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«Eran tres. Judíos, como puede suponer. Estamos hablando de 1950. Uno de ellos había emigrado con sus padres a Palestina, a Eretz Israel, a mediados de los años treinta, siendo todavía un niño. Su madre sentía mucha añoranza de Rusia y, al ver que no tenía esperanzas de realizar los ideales con los que había soñado, regresó con su hijo a la Unión Soviética. Ahora nos hemos trasladado a la etapa inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, antes de que se crease el Estado de Israel. Sea como fuere, decidió regresar a Rusia. Le atraía el victorioso Ejército Rojo, Stalin también le atraía; vaya usted a saber, hoy que estamos un poco mejor informados, nos resulta difícil comprender qué le atraía.» Risas. «En aquel entonces su hijo tenía dieciséis años. Se dieron varios casos similares, de judíos que emigraron de vuelta a Rusia desde Palestina, cada uno es una historia aparte. Casi todos se arrepintieron. Así que esta mujer se llevó a su hijo a la Unión Soviética y vivieron un par de años en Moscú. Y cuando Anatoli Ferber cumplió los dieciocho, decidió cruzar la frontera con un par de amigos de su edad y regresar a Israel. Ya sabe que no era lo más legal del mundo.» Respiración honda. «Tenemos, pues, a los tres. Ferber, en quien está usted tan interesado, porque supongo que es el protagonista de su historia, se había criado en Tel Aviv y había recibido una educación hebrea; de manera que su anhelo de regresar es fácil de explicar. Pero eso no explica su influencia sobre Boris. Nuestro amigo Boris es el protagonista de mi historia: treinta años en cárceles soviéticas y bajo arresto domiciliario, es increíble que saliera con vida, aunque no vamos a hablar del estado de su corazón, de su diabetes, de sus riñones, y Dios sabe de cuántas cosas más.
»El segundo era Boris. Llegaron a Batumi, un puerto ruso a orillas del Mar Negro, a siete kilómetros de Turquía. Y allí los arrestaron. Boris sostiene que los detuvieron porque el tercero del grupo los delató. Un tipo llamado Duchin. Tantísimos años después, estando ya en mi casa, cuando deliraba de fiebre por las noches, Boris siempre hablaba de Duchin. Pero ni siquiera trató de localizarlo cuando lo soltaron de la cárcel. Quién entiende el alma humana.
«Estuvieron juntos siete años, su Anatoli y mi Boris; tres años en la Lubianka de Moscú, dos años en la cárcel de Perm, en Mordovia, y luego en Magadan, al nordeste de Siberia, un campo de trabajos forzados, lo que en ruso se llama kátorga. Pasaron allí dos años. Es un lugar donde hay que acatar las reglas a rajatabla y partirse el espinazo trabajando. Ni siquiera trataré de describirle los sufrimientos, porque son indescriptibles. Tal vez ha leído Un día en la vida de Iván Denísovich y Archipiélago Gulag de Solzhenitsin. Ahí se describe Magadan, pero quizá no es esa información la que le interesa en este momento. En fin, fue allí, en Magadan, donde murió Anatoli Ferber. ¿De qué murió? De neumonía. Créame si le digo que morir de neumonía no era difícil, con el hambre que se pasaba, el trabajo, y el mísero subterfugio que hacían pasar por tratamiento médico. Los antibióticos ya existían. Pero no en Magadan. Ésa es una de las cosas por las que llevo luchando tantos años, no sólo lograr que los suelten, sino también que les dejen vivir. No sería correcto considerar a Anatoli Ferber un auténtico disidente. Su única pretensión era volver a Israel. Aunque, por lo visto, en el campo de trabajos forzados sí se convirtió en disidente, porque al principio lo condenaron a cinco años y luego a otros cinco…, durante los que murió…, acogiéndose al artículo 58.10: agitación antisoviética, un cargo muy común. Cualquiera era libre de decidir en qué consistía la agitación antisoviética. Así estaban las cosas. Más adelante, a mi Boris lo trasladaron a la cárcel de Butirki, en Moscú, y pasó allí otros cinco años, después de los cuales lo llevaron de nuevo a la Lubianka. A partir de entonces vivió en una ciudad cercana a Moscú, bajo arresto domiciliario, porque se había convertido en héroe y mentor de los disidentes jóvenes. No logré sacarlo del país hasta hace muy poco. No me pregunte cómo, pero lo traje aquí, a mi casa, y desde entonces ha estado bajo supervisión médica. Quiere ir a Israel, como es natural, pero, dado su estado, dudo mucho que lo consiga. Apenas habla inglés, pero nos entendemos en yiddish y un poco en ruso; y con el joven que estuvo aquí hace tres semanas, ese que según me ha dicho ha fallecido en un accidente de buceo, se pasó toda la noche hablando en hebreo.»
