177681.fb2 Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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20

Hablaban todos a un tiempo.

– Dile que hemos encontrado sus huellas en el coche -repetía Balilty con insistencia- ¿Qué más te da? ¿Qué puedes perder?

– Sigo sin creer que el motivo fuera la poesía -dijo Alfandari echando una mirada aprensiva en torno mientras Tzilla iba de uno a otro con andar pesado, repartiendo nueva documentación.

– ¿Qué podemos hacer ahora? -preguntó Eli Bahar por segunda vez.

Ariyeh Levy miró distraídamente la montaña de papeles que tenía delante y frotó las manos contra la mesa. Su inesperado grito los redujo al silencio:

– ¿No podría decirnos algo el jefe de nuestro equipo? Eh, Ohayon, quizá tenga algo que sugerir…

Una neblina lo empañaba todo, las voces de las cintas zumbaban en su cabeza y aún no había recobrado un andar seguro sobre la tierra firme. Sus intentos de aislarse de las voces que resonaban en el despacho fueron vanos, pues continuaban perforando la densa niebla. Guardó silencio.

– Pueden decir lo que quieran y seguir hablando hasta mañana, pero aquí no hay sustancia -prosiguió Ariyeh Levy con voz tensa-. Por lo que a mí respecta, no es más que una nueva pista. ¿Quiere que le explique cómo sonará en un juicio? Con lo que ha conseguido, no podríamos retenerlo durante más de cuarenta y ocho horas…, ¿o es que se ha olvidado de dónde estamos?

Michael persistió en su silencio.

– ¿Qué se propone hacer? -rugió Ariyeh Levy-. ¿Se le ha comido la lengua el gato…, o es que teme que no entendamos su forma de hablar después de pasar tanto tiempo codeándose con poetas y profesores universitarios?

– No sé muy bien cómo abordar el asunto -dijo Michael al fin-. No es el tipo de persona que pueda venirse abajo si le hablo de huellas dactilares y cosas así…

Esta vez ni siquiera el comandante protestó. Transcurrieron unos segundos antes de que Balilty, incapaz de soportar un silencio prolongado, preguntase en tono comedido:

– Entonces, ¿qué es lo que puede hacerle venirse abajo?

– Algo diferente -respondió Michael despacio, y advirtió que la niebla que lo envolvía se extendía hacia los demás.

Las voces bajaron de tono y la excitación reinante se convirtió en un murmullo de expectación contenida.

– Mira, he pasado con él cuarenta horas, en total, durante los últimos tres días -dijo Eli Bahar desesperado-. Todo le resbala. Nunca había topado con nada semejante. Tú mismo te has dado cuenta por las cintas; las has escuchado todas. Es imposible llegar a él. Le hablas y le hablas y es como hablar con una pared.

– Hay un camino para llegar a él -dijo Michael- y es el que pretendo tomar. Pero no me pidáis explicaciones por adelantado; tendréis que confiar en mí.

– ¿Y qué hay de su mujer? -objetó el comandante-. ¿Por qué no le puede hablar de ella? Pero ¿qué está pasando?

Balilty asintió vigorosamente y, echando atrás la cabeza, opinó:

– En el fondo, se mire por donde se mire, la cuestión de su mujer ha tenido que afectarle. Con el debido respeto a todas tus teorías, es imposible que un hombre…

– Está bien. Traedlo y veremos qué sucede -interrumpió Michael, acorazándose contra las miradas críticas de sus colegas.

Ariyeh Levy dio voz al escepticismo general:

– Quiero hechos. Quiero pruebas. Quiero que se hunda y confiese…, basta ya de sutilezas. Piense en un tribunal, no en la universidad -concluyó antes de salir.

Michael miró a Shaul, que ponía en marcha los dispositivos de grabación.

– No queremos perdernos ni una palabra -le advirtió Balilty, y Michael sintió que toda el ala del edificio se transformaba en una oreja gigante.

Encendió la grabadora. La voz cascada de Boris Zinger resonó, trémula y excitada, en la habitación. Tuvia Shai cruzó las manos sin lograr que dejasen de temblarle. Escuchando la grabación, fue empalideciendo a medida que el aparato derramaba palabras. Cuando se oyeron los quejidos de dolor de Zinger, y la pregunta «¿Qué es esto?» reverberó entre las paredes del despacho de la comisaría, Michael se recostó contra el respaldo y escudriñó el rostro de Shai, todavía inexpresivo.

