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El seminario del departamento había atraído la atención de los medios de comunicación porque lo iba a dirigir Shaul Tirosh. En el pequeño salón de actos ya estaban dispuestos la cámara de televisión y el micrófono de la emisora de radio. La cámara captó con claridad la postura relajada, la mano en el bolsillo, los tonos rojizos de la corbata. Antes del montaje, la película comenzaría con un primer plano de la mano de Tirosh sujetando un vaso. Tomó un trago de agua y, con un gesto típico en él, se alisó el tupé de sedoso cabello plateado. Luego la cámara enfocó el manoseado libro que ya sostenía entre los largos dedos, mostró el puño inmaculadamente blanco que asomaba bajo la manga de su traje oscuro y se deslizó hacia las letras doradas de la cubierta: Hayim Najmán Bialik. Sólo entonces hizo una toma general de la mesa.
Grabó después sin detenerse la cabeza inclinada de Tuvia Shai, sus manos, que barrían invisibles migas del paño verde que cubría la mesa, y el perfil del joven Iddo Dudai, alzado hacia el rostro alargado y enjuto de Tirosh.
Ésta no es la primera vez, se comentaba en la sala; Shaul Tirosh siempre ha sido una estrella televisiva.
– De hecho -dijo Aharonovitz-, ¿quién habría soñado con que se grabara para la posteridad un seminario si no hubiera estado asociado al nombre de Shaul Tirosh? -y lanzó un bufido desdeñoso.
Ni siquiera más adelante, después de que todo hubiera terminado, podría ocultar Kalman Aharonovitz la aversión que le inspiraba la excentricidad, la «burda teatralidad» que distinguía todos los actos de Tirosh.
– Y cuando digo todos, quiero decir todos -y, disimuladamente, sus ojos críticos y penetrantes se dirigieron hacia Ruchama, la mujer de Tuvia.
Los técnicos y el presentador de un programa literario de la radio, los periodistas, los reporteros de la televisión, a quienes Ruchama había cedido su asiento habitual en la parte derecha de la primera fila, todos habían acudido al último seminario de Shaul Tirosh.
Bajo su característica expresión de hastiada indiferencia, Ruchama sentía un cosquilleo de emoción despertado por el equipo de grabación, los focos, el cámara, que ya llevaba una hora corriendo de aquí para allá cuando comenzó el seminario. Desde el extremo de la segunda fila, el campo visual de Ruchama difería de la imagen grabada por la cámara. Tenía que estirarse para ver al grupo de conferenciantes medio ocultos por la mata de rizos de Davidov, el presentador de El mundo del libro, el programa televisivo donde todo novelista o poeta soñaba con aparecer.
La presencia de Davidov también excitaba a Tirosh. Un año había transcurrido desde su pelea con la gran figura de la televisión, durante el homenaje que le dedicaron al recibir el Premio Presidente de Poesía, y desde entonces no se habían vuelto a dirigir la palabra. Al inicio de aquel programa, después de leer el célebre poema de Tirosh «Otro ocaso» y de explicar que era su «tarjeta de visita»; después de enumerar los diversos títulos y galardones que tenía en su haber; después de repetir que el profesor Tirosh era jefe del Departamento de Literatura Hebrea de la Universidad Hebrea de Jerusalén y un mecenas de los poetas jóvenes; y después de mostrar la portada de la revista de literatura contemporánea dirigida por él, Davidov se había vuelto hacia el poeta con mucho dramatismo y le había pedido que explicara su silencio de los últimos seis años. Era una pregunta que nadie había osado plantearle hasta entonces.
Aquel programa también le vino a la memoria a Ruchama cuando los enmarañados rizos de Davidov la obligaron a cambiar de postura para ver bien al hombre de elevada estatura que sujetaba entre sus manos un libro. Ruchama recordó cómo Davidov, tras acariciar los cuatro delgados volúmenes de poesía esparcidos sobre la mesa del estudio de televisión, había preguntado sin el menor titubeo cómo podía Tirosh explicar que un poeta que había abierto nuevos caminos, que había renovado la poesía y era el padre espiritual indisputable de las obras escritas a partir de él… cómo podía ser que ese poeta no hubiera publicado ni un solo poema en los últimos años… a excepción de unos cuantos versos de protesta política, añadió luego con ademán displicente.
Ruchama guardaba un vivo recuerdo de la larga entrevista, convertida en duelo verbal entre ambos hombres, y, esa tarde, tan pronto como vio a Davidov junto al cámara, la embargó una inquietud creciente. Ahora observaba atentamente el semblante de Tirosh, sobre el paño verde y la jarra de agua, que le traían a la memoria las veladas culturales celebradas en el comedor del kibbutz, y reconoció la expresión tensa que tan bien conocía, una combinación de nerviosismo y teatralidad, y, aunque no alcanzaba a distinguir sus ojos desde donde estaba sentada, era como si estuviera viendo el verde fulgor que centelleaba en ellos.
Cuando Tirosh se puso en pie para pronunciar su conferencia, Ruchama, igual que la cámara, registró el movimiento de la mano que alisaba el copete plateado y después se deslizaba sobre el libro. Al principio no lograba ver el rostro de Tuvia, oculto tras el cámara y el técnico de la radio, que revisaba su equipo por enésima vez.
Más adelante, al tener que ver la película sin montar, no lograría contener las lágrimas observando la precisión y la claridad con que la cámara había captado los afectados gestos de Shaul Tirosh, la pose que pretendía ser relajada, la mano en el bolsillo, los tonos rojizos de la corbata, que resaltaba sobre el blanco impoluto de la camisa y que, sin duda, Tirosh habría elegido para que hiciera juego con el clavel encarnado que resplandecía en el ojal de su solapa.
Siempre le resultaba difícil concentrarse, sobre todo cuando Tirosh era el orador; pero consiguió captar las primeras frases:
– Damas y caballeros, el seminario con el que se cierra el curso versará, como saben, sobre el tema «La buena y la mala poesía». No me ha pasado inadvertida la expectación despertada por la teórica posibilidad de que esta tarde, en este foro, se enuncie un conjunto de principios que fijen unos criterios claros e inequívocos con los que distinguir la calidad de la falta de calidad en la poesía. He de advertirles, sin embargo, que no confío en que ése sea el resultado de nuestro debate de esta tarde. Siento curiosidad por escuchar lo que mis doctos colegas tengan que decir al respecto, pero es una curiosidad teñida de escepticismo -y la cámara también captó la mirada irónica y divertida que, desde las alturas, dirigió al rostro de Tuvia, y que luego se detuvo largamente sobre Iddo Dudai, sentado con la cabeza gacha.
Ruchama perdió el hilo. Era incapaz de conectar las palabras entre sí y no se esforzó en lograrlo. Se dejó arrastrar por la voz, por su cadenciosa melodía.
Reinaba el silencio en el salón de actos, a cuyas puertas se agolpaban los rezagados. Todas las miradas convergían en Shaul Tirosh. Aparecía aquí y allá alguna que otra sonrisa de entusiasta expectación, sobre todo en las caras de las mujeres. Junto a Ruchama había una joven tomando nota de todo. Cuando dejó de escribir, Ruchama reparó en el rítmico sonido de la voz de Tirosh, que leía uno de los textos más conocidos del poeta nacional: «No gané la luz en una apuesta».