Michael estaba en la habitación del hotel, traduciendo la grabación de su entrevista con el abogado. Hizo una pausa para escuchar su propia voz describiendo las circunstancias de la muerte de Iddo Dudai. El abogado estadounidense, Max Lowenthal, profirió exclamaciones de asombro y espanto. La palabra «desolador» se repitió varias veces y Michael abrió su diccionario inglés-hebreo para buscarla.
La confortable y espaciosa habitación pintada de blanco y marrón donde trabajaba ante un escritorio estaba en la Hospedería Carolina, un edificio de estilo colonial próximo al campus y al hospital de la ciudad universitaria Chapel Hill. Lo habían llevado allí después de que Max Lowenthal y el enfermo Boris Zinger firmaran sendas declaraciones preliminares en presencia de una pareja policial, traída por Lowenthal para la ocasión. Una vez que Michael hubo subrayado la importancia de presentar como prueba una declaración de Boris, el abogado no requirió más explicaciones; aunque sí dio voz a sus reservas con respecto a que dicha prueba pudiera ser admitida en un juicio, puesto que los dos policías no comprenderían ni palabra de lo que oyeran. Puede que alcanzasen a entender su declaración, comentó Lowenthal entre risas, pero ponía seriamente en duda que comprendieran el hebreo bíblico de Zinger. La cinta terminó y Michael se asomó por el ventanal, que daba a la calle. Una profunda calma reinaba en la ciudad. En Nueva York, se había quejado Shatz, se oía el ruido del tráfico toda la noche, aun desde un duodécimo piso, pero allí el único sonido audible era el canto de los grillos. En la habitación había aire acondicionado. Michael abrió la ventana e inhaló el aire húmedo, denso, embalsamado por el dulce aroma de las magnolias. Se diría que la población era un inmenso bosque, con claros ocasionales para algún que otro edificio o alguna calle estrecha. Michael no lograba conciliar el sueño. Decidió que al volver a casa consultaría a un médico el problema de su insomnio. Volvió a tomar asiento y escuchó una vez más las cintas grabadas a lo largo del día. En el hospital, antes de franquearle el paso a la habitación de Zinger, Lowenthal había insistido en sus advertencias, exhortándole a que no indagara en las condiciones de las cárceles donde había estado preso, a que extremara la amabilidad y el tacto. La comunidad judía de la vecina ciudad de Charlotte se había hecho cargo de los gastos de hospitalización de Boris, le explicó, gracias a lo cual disponía de habitación individual y de todos los tratamientos necesarios. El organismo de Boris estaba destrozado. Aunque apenas tenía cincuenta y cinco años, dijo Lowenthal exhalando un hondo suspiro, se le veía decrépito, aunque no tanto como cuando llegó.
Su estado era tan delicado, añadió Lowenthal, que cualquier emoción suponía un riesgo. De hecho, fue después de la conversación con Iddo Dudai cuando tuvieron que ingresarlo a toda prisa. Durante esa entrevista, hubo de revivir en la imaginación terribles sucesos sobre los que ni siquiera él, Lowenthal, había osado indagar.
Michael dio la vuelta a la cinta y continuó escuchando la vigorosa voz de Lowenthal. Recordó su rostro alargado y estrecho, su boca pequeña. Un creído, había pensado al conocerlo, pero más adelante, su espíritu práctico, típicamente estadounidense, que había hecho posible aquella labor de amplias miras, lo llenó de admiración. Lowenthal le habló de sus actividades sin vanidad ni modestia, remitiéndose a los hechos, como quien da cuenta de la forma en que ha logrado hacerse con una información. Al fin y al cabo, había escrito un libro sobre el tema, afirmó. Nada le tocaba tanto la fibra sensible como los problemas de los judíos soviéticos, había dicho con vehemencia, en un arrebato de juvenil entusiasmo. En Israel, pensó Michael, tal fervor no existía más que entre los fanáticos religiosos de extrema derecha de Gush Emunim, y entre el puñado de trotskistas del grupo denominado Vanguardia.
La otra cara de la cinta llegó al final y Michael se dispuso a escuchar por segunda vez la grabación de su conversación con Boris Zinger. Al principio el casete emitió un crujido; era Lowenthal sentándose en la cama del hospital, como un hijo junto a su padre; luego Michael oyó cómo Lowenthal se dirigía a Boris en un yiddish fluido, en el que intercalaba algún que otro término inglés. «¿Vos?», había dicho el endeble hombre que yacía en la amplia cama. «¿Qué?» Era el único término yiddish que conocía Michael. En la mesilla de noche reposaban jarrones con flores, dulces, un periódico yiddish y una Biblia hebrea. Del techo colgaba un televisor.