– ¿Lo ve? -dijo Michael tras un largo silencio-, estoy al tanto de toda la historia.

– ¿Qué historia? -inquirió Tuvia Shai, frunciendo los labios.

– Al entrar en posesión de las pruebas, comencé a reflexionar sobre el móvil. Una vez que hube concluido la entrevista con Zinger, me pregunté quién podía haberse sentido más dolido por el robo, el fraude perpetrado por Shaul Tirosh. ¿A quién habría destrozado, me pregunté, hasta el extremo de que un arrebato de violencia lo llevara al asesinato? La única respuesta posible era usted. Al pensar en cómo había renunciado a su vida, y no sólo a la suya; también a la de su mujer; en cómo se habían anulado a sí mismos…

Michael recogió los papeles diseminados sobre la mesa y los amontonó ante sí con cuidado. Esperaba una reacción, pero Tuvia Shai no decía nada.

– Sé que Iddo Dudai habló con usted y le puso la grabación de su entrevista con Zinger -continuó Michael-. Puedo imaginar cómo debió de sentirse después de hablar con Iddo. Cuando se supo con certeza que Iddo había muerto asesinado, tuvo que deducir quién era el culpable. Usted estaba al tanto de que Iddo había hablado con Tirosh, de que se habían enfrentado, pero no se enteró hasta el miércoles por la noche, después del seminario. Fue la perdición de Iddo, pero no la suya. Sólo ustedes dos conocían el plagio, y ése es el factor que explica ambos casos, el asesinato de Tirosh y el de Dudai. El plagio. Cuando Iddo se enfrentó a él, Tirosh lo negó todo alegando que era un despropósito concebido por un demente. Iddo recurrió a usted para que lo ayudara a demostrarlo…, a fin de cuentas, descubrir que un galardonado con el Premio Presidente de Poesía es un farsante no es algo que suceda todos los días.

Michael examinó atentamente el montón de papeles del escritorio. Shai clavó en él los ojos sin decir nada.

– Una vez, hace años -dijo Michael lentamente-, conocí a una estudiante de filosofía.

Tuvia Shai lo miró haciendo acopio de paciencia.

– Esa chica -prosiguió Michael, midiendo todas sus palabras- estaba estudiando a Kant. Le interesaba muchísimo Kant. Nadie pone en duda que era un genio, ¿verdad?

Shai lo miró perplejo y asintió con desgana.

– No me estoy yendo por las ramas -dijo Michael echando una ojeada en torno-. Se lo estoy contando porque está relacionado con el tema que nos ocupa.

– Ya me lo imagino -repuso Tuvia Shai con escepticismo.

– Un día, esa chica se presentó a verme en casa y me contó llorando que Kant tenía razón. Me aseguró que «todo era transparente» y que era imposible conocer las «cosas en sí». ¿Me sigue?

Era indudable: una expresión diferente, mezcla de interés y de aprensión, titilaba en el rostro de Shai.

– Entonces comprendí -prosiguió Michael, prudente, en el mismo tono amistoso y mesurado- que algunas personas interiorizan cuestiones abstractas como la filosofía, las interiorizan tan profundamente que llegan a gobernar sus vidas.

Aunque Tuvia Shai no dijo nada, Michael sabía que estaba bebiéndose sus palabras.

– Usted también lo sabe -afirmó Michael-; lo que no pude dilucidar es si la chica se había vuelto loca o si…

– No se había vuelto loca -dijo Tuvia Shai, con una autoridad que ni siquiera había demostrado al hablar en el seminario que Michael había visto en la grabación televisiva.

– Me pregunto -prosiguió Michael notando que se le secaba la boca- si no se habrá vuelto loco también usted.

Un débil rubor bañó las pálidas mejillas de Shai y sus labios empezaron a temblar.

– Ya me entiende -dijo Michael Ohayon, inclinándose hacia delante-; al pensar en cómo puede sentirse alguien que ha consagrado su vida, su mujer, todo su ser, a un hombre, y luego descubre que su ídolo tenía los pies de barro…, creo que no le cabe sino volverse loco. Perder el dominio de sus actos.

– Tonterías -replicó Tuvia Shai acalorándose-. Está diciendo tonterías.

