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Se despertó cuando el piloto anunció en hebreo y en inglés que estaban sobrevolando el Aeropuerto J. F. Kennedy, en espera del permiso para aterrizar.
Una espesa niebla ocultaba todo a la vista. Michael se palpó la mejilla y notó su aspereza; al ver la larga cola formada ante los aseos, decidió que era demasiado tarde para afeitarse.
Pensó en la cara abotagada y los fríos ojos grises de Shatz, que fuera jefe del Departamento de Investigación y Lucha contra el Crimen durante los primeros años de servicio de Michael. Su ambición y su codicia se habían hecho legendarias. Hasta Balilty, según recordaba Michael, solía quejarse de su grosería, de la brutalidad con que trataba a sus colegas. Shorer lo había apodado el «Gran Trepa». A Michael le vino a la cabeza el comentario hecho por Balilty al final de la última reunión del equipo: «No le des recuerdos míos a Shatz. Y, hazme caso, no le compres nada. Se ha montado un verdadero negocio paralelo de aparatos eléctricos. Todos los que topan con él en Nueva York vuelven cargados con los últimos inventos. Y ten cuidado para que no te lleve a ningún club nocturno -añadió con sonrisa sardónica-. Podría corromperte…».
Sus reflexiones sobre Shatz desplazaron el sueño que había tenido sobre Maya. No lo recordaba en detalle, pero la opresión que le había generado perduró un buen rato después del aterrizaje. Antes de quedarse dormido en su butaca, había mirado de reojo a la joven que tenía al lado. Era rubia y desprendía un leve aroma al perfume de Nina Ricci L'Air du Temps, uno de los habituales de Tzilla. No, no se parecía nada a Maya.
Le vino a la memoria la época posterior a su divorcio. En aquel entonces, cada vuelo en avión era una aventura romántica. Cualquier salida al extranjero estaba asociada para él a una mujer, a cualquier mujer, sin compromisos irrevocables. Pero desde la última vez que estuvo con Maya, ni siquiera lograba pensar en una mujer sin sentirse agobiado. De día, mientras trabajaba, el recuerdo de Maya lo importunaba como un dolor de cabeza sordo y persistente. Por la noche, en la cama, se sumergía en los recuerdos. Se rendía a las imágenes y revivía en la memoria su tacto, su voz, el olor de su piel, el sonido de su risa. Volvía a oír frases pronunciadas por ella, palabras ocurrentes, exasperantes, palabras de amor. Nunca había disfrutado de unas vacaciones en su compañía, nunca habían ido juntos al extranjero. De hecho, pensó, al notar el interés de su vecina de avión, nunca había pasado con ella más de veinticuatro horas seguidas. Y ni siquiera solían pasar la noche entera juntos. Maya casi siempre tenía que volver a casa corriendo al cabo de unas horas.
El viaje había hecho aflorar las oportunidades perdidas, se explicó a sí mismo. Pero la explicación no lo consoló. No desterró el sentimiento de pérdida.
En el aeropuerto no le eximieron de los trámites. Estudiaron su documentación como si fuera un inmigrante ilegal, pero no se molestaron en registrarle el equipaje.
– Los americanos no se saltan la menor norma; es imposible llegar a ningún acuerdo con nadie. Con estos capullos no me valdría de nada conocer hasta al último empleado del aeropuerto; ni siquiera a mí, a pesar de mis contactos, me dejan pasar sin registrarlo todo -dijo Shatz, sudando dentro de su traje de safari color crema mientras le conducía hacia la salida. Michael no respondió; estaba cansado y aturdido.
El coche era enorme, como los de las películas.
– Un viejo Pontiac -explicó Shatz mientras asía el tirador y le abría la puerta a Michael-. Se supone que debería llevarte directamente al aeropuerto de La Guardia, pero quiero que al menos eches un vistazo a Manhattan antes de que te trague la América profunda.