– Le voy a decir que es usted otro especialista en literatura. Que se vive un renacer del interés por la poesía de Ferber. Eso le pondrá contento. Ni la menor alusión a asesinatos y juicios -había sido la última advertencia de Lowenthal antes de dejarle pasar a la habitación.
El cuerpo yaciente estaba destrozado, tal como había dicho el abogado. Pero ¡qué ojos! Así imaginaba los de los profetas de pequeño, pensó Michael contemplando aquellos ojos castaños y profundos, cargados de ardiente emoción y de sabiduría. Lowenthal ahuecó las almohadas y el enfermo se enderezó, recostándose sobre ellas. Una larga cabellera blanca enmarcaba el semblante arrugado, de un rosa insano, y su sonrisa era afable y vivaz.
Ahora se oyó su voz en la cinta, y Michael pensó de nuevo, reafirmándose en el propósito concebido en el hospital, que tampoco se detendría en Nueva York a la vuelta, regresaría apresuradamente a Jerusalén.
– Anatoli -dijo Boris Zinger con voz lastimera y cargada de añoranza, y empezó a citar los versos de «Réquiem en la Plaza Negra», aunque en lugar de Negra dijo Roja, y Michael supo de pronto cómo se había sentido Iddo Dudai la noche que regresó de Carolina del Norte a casa de Klein. Era perturbador pensar que Tirosh había modificado las palabras que podrían haber delatado el origen del poema. Luego Boris Zinger se explayó, a veces en yiddish, traducido por Lowenthal sin que se lo pidieran, y casi siempre en hebreo fluido.
En voz baja, que ahora le sonaba extrañamente ampulosa, Michael formuló la primera pregunta, interesándose por cómo había aprendido hebreo Boris. Anatoli, explicó Boris, hablaba un hebreo perfecto, y fue él quien le había enseñado esa lengua. Le dio clases durante días enteros y, en el campo de trabajos forzados, Boris había aprendido de memoria los versos de Anatoli, «para que si ocurría cualquier cosa, Dios no lo quisiera, si Anatoli nos dejaba», los versos no se perdieran. Los funcionarios de prisiones no tenían ni idea de hebreo, «y tampoco les interesaba la poesía». En la habitación del hotel resonaron potentes carcajadas infantiles, que no encajaban en absoluto con la imagen que recordaba Michael, el rostro de ojos hundidos. Le asaltó la fugaz duda de si Boris estaría en sus cabales.
– ¿Cómo lo hacía? -preguntó Michael-. ¿Escribía Anatoli los poemas o simplemente los componía de memoria?
– Ambas cosas -repuso Boris-. Los escribía en tiras de periódico, y se los aprendía de memoria. Pero no merece la pena explicar cómo escribe la gente en una kátorga. Siempre se encuentra una solución. Hay todo tipo de sistemas y trucos.
Hubo una pausa de unos segundos y luego Boris continuó hablando, en un tono más bajo, menos entusiasta. En algunos campos se podía conseguir papel; bastaba con saber dónde esconderlo. En Perm había un chaval que se había aprendido Pushkin de memoria y dedicaba días y noches enteras a poner su obra por escrito. Pero, en todo caso, no había que confiar en la palabra escrita; era necesario memorizarlo todo.
– ¿Dónde escondían ustedes los manuscritos? -se oyó preguntar Michael con acento israelí, que sonaba extraño junto al yiddish de acento estadounidense que Lowenthal intercalaba de tanto en tanto y al hebreo de fuerte acento ruso de Boris Zinger.
– Había sitios -y Zinger miró a Michael con miedo.
Pero Michael insistió, con suavidad. Incluso acercó su silla a la cama del enfermo y repitió la mentira que había acordado con Lowenthal: el Instituto de Judaísmo Contemporáneo quería documentarse con todo detalle, y estaba interesado en la visión de Boris. Y lentamente, como si aún no se hubiera disipado su miedo, Boris se lo fue explicando.
