examinó los dedos y dijo:

– Bueno, también se veían en la universidad. Todos los días, probablemente.

– ¿También? -exclamó Michael-. ¿Qué quiere decir con «también»?

– Iddo vino a nuestra casa el miércoles por la noche, después del seminario. Quería hablar con Tuvia, pero no sé de qué hablaron, porque yo me fui a la cama -dijo todo de corrido, como si se negara a sopesar las posibles consecuencias de sus palabras.

Una vez más, Michael estudió su semblante infantil, la boca de comisuras caídas, las bolsas bajo los ojos. Sabía que dedicaba casi todo su tiempo a dormir. Canalizaba hacia el sueño los miedos y horrores de la última semana. «Trabajar y dormir. Ni hacer la compra, ni cocinar, ni ver a nadie, ¡nada de nada! Se porta como si estuviera muy enferma», le había informado Alfandari, resumiendo los resultados de la vigilancia. «Lleva más de una semana viviendo así. Si no se oyeran pasos, uno pensaría que en esa casa no vive nadie. No hablan entre sí, y, por teléfono, él sólo habla del trabajo. Sólo él; a ella no la llama nadie», había dicho Alfandari, describiendo lo que había oído en las grabaciones. Michael pensó que se comportaban como dos personas que habían perdido el gusto a la vida.

Recordaba las palabras dichas por Ruchama en uno de los interrogatorios: «En otros tiempos, antes de conocer a Shaul, ni siquiera me planteaba la posibilidad de perder algo. Ahora sé que ya no me queda nada por perder».

Su cara ilustraba esa afirmación: era la cara de una persona sin expectativas, de una persona sin nada que perder.

Después de despedirla, Michael consultó su agenda. Domingo, veintinueve de junio. Tuvia Shai había solicitado que aplazaran su «cita» a la una. Tenía una tutoría, le había explicado cortésmente a Tzilla.

Ahora, con Ruth Dudai a punto de entrar, Michael tuvo la clara sensación de que no iba a suceder nada, de que no le quedaba nada por descubrir sobre aquella gente, con cuyo modo de vida, ansiedades y miserias se había llegado a familiarizar tanto en la última semana.

Podría haber predicho el ademán nervioso con que Ruth Dudai consultó su reloj nada más entrar. Se quejó, en aquel tono culto que ya le era conocido, de que tenía prisa, ya debería estar en casa, la canguro tenía que marcharse; ni siquiera había tenido oportunidad de llorar como es debido la muerte de su marido.

Michael observó su cara rellena, el vestido azul de punto que dejaba al descubierto sus hombros torneados, los ojos castaños, inteligentes y tristes tras las gafas redondas, y recordó el último sábado, cuando él y Uzi Rimon habían llamado a su puerta. Su expresión apenas si se había transformado en los días transcurridos desde que supo de la muerte de su marido. Tenía buen color de cara. A pesar de la tristeza inteligente de sus ojos, no se veía en ellos rastro de insomnio. «Ya sé que me vas a decir que no todo el mundo reacciona igual, que algunas personas tardan mucho en acusar el golpe», había comentado Balilty con desconfianza, «pero, caray, esa chica es dura de pelar». Y en la reunión del equipo había informado sobre los frutos de la vigilancia a que la habían sometido: «Siempre tiene en casa a una señora con su hijo; creo que se ha mudado a vivir con ella…, una amiga del servicio militar. Y sus padres también están de vuelta; siempre hay gente en su casa. No la dejan sola ni un minuto».

Ahora Ruth Dudai contempló la cinta sin tocarla. No sabía nada, dijo; era como las demás. Iddo las tenía guardadas; era imposible que ella la hubiera tocado. No tenía ni idea de cómo podían haber ido a parar ahí sus huellas.

No, no conocía la voz que citaba el verso del poema de Tirosh.

– Ya le he dicho -dijo cansinamente-, le he dicho mil veces, que Iddo no me explicó nada de lo que hizo en Estados Unidos. Volvió completamente fuera de sí.

No podía decirle la hora exacta a la que Iddo había regresado del seminario del departamento. Tarde. Se había despertado cuando él encendió la luz del dormitorio.

– No le pregunté nada de nada. Cuando le hacía alguna pregunta, se ponía nervioso y me contestaba muy irritado, y me hacía sentir terriblemente culpable -prorrumpió en llanto-. Me alegré mucho de que se fuera a bucear; pensé que así se relajaría. Pensé que serviría para que se tranquilizase y estuviese más agradable, y además… -sollozó y se quitó las gafas-, estaba el asunto de Shaul.

Michael comprendió su silencio abochornado. No podía esperar que una mujer en su situación contase cómo había hecho regocijadamente los preparativos para ver a su amante mientras su marido estaba fuera.

– Y quería que se marchase -prosiguió-, porque estaba insoportable. ¡Y ahora me siento tan culpable!

Recostó la cabeza en los brazos, cruzados sobre la mesa, y estalló en sollozos. Michael observó sus brazos y su cuello, los mechones que escapaban de la gruesa goma que rodeaba su cola de caballo, su piel, tersa como la de un bebé, y pensó que no tardaría más de un par de años en encontrar a alguien que la consolara, que no se quedaría sola mucho tiempo. No le inspiraba la menor compasión.

– En lo referente a las botellas de aire comprimido -dijo lentamente-, ¿volvió Tirosh a bajar allí alguna vez, al sótano?