Al ponerse en camino, Shatz se embarcó en una entusiástica perorata sobre las ventajas de su fantástico trabajo.
– En todo el país sólo hay un representante del cuerpo policial israelí, tu seguro servidor. No fue fácil llegar hasta aquí, colega, nada fácil, te lo aseguro. No estaba al alcance de cualquiera. ¡Menuda ciudad es ésta, macho, menuda ciudad!
Su monólogo, una chocante mezcla de hebreo, inglés y árabe, incluía comentarios sobre el entorno. De vez en cuando hacía notar a Michael algún lugar de interés, mencionaba nombres, indicaba a dónde se iba por un camino u otro. Cuanto más se alejaban del aeropuerto, más horrorizado se sentía Michael.
– Noventa y cuatro por ciento de humedad y treinta grados a la sombra, un asco -informó Shatz-, pero créeme, colega, no se está tan mal como en Tel Aviv. Aquí hay aire acondicionado en todas partes, ¡absolutamente en todas partes! Fíjate si no en este coche…, es estupendo, ¿verdad?
A Michael aquello le parecía un infierno. El aire tórrido y húmedo que le había azotado la cara antes de entrar en el coche, las anchas carreteras de múltiples carriles, la luz gris verdosa, los distantes rascacielos, que le resultaban conocidos por las películas y las fotos, los enormes coches rodando en todas las direcciones. Observó las docenas de limusinas que circulaban a toda velocidad. Tras las ventanillas opacas había personas, pensó, y se maravilló de la pericia demostrada por Shatz al maniobrar entre los centenares de veloces taxis amarillos que adelantaban a todo el que se les ponía por delante.
Llevaban mucho tiempo en la carretera y Michael se había desorientado. Shatz le dijo por el camino:
– Volveremos a La Guardia a tiempo. Tu vuelo a Carolina del Norte despega de allí, y también tendrás que regresar al Kennedy desde allí.
Michael contempló el perfil de su chófer. Podría habérsele considerado apuesto si no hubiera tenido una cara tan gruesa. Pero la grasa y la expresión voraz y taimada, y el sudor que le caía a chorros pese al aire acondicionado, le volvían repulsivo.
– Claro que no comprendo por qué no quieres quedarte en Nueva York un par de días. Podría llevarte a algún club. ¿Sabes cómo está por aquí el material? -preguntó en tono lascivo, y miró de reojo a Michael, que observaba el paisaje por la ventanilla-. Está bien, si no puedes, no hay más que hablar. Pero créeme que no se lo diría a nadie si por casualidad cambias de opinión, ¿sabes?
– No cambiaré de opinión -zanjó Michael sin volver la cabeza.
– ¿Y cuándo vas a ir de compras? No compres nada en el aeropuerto; las tiendas libres de impuestos son un atraco a mano armada, créeme. Te podría enseñar algunas tiendas de Lexington que te iban a volver loco…, tienen absolutamente de todo. Si quieres, me puedes hacer algún encargo y te ahorras el jaleo, ¿cómo lo ves?
Michael farfulló que ya hablarían de eso cuando volviera.
– Estás nervioso, ¿eh? Tu hombre, el abogado, te espera, ¿sabes?, pero el otro, el ruso, sigue entre la vida y la muerte, y el abogado se pasa todo el día acompañándolo en el hospital. No fue fácil dar con él, te lo aseguro.
Contemplando las vistas, Michael se acordó del tono gris verdoso que predominaba en la película Blade Runner, de la llovizna incesante que lo había ido deprimiendo cada vez más a medida que percibía la violencia y la alienación del mundo creado en la pantalla.
– ¿Cómo vas a sobreponerte al jet lag? Tienes que estar despejado para las entrevistas. Por lo que he leído en la prensa, hasta el momento no has hecho grandes progresos.
– Es un caso complicado -dijo Michael sin ofenderse.