Había toda una variedad de lugares donde se podían esconder papeles. Dentro de las patas de hierro huecas de las camas, asegurándote de que nadie miraba. Y en el bosque donde talaban árboles, también allí, en las hendiduras de las paredes de la cabaña. Pero eso era lo de menos, dijo alzando la ronca voz, eso era lo de menos. Él, Boris, se sabía todos los poemas de memoria. Era el secretario de Anatoli, y otra vez resonó su risa. Luego se oyeron toses. Cuando iban camino del trabajo, o por la noche, terminada la jornada, sobre todo cuando no lograban entrar en calor, lo que ocurría casi siempre, Anatoli recitaba sus versos y él, Boris, los repetía hasta que los memorizaba. En esas condiciones, dijo Boris, en esas terribles condiciones, les hacía falta; y Michael recordaba la expresión atormentada de quien revive un recuerdo y lo ahuyenta, pero sólo después de haberlo saboreado durante unos minutos.
«¿Qué les hacía falta?» Michael oyó avergonzado su estúpida pregunta, de respuesta evidente, y rememoró la sonrisa benévola de Boris. Max Lowenthal había dicho: «¿Cómo? ¿Qué ha dicho?», y Boris Zinger tradujo la pregunta de Michael. Lowenthal se encargó de responderle: necesitaban trascender su situación, necesitaban algo que estuviera más allá de sus cuerpos, del frío, el hambre, los registros diarios, más allá del dolor. Allí se vivía una gran soledad, pero ellos, Boris y Anatoli, se tenían el uno al otro. Como si fueran hermanos. Más que hermanos, eran espíritus que se complementaban. Anatoli creaba y Boris recordaba. En aquellos tiempos apenas habían iniciado el camino; hoy día, en la Unión Soviética había docenas de personas copiando manuscritos, de manera que no todo dependía de una sola persona; pero en aquel entonces… Una vez más se oyó la risa de Boris, esta vez mezclada con sollozos, y Michael, que ya casi se sabía la cinta de memoria, hizo un ademán con el que parecía reconvenirse por su sentimentalismo.
– No digo que las musas no enmudezcan mientras truenan los cañones -dijo Max Lowenthal de pronto-, pero cuando todo ha quedado destruido, incluso sin cañones, cuando se vive en el mayor hacinamiento en un barracón, o en una celda, sin intimidad, cuando se sale a trabajar a oscuras y se vuelve de noche, cuando te someten a una vigilancia permanente, día tras día, año tras año, cuando descubres que tus pensamientos giran sobre el pan, el frío, el agotamiento…, entonces tu único refugio es una realidad externa. Primero fueron los poemas de Anatoli, y después Boris tuvo algo por lo que vivir: cuidar a Anatoli y memorizar su poesía. Cuatrocientos treinta y siete poemas. Luego Anatoli murió. De neumonía -Michael distinguía el acento estadounidense de Lowenthal aún en la grabación-. Boris no le contará nada de esto. Son cosas de las que no hablan -añadió con patetismo.
La grabadora emitió sollozos y murmullos en ruso, hebreo y yiddish: «Un espíritu noble…, un gran corazón…».
Michael oprimió el botón. Las voces callaron y él regresó al mundo corriente.
La oscuridad se había vuelto absoluta en el exterior. Las imágenes y sonidos de la jornada reverberaban en su cabeza. El acento sureño de los dos policías que aguardaban en el pasillo del hospital. Con gran alivio suyo, entendió todo lo que le decían. Le hablaban despacio, como si fuera corto de inteligencia además de extranjero. Se abstuvieron de hacer comentarios sobre su acento.
Rememoró la asombrosa estampa que había contemplado junto al gran hotel blanco. Al otro lado de la calle había una residencia de chicas, «una asociación estudiantil, sólo para mujeres», explicó Lowenthal haciendo una mueca.
Frente a la entrada del hotel, en un amplio porche, diez chicas formaban círculo en torno a una mesa redonda, sentadas en sillas de mimbre. Vestían holgadas faldas oscuras y tenían las manos calzadas con guantes blancos. Bebían a sorbitos en primorosas tazas. Michael y Lowenthal se detuvieron junto a la valla que protegía el porche circular de estilo sureño y observaron cómo diez meñiques estirados se alzaban en el aire a la vez que sendas tazas de té.
– Aquí en el sur se ve de todo -comentó Lowenthal secamente-. Siguen viviendo en el siglo pasado -y describió el ritual con que se celebraba la entrada en la mayoría de edad, a los dieciocho años: la «presentación» en sociedad. «Debutantes», dijo Michael, recordando el término con el que había denominado a aquellas jóvenes.
Él era de Boston, dijo Lowenthal con orgullo, y había decidido vivir en el sur y trabajar allí para el movimiento en pro de los derechos civiles.
– Éste es un buen ejemplo del tipo de tonterías contra las que lucho -dijo, señalando a las chicas del porche.