– Comprenderá -continuó Michael como si no le hubiera oído- que después de hablar con Boris Zinger me di cuenta de que algo así puede hacerte perder el juicio. No a cualquiera, pero sí a algunas personas, a quienes se toman en serio sus principios.

– No sé de qué me está hablando -dijo Tuvia Shai con voz trémula.

– Pensé: ¿Cómo se siente Boris? Él lo había hecho por Anatoli, le había consagrado su vida entera, y ya ha oído cómo reaccionó. Nadie mejor que usted para comprender los sentimientos de Boris, aunque su caso es diferente, porque a él no le traicionó el hombre a quien amaba sino una tercera persona, y estoy convencido de que su moralidad le hará convenir conmigo en que, cuando menos, esa injusticia debe repararse.

Tuvia Shai irguió la cabeza. Con voz ahogada y gesto desdeñoso, dijo:

– Dejemos la moralidad para quienes no tienen otra cosa de la que enorgullecerse.

– Su coartada no se sostiene -y Michael miró a Shai a los ojos-. Y la prueba poligráfica, como sabe…, es difícil mentir convincentemente ante el detector de mentiras; mide cinco parámetros a un tiempo, nadie logra dominarlos todos. Cuando lograba controlar la transpiración y el pulso, se le disparaba la tensión. Debo decirle que, según todas las pruebas poligráficas, nos ha mentido. No lo he arrestado hasta haber atado todos los cabos. Usted asesinó a Shaul Tirosh porque le puso en evidencia. Porque le demostró que había consagrado su vida a una mentira.

Michael observó la cara renovada del hombre que tenía enfrente. Ni rastro de la vacua expresión de hombre acabado. Su cara revelaba una fortaleza que Michael veía por primera vez. Tuvia Shai dijo con furia:

– ¿Por quién se tiene? No comprende nada. No sabe de qué está hablando. Mi vida no tiene tanta importancia; ni tampoco la suya. Y la vida de Tirosh tampoco la habría tenido si él no se hubiera considerado el sumo sacerdote de las artes. Pero ¿cómo voy a esperar que comprenda usted estas cosas? Un miembro del cuerpo dedicado a poner multas de tráfico y a reprimir manifestaciones no puede comprenderlas.

A Michael le acudió Dostoievski al pensamiento, y no por primera vez aquella mañana. Pensó en Porfiri y en Raskolnikov. «¿Seré yo Porfiri?», caviló mientras escuchaba a Tuvia Shai. «Lo único que me mueve en este instante es conseguir una prueba de peso para el juicio…, y también la curiosidad. Pero no sería justo decir que no me inspira compasión; tiene algo que impone respeto», pensó mientras lo miraba a la cara y escuchaba lo que decía. «Pero no debo demostrárselo abiertamente», se advirtió. «Tengo que lograr que hable. Transmitirle la sensación de que en el fondo no lo entiendo y de que le interesa hacérmelo entender, puesto que ya lo sé.»

– No estoy interesado en trivialidades, en la vida privada de personas como usted y como yo, lo que no significa que arda en deseos de ir a la cárcel…, ¿por qué iba a desearlo? Pero mis motivaciones y las de Boris Zinger son diferentes. Yo lo comprendo, pero, a diferencia de mí, él está sujeto a las reglas de la moralidad corriente, y además era discípulo de Anatoli Ferber. Yo nunca he seguido a nadie a ciegas. Las normas y convencionalismos siempre me han traído sin cuidado y Shaul Tirosh no me interesaba en absoluto como persona. El asunto con mi mujer no me inspiraba celos; y no lo maté porque la abandonara. Esa hipótesis se basa en la premisa de que atribuía a Tirosh una enorme importancia, o a ella, o a mí mismo en tanto que discípulo de esta o aquella persona o teoría. Yo no me concedo importancia. Ni siquiera se ha dado usted cuenta de que no me siento culpable. ¿Me cree un psicópata? No lo soy. Me sentiría más culpable si matarlo hubiera sido una venganza personal. No siento remordimientos de conciencia. Estoy convencido de haber actuado tal como debía, aunque nadie me comprenda…, ya estoy acostumbrado. En todos estos años nunca me ha preocupado mi imagen de sombra de Shaul. ¿Cree acaso que no estaba enterado de lo que pensaba la gente? Pero hay algo superior a todos nosotros. Y lo que le dijeron en Estados Unidos es cierto: gracias al arte, los seres humanos se elevan por encima de las vanidades de este mundo. En palabras sencillas, le diría que me entregué en cuerpo y alma a lo verdaderamente esencial. No espero que comprenda mi moralidad; porque usted representa a la policía, al brazo ciego de la ley, y es imposible que entienda de qué le estoy hablando.