– Y tú eres la estrella, ¿sí o no? Ahora mismo eres el gran favorito por esos pagos. Pero será mejor que te andes con cuidado; las estrellas se hunden fácilmente entre esa gente. No me tomes a mí de ejemplo…, yo soy intocable.
– Quizá podrías contarme algo del abogado. ¿Qué sabes de él?
– Claro que puedo contarte un montón de cosas sobre él; tengo buenos contactos. Creía que preferirías esperar a que estuviéramos en el aeropuerto…, te sobra tiempo hasta que salga el vuelo -Shatz echó una mirada furtiva a Michael y empezó a hablar con voz monocorde-: Bueno, ¿qué tengo que explicarte? Max Lowenthal, sesenta y un años, judío, nacido en Rusia, pero sus padres emigraron a Estados Unidos cuando no era más que un bebé. Se licenció en Derecho en Harvard, y sin embargo vive en un agujero llamado Chapel Hill, una ciudad universitaria de Carolina del Norte. Da clases en la facultad de Derecho, y además es un miembro muy activo de la ACLU. ¿La conoces?
Michael confesó su absoluta ignorancia al respecto.
– Es una asociación; la Asociación Estadounidense en pro de las Libertades Civiles. Es un loco de los derechos civiles, un verdadero colgado. Podría ser un abogado rico y de fama en cualquier lado en lugar de morirse de asco en el sur. Pero está loaded, te lo aseguro -Shatz percibió el gesto de incomprensión de Michael ante aquella palabra y explicó-: Está forrado. Tiene una casona en Chapel Hill y una residencia veraniega en una isla, y no le falta de nada. Se va a esquiar a Suiza todos los años. También hace muchos donativos a la UJA. Aquí lo tenemos fichado: se entrega en cuerpo y alma a todo tipo de causas, ha ido a Rusia muchas veces y se sentaba en la parte trasera de los autobuses, en el sur, cuando estaba reservada para los negros…, ya puedes imaginarte cómo es. En Israel también tenemos tipos así -dijo Shatz con desdén.
– ¿Y cómo conoció al ruso?
– No lo sé muy bien, pero tenía muchos contactos en Rusia, este Lowenthal; hasta escribió un libro sobre los judíos rusos, y sacó clandestinamente de allí montones de manuscritos. Él mismo te lo contará. El ruso se llama… -tras un vano esfuerzo por recordarlo, Shatz se sacó un papel del bolsillo interior de la sahariana y lo consultó mientras conducía-: Boris Zinger. Estuvo internado en el mismo campo que el otro ruso, el poeta, ese que le interesaba al chico de la universidad, cómo se llamaba, Dudai. Lowenthal lo sacó del país tras treinta años de encierro en cárceles y campos de concentración rusos; lo tengo todo anotado -dijo en el tono agresivo de quien sospecha que están poniendo en entredicho su Habilidad como fuente de información-. Espera un momento, ahora tengo que concentrarme en la salida para La Guardia.
Y ambos permanecieron callados hasta que Shatz hubo dejado el coche en el enorme aparcamiento. A continuación se apresuró a entrar en el aeropuerto antes que Michael, examinó los horarios de los vuelos y dijo con satisfacción, mientras se enjugaba la cara con un pañuelo de papel usado que se sacó del bolsillo:
– Te sobra media hora. Vamos, te invito a una copa.
Cuando al fin tomaron asiento en sendos taburetes del bar, después de recorrer una inmensa distancia dentro de la terminal, Michael se empeñó en pedir un café además de la cerveza, y mientras bebía el insípido brebaje observó a Shatz sorbiendo su whisky y se preguntó si lo habría pedido para impresionarle o si realmente tenía por costumbre tomar alcohol duro por la mañana. Shatz carraspeó y dijo:
– Está hecho polvo, el tal Zinger, hecho polvo. Tiene un problema de corazón y a Lowenthal le preocupa mucho la perspectiva de que vayas a verlo. Cedió después de que le explicara la situación y le hablara de tu investigación, pero con la condición de que sea a pequeñas dosis y él decida los horarios. Acordé con él que te iría a recoger. Hay un trecho larguísimo desde el aeropuerto hasta la ciudad ésa. Oye, ya que estamos en ello, ¿qué pasó con la cinta de marras? ¿Es verdad que era una prueba y la borraste?