– Ya se lo he dicho. ¿Cuántas veces va a preguntármelo? ¿Cómo quiere que lo sepa? Cualquiera puede entrar y salir del sótano a su antojo. Desde luego, a mí no me dijo nada al respecto. Y, además, ¿qué pretende insinuar? ¿Qué fue él quien envenenó el gas? ¿Qué se cree, que me deseaba tanto como para estar dispuesto a librarse de mi marido? Es absurdo -dijo enjugándose los ojos-. Eso sin tener en cuenta -añadió con súbita inspiración- que murió antes que Iddo, así que ¿cómo podría haber…? -enmudeció de pronto. Luego dijo vacilante-: ¿Qué pretende decir…, que se introdujo en el sótano para rellenar las botellas antes de eso? ¿Por qué? ¿Por qué iba a hacerlo? El sótano estaba abierto, eso es verdad, pero qué sé yo, podría haberlo visto algún vecino, y además, ¿por qué iba a hacerlo? Dígame por qué.

Cuando Michael iba a decirle que todos los vecinos habían sido interrogados y nadie había visto nada, sonó el teléfono negro, la línea interna.

– Tenemos la lista. Y quiero comentarte algo antes de que veas a Shai -dijo Raffi-. Aquí hay algo muy extraño.

– Ya he terminado -respondió Michael-. Puedes pasar.

Sin darle tiempo a decir nada, Ruth Dudai tiró los pañuelos de papel humedecidos a la papelera de debajo de la mesa y se puso en pie a cámara lenta, tambaleándose.

Michael la acompañó a la puerta y se asomó al pasillo. Tuvia Shai estaba sentado en la misma postura de las ocasiones anteriores, mirando al frente con ojos mortecinos, abúlicos. Al fondo del pasillo apareció Raffi, con una taza de café en cada mano y una carpeta bajo el brazo. Entró vivamente en el despacho y Michael cerró la puerta tras él, la vista clavada en la delgada carpeta.

– Tal como dije en la reunión de esta mañana, estábamos sobre la buena pista. Es todo un personaje, ese Muallem.

– ¿Qué has descubierto de extraño? -preguntó Michael mientras echaba un vistazo a la larga lista guardada en la carpeta.

– Míralo tú mismo…, es verdaderamente raro -dijo Alfandari, y tomó un sorbo de café.

Obedientemente, Michael recorrió con el dedo la lista de pedidos de monóxido de carbono del último mes. Alfandari la había ordenado alfabéticamente, marcando en rojo los pedidos realizados desde Jerusalén. Había unos cuantos distribuidores en la zona de Tel Aviv y algunos más en Haifa y sus alrededores. Michael se fijó en los pedidos marcados en rojo: grandes bombonas encargadas a un laboratorio médico particular y al hospital Shaarei Tzedek, y dos botellas pequeñas compradas por el «profesor A. Klein, Universidad Hebrea, Jerusalén».

Junto al nombre del distribuidor estaba anotada la fecha del pedido; lo habían realizado dos semanas antes de la muerte de Iddo Dudai, cuando Klein todavía estaba en Nueva York.

– ¿Quién pagó la factura? -preguntó Michael, crispando los dedos sobre la taza de café.

– He ido a Tel Aviv esta mañana, sin Muallem, para ver personalmente al distribuidor -explicó Alfandari, retirándose el mechón rubio que como siempre le caía sobre la frente-. Me ha dicho que pagaron por adelantado en metálico, por correo. La secretaria se acordaba muy bien, porque normalmente envían una factura y se la reembolsan mediante un talón. Pero esta vez el cliente envió el dinero con la carta de pedido. Y lo metió todo en un sobre normal.

– ¿A dónde lo enviaron? -preguntó Michael.

– Al profesor A. Klein, Departamento de Literatura Hebrea, Universidad Hebrea. Y ya lo he verificado: fue un paquete bastante pequeño, pero no tanto como para que cupiera en el cajetín del correo; lo que hacen en estos casos, en la universidad, es dejar una nota en el buzón comunicando a la persona en cuestión que tiene un paquete en la oficina de correos de la universidad. Pero Klein estaba en el extranjero, claro, así que fui a correos a comprobar la fecha, y en efecto el paquete llegó, y alguien lo recogió. Pero si quieres saber quién fue, a mí que me registren…, una firma ilegible, en un idioma extranjero.

– ¿No hablaste con el empleado? ¿No trataste de averiguarlo?

– Por supuesto que sí. La empleada que lo entregó no se acordaba; tiene el número del carné de identidad, pero ha reconocido que no es muy estricta a la hora de pedir el carnet y comprobar los datos, porque todos los que acuden allí trabajan en la universidad. A partir de ahora se lo tomará más en serio. El número registrado no corresponde a ninguno de los implicados.

Michael tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras pensaba en voz alta:

– Si Klein estaba en el extranjero, ¿quién sabría que tenía que ir a recoger el paquete? ¿Quién sacó la nota de su buzón? ¿Quién está a cargo de recogerle el correo?

– No lo sé -dijo Alfandari- Y no es que no intentase enterarme, pero la secretaria del departamento no estaba y no había nadie que pudiera informarme.

– ¿Y su ayudante? -preguntó Michael con impaciencia.

– Está de permiso, preparando sus exámenes, en casa, supongo. ¿Quieres que la localice?

– ¿Cómo sabes que está de permiso?

– Me encontré a la mujerona ésa, Zellermaier, junto a la secretaría. Estaba hecha una furia.