– Déme una oportunidad -pidió Michael serenamente.

Tuvia Shai lo miró con desconfianza, pero la necesidad de hablar fue más fuerte que él.

– ¿Sabe por qué los animales carecen de moralidad? -preguntó con vehemencia-. En realidad no es que no la tengan; sí poseen una cierta moralidad. Su sentido moral se reduce a un valor supremo: el instinto de conservar la especie. Consulte a cualquier especialista en genética…, él se lo dirá. Los seres humanos también están dotados de ese instinto de conservación…, de la especie humana. En la mayoría de los casos se expresa a través de los hijos, de la procreación, de la crianza de la prole. Pero hay un puñado de elegidos capaces de dedicarse a lo que es realmente esencial. Y lo verdaderamente esencial, lo único importante a mis ojos en lo tocante a la conservación de la especie humana, es el arte. Da igual que Tirosh fuera una persona bondadosa o malvada, que yo le tuviera afecto o no se lo tuviera, todo eso son nimiedades, fruslerías. ¿Le parece que Nietzsche era un ingenuo? Nietzsche admiraba la grandeza humana en todas sus formas. Y él también habría opinado que Tirosh era un genio y que para los genios rigen unas normas especiales. Pero cuando se demostró que lejos de ser un genio era una medianía, que durante treinta años se había hecho pasar por genio usurpando los maravillosos poemas de Ferber y publicando su mediocre poesía como si fuera de Ferber, no pude sino ocuparme de que se hiciera justicia. Por el bien del mundo, de las generaciones venideras, era necesario destruir al ser que había profanado lo más sagrado.

Michael no daba crédito a sus oídos. Palpó la grabadora para cerciorarse de que estaba en marcha y dijo calmadamente:

– Claro, es el eterno dilema del conflicto entre el arte y la moralidad.

– Sí -convino Tuvia Shai, y se enjugó los labios.

– Dicho de otra forma -prosiguió Michael-, volvemos a enfrentarnos a la pregunta banal de si un genio queda exento de las leyes morales aplicables a los individuos normales…, si tiene derecho a mentir, a engañar, a utilizar a los demás…

– Si Tirosh hubiera sido un artista auténtico -dijo Tuvia Shai-, haberle entregado a mi mujer apenas si habría supuesto un sacrificio. O entregarle mi propia persona, ya que nos ponemos en eso. A fin de cuentas, el mundo no tendría sentido sin el arte verdadero. Sólo él hace progresar a la humanidad y, en comparación, el sufrimiento individual no cuenta. Lo maté porque él no había contribuido al progreso de la humanidad, sino todo lo contrario. Lo maté por haber ultrajado el arte verdadero. Toda la vida me he relegado a un segundo plano para servir a la más alta expresión del espíritu humano; era la justificación de mi existencia. No es usted el único incapaz de comprenderlo…, nadie lo comprende -dijo con el mismo tono de infinito desdén.

– Y, sin embargo, los poemas existen en sí mismos. ¿Qué más da, ateniéndonos a lo que usted ha dicho, quién los escribiera? Debería haber reverenciado los poemas, no al poeta.

La irritación nubló el semblante de Tuvia Shai.

– No es tan inteligente como yo creía -dijo con ademán desdeñoso. Dirigió la vista a la ventana que estaba a espaldas de Michael y éste permaneció a la espera, en silencio.

– Quería prestarle mi ayuda -prosiguió Shai, como si hablara para sí-. Quería estar a su disposición para que pudiera crear las cosas que le creía capaz de crear. No porque fuera amigo mío, sino porque pensaba que era un creador. Y cuando resultó que no había creado nada, que había mentido a costa del arte, entonces su existencia dejó de tener sentido. Se había beneficiado de lo más sublime de este mundo sin dar nada a cambio. ¡Usted no entiende nada! Tirosh sólo se daba importancia a sí mismo.

– Pero usted lo hizo en un arrebato de ira y no con la intención deliberada de ejecutarlo en nombre de la justicia suprema. ¿Cómo conciliar su defensa del arte, la cruzada que ha emprendido por esa causa, con un arrebato espontáneo de violencia?