Una brisa mansa, agradable, ventilaba la habitación de Michael, pero en el aire seguía habiendo humedad. La belleza de la luna que se alzó sobre los magnolios le traspasó el corazón. Se había sentido todo el día como si estuvieran arrastrándolo a otro mundo contra su voluntad. Se despabiló y reanudó la escucha de las cintas.
– ¿Qué hizo después de la muerte de Anatoli? -se oyó preguntar en el tono quedo y cauteloso que había adoptado a lo largo de toda la entrevista.
Boris se había dedicado a recitar los poemas una y otra vez hasta que los fijó bien en su memoria. En último término, sabía que era el único testigo de los poemas, la única fuente, y era consciente de su valor, de su grandeza. La labor de su vida, su vocación, su misión, fue sacarlos a la luz. Y cuando le prolongaron la condena y lo trasladaron a un campo de las afueras de Moscú, lo invadió una honda inquietud.
Durante cinco años, dijo Boris, había cultivado la amistad de un hombre en aquel campo próximo a Moscú…, no era un preso, sino un trabajador, un fontanero analfabeto. Le había enseñado cosas, le había dado consejos sobre su vida amorosa y también le había sobornado con todos los medios a su alcance, regalándole cualquier cosa que llegara a sus manos o robara.
– No era más que un simple kulak -se disculpó Boris, con su fuerte acento ruso-, pero no tenía otra alternativa. En esos sitios se tarda años en conocer a alguien. Nadie confía en nadie. Todo el mundo está bajo sospecha. Además me temía que también yo moriría pronto. Y tomé mi espíritu entre las manos, como le gustaba decir a Anatoli, y le entregué los poemas al kulak. Ya sabe que en Rusia no se censura el correo nacional. Siempre que no estés preso, puedes enviar lo que quieras dentro del país. Le di la dirección de una persona a quien había conocido en mis tiempos de estudiante en Moscú, antes de que me detuvieran. Un recién llegado al campo me dijo que esa persona aún estaba en Moscú y que no había cambiado de dirección. Así que me arriesgué, con la esperanza de que mi antiguo conocido lograra pasar todo el material a alguien de Moscú que, a su vez, lo sacara del país.
– ¿Todos los poemas de golpe? -se oyó decir Michael.
No. Los repartió en diez paquetes, escribiéndolos en letra muy menuda. Una vez más se oyeron bisbiseos en yiddish. Luego toses de Boris y los intentos de Lowenthal de concluir la entrevista en ese punto, diciéndole a Michael que dejara descansar a Boris y que podría volver a hablar con él más adelante.
«¿No podría hacerme ahora un resumen de lo esencial?» No sin cierta vergüenza, Michael oyó su voz, y a continuación la impaciente respuesta de Lowenthal: era él quien había recibido los poemas de manos de un estudiante judío de Moscú, en 1956, cuando empezaban a notarse los primeros efectos del deshielo. Era su primera visita al país.
– ¿En 1956? -preguntó Michael.
– Ya sé que parece extraño. Era muy pronto para alguien como yo, que no era comunista y ni tan siquiera pertenecía a ninguna coalición, pero fue mi dedicación a la lucha por los derechos civiles la que me llevó allí.
– ¿No estaría trabajando para la CIA, verdad?
– Por supuesto que no. Ni entonces ni nunca. Pero he comprobado que te pueden ocurrir las cosas más increíbles cuando no eres consciente de que son increíbles.
Desde Moscú había ido en avión a Viena, y allí, dijo con ojos relumbrantes, conoció a un joven de talento que más adelante se convertiría en un poeta de renombre en Israel. Se conocieron en un congreso anticomunista al que ambos asistieron en calidad de representantes estudiantiles. Le enseñó los poemas. Shaul Tirosh, dijo Lowenthal con orgullo, ése era el hombre al que había entregado los manuscritos. Fueron juntos a un café…, todavía recordaba el sabor de la tarta de manzana, aunque no el nombre del café. Ya entonces había sentido la necesidad de compartir sus experiencias, explicó Lowenthal, y por eso le mostró los poemas a Tirosh. Le emocionaron mucho y se ofreció inmediatamente a llevárselos a Israel. Le dijo a Lowenthal que trabajaba en el Departamento de Literatura Hebrea de la Universidad Hebrea, y que tenía contactos en el mundo literario, y como acariciaba las páginas con tanto amor, Lowenthal supo que estarían en buenas manos. Tirosh le tradujo unos cuantos versos, sobre la marcha, en el café, e incluso él, que no entendía nada de poesía, quedó impresionado por su fuerza. Sabía que podía confiar en él, repitió Lowenthal, y, en efecto, Tirosh había publicado los poemas en una edición comentada. Por desgracia, él no sabía hebreo, ya lo había visto Michael, y por eso no había podido disfrutar plenamente del fruto de su esfuerzo.