Michael quiso saber por qué y recibió una descripción pormenorizada de cómo Shulamith Zellermaier había estado renegando porque la secretaria del departamento «no encontrase mejor momento para ir al dentista que cuando Racheli estaba de permiso; ¿se suponía que tenían que dejarlo todo para mañana?». Alfandari parecía divertido. «Es todo un carácter», comentó.

Michael llamó a Klein a su casa. Nadie respondió. Luego probó el número de su despacho en el Monte Scopus, también sin resultado.

– Bueno -dijo Alfandari, recostándose en la silla-, por lo menos sabemos que estaba en Estados Unidos -luego se incorporó y dijo-: Claro que también es posible ir y volver, pero parece demasiado enrevesado, volver desde Nueva York dos semanas antes de la fecha de su regreso obligado, y repetir todo el viaje de ida y vuelta…, no tiene sentido.

– No -dijo Michael pensativo-. Hemos verificado las listas de pasajeros; y es cierto que regresó el jueves por la tarde. Pero ahora tendremos que averiguar si se marchó de Nueva York durante un par de días dos semanas antes -Raffi Alfandari miró pacientemente a Michael, que se incorporó con gesto decidido-. La cuestión es quién ha estado recogiéndole el correo durante todo el año. Y creo que sé quién es -añadió.

– Pero la señora Lipkin está en el dentista -le recordó Raffi.

– Las visitas al dentista no duran eternamente -replicó Michael-. Volverá en algún momento. Dile a Tzilla que la llame hasta dar con ella. Y que localice a su ayudante. No hace falta que venga hasta aquí; podemos hablar con ella en la universidad. Veremos las cosas mucho más claras cuando hayamos hablado con las dos. Y, ahora, es el turno del profesor Shai.

Alfandari recogió las tazas vacías, observó el papel que Michael doblaba cuidadosamente antes de guardárselo en el bolsillo y se encaminó a la puerta.

– Buen trabajo, Raffi -dijo Michael.

Raffi hizo un ademán desdeñoso, y Michael supo que su elogio había sido demasiado parco y tardío.

Pero no tuvo mucho tiempo para darse golpes de pecho; al cabo de un minuto ya tenía a Tuvia Shai sentado frente a él. Una vez más, Michael tuvo la inequívoca impresión de que Shai no sentía miedo ni estaba interesado en lo que sucedía a su alrededor, de que su espíritu vagaba por otros lugares. No se quejó de los repetidos interrogatorios. Michael le mostró la cinta. Shai la miró sin decir nada. La expresión de su rostro no se alteró cuando Michael introdujo la cinta en el casete. Pero cuando Michael lo puso en marcha y se oyó aquella voz profunda y cascada, un violento estremecimiento sacudió a Shai, que enseguida recobró la expresión de antes.

– La conoce -afirmó Michael.

Tuvia Shai encogió los hombros.

– Conozco todos los poemas de Tirosh. Hasta la última palabra.

– No me refería a eso -dijo Michael, y esperó.

El hombre que tenía enfrente no hizo amago de romper el silencio.

– Me refería a la voz. La conoce, la ha oído antes.

Shai no respondió.

– Hemos descubierto sus huellas dactilares en la cinta.

Las pálidas cejas se alzaron cortésmente, pero el silencio perduró.

– Deduzco que no niega haber tocado la cinta.

– Una deducción errónea -replicó Shai-. ¿Cómo voy a saber si la toqué o no? ¿De qué vale mi palabra contra unas huellas dactilares?

– Su mujer sostiene que vio la cinta en su cartera el jueves por la mañana -prosiguió Michael como si no hubiera oído las objeciones.

Tuvia Shai se encogió de hombros.

– Eso sin contar con que usted me dijo explícitamente que vio a Iddo Dudai por última vez en la reunión de departamento.

Shai asintió.

– Pero no me contó que después del seminario Dudai había ido a su casa. Y fue entonces cuando le explicó por qué se había comportado de una forma tan extraña.

Tuvia Shai permaneció callado.

– Una decisión muy noble por su parte…, guardar silencio. No se rebaja a mentir. Pero mucho me temo, profesor Shai, que no es libre de tomar esa decisión. Su coartada es muy endeble.

Shai se decidió a hablar de pronto, acaloradamente:

– Si lo hubiera asesinado, me habría preocupado de buscarme una coartada más consistente. Siento no haber sabido que debería haberme fijado en la gente y hacer notar mi presencia.

Michael pasó por alto el sarcasmo. Inclinó la cabeza, encendió un cigarrillo y contempló el semblante que cada vez le resultaba más conocido.

– ¿De qué habló con Iddo Dudai después del seminario?

– De asuntos personales -replicó Tuvia Shai, frunciendo los labios en un rictus de obstinación infantil que le dio un aire grotesco. Durante un instante, Michael vio al niño que había sido, un niño poco atractivo, con aspecto de viejo.

– Me temo que tendrá que ser más explícito -dijo, percibiendo una nota sarcástica en su voz.

– ¿Por qué? No es relevante para el asesinato -protestó Shai, y la voz se le quebró mientras añadía airado-: Y haga el favor de no decirme que es usted quien decide lo que tiene o no tiene relevancia para el asesinato.

Michael asintió, clavando la mirada en los ojillos de color indefinido de Shai.

– Me pidió consejo sobre si debía concluir sus estudios -dijo Shai al fin. Parecía que las palabras se le habían escapado contra su voluntad.

Todos los intentos de esclarecer el significado de esa frase se estrellaron contra un muro de silencio. Shai se negó a dar más explicaciones.

– Iddo no me habló de sus motivos -repitió-; se limitó a decir que estaba sufriendo una crisis profesional.