Shai parecía desconcertado, turbado. Sopesó a Michael con la mirada y, durante un instante, aparentemente contra su voluntad, una expresión parecida al respeto titiló en sus ojos.

– Después me arrepentí -dijo-. Es lo único de lo que me arrepiento. Ya sabe que ni me siento culpable ni tengo remordimientos. Simplemente me he quedado sin ningún objetivo, pero no me siento culpable.

– A pesar de todo, ¿no le influirían también los motivos personales? -preguntó Michael despacio, con un interés desapasionado, reflexivo, que volvió a desatar las iras de Shai. Ante todo, quería que se reconociera la nobleza de sus motivos.

– ¡Qué estupidez! -chilló-. ¡Los motivos personales no tuvieron nada que ver! Le exigí que confesara e hiciera público lo que había hecho, y él lo consideró absurdo. Se lo tomó todo a broma. Por eso no lo planeé con cuidado, por eso perdí el dominio de mí mismo. Si Tirosh lo hubiera reconocido todo públicamente, si hubiese devuelto el premio y todo lo demás, quizá no habría tenido que matarlo. Pero, en cualquier caso, no me arrepiento. Aunque tenga que pagar un precio por ello, en realidad no me importa, siempre que sirva para que al fin la gente comprenda que hay personas a quienes no mueven las razones comunes, que no actúan por celos, avaricia, por deseo de venganza ni por ninguna de las trivialidades habituales.

– ¿Por qué no me cuenta qué es lo que sucedió exactamente? -preguntó Michael en tono paternal.

Tuvia Shai lo miró con desconfianza. Michael se cuidó mucho de no alterar su expresión mientras decía:

– Ahora estamos hablando de algo que decidirá el curso de su vida, que determinará si tendrá que cumplir una cadena perpetua por asesinato con premeditación o si le acusarán de homicidio y pasará mucho menos tiempo en la cárcel. No sé qué pensará usted, pero a mí me parece una diferencia crucial.

Tuvia Shai se enjugó la cara. Hacía mucho calor. Después de dirigir una mirada en torno, comenzó a hablar con la voz monocorde que Michael conocía bien de los interrogatorios previos.

– Después de que Iddo viniera a verme al final del seminario, y de que me lo contara y me pusiera la cinta, pensé en enfrentarme a Shaul. Había visto, como todo el mundo, que Iddo había regresado de Estados Unidos en un estado de desintegración, tal como lo expresó usted. Pero no sabía por qué. No tenía ni la menor idea, en el seminario me quedé atónito; no comprendía qué mosca le había picado. Y cuando terminó, vino a casa y me lo contó.

– ¿Qué fue exactamente lo que le contó? -preguntó Michael con fingido desenfado.

– Que había ido a ver a Shaul a su casa. A los pocos días de volver a Israel. Y le había hablado de su encuentro con Boris Zinger, con todo lo que eso implicaba.

– ¿Cómo reaccionó Tirosh?

– Según Iddo, mantuvo un «silencio trágico», pero, o yo no conozco a Shaul, o simplemente estaba urdiendo su siguiente maniobra -dijo Shai con amargura.

– ¿Por qué no lo mató allí mismo? -le espetó Michael.

Shai parpadeó.

– ¿En ese mismo momento? ¿Cuando Iddo fue a verlo a casa?

Michael hizo un gesto afirmativo.

– ¿Cómo pudo dejarlo marcharse y esperar dos semanas, hasta el curso de submarinismo, sabiendo que poseía esa información? ¿Le parece lógico?

– Usted no conocía a Iddo. Shaul le pidió que le concediera tiempo, que le prometiera no comentarlo con nadie hasta qué él hubiera decidido «cómo resolverlo». Iddo convino en ello. Cualquiera que conociera a Iddo sabía que se podía confiar plenamente en su palabra. Para él, una promesa era un compromiso solemne.

– En otras palabras -reflexionó Michael en voz alta-, en su opinión Tirosh aguardó a que se presentase una oportunidad. ¿Sabía de antemano lo del curso de submarinismo?

– Era de dominio público que Iddo iba a ir a Eilat a finales del curso académico para recibir las clases de submarinismo que le faltaban.

– ¿Y por qué Iddo se lo contó a usted, a pesar de haber dado su palabra?

– No lo sé -repuso Tuvia con voz quebrada-. No lo sé, de verdad. En cualquier caso, no fue capaz de callárselo.