En ese momento, Michael lo interrumpió para preguntarle si le había enseñado a Boris el libro enviado por Tirosh.
Tras un instante de silencio, Lowenthal dijo con bochorno que, sin saber cómo, había perdido el libro años atrás. Y añadió bajando la voz que en cierta ocasión le había dejado el libro a una persona que sabía hebreo y que no demostró demasiado entusiasmo por él. Por eso no le había importado demasiado perderlo, prosiguió en el mismo tono abochornado. Enmudeció un momento y luego dijo que aquel joven, Dudai, le había prometido enviarle un ejemplar.
Entonces Michael sacó de la cartera un libro que tenía preparado y se lo tendió a Boris sin decir nada. Boris acarició la portada con alborozada emoción antes de abrirlo y comenzar a hojearlo. Sólo se oyó entonces el crujir de las páginas.
Michael guardaba una vivida imagen de la perplejidad y la consternación que se pintaron en el rostro del enfermo al no encontrar las palabras conocidas, las palabras conservadas durante años y años y repetidas a diario como una oración. Dijo varias veces: «Esto no es…», y después:
– Ese muchacho, Dudai, me dijo que todo había ido bien, que todo había ido bien.
Michael imaginó cómo debía de haberse reprimido Iddo para no desvelar nada a Boris, y ni siquiera a Lowenthal.
Entonces se oyó la ronca voz de Zinger, recitando versos que le acudían a los labios en tropel. Michael escuchó de nuevo las conocidas y típicas imágenes de la poesía de Tirosh, así como el celebérrimo verso: «Al alba, se marchitaron en tu piel las violetas» declamado por la misma voz que en la cinta del laboratorio de Criminalística de Jerusalén. Un torrente de citas de «Apolo se me apareció junto a un árbol desgarrado» y del largo poema «Sobre el último primer hombre»: «Bajo la fina piel se esconden la carne cálida y la sangre…» y «En el amarilleante esqueleto del hombre vivo canta el polvo la canción de las sirenas», y después «Pues sólo un viento marchito puede ser el espíritu del hombre…»; a continuación Michael oyó su propia voz interrumpiendo apremiante el compulsivo caudal de versos con la pregunta:
– ¿Es eso lo que escribió Ferber?
Y el estallido de cólera del enfermo.
– ¿Qué es esto? -exclamó varias veces.
Luego se oyeron quejidos y sollozos.
Los finos labios de Lowenthal se fruncieron en rictus severo y, agarrando a Michael por el brazo, lo arrastró fuera de la habitación, al pasillo.
Con grave expresión en el semblante, Lowenthal solicitó una explicación de lo que había sucedido. Al final le preguntó a Michael si pesaba sobre Tirosh una sospecha de plagio y Michael asintió.
La cinta llegó al final.
Fue a mediados de los sesenta, le explicó Lowenthal a Michael en el comedor del elegante hotel, cuando se inició un flujo importante de manuscritos hacia el extranjero. Hasta entonces había sido un lento chorreo, algo esporádico. Los canales empleados se investigaban a fondo previamente. Había que cerciorarse de que la fuente no sufriría ningún perjuicio en la Unión Soviética y de que no era una encerrona. Lowenthal clavó el tenedor en un trozo de batata y se lo llevó a la boca. Continuó hablando sin haber terminado de masticarlo:
– Por eso resulta tan fantástica mi historia, y es que en 1956 yo estaba en las nubes. Si hubiera sabido lo que sé hoy, nunca se me habría ocurrido sacar clandestinamente de Rusia los manuscritos de Ferber. Sólo un lunático o un imbécil habría hecho lo que hice entonces.
Con la vista fija, se estremeció, y prosiguió hablando como si estuviera ante una comisión de investigación histórica: Hoy día contaban con diversos métodos para sacar los manuscritos, que no iba a entrar a analizar en detalle por motivos evidentes. Por ejemplo, dijo pasándose por los labios la blanca servilleta de hilo, en Italia había una red creada por un grupo católico antisoviético de izquierdas, con base en Milán. Uno de los miembros era bibliotecario en Bolonia, dijo Lowenthal vagamente. Personalmente, él sólo conocía a ese bibliotecario, que se las arreglaba para enviar y recibir correo de la Unión Soviética. Luego se lo remitía a Lowenthal, a su domicilio particular desde Bolonia, y, a su vez, él les informaba de la fecha exacta de recepción.
– ¿A quién informaba? -preguntó Michael.