Michael volvió a sacar a colación las huellas dactilares y la voz ronca y envejecida con acento ruso, pero Tuvia no tenía nada que añadir. No recordaba haber tocado la cinta. Nunca había oído esa voz. No sabía que la cinta era de Iddo.

No, Iddo no le había hablado de Tirosh. Ni una palabra. Ni sobre su persona, ni sobre su poesía.

Michael volvió al tema de la coartada.

– Se lo he dicho una docena de veces. No lo entiendo… Shulamith Zellermaier tampoco tiene testigos; ni Ruth Dudai, y no son las únicas. Los seres humanos normales no se preocupan en todo momento de saber qué hora es ni de quién les ha visto. No se pasan la vida buscando testigos.

– ¿Cómo sabe lo de la profesora Zellermaier? -preguntó Michael, y por primera vez vio a Shai turbado. Pero enseguida encogió los hombros, ese gesto que comenzaba a sacar a Michael de quicio.

– Es el primer nombre que me ha acudido a la mente. Dio la casualidad de que estuvimos hablando de las coartadas en la secretaría, y Zellermaier dijo que su padre estaba durmiendo, así que ¿quién podría dar fe de que ella estaba en casa? Se lo tomó a risa, pero Dita Fuchs no se reía, y el pobre Kalitzi estaba aterrorizado, y Aharonovitz se devanaba los sesos para recordar a qué hora exacta había terminado de hacer la compra. En resumen -dijo airadamente-, nos ha revolucionado tanto que la gente anda examinando sus actos con lupa sin haber hecho nada malo.

Sonó el teléfono negro. Michael levantó el auricular, escuchó a Tzilla y al final dijo:

– Haz el favor de decirle que voy a salir ahora mismo.

Se puso en pie y le dijo a Tuvia Shai, que había agachado la cabeza:

– Quiero que me acompañe, vamos a rehacer el itinerario que recorrió el viernes, el paseo que dice haber dado el viernes por la tarde al salir de la Filmoteca.

Shai se levantó y, con sorprendente docilidad, precedió a Michael hasta la puerta y fue escoltado a otro despacho para esperar.

– Comenzaremos por la universidad, por el despacho de Tirosh. De paso, cruzaré unas palabras con la señora Lipkin -dijo Michael mientras arrancaba el Ford.

Eran más de las dos. Adina Lipkin lo esperaría aunque llegase fuera de su horario de trabajo, lo sabía, pero aun así se descubrió sobrepasando el límite de velocidad en el barrio de Wadi Joz.

Y lo esperaba, en efecto, con la mano en la mejilla. No mencionó al dentista, pero su expresión denotaba un sufrimiento y un espíritu de sacrificio sin límites.

– ¿La llave del buzón del profesor Klein? -preguntó muy agitada, y se retiró la mano de la mejilla-. No lo entiendo; si ya está de vuelta.

– ¿Y qué ocurría cuando alguien se la pedía mientras él estaba en el extranjero? -inquirió Michael.

– Ah -dijo Adina Lipkin-, eso es diferente. Yo me encargaba personalmente de recoger su correo, todos los días, quién si no.

Michael imaginó el ritual. Como si le hubiera leído el pensamiento, la secretaria añadió:

– A la una en punto, después de prepararme un café…, a esa hora estoy agotada después de las consultas; vaciaba su buzón y clasificaba el correo, sin abrirlo, desde luego; sólo abría las cartas oficiales, de la universidad. Le remitía el correo cada dos semanas. Tal como lo habíamos acordado -y miró a Michael con una expresión que quería decir: Esto es todo por hoy. Entrevista terminada.

– ¿Está segura de que sólo lo abría usted? -persistió Michael-. ¿Nadie más tenía acceso al buzón?

– Para tenerlo -dijo Adina cautamente-, deberían haberme pedido a mí la llave.

– ¿Y si usted no estaba?

– Eso es imposible. Vengo a trabajar incluso con fiebre. No puedo dejar que las cosas se resuelvan solas -Adina Lipkin parecía horrorizada sólo de pensarlo. Luego volvió a llevarse la mano a la mejilla-. Pero he tenido que faltar al trabajo unas cuantas veces, para ir al dentista; es que sólo recibe por las mañanas. Esos días simplemente no vaciaba el buzón. Lo dejaba para el día siguiente.

– ¿Dónde la guardaba?

– ¿La llave? Aquí, junto a la llave maestra, en el primer cajón, porque en el segundo cajón…

– Es decir que cualquiera podría haberla cogido -la interrumpió Michael.

Y la vio vacilar entre la obligación de responderle y la acuciante necesidad de terminar la frase. Se decidió al fin a asentir con la cabeza: todo el mundo sabía dónde guardaba la llave.

– ¿Y Racheli? -preguntó Michael, paciente.

– Racheli está al tanto de las normas de funcionamiento -replicó Adina Lipkin, como quien ha adiestrado a un animal de compañía-. Ella nunca abría el buzón.

Y, con perfecta oportunidad, la puerta se abrió y Raffi anunció:

– La chica ha llegado.

Michael se asomó al exterior y vio a la menuda joven de grandes ojos acuosos con un vestido veraniego, sandalias trenzadas y un fajo de papeles bajo el brazo. Salió al angosto pasillo y se dirigió hacia ella. Raffi Alfandari entró en el despacho y cerró la puerta. Michael y Racheli se detuvieron en la confluencia de dos pasillos. Michael echó un vistazo al otro lado del recodo. Nadie a la vista. Racheli se recostó contra la pared, el rostro demudado.