Michael suspiró.

– ¿Y qué ocurrió cuando Iddo fue a verlo?

Tras unos segundos de vacilación, Tuvia Shai arrancó de nuevo:

– Iddo vino a verme. Como es natural, al principio no le creí. Me dejé dominar por mis propias necesidades, pero sólo durante un rato: hasta que me puso la cinta que había traído de Estados Unidos. Iddo le pedía a Boris Zinger que le recitara algún poema de Ferber para grabarlo, de memoria, y Zinger comenzó a declamar los versos de Shaul…, sólo que no eran de Shaul. Al final le creí. No tuve más remedio. Lo que acabó de convencerme fueron los cambios introducidos: Zinger empleaba nombres comunes y propios y Shaul los había adaptado al escenario local. Los abetos de Ferber se convertían en pinos y sus lobos en chacales. Iddo arguyó, con razón, que yo era la persona con mayor derecho y autoridad para plantarle cara a Tirosh y sacar la verdad a la luz. «Tú sacarás la verdad a la luz», me dijo y me repitió aquella noche, hasta que se me quedó grabado en la memoria. Esa frase no se me fue de la cabeza durante todo el día y toda la noche siguientes. E incluso ahora, cuando pienso en Iddo, recuerdo la voz ahogada con que pronunció esas palabras. Le prometí que la verdad saldría a la luz. Iddo lo exigía «para desagraviar a Ferber», pero yo tenía un motivo más profundo. «En nombre de la verdad, en nombre del arte», le dije. Cuando se marchó, estuve horas y horas leyendo y releyendo los poemas. Luego leí el prólogo de Shaul a la edición. De pronto parecía terriblemente rastrero. ¿Cómo es posible que nadie se tome estas cosas a la ligera?, me preguntaba; mentir, engañar, robar, y todo ¿para qué? Creo que el asesinato es una bagatela comparado con lo que él hizo. De verdad. No me arrepiento.

En el silencio que descendió sobre la habitación se alcanzaban a oír pasos al otro lado de la puerta. El teléfono sonó, pero Michael no le prestó atención.

Al ver que el silencio se prolongaba y que Tuvia Shai parecía haber vuelto a replegarse sobre sí mismo, olvidado de dónde estaba, Michael dijo:

– Y después lo acompañó a su despacho de la universidad, después de comer con él.

– Sí -ratificó Tuvia Shai, y, como si estuviera viendo la escena, dijo suspirando-: Fue un mal trago, la reunión de departamento. Verlo todo después de que se me cayera la venda de los ojos, escuchar sus expresiones afectadas, saber de pronto que tras la fachada no había nada. Y quedarme callado. Fue duro. Pero él estaba tan embebido en sus asuntos que no comentó nada sobre mi silencio. En la comida me habló de Iddo. «Una crisis», «agotamiento nervioso», empleó esos términos. Y nunca olvidaré que me dijo, como una vieja chismosa: «Hasta sufre alucinaciones, pero no quiero entrar en detalles». No sospechaba que yo ya lo sabía. Dijo que tendríamos que «apoyar discretamente a Iddo para sacarle del bache», que «probablemente lo había hundido la preparación de la tesis». Y yo sin decir nada; inmutable. Esas horas fueron las peores. Quería estar a solas con él en su despacho. Había estructurado la confrontación a lo largo del día y la noche transcurridos desde que Iddo me lo contó. Lo tenía todo planeado. No dudé ni por un instante que le convencería de actuar como es debido. Creía, en mi inocencia, que la perspectiva de revelar la verdad le quitaría un peso de encima. No entiendo en qué estaba pensando, ni se me ocurrió que tendría la desfachatez de negármelo. Qué fatuidad la mía. Todos pecamos de fatuidad.

Y Tuvia Shai volvió a caer en un prolongado silencio, totalmente abstraído, como en trance.

– Y entonces le puso usted la cinta -dijo Michael despacio.