Oyó a sus espaldas la estentórea respiración de Aharonovitz y un crujir de papeles. Aharonovitz había empuñado la pluma, listo para anotar sus críticas, cuando el público aún no había terminado de ocupar los asientos. Despedía un olor acre, rancio, que se mezclaba con el perfume excesivamente dulzón de su vecina de asiento, Tsippi Lev-Ari, Goldgraber de nacimiento, su joven y prometedora ayudante, cuyos esfuerzos por borrar todo vestigio de su pasado ortodoxo explicaban presumiblemente los llamativos colores de su vestimenta: ropas vaporosas y de tonos muy vivos, sobre las que se había oído comentar a Tirosh que sin duda eran de rigor en el culto que profesaba, el cual también la había llevado a cambiarse de apellido.
A la izquierda de Tsippi, Ruchama vio a Sara Amir, profesora agregada y uno de los pilares del departamento, que ni siquiera en esa ocasión especial había logrado disimular su aspecto matronil. Su mejor vestido, seda floreada que embutía sus rotundos muslos y un cuellecito marrón que le ceñía la arrugada garganta, no disipaba esa especie de olor a sopa de pollo que la seguía allá donde fuera y que era el motivo de que los que no la conocían se sorprendieran de la inteligencia que demostraba al hablar de cualquier tema.
– He leído este poema de Bialik con objeto de plantear, entre otras cosas, la pregunta de si es posible enjuiciar los valores estéticos de una obra de esta categoría. ¿No podríamos equivocarnos al dar por sentado que el poema expone el proceso de creación de una forma original? La imagen del poeta explotando una cantera en su corazón, que todos entendemos como una metáfora, ¿es realmente… original? -Tirosh bebió un trago de agua antes de pronunciar con énfasis la palabra «original», que levantó un murmullo audible en la sala.
Desde sus butacas tapizadas, los asistentes se miraron unos a otros. Davidov, advirtió Ruchama, indicó al cámara que enfocara al público. Oyó el rasguear de una pluma detrás de ella: Aharonovitz escribía frenéticamente. Ruchama se volvió y vio el ceño fruncido y las finas cejas arqueadas de Sara Amir. La estudiante que tenía al lado tomaba notas con redoblada diligencia. Ruchama no entendía el porqué de tanta agitación, pero eso no era nada nuevo. Nunca había alcanzado a comprender las pasiones despertadas en los profesores y sus satélites por preguntas de ese estilo.
La profesora Shulamith Zellermaier, sentada en la primera fila del semicírculo que Ruchama tenía enfrente, había comenzado a sonreír en cuanto oyó las primeras palabras: una media sonrisa, con la barbilla apoyada en su mano regordeta y el codo plantado, como siempre, sobre las piernas cruzadas. Sus descuidados mechones grises le daban una apariencia más amenazadora y masculina de lo habitual, pese a que llevaba un traje de chaqueta muy femenino. Giró la cabeza a la derecha y los cristales de sus gafas refulgieron bajo las luces fluorescentes.
– Quería poner en tela de juicio un poema cuya categoría canónica nunca se cuestiona -fueron las siguientes palabras de Tirosh; y, una vez más, surgieron sonrisas entre el público-, porque, entre otras cosas, ha llegado el momento -se sacó la mano del bolsillo y miró de frente a Davidov- de que en los seminarios de la universidad se planteen temas controvertidos, temas que nunca nos atrevemos a mencionar por falta de valor, y por eso nos deslizamos hacia discusiones teóricas y supuestamente objetivas, que a veces son insustanciales y a menudo resultan tan aburridas como para espantar a nuestros mejores alumnos, que salen al pasillo bostezando.
La muchacha que estaba junto a Ruchama continuaba transcribiendo la conferencia palabra por palabra.
Ruchama cesó de prestar atención a lo que se decía y se concentró en aquella voz que la hechizaba con su dulzura, su melodiosidad, su suavidad. «Las cámaras y las grabadoras nunca lograrán captar ciertas cosas», pensó.
Desde que conociera a Tirosh, diez años atrás, siempre había sucumbido al hechizo de la voz de aquel hombre, el pensador y crítico literario, el académico de fama internacional, y «uno de los mejores poetas actuales de Israel», como desde hacía años venía aclamándolo la crítica con extraña unanimidad.
Una vez más, la asaltó el impulso de ponerse en pie y proclamar que aquel hombre le pertenecía, que hacía tan sólo un rato habían estado juntos en su dormitorio abovedado y en penumbra, en su cama, que ella era la mujer con quien había comido y bebido antes de comparecer en público.
Miró a su alrededor, a las caras de la concurrencia. Los deslumbrantes focos de la televisión inundaban de luz la sala.
– Arremeteré contra Bialik… así me prestarán atención -le había oído comentar como para sí mientras preparaba las frases introductorias-. Seguro que nadie espera que un seminario de este tipo se inicie hablando precisamente de Bialik, y el factor sorpresa es fundamental. Todos imaginan que voy a leer algo moderno, contemporáneo, pero pienso demostrarles que hasta Bialik encierra sorpresas.
Una ovación calurosa y prolongada acogió el fin de la conferencia. Podría escucharla más adelante en alguna grabación, o en la radio, se consoló Ruchama al darse cuenta de que la conferencia había concluido mientras ella estaba absorta rememorando la tarde que habían pasado juntos, y la tarde anterior, y la noche de la semana pasada, y el viaje a Italia que habían hecho juntos, y pensando en que el mes siguiente se cumplirían tres años desde el inicio de su relación, desde que él la besó por primera vez en el ascensor del edificio Meirsdorf, y después, en su despacho, le dijo que, pese a que conocía a muchísimas mujeres, siempre la había deseado a ella, precisamente a ella, aunque sin confiar en ser correspondido. La célebre reserva de Ruchama había frenado todo intento de abrir esa puerta. Y, además, pensaba que su devoción por Tuvia la volvería inaccesible.
Ruchama posó de nuevo la vista, lánguidamente, en la mano de Tirosh que sostenía el libro abierto, en sus dedos largos y oscuros. La espesa calima que envolvía Jerusalén esa tarde, seca y extenuante como en ningún otro lugar, no le había impedido vestir su habitual traje oscuro. Y, cómo no, el inevitable clavel en el ojal, que junto con el traje y el copete plateado le daban ese aire cosmopolita, europeo, que había conquistado a tantas mujeres, convirtiéndolo en una leyenda.
«¿Quién le lavará las camisas a Tirosh? ¿Cómo se las arregla para tener ese aspecto un hombre que vive solo?» Ruchama había oído casualmente ese comentario en boca de una estudiante que hacía cola ante el despacho de Tirosh, después de que él pasara de largo. No pudo oír la respuesta porque se apresuró a entrar detrás de él para recoger la llave de la casa, de su casa, donde lo esperaría después de las clases.
Nunca había osado ningún estudiante hacerle preguntas personales. Ni la propia Ruchama conocía casi ninguna respuesta a esas preguntas, aunque, como Tuvia y el resto de los escogidos a quienes se les permitía cruzar el umbral de su casa, sabía que conservaba los claveles rojos en el pequeño refrigerador, con los tallos cortados y un alfiler clavado, listos para lucirlos.