– Quiero hacerle una pregunta -susurró Michael.

Ella quedó a la espera, expectante.

– Con respecto a la llave del buzón del profesor Klein -musitó Michael, y echó una mirada en torno. Seguía sin verse a nadie.

Racheli se inclinó con presteza para dejar los papeles en el suelo de mármol y volvió a reclinarse contra la pared.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó ella con voz queda. Alzó la cabeza para buscar la mirada de Michael y él hubo de bajar los ojos para encontrar los de ella.

– ¿Por casualidad recogió usted su correo alguna vez?

Después de unos segundos de reflexión, Racheli hizo un gesto de asentimiento y dijo:

– Sí, claro que sí. Adina faltó unos cuantos días y yo me encargué de vaciar el buzón -miró aprensivamente a su alrededor-. Sin que Adina me pidiera que lo hiciese.

– Ahora trate de recordar si Klein ha recibido un paquete recientemente…, un aviso de correos para que fuera a recoger un paquete -prosiguió Michael.

Una vez más se hizo un breve silencio antes de que Racheli respondiera:

– No me acuerdo, porque recogía el correo y lo dejaba en la mesa de Adina. No lo examinaba yo.

Michael recordó el banco que había a la vuelta de la esquina, en la «plaza», y sonriendo para sí dijo:

– Vamos a sentarnos un momento.

Racheli recogió el fajo de papeles y lo siguió sumisamente hasta el banco, sobre el que se dejó caer pesadamente, como si de pronto le hubieran abandonado las fuerzas. Michael tomó asiento a su lado.

– Haga un esfuerzo, trate de concentrarse. ¿Le entregó alguna vez la llave a alguien?

Michael percibió el tono implorante de su propia voz y advirtió la extrañeza que se pintaba en el semblante de la chica.

– Eso no es tan difícil de recordar -dijo ella con voz clara, ruborizándose-. Hace unas dos semanas…, no, tres semanas; puedo verificarlo, el profesor Tirosh me pidió la llave, un par de veces, dos días seguidos, porque había escrito un artículo en colaboración con el profesor Klein y quería ver si había llegado. Vino en plena hora de consultas. Me dio vergüenza hacerle esperar; al fin y al cabo, es el jefe del departamento…, era, mejor dicho.

– ¿Y vio usted el artículo? ¿Encontró el profesor Tirosh lo que estaba buscando?

Racheli se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo-. No me comentó nada. Me devolvió la llave, pero no me dio la impresión de que hubiera encontrado nada en el buzón.

– ¿Cuánto tiempo pasó desde que le pidió la llave hasta que se la devolvió? -quiso saber Michael, y sintió que se le contraía la espalda, dificultándole la respiración.

– Eso es; me olvidé de pedirle que me la devolviera…, había mucho jaleo en la secretaría; y no me la devolvió hasta el día siguiente. Lo recuerdo porque lo llamé por teléfono; me daba miedo que Adina se diera cuenta de la desaparición de la llave -dijo Racheli abochornada-. Sé que no debería habérsela entregado, pero cómo me iba a negar.

– ¿Cuándo sucedió eso, exactamente? ¿Puede comprobarlo de alguna manera?

– No sé qué día fue, pero Adina fue al dentista dos días seguidos; le estaban haciendo un puente. No será difícil averiguar cuándo faltó dos días -dijo Racheli mirando a Michael. Seguían sentados muy cerca el uno del otro. Racheli despedía un aroma dulce. «Es tan joven», pensó Michael, «y se la ve tan inocente, con esos ojos anhelantes. Es una lástima que sea tan joven; qué dulzura de aroma». Se levantó con un suspiro. Racheli permaneció sentada en el banco.

Fueron en coche hasta la Filmoteca, donde Michael aparcó. Tuvia Shai se reafirmó en que había salido de allí sobre las cuatro y media. Echaron a andar en dirección a la Puerta de Jaffa.

– ¿Cuánto suele tardar en dar el paseo? -preguntó Michael.

– Depende -replicó Shai. Michael se detuvo y lo miró con escepticismo-. A veces una hora, otras, dos. Depende de si hago algún alto.

– ¿Suele detenerse en algún lugar concreto? -inquirió Michael.

– En varios sitios -replicó Shai despacio-. ¿Quiere ver dónde estuve el viernes?

Caminaron en silencio. Sólo cruzaron algunas frases en una ocasión.

– ¿Sabía que Tirosh estaba trabajando sobre Shira? -preguntó Michael, acentuando la primera sílaba del nombre.

– ¿Shira? ¿Se refiere a la novela de Agnón? -Tuvia Shai se detuvo para mirarlo.

– Eso creemos.

– No tenía ni idea -dijo Shai incrédulo.

– Entonces, ¿qué explicación le da a la nota que encontramos en su mesa de trabajo?

Shai no respondió. Miró a Michael con interés y continuó andando. Al cabo de unos minutos dijo repentinamente:

– Sea como fuere, nunca escribió nada sobre Agnón. ¿Quién le ha dicho que la nota tenía relación con la Shira de Agnón?

– Nos lo dijo Aharonovitz -respondió Michael, echando una rápida ojeada a Shai. Éste aflojó el paso y, cuando parecía que iba a pararse, avivó la marcha.

– ¡Qué cosas se le ocurren a Aharonovitz! -masculló Shai-. Bueno, tal vez esté en lo cierto, pero, por mi parte, no sé nada de eso.

– Suponga que es cierto; ¿por qué estaría interesado en Shira?