– No la puse de entrada. Nos sentamos en su despacho. Él comentó que me iba a dar unos papeles para que se los pasara a Adina. Por lo visto, estaba convencido de que yo iba a seguir haciéndole los recados de por vida. Y eso fue lo que le dije: «¿Estás convencido de que siempre voy a estar haciéndote los recados?». Y él me miró como si hubiera perdido la cabeza. A continuación le pregunté si opinaba que era un derecho de los grandes artistas considerarse exentos de toda traba moral, y él reaccionó con esa mirada irónica y humorística suya, que hasta entonces nunca me había molestado, pero que en ese momento me sacó de quicio. Le exigí una respuesta seria, y él me miró como a un enfermo a quien hay que seguirle la corriente y dijo: «¿Me estás preguntando si los artistas deben atenerse a las normas morales o si es el arte el que debe atenerse a ellas?». Y añadió que era un tema que habíamos discutido muchas veces y que no tenía tiempo para hablar de eso.

Tras otro silencio, Tuvia Shai se volvió hacia Michael para preguntarle:

– ¿Qué piensa usted sobre la moralidad y el arte?

Michael sintió un vahído. Pensó por un instante en sonreír y salir del atolladero con un chiste, o en quedarse callado, pero al observar a Tuvia Shai tenso, expectante, comprendió que si aspiraba a que confesara, era ineludible entrar en un debate serio. Y en ese momento su máximo deseo era conseguir una confesión firmada. Se había metido en muchas polémicas durante los interrogatorios, le diría después a Emanuel Shorer, pero ésa era la pregunta más absurda que nunca le hubiera planteado un sospechoso, lo último que se podía esperar en esa situación. Pero no había otro remedio, se excusó ante Shorer; tenía que responder con absoluta seriedad, porque Tuvia Shai lo estaba poniendo a prueba.

– Al principio -le explicaría a Shorer-, se me ocurrió devolverle la pregunta diciéndole: «Y usted, ¿qué piensa de ese asunto?». Pero enseguida comprendí que la menor jugarreta por mi parte, la menor palabra indebida, y Shai se cerraría en banda y no conseguiría sonsacarle nada más. Ya ves que no me quedaba otro remedio -se disculpó azorado ante Emanuel Shorer, quien, con gran alivio de Michael, no se burló de él al escuchar la grabación del interrogatorio.

– En mi opinión, hay que establecer una distinción entre el artista y el arte -le dijo a Tuvia Shai con expresión seria.

– ¿Es decir? -preguntó Shai como si estuviera dando una clase en la universidad.

– Es decir, que lo que usted ha dicho de Nietzsche no coincide con lo que yo he pensado siempre. Mire, éste no es un asunto en el que piense todos los días, como usted. No sé si podré formular mis ideas con gran precisión -enmudeció y trató de concentrarse, temeroso de poner en evidencia sus limitaciones; quería exponer una tesis que pareciera meditada y profunda. Luego prosiguió-: Para mí no es una cuestión tan…, no es que no la considere importante; lo es. Pero estoy convencido de que para mí no significa tanto como para usted. En general, creo que el amor a los demás es el principal impulso de los actos creativos -hubo una pausa. Tuvia Shai esperó a que continuara mientras Michael se preguntaba: «¿Conque sí? ¿De verdad es eso lo que creo? ¿Quién dice que creo en eso?». Y, en voz alta, añadió-: En otras palabras, creo que, para un gran artista, es más importante amar que ser amado. Y, de hecho, eso es lo que pienso con respecto a la gente en general. Un escritor que se pasa la vida hiriendo gratuitamente a los demás es incapaz de poner en juego la compasión necesaria para crear personajes de carne y hueso -recordando lo que había oído en una conferencia sobre la literatura contemporánea, prosiguió-: Incluso Kafka, que pintaba como un absurdo la existencia humana, creó un mundo en su obra, un mundo completo. Y no me diga que en ese mundo no hay compasión. De todas las obras de arte que admiro, no se me ocurre ninguna que no se base, abierta o encubiertamente, como les gusta decir a ustedes, en el amor a la humanidad y en la compasión -titubeó mientras trataba de ordenar sus ideas-. Y, además, creo que en toda gran obra de arte se trazan unas directrices para la vida -en la cara de Tuvia Shai apareció la sombra de una sonrisa irónica. Sus cejas se alzaron, pero no dijo nada. Aunque reparó en esas señales sutiles, Michael prosiguió con la misma seriedad-: Hasta los autores del absurdo presentan éste como un axioma y revelan sus miserias para ofrecernos un espejo en el que mirarnos, de manera que eso nos permita reorientar nuestras vidas en este mundo sin sentido. Esa actitud requiere un cierto grado de moralidad, en mi opinión. Una moralidad más honda que la corriente, quizá. Supone vivir en la cloaca siendo consciente de dónde se vive. Una persona sin moralidad es incapaz de reconocer la cloaca. Un cínico empedernido no podrá describir su mundo y sus sufrimientos de una manera que llegue a los demás.