La atención que Tirosh prestaba a los pequeños detalles le encantaba. Siempre que iba a su casa, se precipitaba hacia el refrigerador para abrir la puerta y comprobar si los encarnados claveles seguían en el jarroncito de cristal. Nunca había ninguna otra flor; ni ningún otro jarrón. Cuando le preguntó si le gustaban las flores, la respuesta fue negativa. «Sólo las artificiales», le había dicho sonriendo, «y las que están llenas de vida, como tú», y evitó que le hiciera más preguntas con un beso. En las raras ocasiones en que se había atrevido a interesarse abiertamente por las vistosas peculiaridades de su atuendo, los claveles, la corbata, los gemelos, la camisa blanca, nunca había recibido una respuesta seria. Sólo bromas o, como mucho, una réplica inquisitiva sobre si no le gustaba su aspecto; aunque en cierta ocasión fue más explícito y le dijo que había comenzado a ponerse los claveles por pura diversión y luego se había sentido obligado a continuar haciéndolo para no defraudar a su público.
El acento de Tirosh no delataba su ascendencia extranjera. «Nacido en Praga», decía en la contracubierta de sus libros; había emigrado a Israel treinta y cinco años atrás. A Ruchama le contaba cosas de Praga, «la más hermosa de las capitales europeas». Después de la guerra se había trasladado a Viena con sus padres. La guerra nunca la mencionaba. No le había explicado a nadie cómo sobrevivieron, él y su familia, a la ocupación nazi, ni siquiera la edad que tenía cuando se marcharon de Praga. Sólo estaba dispuesto a hablar de la época previa y de la posterior. Con respecto a sus padres, había dicho en
más de una ocasión: «Personas delicadas, espirituales, que ni siquiera lograron sobrevivir al traslado desde Praga, almas nobles». Ruchama imaginaba a su madre como una mujer delgada y de piel oscura, con crepitantes vestidos de seda, inclinada sobre la silueta de un niño. No tenía una imagen clara del Tirosh niño; sólo conseguía visualizar una versión a menor escala del Tirosh adulto, un hombre en miniatura jugando sobre céspedes ingleses entre flores de aromas embriagadores. (Ruchama no conocía Praga ni Viena.) Con respecto a su infancia, Tirosh sólo había ofrecido un puñado de detalles, en general relativos a «una serie de niñeras llamadas fräulein, ya sabes, ayas como las que aparecen en los libros. En realidad fueron ellas quienes me criaron, y las considero responsables de mi soltería». Se lo había contado en uno de los raros momentos en que se sinceraba, después de que ella expresara la extrañeza que le inspiraban sus hábitos compulsivos con respecto al orden y a la limpieza.
Sólo tenía veinte años cuando llegó a Israel, pero nadie lo recordaba vestido de una forma diferente.
– ¿Y qué hará en el ejército? -le preguntó Aharonovitz a Tuvia en una ocasión, sin asomo de burla, más bien con una especie de agria admiración-. ¿Cómo conservará ese aire de distinción en el ejército? Y no me refiero sólo a la ropa; sus costumbres a la mesa también plantean un problema, ese vaso de vino blanco que por lo visto no perdona en las comidas, y el coñac en una copa adecuada al final del día. Me pregunto por qué esta celebridad nos honra con su presencia a los provincianos, en lugar de al mundo en general, en alguna metrópoli auténtica, como París, por ejemplo.
Y Ruchama recordaba el ruido que había hecho Aharonovitz al sorber el café antes de proseguir con una sonrisa:
– Por otro lado, en un sitio como París nadie repararía en todos los estornudos y bostezos que su eminencia se digna emitir, mientras que en nuestro pequeño país, tal como dijo el bardo, un hombre se convierte en leyenda, y la prensa se apresura a dejar constancia de todos los salones hollados por su pie.
En aquel entonces Tuvia todavía era un simple universitario, aún no se había convertido en ayudante de Tirosh ni había entre ellos ninguna relación especial.
– Ese tipo es un espécimen exótico en nuestra tierra, aunque haya condescendido a adoptar un nombre hebreo -ese comentario de Aharonovitz había arrancado a Ruchama una sonrisa disimulada-. ¡Shaul Tirosh! No sé si habrá alguien que se acuerde de su verdadero nombre. Y no pongo en duda que ha de ser un recuerdo poco agradable para él: Pavel Schasky. ¿Lo sabíais?
Y los ojos rojizos y parpadeantes de Aharonovitz se volvieron hacia Tuvia. Eran otros tiempos, previos a la época en que la gente dejó de hablar de Tirosh delante de Tuvia y comenzó a tratarlo como si padeciera una enfermedad mortal.
– Pavel Schasky -repitió Aharonovitz con franco regocijo-, ése es el nombre con el que nació, y no es un recuerdo que atesore. Quién sabe; tal vez imagina que no hay alma viviente que recuerde su nombre. Quienes están en el ajo aseguran que fue lo primero que hizo al arribar a estas costas: cambiarse de nombre.
Ruchama nunca había logrado tomarse a Aharonovitz en serio; siempre la obligaba a reprimir una sonrisa. No estaba segura de si su manera de hablar era deliberada o si quizá no había caído en la cuenta de que uno podía expresarse de otra forma. Le divertía particularmente cómo pronunciaba determinadas palabras a la trasnochada manera asquenazí.
Durante aquella conversación, Tuvia había dicho:
– ¿Y qué más da? ¿Por qué preocuparse de esas menudencias? Lo que importa es que es un gran poeta, una persona con muchos más conocimientos que ninguno de nosotros y, además, el mejor profesor que he tenido nunca, con un don insuperable para separar el grano de la paja. Supongamos que siente la necesidad de convertirse en una leyenda, ¿qué nos importa eso a nosotros?
Eso es lo que Tuvia había dicho entonces, con la sencillez y la franqueza que lo caracterizaban antes de que una sombra gigantesca, densa, oscureciera su mundo, antes de que perdiera el rumbo.
Fue una conversación que tuvo lugar cuando Tuvia todavía estimaba a Aharonovitz, cuando aún confiaba en él lo suficiente como para invitarlo a su casa.
– Cierto, cierto, no voy a negarlo -había replicado Aharonovitz-, pero es que hay otros problemas. No puedo soportar la adoración que inspira al género femenino, la manera en que le bailan el agua, esa fascinación, esa expresión hipnotizada que asoma a los ojos de las mujeres cuando las mira -y añadió exhalando un profundo suspiro-: No voy a negar que sabe distinguir un poema bueno de otro malo. Ni que desempeña el papel de protector y padre espiritual con nuestros jóvenes poetas; pero con la condición, amigo mío, no lo olvidemos, de que le caigan en gracia, sólo con esa condición. Dios los proteja en caso contrario. Si su sapientísima persona decide que un poeta es «mediocre», más le vale al pobre diablo cubrirse de arpillera y cenizas y partir a buscar fortuna en otras tierras. En cierta ocasión fui testigo de cómo este noble caballero rechazaba a un aspirante a sus favores. No movió ni un músculo de su pétrea expresión al pronunciarse: «Esto no vale nada, joven. No es usted un poeta y, evidentemente, nunca lo será». Y yo os pregunto: ¿cómo podía saberlo? ¿Acaso es profeta? -y Aharonovitz se volvió hacia Tuvia con los ojos aún más enrojecidos que antes y un salivazo voló en dirección a Ruchama cuando añadió a voz en cuello-: ¡No os vais a creer a quién se lo dijo! -y mencionó el nombre de un poeta bastante conocido, cuya obra nunca había interesado a Tuvia-. Y luego está el asunto ese del soneto; ¿no os han contado lo del soneto? -no esperó a que le respondieran; estaba lanzado-. Cuando Yehezkiel publicó su primer libro, se celebró una velada literaria en su honor en la planta baja del Teatro Habima de Tel Aviv. Se leyeron sus poemas, hubo discursos, y después nos fuimos a un café, el que estaba en boga en aquel momento, ni que decir tiene, frecuentado por poetas, y éramos un grupo muy nutrido, de poetas también; podría mencionar a alguien cuya obra cuenta con la rendida admiración de Yehezkiel.