– No lo sé -dijo Shai vacilante; y Michael captó la mirada de reojo que le dirigió-. No lo comprendo. Pero no por eso Aharonovitz va a estar equivocado.

– Tengo entendido -dijo Michael cuando se aproximaban a la calle principal de Ramat Eshkol- que están preparando una velada en conmemoración de Tirosh y Dudai, para el mes próximo.

Tuvia Shai asintió con un gesto.

– ¿La está organizando usted?

– No; por lo visto, se ha encargado Klein.

– Pero es de suponer que usted dirá unas palabras, ¿no?

Shai se encogió de hombros.

– Probablemente, entre otros -dijo sin mirar a Michael.

A las cuatro y media, tras una hora de caminar a buen paso, habían llegado a la Colina de las Municiones. Y allí Tuvia Shai se detuvo. Después de rodear el instituto René Cassin, Shai señaló uno de los montículos de tierra reseca que allí se alzaban:

– Estuve ahí sentado durante mucho rato.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Michael, encendiendo un cigarrillo.

– No sabría decírselo. Creo que hasta que se hizo de noche.

– Salimos de la Filmoteca a las tres y media, y hemos llegado aquí a las cuatro y media, un paseo de una hora. Usted salió de la Filmoteca sobre las cuatro y media, ¿no es así? Digamos que llegó aquí a las cinco y media. Estamos en verano. Los días son largos. ¿Pretende decirme que se pasó aquí tres o cuatro horas? -preguntó Michael con patente incredulidad.

Tuvia Shai asintió con la cabeza.

– ¿Qué hizo durante tanto tiempo? -preguntó Michael con curiosidad, como si fuera un asunto de estricto interés académico.

– Estuve pensando. Necesitaba estar solo.

– ¿Solo? -repitió Michael.

Shai no replicó.

– ¿En qué estuvo pensando?

Tuvia Shai lo miró enfadado, como si estuviera inmiscuyéndose en su intimidad con una pregunta que nadie tenía derecho a plantear. Luego pareció reflexionar. Sonrió para sí.

– Mire qué hermosa se ve la ciudad desde aquí -dijo con su voz anodina-. Desde este cerro se ve cómo se van vaciando las calles. La luz se desvanece poco a poco. Los ruidos se amortiguan. Es hermoso.

Michael Ohayon lo miró en silencio. «A Tuvia no le conmueve la belleza de la naturaleza», recordó que le había dicho Klein.

Preguntó a Shai a dónde quería ir desde allí.

– De vuelta a la universidad -respondió.

Sus hombros se hundieron, diciendo sin palabras: me da exactamente igual.

– La situación es la siguiente -dijo Michael para cerrar la reunión del equipo mientras Ariyeh Levy se alisaba el cabello con aire contrariado y se enjugaba el sudor de la frente-. Quedan algunos detalles pendientes, como la firma del recibo del paquete, que hemos puesto en manos de un grafólogo porque los empleados de correos no recuerdan quién firmó, y un par de cosas más. Pero la conclusión importante a que hemos llegado es ésta: Tirosh asesinó a Iddo Dudai. Los motivos del asesinato de Dudai y del propio Tirosh están relacionados con lo que aquí se decía -señaló la cinta borrada-, y el pedido de las botellas de gas completa el cuadro. Sólo nos falta el móvil, pero sobre eso también tenemos una pista, quizá no muy clara.

– ¿Por qué no es clara? -preguntó Ariyeh Levy desdeñosamente-. Usted mismo ha dicho que Dudai tenía algo en contra de Tirosh.

– Sí, ¿pero qué era ese algo? -terció Balilty.

– ¿Tú cómo lo ves? -preguntó Eli Bahar, las facciones en tensión-. ¿Estás convencido de que se introdujo en el sótano para sabotear las botellas? Y si no lo hubieran asesinado, ¿cómo se habría librado de que lo descubrieran? ¿En qué estaría pensando? No se puede decir que fuera un plan muy hábil.

– Hay cosas imposibles de explicar -dijo Michael-. No puedo decirte en qué estaba pensando, pero sí que debía de considerar su plan habilísimo. Los asesinos siempre se creen muy hábiles.

– No -persistió Eli-, no me refiero a eso. Si hubiera pedido que le enviasen las botellas a la oficina central de correos en lugar de a la universidad, y hubiera dado un nombre ficticio, las posibilidades de descubrirlo habrían sido menores. ¿A qué vino encargarlas a nombre de Klein y desde la universidad?, eso es lo que no comprendo. Parece como si quisiera que lo pescáramos.

Todos guardaron silencio durante un minuto.

– Tal vez pretendía incriminar a Klein -señaló Avidán al cabo, volviendo los ojos hacia Ariyeh Levy.

Levy exhaló un suspiro y miró a Michael, que aguardó unos segundos antes de comentar:

– No sé qué habría alegado de estar con vida, pero en la Universidad de Columbia de Nueva York nos han asegurado que Klein estuvo dando clases hasta el último momento, y que no faltó al trabajo ningún día, así que, cuando menos, tenemos la seguridad de que él no mató a Dudai.

– Yo no estoy tan seguro. Puede que tuviera un cómplice, tal vez lo hicieron entre Klein y Tirosh… -comenzó Balilty, pero nadie le hizo caso.

– Supongo que es imposible encontrar las botellas vacías -intervino Tzilla.

Alfandari meneó la cabeza.