– No; ¿cómo te ha llegado ese rumor? -preguntó Michael, tratando, sin saber por qué, de disimular la hostilidad de su voz.
– Yo qué sé, lo he oído por ahí. He oído que el caso está lleno de jodiendas. Que tenías una cinta completa y sólo ha quedado una frase. ¿Por qué no la borraron entera? Eso es lo que me sorprende: si alguien la borró, ¿por qué no la borró del todo?
Era evidente que Shatz aguardaba una explicación y, en contra de su voluntad, Michael, que más adelante le echaría la culpa al tiempo y al pánico que le inspiraba la gran ciudad, cuyo frenesí le había calado en los nervios a pesar de no haber llegado a pisarla, en contra de su voluntad, dijo:
– No es que fuera una prueba, pero nos habría proporcionado una pista. Es una cinta que alguien borró a plena luz del día, en un lugar donde se suponía que no debía estar. Y por eso tenía prisa, o quizá lo interrumpieron cuando estaba a medias. La encontramos en un coche y…
– ¿La borraron dentro de un coche? -preguntó Shatz incisivamente-. ¿Cómo?, los equipos de los coches sólo sirven para escuchar cintas; no para grabarlas ni borrarlas.
– Si vieras el coche lo entenderías -repuso Michael con una sonrisa-. Un Alfa Romeo GTV…, tiene un estéreo tan potente que valdría para un discoteca. Y con él se puede hacer de todo.
– ¿Ah, sí? -dijo lentamente Shatz, digiriendo la información-. ¿Quién tiene un coche así en Israel?
– Era de Shaul Tirosh -le reveló Michael pese a que le molestaba la chismosa curiosidad de Shatz.
– He oído que el sujeto en cuestión dejó un rastro que conducía directamente hasta él desde las botellas de gas -comentó Shatz con expresión artera. Entornó los ojos y masticó un cubito de hielo.
– Dime una cosa -dijo Michael enfadado-, ¿cómo llega todo a tus oídos tan deprisa? ¿Quién te ha contado esas cosas?
– Es mucho más fácil de lo que imaginas. Tengo un hermano; y tú lo conoces.
– ¿Yo? ¿A tu hermano? ¿De qué conozco yo a tu hermano?
– Reflexiona un momento. No nos parecemos, mi hermano y yo, pero aun así somos hermanos.
Shatz rompió a reír y Michael sintió que se le congestionaba el rostro.
– ¿Meir Shatz, el historiador, es hermano tuyo? -preguntó incrédulo.
– Te guste o no, es un hecho -replicó Shatz, retorciéndose de risa-. Y además nos llevamos muy bien; fue él quien me crió. Nos quedamos huérfanos de niños y fue como un padre para mí. ¿Estás alucinado? -preguntó con descarado regocijo. Y añadió-: Por eso te aprecio, por lo que mi hermano me ha contado de ti. No tienes por qué alucinar tanto. Él es el intelectual de la familia, pero yo también desempeño mi papel. Lo mío son las cuestiones prácticas. ¿Crees que mi hermano tendría un piso en propiedad si no fuera gracias a mí?
– Nada de eso explica cómo te has hecho con tanta información tan deprisa -objetó Michael.
– Mi hermano tiene un amigo…, también a él lo conoces: Klein, Ariyeh Klein…, y él le ha contado unas cuantas cosas. Hablo por teléfono con mi hermano casi todos los días. Te digo que, con el trabajo que tengo, ni Dios se atreve a rechistarme -hizo una pausa para pedir otro whisky-. En todo caso, no hay que pensar mucho para ver que algunas cosas no encajan. Un tipo rellena de CO las botellas de buceo de otro, ¿y no se toma la molestia de ocultar sus huellas, comete equivocaciones evidentes? ¿Encarga el gas a nombre de Klein? ¿Garrapatea la primera firma que se le ocurre? ¿Cómo es posible?