– ¿Quién? -preguntó Tuvia.
– ¿Cómo que quién? El caballero de quien estamos hablando, Tirosh, el objeto de tu devoción. Pues bien, Yehezkiel era el hombre más feliz de la tierra. Pero nuestro amigo no es de los que se muerden la lengua cuando ven a alguien feliz, decir la verdad es su deber sagrado, el sello de su grandeza, y por un vaso de coñac vendió el derecho de primogenitura de Yehezkiel y compuso dos sonetos perfectos, uno detrás de otro, sólo para demostrar que componer un soneto no es nada especial.
– ¿Así de repente, sobre la marcha? -preguntó Tuvia con palpable admiración.
– Así mismo, en el acto, después de leer en alta voz el soneto de Yehezkiel y de esbozar su célebre sonrisa. Y después de sonreír anunció: «Por un vaso de coñac os escribiré un soneto perfecto, como éste, en cinco minutos, ¿qué os parece?». Los demás también sonrieron, y él escribió en dos minutos, que no en cinco, dos sonetos que se ajustaban a todas las reglas y de ninguna manera inferiores a los poemas de Yehezkiel. ¿Cómo se puede concebir algo así? ¿Y para qué? ¿Para impresionar a esa gente a quien él llama poetastros?
Y Aharonovitz se volvió hacia Ruchama, que trató en vano de dar muestras de indignación, y luego miró de nuevo a Tuvia y le preguntó:
– ¿Todavía lo consideras digno de admiración? ¡Pero si es pura decadencia!
Tras exhalar un hondo suspiro, Tuvia explicó que la otra cara de la moneda era el valor que poseía Tirosh para mostrarse tal como era. El valor de expresar sus opiniones en clase, el valor de decir que el emperador iba desnudo, de dar a sus cursos unos nombres que harían palidecer a cualquier otro profesor sólo con pensar en ellos.
– Y el hecho de que sus clases siempre están atestadas, y de que ofrece perspectivas innovadoras, originales, novedosas: son cosas que no se pueden despreciar -dijo Tuvia, y se levantó para preparar más café mientras Aharonovitz replicaba:
– Teatro, no es más que teatro.
– Da igual -respondió Tuvia desde la cocina-, da exactamente igual. Lo importante es que es un gran poeta, que no hay nadie que esté a su altura, salvo tal vez Bialik y Alterman. Ni siquiera Avidán o Zaj se le pueden comparar, y por eso estoy dispuesto a perdonarle todo, o al menos muchas cosas. Es un genio. Y para los genios rigen unas normas diferentes.
Luego volvió con el café y desvió la conversación hacia el examen que llevaba dos semanas preparando.
Aquél era su primer año en Jerusalén. Tuvia había solicitado un año de permiso en el kibbutz para estudiar con Tirosh, y a continuación solicitaría que se le concediera más tiempo para concluir sus estudios de posgrado. Aharonovitz y Tuvia ya se conocían cuando éste aún no se había licenciado y daba clases en el kibbutz, y en la época en que llegaron a Jerusalén, Aharonovitz era profesor ayudante del departamento y estaba tratando por todos los medios de conseguir una plaza. Tuvia había aceptado de buen grado su actitud paternal y protectora.
Ahora Tuvia se ponía en pie para tomar la palabra. Ruchama no estaba en casa cuando él había salido hacia la universidad, pero ya se imaginaba que no iba a mudarse de ropa. Su camisa de manga corta dejaba al descubierto unos brazos enclenques y lechosos, y apenas alcanzaba a cubrir su incipiente barriga. Tenía la despejada frente perlada de sudor y orlada de mechones de cabello ralo de un color indefinido.
Le habían asignado la segunda de las intervenciones. El siguiente orador sería Iddo Dudai, uno de los profesores más jóvenes del departamento, cuya tesis doctoral, escrita bajo supervisión de Tirosh, había despertado grandes expectativas.
Comparado con Shaul, pensó Ruchama, y no por primera vez, Tuvia parecía una versión enflaquecida de Sancho Panza. Aunque, ciertamente, Shaul no era un don Quijote. Incluso su voz, pensó con desesperación, su voz bastaba para marcar una diferencia entre ellos.
Su marido, que comenzaba a abordar el tema de «¿Qué es un buen poema?», tenía una voz aguda, quebrada ahora por la intensidad del sentimiento que ponía en la lectura del famoso poema de Shaul Tirosh «Un paseo por el sepulcro de mi corazón». En este poema Tirosh expresaba, en opinión de los críticos, su «visión del mundo macabro-romántica». Los críticos habían subrayado la «prodigiosa originalidad de la imaginería», haciendo notar las «innovaciones lingüísticas y los nuevos motivos con los que Tirosh revolucionó la poesía en los años cincuenta. Otros poetas contribuyeron a esa revolución, pero Tirosh era con diferencia el más brillante y sobresaliente de todos», recordaba Tuvia con su voz monótona.
Ruchama dirigió una mirada a su alrededor. La tensión se había relajado en la sala, como si los focos se hubieran apagado. La gente escuchaba con estudiada atención. En los rostros de las mujeres, y sobre todo en los de las jóvenes, aún quedaba la huella de la impresión causada por el primer orador, y sus ojos seguían fijos en él. No se podía decir que no estuvieran prestando atención, pero se veía que escuchaban por educación algo predecible, que no les sorprendía. El poema elegido por el profesor agregado Tuvia Shai era el que se podía esperar que eligiera para ilustrar qué es un buen poema. Ruchama escuchaba a medias los sesudos argumentos que tantas veces había oído en boca de su marido cuando peroraba apasionadamente sobre la poesía de Tirosh.
Mayor lealtad y admiración que las que Shaul Tirosh inspiraba a Tuvia Shai eran inconcebibles. «"Adoración" es la palabra adecuada», pensó Ruchama. Había quien utilizaba términos como «alter ego» o «sombra», y, en cualquier caso, todos convenían en que no había que arriesgarse a pronunciar una palabra despreciativa, ni la menor crítica o guasa sobre Shaul Tirosh en presencia de Tuvia Shai. Las mejillas se le arrebolaban y un resplandor de indignación ardía en sus ojos parduscos cuando alguien osaba dar voz a una opinión sobre el director de su departamento que no rayara en la reverencia.