Al bibliotecario de Bolonia. Además también informaba del estado del manuscrito y, tras mostrárselo a expertos rusos, le transmitía su opinión. Una vez establecido el contacto, empezaron a llegar muchos manuscritos a sus manos.
– No se lo va a creer -rió Lowenthal-, algunos llegaban en la valija diplomática del Vaticano. Los representantes del Vaticano en Moscú se encargaban de establecer los contactos. También hay otros medios, a través de periodistas, por ejemplo. Usan la valija diplomática de los representantes de su país en Moscú, a veces sin que se sepa en la embajada. Sus contactos en Estados Unidos se encargaban de pasarme a mí el material. A veces era un periodista y, otras, supongo que un agente de la CIA. O algún funcionario del Gabinete de Asuntos Rusos del Departamento de Estado.
»Además hay otro método -prosiguió con renovada energía tras dar buena cuenta del pollo que quedaba en su plato-. Las personas que viajan a Rusia con frecuencia, como una bióloga sueca conocida mía, Perla Lindborg. Iba a Rusia varias veces al año y me remitía el material desde Estocolmo. Si le he revelado su nombre es porque ya ha fallecido. Y había otra persona, un físico austriaco que enviaba el material desde Viena. Hay otra conexión vía Hong Kong, pero…
Lowenthal dirigió a Michael una mirada nostálgica y afirmó que había logrado que confiaran en él. Se había ganado su confianza después de que varios rusos le entregaran manuscritos sacados clandestinamente de la Unión Soviética.
– Quizá no esté al tanto de algunas cosas -dijo agitando un dedo en el aire-, ¿Sabía que la editorial de la YMCA de París publica manuscritos de los disidentes soviéticos?
Sin esperar respuesta, añadió que un editor antisoviético de Frankfurt publicaba obras que sacaba de Rusia y depositaba los derechos de autor en cuentas abiertas a nombre de los autores en un banco suizo. En 1972, Lowenthal fue a Frankfurt a entregar dinero a los contactos de allí. Quienes, a su vez, enviaron el dinero, procedente de los derechos de publicación, a la Unión Soviética, por una ruta secreta. A partir de entonces había quedado establecido que era digno de confianza. Cuando fue a Rusia en el 73, sabían que podían responder de Max Lowenthal al cien por cien. El propio Andrei Sajarov lo llamó para citarse con él. Ya nadie dudaba de él. ¿Por qué le estaba contando todo eso a Michael?, preguntó Lowenthal retóricamente.
– Para que comprenda cómo se ha refinado el sistema hoy día, la complejidad del proceso, y se dé cuenta de lo primitivo de mis métodos en el 56. Fui un temerario, un chapucero, no sabía nada de nada. Era mi primera visita a la Unión Soviética; ¿cómo iba a saberlo? Si me hubiera encontrado con los manuscritos de Ferber hace diez años, o quince, todo habría sido muy distinto. Pero en aquel entonces… No podrá creerme si le cuento lo que hice entonces. Me hice cargo de aquellas páginas pequeñas, rellenas apretadamente en letra menuda, sintiéndome el rey de los espías. La noche antes de salir del país, descosí la pretina de mis pantalones -y, a modo de demostración, se desabrochó el fino cinturón de cuero y le enseñó el forro de la pretina de sus pantalones-, aplasté bien los papeles -alisó el mantel para ilustrar sus palabras-, los embutí en la pretina y volví a coser el forro.
No se le había ocurrido nada mejor. Se pasó la mitad de la noche cosiendo, dijo entre risas, estaba decidido a lograrlo.
– Sí -Michael se oyó formulando una pregunta en su titubeante inglés aprendido en el instituto-. Sí, pero ¿por qué creyeron que le podían otorgar su confianza entonces?
Lowenthal se había licenciado en Historia Rusa. Tenía muchísimas ganas de conocer la Unión Soviética, y cuando se inició el deshielo en 1956, se celebró un gran festival juvenil que le dio ocasión para visitar Moscú por primera vez. No era el mejor momento para que un estadounidense fuera a Moscú, pero aun así fue. Risas. Era un festival por la paz y la confraternización, y volvió a proferir una risita aguda y nerviosa, que pretendía ser irónica; acudieron estudiantes de todo el mundo. Y fue en el Parque Gorki donde le abordó el judío.