– ¿Tres semanas más tarde? Ni lo sueñes -dijo con voz sombría, y Michael clavó en él la vista-. No es que no hayamos registrado los cubos de basura, y el vertedero municipal también, pero era una empresa imposible -prosiguió Alfandari-. Revolvimos hasta el último rincón…, en su casa, en el cobertizo del jardín, en la universidad, en todas partes. Cero.

– Quizá Klein y Tirosh lo hicieron en complicidad -repitió Balilty, y lanzó una carcajada-. Puede que Dudai estuviera buscándoles las vueltas a los dos.

– Basta de especular -zanjó Ariyeh Levy ceñudo-. Confiemos en tener más material en que apoyarnos cuando Ohayon regrese. Quedan muchas preguntas pendientes. Todavía no sabemos quién mató a Tirosh…, eso tampoco nos lo ha explicado el jefe del equipo, de momento…, claro que cada uno trabaja a su ritmo.

– Habrá que volver a hablar con los de la Filmoteca, para verificar por otra fuente la coartada de Tuvia Shai -dijo Eli Bahar-. Iré allí hoy mismo; quiero hablar con el proyeccionista. Aún no he logrado dar con él, porque lleva una semana prestando servicios de reservista. No conozco a ninguno de los habituales de la Filmoteca…, y tienen que ser precisamente los que van los viernes por la tarde.

– Eso está lleno de tipos cultos; es un antro izquierdista -masculló Ariyeh Levy.

– No parece muy adecuado anunciar en la prensa que queremos hablar con quienes estuvieron allí -dijo Tzilla, dirigiendo a Eli una mirada de ánimo.

– Según las explicaciones de Klein -dijo Michael entre grandes titubeos-, los poemas deben de estar relacionados con el asesinato.

– ¡Los poemas! -vociferó Ariyeh Levy, y se levantó bruscamente-. Quizá es realmente el momento de que se tome un descanso para aclararse las ideas. ¡Los poemas…, con qué cosas nos viene!

Nadie reaccionó, pero en el semblante de Balilty apareció un extraño gesto de profunda concentración.

Michael se encontró a Eli Bahar esperándolo al volver a su despacho después de la reunión del equipo. Eli tenía en las manos un grueso sobre marrón y una cartera verde de plástico.

– El vuelo sale a las ocho de la mañana, y hay una diferencia horaria de siete horas a su favor. Es decir, que llegarás por la mañana y ganarás un día. Aquí tienes el billete -le tendió la carterita de plástico- y ya está listo tu pasaporte. Shatz te irá a recoger al aeropuerto Kennedy. No te olvides del pasaporte -y lo sacó del sobre marrón-. El dinero también está aquí, y me han dicho que te recuerde que traigas las facturas de todos tus gastos y no te olvides de confirmar el vuelo de regreso, para dentro de una semana justa. ¿De qué te ríes?

– No sé si será por el calor y el cansancio, pero me estás tratando como una gallina clueca. En poquísimo tiempo, te has vuelto como tu mujer.

– He vivido en Nueva York dos años y tú ni lo has pisado -protestó Eli Bahar, azorado-, y créeme, vas a pegarte un buen susto al aterrizar en el JFK. Pero no quería…

– No, si me resulta agradable -lo tranquilizó Michael-; supongo que aún no me he hecho a la idea de que me voy mañana, y Yuval sigue de excursión. Vuelve mañana. Si no te importa, podrías llamarlo para contarle que me he ido de viaje y que lo llamaré desde allí.

– Claro que sí -respondió Eli-. Lo cuidaremos. ¿Nada más?

– Seguid interrogándolos mientras estoy fuera; a Klein también. Y no os descuidéis con las reuniones del equipo; y ocúpate de que Tzilla pase a máquina los informes de vigilancia todos los días, para que les eche un vistazo al volver. Y si surge cualquier cosa, me llamas. Dile además a Tzilla que Racheli, la secretaria, tiene que firmar su declaración. Pregúntale otra vez a Klein, para dejar las cosas bien sentadas, si encargó el gas, o si sabe algo al respecto. Intenta apretarle un poco las tuercas.

– Sin problemas -dijo Eli Bahar cuando terminó de anotar todo con esa seriedad infantil que tan bien conocía Michael, con una letra que siempre le llegaba al corazón.

– Deberías tratar de echar un sueñecito antes de coger el avión. Ya son las diez, y tienes que presentarte en el aeropuerto a las seis de la mañana; no te quedan muchas horas. Si esperas el informe pericial sobre la firma del recibo, no te dará tiempo a dormir -dijo Eli azarado, y parpadeó como si previera un rapapolvos.

En realidad, Michael no iba a pegar ojo aquella noche. El grafólogo había explicado con todo detalle que el impreciso garabato de la firma podría ser una falsificación de Tirosh. Señalando la letra K, había dicho: «No creo que Klein la hubiera trazado así, ni siquiera tratando de camuflar su letra. Es imposible. En primer lugar es zurdo y su letra tiene ciertos rasgos peculiares. Por otro lado, aunque no estaría dispuesto a jurarlo ante un tribunal, creo que podría ser perfectamente la letra de Tirosh».

Eli Bahar llevó a Michael a casa y, pese a sus protestas, se empeñó en volver a recogerlo para llevarlo al aeropuerto.

A las dos de la mañana, después de preparar una maleta pequeña y de llegar a la conclusión de que no tenía sentido tratar de dormir, Michael esparció sobre la mesa de la cocina las actas de todas las reuniones celebradas durante el último año por el Departamento de Literatura. A las cinco de la mañana, Eli Bahar lo encontró afeitado y dispuesto. Tenía los ojos enrojecidos, pero había logrado comprender mejor las relaciones entre los profesores de Literatura. Había tomado nota de matices y problemas de fondo que hasta entonces le habían pasado inadvertidos; pensativamente, le resumió sus conclusiones a Eli Bahar en el trayecto de Jerusalén al aeropuerto Ben Gurión. Eli lo escuchó en silencio.