A lo largo de los últimos tres años, en los que Tuvia había compartido a su mujer con Tirosh, los chismorreos habían ido arreciando; Ruchama lo notaba en el inevitable silencio que provocaba su aparición y, en las fiestas de los profesores, en las sonrisas de complicidad, como la de Adina Lipkin, la secretaria del departamento. Advertía además que se había añadido una nueva dimensión a las habladurías: la indignación derivada de que Tuvia mantuviera su amistad con Tirosh.
Pero Tuvia no había cambiado de actitud, ni siquiera el día en que los encontró juntos en el sofá del cuarto de estar de su propia casa, Ruchama abrochándose la blusa con dedos estremecidos y Shaul encendiendo un cigarrillo con mano temblorosa. Tuvia sonrió abochornado y preguntó si les apetecía comer algo. Después de afianzar el pulso, Shaul siguió a Tuvia a la cocina. Pasaron una velada tranquila, en torno a la mesa, tomando los sandwiches preparados por Tuvia. Nada se dijo sobre la blusa abotonada a toda prisa, sobre la chaqueta oscura tirada sobre la butaca con la corbata encima. Nunca habían sacado a relucir el tema, ni en aquel momento ni después. Tuvia no hizo ninguna pregunta y ella no le ofreció la menor explicación.
En su fuero interno, Ruchama disfrutaba sintiéndose en el vértice de ese misterio que tanto les habría gustado desvelar a los profesores del Departamento de Literatura y a los literatos de todo el país. Nadie osaba informarse a través de los protagonistas del drama. Ruchama Shai retenía, a sus cuarenta y un años, un aire juvenil y andrógino. Su cabello corto y su cuerpo adolescente le daban el aspecto de un fruto sin madurar, a punto de secarse sin haber estado en sazón. No le habían pasado inadvertidas las profundas arrugas que comenzaban a perfilarse desde las comisuras de sus labios hacia la barbilla, acentuando lo que Tirosh llamaba su «expresión de payaso triste».
Ruchama sabía que no aparentaba su edad, en parte gracias a los vaqueros, las camisas masculinas, la falta de maquillaje. Era distinta de las «mujeres femeninas» con las que Tirosh se había relacionado anteriormente. Él nunca mencionaba sus aventuras de otros tiempos ni las que todavía mantenía. No hacía mucho, Ruchama lo había visto, a través de la ventana de un pequeño y recóndito café, atusándose el plateado tupé, los ojos puestos en los ojos de Ruth Dudai, la joven y regordeta esposa de Iddo.
Aquella expresión de doliente ensimismamiento le era muy familiar. No alcanzó a distinguir el rostro de su acompañante, que a la sazón preparaba su tesis doctoral en el Departamento de Filosofía. Shaul no la vio y ella se apresuró a seguir su camino, sin querer entrometerse.
Pese a la intimidad de su relación, había cosas de las que no podía hablar con él. Sus sentimientos hacia Tuvia y su vida en común eran temas prohibidos, como también lo era la relación de Shaul con su marido y los peculiares lazos que los unían. Sus esporádicos intentos de lograr que Shaul comentase algo sobre el carácter de esos vínculos especiales no habían dado ningún fruto. Shaul no se inmutaba. Dirigía la mirada a la «invisible lejanía», como él decía (citando un conocido libro de poesía), y guardaba silencio. Cierta vez en que Ruchama comenzó a divagar en voz alta sobre «la situación», pues así se refería al complejo triángulo que formaban, él le señaló la puerta, diciéndole sin palabras: Yo no te obligo a nada, eres libre de marcharte.
Los tres asistían juntos a todos los actos sociales, aunque, de tanto en tanto, Ruchama acompañaba sola a Tirosh a sus reuniones con poetas jóvenes. Tirosh dedicaba mucho tiempo a cultivar la compañía de estos jóvenes, sobre todo, decían algunos maliciosamente, desde que había dejado de escribir. Esas gentes, tan prudentes en presencia de Tuvia, no se cohibían en absoluto delante de Ruchama. Así se resarcían de la discreción con que ocultaban su relación con Tirosh.
Lo cierto es que Ruchama era de natural reservada y carecía de interés por la literatura, tal como se lo había explicado a Tuvia hacía mucho, cuando aún vivían en el kibbutz. Leía vorazmente, pero nunca poesía. Era incapaz de extraer de la poesía el deleite sublime que experimentaba Tuvia. Para ella, la poesía era un mundo hermético, enigmático e ininteligible. Lo que más le gustaba eran las novelas de detectives y de espías, y las devoraba indiscriminadamente.
No tenía amigas íntimas, sólo conocidas del trabajo, como sus compañeras de la secretaría del Hospital Shaarei Tzedek. Trataba con ellas exclusivamente en horas de oficina, y ellas solían entender su pasividad como un don especial para escuchar a los demás y comprenderlos, y le contaban todos sus problemas familiares.
Con el paso de los años se había dado cuenta de que sus conocidos interpretaban como una honda melancolía su falta de vitalidad, y que muchos la consideraban enigmática y procuraban desentrañar su misterio. Sus compañeras de trabajo, y sobre todo Tzipporah, una mujer rolliza y maternal que no paraba de ofrecerle tazas de té, parecían creer que el motivo de esa «melancolía» era que no tenía hijos. Pero Ruchama nunca los había echado en falta.
Hasta que conoció a Tirosh, diez años atrás, había vivido con Tuvia en el kibbutz, ocupada en las labores que el encargado de distribuir las tareas quisiera asignarle, renunciando de antemano a la ilusión de lo imprevisto.
El traslado a Jerusalén con objeto de que Tuvia, que en un principio asistía al seminario del kibbutz Oranim y después a la Universidad de Haifa, pudiera terminar sus estudios, había sido el momento culminante de su vida, sobre todo porque en Jerusalén conoció a Tirosh, cuya atractiva personalidad la cautivó. Reconoció en él de inmediato a su polo opuesto. Incluso su manera de vestir la deslumbraba, y cuando entablaron una relación íntima, muchas veces se sentía como la protagonista de La rosa púrpura del Cairo; era como si la pantalla de cine se hubiera tornado real ante sus ojos para dejar salir al héroe de sus sueños. Como Ruchama nunca compartía su mundo interior con nadie, ni con el mismo Tuvia, continuó siendo un misterio para los profesores del Departamento de Literatura. La presencia de aquella figura muda, andrógina, que recibía las visitas en silencio, que siempre iba acompañada de Tuvia y después también de Tirosh, era motivo de interminables especulaciones.
– Están escribiendo el Talmud babilónico sobre tu persona -le dijo Tirosh cierta vez, después de consultarle su opinión sobre un asunto y de recibir un encogimiento de hombros a modo de respuesta.
Los intentos de abrir una brecha en ese muro de silencio se multiplicaban, tanto entre los profesores como entre los poetas, cuya compañía frecuentaba dejándose llevar por Tuvia y por Tirosh al café de Tel Aviv, donde la llamaban la Mujer Misteriosa incluso a la cara; ante esto, también reaccionaba con una simple sonrisa. En aquel café pedía invariablemente café solo y un vaso de vodka; al principio por el placer de dirigirle esas palabras a la camarera, y más adelante, cuando tal vez hubiera preferido tomar otra cosa, porque se sentía obligada a desempeñar su papel, presa de la imagen silenciosa y austera que de sí misma había creado.