Michael tenía que comprender, insistió con vehemencia, que estaba completamente verde; además de correr riesgos demenciales, lo asaltaban todo tipo de miedos. Había que precaverse contra los engaños y, al mismo tiempo, contra la posibilidad de colaborar con un grupo reaccionario o convertirse en su cómplice. Su objetivo no era destruir la Unión Soviética; sólo le interesaban los derechos humanos y, en particular, los que concernían a los judíos. Sus padres habían emigrado a Estados Unidos desde Rusia; y tenía parientes allí. El judío que lo abordó en el Parque Gorki sabía que él también era judío y conocía a su familia. Fue él quien le explicó que Boris Zinger se había hecho cargo de la obra de Ferber, que éste había fallecido en la cárcel y que Boris seguía con vida. Aquel joven judío trabajaba en una editorial y conocía a un primo de Lowenthal. Fue esa misma editorial la que publicó Un día en la vida de Iván Denísovich, pero eso ocurriría años después, claro. Cuando se le acercó en el Parque Gorki, el hombre aquél se limitó a citarle a las cinco del día siguiente en cierto lugar del parque Sokolniki. Lowenthal enmudeció, como si estuviera reconstruyendo el episodio. Al día siguiente le entregaron un fajo de periódicos rusos con un sobre escondido entre ellos. En el sobre encontró muchísimos poemas escritos en letra muy pequeña y apretada. Todavía recordaba la voz apresurada y nerviosa de aquel judío ruso, su semblante pálido, sus ojos asustados e inquietos, y el inglés rudimentario en el que por vez primera oyó los nombres de Ferber y Zinger. Bien pensado, aquel había sido el comienzo de su profunda implicación en las vidas de los judíos soviéticos. Fue entonces cuando comenzó a interesarse por el destino de Boris Zinger y a ejercer presión para que lo liberasen. Le costó mucho tiempo, y entre tanto fueron trasladando a Boris de una prisión a otra, pero al final Lowenthal logró que lo liberasen. Tras treinta y cinco años, dijo con un suspiro, y después los ojos volvieron a iluminársele: era dificilísimo sacar a alguien de aquel país, y él lo había logrado finalmente, salvándole la vida a Boris casi in extremis, pues su mala salud fue uno de los factores que decidieron su liberación.
Michael recordó la mirada desconfiada que le había dirigido Lowenthal cuando le preguntó por qué no habían entregado los poemas a algún miembro de la delegación israelí presente en el festival.
– Pero si estaban sometidos a una vigilancia continua -replicó con impaciencia, molesto por tener que explicar algo tan obvio-. Habría sido demasiado arriesgado.
Lowenthal cogió en Moscú un avión para Viena y allí, dijo bajando la vista, había conocido a Tirosh. Jamás se le habría ocurrido, exclamó con furia, que alguien como Tirosh… Hoy día notificaba inmediatamente a los remitentes la recepción de un paquete y ellos hacían un seguimiento minucioso, pero en aquella época estaba de lo más despistado.
– ¿Cómo no iba a estarlo? -se defendió-. Era muy joven, y Tirosh tenía un aire tan europeo, tan elegante y respetable. Para mí fue una gran alegría que se publicara el libro; ¿cómo iba a saber que era otro libro?
Michael no lo consoló.
Antes de despedirse, Lowenthal le prometió que se encargaría de que tradujeran al inglés toda la declaración y de que Boris la firmara ante testigos de la policía. Si es que Boris sobrevivía a la impresión. Había tenido la esperanza de que Michael le ahorrase el sobresalto de descubrir unos hechos tan dolorosos, pero como hombre de leyes, añadió con una sonrisa, no había podido negarse a colaborar. Y más teniendo en cuenta que se sentía culpable, responsable. Quién podría haberlo sabido, Tirosh aparentaba ser tan de fiar, tan serio, tan encantador, y él no era más que un joven estudiante. ¿Por qué iba a sospechar? Y, entonces, ¿quién era el verdadero autor de los poemas del libro de Ferber?, preguntó con suspicacia.
Michael se encogió de hombros y pronunció lenta y cautelosamente una frase leída en innumerables libros en inglés:
– Sus conjeturas valen tanto como las mías.
Lowenthal permaneció en silencio.
Y después, al despedirse, dijo una frase que Michael recordaría al sentarse frente a la muda grabadora a las tres de la mañana, en la Hospedería Carolina. «No hay peor destino que el de un artista mediocre», había comentado desapasionadamente, como quien transmite una descorazonadora verdad filosófica.
Michael rememoró el gesto de consternación con que Shaul Tirosh había reaccionado ante la pregunta lanzada al público por Iddo Dudai durante el seminario del departamento: «Si este poema se hubiera escrito aquí, en este país, en los años cincuenta o sesenta, ¿lo consideraría un buen poema alguno de ustedes?», y supo quién había escrito los poemas atribuidos en Israel a Anatoli Ferber.
Cerró la ventana y pensó que, si lograba conciliar el sueño, podría dormir cinco horas seguidas antes de volver al hospital.