– Son muy interesantes, las actas. Y también resulta interesante comprobar que, una vez que conoces a las personas y sabes de qué están hablando, es posible imaginar perfectamente la situación y deducir las actitudes de cada uno. Te desvelan muchísimas cosas. Por ejemplo, lees una discusión que en apariencia trata sobre si los alumnos de la asignatura Conceptos Básicos deben someterse a un examen final o si, por el contrario, los trabajos entregados a lo largo del curso bastarán para calificarles. Y lo que he descubierto gracias a eso, por ejemplo, es el carácter dominante de Tirosh, su costumbre de insultar a los demás. Y las tensiones entre Zellermaier y Dita Fuchs. En cuanto Dita Fuchs abre la boca, Zellermaier la rebate contudentemente. Y Kalitzki se apresura a romper lanzas por Fuchs, con grotesca caballerosidad. Son cosas curiosísimas.

Eli iba concentrado en la conducción. Michael lo observó y le llamaron la atención la delicadeza de su perfil, la curvatura clásica de su nariz, las largas pestañas, cosas en las que apenas si había reparado antes.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Michael mientras se apeaban junto a las puertas vidrieras del aeropuerto-. Tuvia Shai apoyó todas las propuestas hechas por Tirosh a lo largo del curso, hasta las más provocativas. Pero en la última reunión no dijo palabra, según las actas, ni una sola palabra, y en la votación referente a un cambio en la estructura del departamento y a la celebración de un taller, se abstuvo.

Eli Bahar no reaccionó.

– No lo entiendes -insistió Michael, agarrándole del brazo-. Lo que pretendo decir es que el hecho de que Tuvia Shai se comporte como si el mundo no existiera no tiene nada que ver con el dolor causado por la muerte de Tirosh. No hay una sola reunión de departamento en la que no figure en las actas al menos una vez, siempre en apoyo de Tirosh. En las actas de la última reunión se menciona su presencia, pero nada más, ni una palabra. Y la reunión se celebró antes de que nadie muriera asesinado. Fue Tsippi Lev-Ari quien levantó el acta; he echado un vistazo a otras actas redactadas por ella, y aunque personalmente tenga ese aspecto desaliñado, parece concienzuda y precisa en su trabajo.

Los ojos verdes de Eli Bahar chispearon antes de que dijera:

– ¿No sería que en la última reunión le dolía la cabeza?

Michael permaneció callado. Le daba la sensación de que durante las últimas horas se habían intercambiado los papeles, de que Eli Bahar se había metido en su pellejo y las pautas a que se atenía su relación estaban del revés. Eli reparó en la mirada pensativa de Michael y se disculpó:

– Es que me tiene asombrado tu indiferencia. Vas a Nueva York por primera vez en la vida y ¿no piensas hacer ningún comentario?

– ¿Quién va a ir a Nueva York? -farfulló Michael-. Estoy metido en una investigación…, ¿crees que voy a tener tiempo para hacer turismo?

– A pesar de eso -dijo Eli-, a pesar de eso.

La pantalla anunciaba un cambio en la hora del despegue, el vuelo a Nueva York se había adelantado quince minutos. Pese al aire acondicionado, en la terminal hacía un calor húmedo. Michael miró por primera vez a su alrededor y vio las estampas típicas: tres jovencitas acompañadas de sus padres, mirando y remirando sus pasaportes cada medio minuto. Un matrimonio ultraortodoxo con su vasta prole, todos los niños colgados de los faldones de la levita negra de su padre, cuya cara quedaba oculta bajo la ancha ala de un sombrero negro; la mujer, con aire derrengado, la barriga abultada y un bebé en los brazos, revolvía interminablemente sus bultos…, eran el estereotipo de la familia de Mea Shearim. Estudiantes con pesadas mochilas a su lado; la cola frente al mostrador de facturación; los agitados murmullos de la gente que lo rodeaba, los gritos de los mozos de equipaje, y el silencio de la planta superior; Eli y él se sentaron en un rincón del gran vestíbulo de entrada, con sendos cafés recién hechos y humeantes, y contemplaron a la gente, cargada con bolsas de plástico de las tiendas libres de impuestos, atravesando el control de seguridad. La megafonía atronaba incesante, anunciando despegues y aterrizajes.

– La verdad es que me gustan los aeropuertos, como a tanta gente -declaró Michael- El olor, los sonidos, esa sensación de que ya estás en el extranjero. Cada aeropuerto tiene un olor peculiar, igual que cada país tiene su propio olor.

– Qué envidia me das, marchándote de aquí una temporadita, y además a Nueva York. Daría lo que fuera por irme a Nueva York ahora mismo -comentó Eli añorante.

– ¿Aunque fuera un viaje de trabajo? -preguntó Michael.

– Aun así. Me daría igual. ¿Sabes cuántos años tendrán que pasar antes de que pueda permitirme un viaje al extranjero?

– El padre de Nira, mi ex suegro, citaba a menudo un viejo proverbio polaco: «Un caballo sigue siendo un caballo aunque cruce el océano».

Eli sonrió.

– Ya sé que siempre dices que, en el fondo, toda la gente es igual en todas partes; pero ya veremos lo que opinas al volver de Nueva York.