Nadie se preguntaba qué habría visto en ella Tuvia, pero Ruchama advertía que su atracción sobre Tirosh era motivo de estupor, envidia y hostilidad.
Ni ella misma se explicaba el porqué. Shaul le había dicho una vez que la inanidad de su carácter era un bálsamo para las pasiones de quien estaba a su lado. No se lo tomó a mal. Sospechaba ya desde hacía mucho que el secreto de su encanto radicaba precisamente en su pasividad, a la que Tirosh llamaba «esa manera tuya de dejar que la persona que tienes junto a ti se perfile con la máxima nitidez, como sobre un fondo blanco». Ni la misma Ruchama comprendía sus intereses. ¿Qué era lo que la unía a Tuvia, a Tirosh, a cualquier otra persona o cosa? ¿Cuál era el cordón invisible que la ligaba a la vida? Esas preguntas quedaban sin respuesta.
No era depresiva ni tampoco apática; sencillamente, no conocía la pasión. «Alienación» habría sido el término elegido por los profesores del departamento para describir su manera de ver el mundo. Tirosh habló en cierta ocasión de «derrotismo» para tratar de explicar esa falta de deseos, esa renuncia a todo tipo de aspiraciones personales.
En un principio había sido Tuvia quien había dirigido su vida. Fue él quien la escogió, y ella cedió porque Tuvia demostró una persistencia más obstinada que otros, que, desesperados por su introversión, se habían batido en retirada. Tuvia la había guiado, la había llevado a Jerusalén, y después tuvo a Tirosh. Si pretendía que cambiara de vida, le comunicó ella en cierta ocasión, él tendría que ser su impulso. Así habían estado las cosas hasta hacia poco, cuando algo comenzó a resquebrajarse.
– ¿Y a ti qué te ha pasado? -fue la respuesta de Tirosh cuando ella le preguntó por qué ya no quería estar siempre a su lado. Y en aquella pregunta había resonado una nota de estupor. Nunca antes había expresado Ruchama el menor deseo o anhelo.
– El texto que describe la visión, en el poema que nos ocupa… -oyó decir a la voz de Tuvia, y cayó súbitamente en la cuenta de que su marido llevaba veinte minutos hablando sin que ella hubiera captado una sola palabra-, es un texto hermético, en la acepción sencilla del término, tal vez la que más se aproxima a su significado original: se ha elaborado como un texto confidencial, un libro impenetrable, como las obras herméticas de los sacerdotes egipcios. Pero lo que distingue a este poema de Tirosh es que el texto confidencial no es una fórmula para alcanzar la inmortalidad, ni un conjunto de instrucciones para crear un golem, ni la ecuación que rige el movimiento de las esferas; no es un bosquejo esquemático, sino una descripción pormenorizada. Y aún más, es la descripción de una visión del mundo, que permite al lector reconstruir la escena completa, moverse en sus coordenadas espacio-temporales, desligadas de cualquier realidad concreta, y poblarla con personajes y un protagonista, y sentir a través de ella un clima espiritual y emocional, e incluso social y político. El poema oscila con gran tensión entre la concreción y la sensualidad de los materiales y la abstracción y la espiritualidad resultantes de su combinación; y, particularmente, entre el «hermetismo» del texto y la «revelación» de la visión que pinta. El texto obliga al lector a realizar un esfuerzo constante. A medida que lo lee, va comprendiéndolo mejor paso a paso. La estructura del texto lo fuerza a transformar por completo su manera de relacionarse con el lenguaje. Y, así, el tema se desarrolla gradualmente, y éste no es otro que la situación espiritual y existencial del ser humano.
No sin sorpresa, Ruchama advirtió que lo que decía su marido sobre el poema de Tirosh le resultaba interesante, casi comprensible, y recordó que Shaul había comentado que Tuvia era la única persona que interpretaba correctamente su poesía. Tuvia bebió un sorbo de agua y la joven sentada junto a Ruchama sacudió la mano que había apuntado enfebrecida todo lo dicho hasta entonces, se quitó las gafas y frotó los cristales vigorosamente. Continuó escribiendo mientras Tuvia decía:
– Para terminar, sólo quiero decir una cosa: no se trata de saber si este poema es bueno, sino cómo y en relación a qué se juzga la calidad de un poema. Dicho de otro modo, a priori no tiene sentido hablar de un valor inmanente, de un valor independiente del contexto; y éste es uno de los errores básicos en los que incurren quienes buscan un valor absoluto en las obras literarias. No descubriré nada al afirmar que, para que algo posea valor, es necesario relacionarlo con otras cosas, con algo diferente. El valor no disminuye por el hecho de ser relativo. Muy al contrario, sólo existe gracias a esa relatividad. La pregunta «¿qué es un buen poema?» está relacionada con cuestiones como el género, el estilo, las tradiciones cultural y lingüística en el eje diacrónico, y, en el eje sincrónico, con cuestiones como la obra de un poeta en relación con su época, con el contexto cultural e histórico específico del poema. Los calificativos «bueno» y «muy bueno» son eminentemente aplicables a los aspectos que he resaltado de «Un paseo por el sepulcro de mi corazón», y convierten los comentarios hechos sobre el poema en un juicio de valor; pero es una valoración que no brota del poema en sí ni tiene la menor relación lógica con él. El término «bueno» se impone desde fuera a estos enunciados descriptivos y los transforma en juicios de valor: crea una conexión claramente causal entre la descripción y la valoración.
Davidov se inclinó hacia el cámara y le musitó algo. Ruchama vio los verdes ojos de Tirosh observando a su marido con intensa concentración, como si no quisiera perderse ni una de sus palabras, y vio también la cara de Iddo Dudai, «muy pálido, nervioso», pensó, «ante su inminente conferencia».
Giró sobre sí misma y detuvo la mirada sobre Sara Amir, que escuchaba con gran interés. Su expresión de concentración se acentuó cuando Tuvia prosiguió:
– En mi opinión, no tiene sentido tratar de establecer un criterio general, ya sea relativo o absoluto, para evaluar la calidad de un texto literario. Cada texto es un caso aparte. No conozco normas aplicables al futuro. Puedo decir qué obra es buena en mi opinión, pero no qué obra consideraré buena. Decir que «sobre gustos no hay nada escrito» es absurdo. Los gustos son algo sobre lo que se debe discutir. Y, de hecho, sobre ellos sólo cabe la discusión.
Tuvia tomó asiento con aire de agotamiento y una desmayada sonrisa apareció en su rostro al oír los aplausos y las palabras que Tirosh le susurró al oído mientras le palmoteaba la mano; y, de nuevo, se hizo el silencio cuando Iddo Dudai se puso en pie para tomar la palabra.
Más adelante se podría ver y oír lo que la cámara había grabado: el exagerado temblor de las manos de Iddo, el sudor que le perlaba la frente, la voz trémula y tartajeante. Ruchama recordaría entonces el vaso de agua que le había visto vaciar de un trago.