– Sí -suspiró Michael-, parece absurdo. Pero ¿qué alternativas tenía? Podría haberlas robado en un laboratorio, pero los riesgos habrían sido aún mayores.
Shatz contempló su vaso y agitó los cubitos de hielo. Cuando volvió a hablar, su voz se había tornado más grave y ponderada, como si ya no aspirase a impresionar a nadie.
– Yo creo que hay otra razón -dijo despacio.
– ¿Como cuál? -preguntó Michael, consultando su reloj.
– Creo que estaba harto de todo, que quería delatarse. Creo que Tirosh era un caso acabado.
Michael no dijo nada. Pensó en la novela de Graham Greene sobre una colonia de leprosos y en el último capítulo de Shira, de Agnón. Pensó en la corrupción y la decadencia de Manfred Herbst, que siguió a la enfermera Shira, cuyo nombre significaba poesía, a un hospital de leprosos, de donde nunca más salió. Y miró a Shatz con nuevo respeto, pensando que una vez más había incurrido en un error de juicio. Tras un prolongado silencio, preguntó:
– ¿Quieres decir que Tirosh deseaba que lo detuvieran?
– Yo no lo expresaría justo con esas palabras, francamente, pero, más o menos, se trata de algo así. Aunque, yo en tu lugar, no aludiría a eso en una reunión del equipo -le advirtió.
– Lo que dices es muy interesante, desde luego. Pero no encaja con la personalidad de Tirosh. ¿Qué te ha sugerido esa idea? -preguntó Michael con curiosidad.
– Voy a decirte la verdad -repuso Shai, inclinándose hacia delante. Michael observó sus manos sudorosas en torno al vaso vacío, las uñas bien cuidadas-. Fue el testamento lo que me sugirió la idea. Es un testamento muy raro, ¿no crees? Parece como si hubiera querido poner las cosas en orden antes de desaparecer, ¿no es así? -sin esperar respuesta, y casi de corrido, Shatz prosiguió-: Quería preguntarte otra cosa. Dudai, ¿sabes la hora exacta a la que llegó a Eilat?
– Qué cosas tienes -se quejó Michael-, ¿por quiénes nos has tomado? Los testigos han declarado que llegó a Eilat a las cuatro en punto. Se marchó de la reunión de departamento a las once y media. Fue en coche, solo. El director del Club de Buceo habló con él a las cuatro y cuarto. Aunque hubiera ido en avión, y no fue así, lo hemos verificado, no creo que le hubiera dado tiempo a despachar a Tirosh si llegó allí a las cuatro.
– Qué lástima -dijo Shai-. Tenía una teoría.
Michael lo miró y volvió a pensar en la imagen que se tenía de aquel hombre en la policía, en su propia impresión hasta hacía unos minutos. Se sintió culpable y avergonzado de haberlo mirado por encima del hombro desde el primer momento. Ahora deseaba retractarse, demostrar su estima de alguna manera, pero Shatz dirigió la vista hacia el espejo que tenían enfrente y dijo en su tono habitual:
– Bueno, colega, tu vuelo está a punto de salir. Será mejor que nos movamos.
Echó un vistazo a la cuenta y dejó unos billetes sobre la mesa con gesto decidido y experto; luego condujo a Michael a la puerta de embarque.
– Espero que no te dé un soponcio al oír cómo hablan en el sur. No sé si estás fuerte en inglés, compañero, pero hasta a mí me cuesta entenderlos, y llevo aquí tres años -lanzó una carcajada-. Llámame si quieres, si necesitas cualquier cosa. A lo mejor te lo piensas mejor y, cuando vuelvas, salimos por ahí a divertirnos un poco.