Aunque Iddo Dudai aún no había presentado su tesis doctoral, tenía asegurada una plaza en el departamento; Tirosh le auguraba un futuro brillante, Tuvia alababa su perseverancia y su diligencia, e incluso Aharonovitz, con su voz siempre quejumbrosa, decía efusivamente que era «un verdadero estudioso, un talmid hajám en el sentido talmúdico del término».
No era la primera conferencia que Dudai pronunciaba ante un público académico y Ruchama pensó que su extremado nerviosismo se debía a la presencia de las cámaras de televisión, pese a que Tuvia rebatió acaloradamente esa opinión mientras volvían a casa:
– Tú no lo conoces. Ese tipo de cosas no le interesan; es un estudioso serio; es absurdo pensar que estaba nervioso por eso. Yo supe desde el principio que iba a ser una catástrofe. Lo presentía. Iddo no es el mismo desde que volvió de Estados Unidos. No deberíamos haber dejado que se marchase. Es demasiado joven.
Todavía bajo la impresión del drama que se había desatado en el seminario, Ruchama no lograba percibir el tremendo cambio que se había operado en Iddo, salvo por el hecho, claro está, de que había desafiado al gurú de Tuvia, que además era su director de tesis, y al hacerlo había puesto en peligro su posición en el departamento.
Al comienzo de su conferencia, Iddo leyó un poema de un disidente ruso cuya obra había sido publicada por Tirosh, quien la ofreció como formidable ejemplo de la conservación de la lengua hebrea en los campos de trabajos forzados de la Unión Soviética. Después Ruchama recordaría con estupor que ése era precisamente el tema de la tesis de Iddo, la poesía hebrea clandestina en la Unión Soviética.
Luego Iddo prosiguió diciendo que en la investigación literaria se podían distinguir tres planos.
– El primero es la poética descriptiva -afirmó, enjugándose la frente y dirigiendo una mirada ausente al público-. Éste es el plano objetivo, consagrado a la investigación -una vez más, Ruchama se distrajo, y cuando volvió a prestar atención oyó lo siguiente-: El polo más subjetivo es el de la valoración y el enjuiciamiento. Y el poema que acabo de leer se escribió dentro de la tradición de la poesía alusiva, o, lo que es lo mismo, de la poesía que se relaciona con un texto anterior, un texto bíblico en este caso, y es imposible evitar la sensación de que no logra trascender la banalidad y lo previsible en su descripción de la figura de Heráclito el Oscuro. La belleza que se adquiere sin dificultades no es belleza -sentenció el joven Dudai, e hizo una pausa para tomar aliento.
Un estremecimiento recorrió la sala. Ruchama vio a Shulamith Zellermaier esbozando su media sonrisa irónica, mientras jugueteaba con las cuentas de madera que rodeaban su gruesa garganta. La estudiante que estaba al lado de Ruchama cesó de tomar notas.
– El poema pretende agradar recurriendo al kitsch -prosiguió Iddo atropelladamente-, y en este caso el kitsch radica básicamente en la adopción de elementos aislados de la poesía simbolista y del arte plástico asociado a ella, el art nouveau; es decir, el kitsch se funda en el anacronismo poético. Éste no es un poema simbolista, sino una estructura que adopta los elementos externos de una época pasada con objeto de apelar a las tendencias regresivas del lector.
– ¡Bravo! -exclamó Shulamith Zellermaier, y el público académico comenzó a murmurar.
La gran admiración que Tirosh sentía por esos poemas, llegados a sus manos por una ruta imprecisa, y editados y publicados por él, era de todos conocida. Davidov musitó algo al cámara, que dirigió el objetivo hacia las caras de los participantes: Tuvia, con los ojos bajos; la expresión de asombro y el espasmo de indignación, apresuradamente reprimido, que pasaron por el rostro de Tirosh. Ruchama giró sobre sí misma y vio el resplandor de los ojos de Aharonovitz, la sonrisa asustada de Tsippi, su ayudante, y la sosegada extrañeza que reflejaba el semblante de Sara Amir. La chica que tenía a su izquierda escribía de nuevo. E Iddo prosiguió:
– Ahora bien, hemos de considerar, en favor del poema, el hecho de que fue escrito en un campo de trabajos forzados, por un hombre que llevaba al menos tres décadas sin contacto con la cultura europea, y que no había concluido sus estudios de hebreo…, y esto es lo que le confiere un valor excepcional. Las circunstancias en que se compuso, la época y ese tipo de factores. Si este poema se hubiera escrito aquí, en este país, en los años cincuenta o sesenta, ¿lo consideraría un buen poema alguno de ustedes?
La mano que escribía aplicadamente a su izquierda se detuvo un instante. Ruchama dirigió una mirada hacia atrás y luego volvió a posar la vista en el pálido semblante de Iddo Dudai, que ahora se quitaba las gafas de montura cuadrada y gruesas lentes y, posándolas con cuidado sobre el paño verde, decía:
– Ni que decir tiene que estoy de acuerdo con el profesor Shai: ésta es una cuestión subjetiva, que depende de las circunstancias y del contexto, una cuestión de criterios, de gustos, etcétera.
A continuación volvió a ponerse las gafas y leyó el último poema político de Tirosh, publicado en un suplemento literario cuando terminó la guerra del Líbano y al que incluso habían puesto música, convirtiéndolo en una cancioncilla lastimera que se sumó al repertorio musical habitual de las conmemoraciones políticas. Iddo leyó «Nos da todo igual» con voz monótona, árida.
Ruchama no logró concentrarse en las tortuosas frases con las que Iddo interpretó todo lo interpretable del texto, pero guardaba un vivo recuerdo de las frases finales:
– Este poema traiciona su género. Un poema político nunca debe ser preciosista ni irónico. Un poema de protesta política no puede dar cuenta al mismo tiempo del motivo que desarrolla y de las virtudes intelectuales de su creador. Los logros culturales de éste son intrascendentes para la poesía de protesta política. Y yo me pregunto: ¿dónde ha quedado la fuerza que existía en la poesía lírica de Tirosh? ¿Dónde sus niveles profundos? ¿Quien escribió «La muchacha de los labios verdes» y «El instante en que el negro se fundió con el negro» es acaso el mismo hombre que ha creado el artificioso poema que acabamos de leer?
Mientras Tirosh escondía la cara entre las manos, tal como testificaría la cámara, Tuvia se levantó de un salto y, agarrando a Iddo del brazo, prácticamente lo obligó a sentarse a la vez que decía con voz sobrecogida por la tensión:
– El señor Dudai no lo ha comprendido bien. No estoy de acuerdo con él. ¡El contexto, no comprende el contexto! Se trata de un contexto manifiestamente político; este poema alude a todas esas consignas que aparecen en los suplementos literarios y se burla de ellas. Se burla de su lenguaje -Tuvia se enjugó la frente y continuó con vehemencia-: No es un poema de protesta convencional contra la guerra del Líbano. ¡Al contrario! ¡El señor Dudai no ha entendido su intención! ¡Es un poema de protesta contra el estilo típico de los poemas de protesta y su falta de sustancia! ¡Es una parodia de los poemas de protesta! ¡Eso es lo que se le ha pasado por alto!
Iddo Dudai miró a Tuvia y dijo sosegadamente::
– En mi opinión, una parodia que no se reconoce claramente como tal no cumple su objetivo. Y sólo quiero añadir que si este poema pretendía ser una parodia, no lo ha conseguido.
El tumulto desencadenado en la sala comenzaba a hacerse sentir. El profesor Avraham Kalitzki, la única persona reconocida por sus colegas como una autoridad competente para valorar los fundamentos bibliográficos de cualquier debate, alzó la mano y, estirando al máximo su encanijada estatura, exclamó con voz chillona:
– ¡Hemos de examinar el significado original del vocablo paroidia en griego y no emplearlo a la ligera!
Mas el creciente alboroto ahogó su exclamación. Todos los ojos, como se vería en la grabación, estaban fijos en Tirosh, quien con «admirable comedimiento», en palabras de Tuvia, calmó los ánimos de quienes se habían enzarzado en diversas controversias («Señores, señores, tranquilícense. Al fin y al cabo, esto no es más que un seminario»). Pero la cámara también captó la mirada de estupor que dirigió a Iddo cuando éste tomaba asiento y se quedaba mirando al frente mientras Tirosh, en su calidad de coordinador, se ponía en pie, resumía lo dicho en unas cuantas frases, echaba una ojeada al reloj y decía que quedaba poco tiempo para el debate y las preguntas del público.
Ninguno de los profesores o alumnos dijo nada, ni tampoco ninguno de los habituales de los seminarios, esos que, sin invitación formal, nunca dejaban de acudir a las actividades del departamento abiertas al público: tres maestras entradas en años que ampliaban su horizonte cultural mediante su asistencia regular a ese tipo de convocatorias; dos críticos literarios apartados del mundo académico que continuaban atacando persistentemente a sus miembros en las difamatorias columnas literarias de oscuros periodicuchos; y un puñado de excéntricos y forofos de la cultura de Jerusalén. Nadie musitó una sola palabra. Ni siquiera Menucha Tishkin, la mayor de las tres maestras, que, tras una farragosa exposición de sus problemas profesionales, nunca dejaba de plantear alguna pregunta; ni siquiera ella despegó los labios. Había ocurrido algo, pero Ruchama no habría sabido cómo definirlo y, ciertamente, no tenía ni idea de lo que ello podía presagiar.
Los técnicos comenzaron a recoger su equipo e Iddo Dudai bajó de la tarima. Con brusco ademán, se sacudió de encima la mano que Aharonovitz le había puesto en el hombro y salió de la sala casi a la carrera.
Ruchama se detuvo junto a la entrada. Mientras el público desfilaba ante ella, captó retazos de conversaciones, medias palabras, pero no alcanzó a comprender su significado. Tuvia seguía detrás de la mesa, arrugando con los dedos el paño verde, y a Ruchama le recordó a aquellos conferenciantes del Partido Laborista que solían acudir al kibbutz y tomaban asiento en el comedor tras una mesa cubierta con un paño verde para la ocasión. Siempre los había detestado.
Detrás de la jarra de agua ya vacía, Tuvia, inclinado sobre la mesa y asintiendo sin parar, escuchaba a Shaul Tirosh con mucha atención. Al fin, Tirosh se levantó y ambos echaron a andar hacia la puerta.
– Y bien, ¿te ha divertido? -le dijo Tirosh a Ruchama, dirigiéndole una sonrisa íntima; ella no respondió, y él prosiguió-: Alguien debe de haberse divertido con el espectáculo. Tuvia opina que ha sido una rebelión edípica, el ataque de Dudai. Yo no estoy de acuerdo, aunque no se me ocurre una explicación alternativa. Sea como fuere, ha sido interesante. Siempre me ha parecido un tipo interesante, el joven Dudai, pero Tuvia no opina lo mismo.
Ruchama vio una expresión desconocida en sus ojos verdes, ansiedad, quizá, y de pronto la embargó un vago sentimiento de miedo. Tuvia guardaba silencio, con el semblante sombrío y airado.
Bajaron juntos en el ascensor hasta el garaje subterráneo. Incluso ahora, diez años después de su llegada a Jerusalén, Ruchama no sabía moverse por el campus sin ayuda. El edificio de planta circular de la Escuela de Bellas Artes, con cada ala pintada de un color diferente para distinguirlas y facilitar la ubicación, le inspiraba pavor. Sólo sabía ir al edificio Meirsdorf, a la residencia universitaria y al ascensor del aparcamiento. Atravesar el laberinto del edificio Meirsdorf era el único camino que conocía para llegar al ala del Departamento de Literatura.
Shaul rechazó la invitación de ir a tomar un té a su casa y ellos lo acompañaron hasta su coche y luego se dirigieron al oscuro rincón donde estaba aparcado el Subaru de tonos claros.
Ruchama sentía pavor en aquel aparcamiento subterráneo: ese tipo de espacios, como los de los grandes almacenes, despertaban en ella una inmensa ansiedad que se manifestaba de inmediato en una sensación de náuseas. Esta vez la ansiedad adquirió una nueva dimensión. Al vislumbrar súbitamente una silueta en el rincón donde estaba su coche, no pudo reprimir el alarido que ascendió por su garganta, y no se tranquilizó hasta que hubo reconocido el inteligente rostro de Iddo Dudai.
– Tuvia -dijo Iddo-, tengo que hablar contigo.
Y pese a la frialdad con que abrió la puerta del coche, cuya luz interior iluminó las tensas facciones de Iddo, Ruchama percibió ira, confusión e incomodidad en la voz de Tuvia cuando respondió:
– Muy bien. Yo también creo que debemos hablar, sobre todo después de lo que ha ocurrido hoy. ¿Tienes un momento mañana?
– No, mañana será demasiado tarde. Tengo que hablar contigo ahora mismo -repuso Iddo, y por el pánico que resonó en su voz, Ruchama supo que su marido no podría negarse.
– Entonces síguenos y hablaremos en casa -dijo Tuvia.
Iddo miró a Ruchama. Ella se apresuró a bajar los ojos y Tuvia dijo:
– No te preocupes. Ruchama nos dejará a solas, ¿verdad?
Se volvió hacia su mujer, que asintió.
En el coche, Tuvia habló sin pausa, especulando sobre lo que habría llevado a Iddo a actuar así.
– No deberíamos haberle dejado que se fuera al extranjero -afirmó vehementemente-. Desde hace dos semanas, desde que volvió, no ha vuelto a ser el mismo de antes.
Ruchama no dijo nada. Estaba cansada.
La angustia que reflejaba la expresión de Iddo cuando entró en su piso del gran bloque de viviendas de la Colina Francesa despertó momentáneamente su curiosidad; pero luego, vencida por la fatiga, dio las buenas noches y se retiró al pequeño dormitorio. Oyó los pasos arrastrados de Tuvia y el chacoloteo de las sandalias de Iddo cuando lo siguió a la cocina; e incluso el repiqueteo de las tazas y, después, una pregunta de Iddo: «¿Cómo se enciende esto?», pero ya estaba en la cama, bajo la sábana, que le sobraba, tanto era el calor. Abrir la ventana no valió de nada. El aire estaba estancado en el patio, seco y opresivo. Los últimos sonidos que oyó fueron los de las televisiones de los vecinos, y después se quedó dormida.