Tuvia Shai lo miró con un fulgor en los ojos que Michael describiría luego a Shorer como «una mirada peligrosa».

– Así veo yo las cosas. Mi forma de pensar no se parece nada a la de Nietzsche -concluyó Michael, preguntándose si el hombre que tenía delante no estaría a punto de abalanzarse sobre él.

Pero Tuvia Shai no se movió. Dijo sosegadamente:

– Una perspectiva muy ingenua. Estoy radicalmente en desacuerdo con usted. No creo que haya comprendido a Nietzsche ni ninguno de los libros que ha leído. Pero no está del todo mal para alguien que trabaja en la policía.

Había cosas que Michael no llegaría a comentar con nadie. Ni siquiera con Shorer. Tardaría mucho tiempo en olvidarse de Tuvia Shai y sus ideas. Y una duda le obsesionaba: ¿tenía algún sentido la opinión que él mismo había expresado? ¿Quién estaría en lo cierto?, se preguntaba, sin tratar de responderse. De algo estaba seguro, lo supo ya durante el interrogatorio: Tuvia Shai no estaba loco. Si bien se inclinaba a creer en su propia declaración de principios, era consciente, incluso mientras la hacía, de que la historia de la humanidad también justificaba la perspectiva de Shai. Ni entonces ni luego llegó a ninguna conclusión definitiva.

– Ya sé que no está de acuerdo conmigo -le dijo a Shai-. Y sé que el especialista en estética es usted, y no yo.

– La estética y la ética no vienen al caso. Lo que se pretende dirimir es hasta qué punto estoy dispuesto a comprometerme por lo que considero importante y hasta qué punto lo está usted. Usted trabaja aquí -dijo abarcando con un gesto la habitación- y vive su vida insignificante, convencido de que está haciendo algo por el mundo. Yo, por mi parte, estaba dispuesto a anularme por completo, a reducir mi vida a polvo y cenizas por el bien de lo que, a mis ojos, era importante.

– Y, sin embargo, no fue capaz de dominarse -intervino Michael, tratando de reencauzar la conversación hacia la escena del crimen.

– No es que no lograra dominarme -replicó Tuvia Shai, cayendo en la trampa con tanta facilidad que Michael comprendió hasta qué punto se sentía en la necesidad de hablar, ahora que se había abierto una brecha en el muro de silencio-. Si Shaul se hubiera prestado a decir la verdad y a ser castigado en consecuencia -prosiguió Shai-, si hubiera comprendido de qué le estaba hablando, lo habría dejado en paz. Pero se rió. Le expliqué la situación y él se lo tomó a risa. Claro que dejó de reír cuando le puse la cinta de Iddo. Tenía una pequeña grabadora en su despacho, porque a veces grababa sus clases. Cuando oyó a Boris Zinger declamando los poemas que habían pasado por ser suyos durante tanto tiempo, dejó de reírse. Pero vi en su cara esa expresión de alevosa malicia que ponía cuando planeaba cómo engatusar a una mujer. Y entonces me dijo: «Tuvia, siempre has estado chiflado. Hay gente que no lo sabe, pero a mí no me engañas. Nada es tan importante como para justificar que me destruyas así. Creía que me querías». Eso fue lo que me dijo. Entonces comprendí que él tampoco entendía nada, pensaba que lo quería por lo que era, personalmente. Y se lo dije muy claro: «Te voy a desenmascarar cueste lo que cueste, pero quiero que tú reconozcas que el arte está por encima de ti y de mí, que la verdad pesa más que nosotros, y quiero que seas tú quien lo digas. Nunca te he querido. Como persona no vales nada». Me miró entonces muy serio y dijo: «No tengo la menor intención de reconocer nada ante nadie, y vas a dejar esa cinta aquí mismo. Tampoco tú vas a desenmascarar nada. Ya te puedes ir olvidando de todo». Fue en ese momento cuando cogí la estatuilla, muy deprisa, sin que él se diera cuenta. Estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, en esa pose que tanto le gustaba; cuando se volvió hacia mí, le golpeé una y otra vez, porque era un imbécil incapaz de distinguir lo importante de lo banal, porque iba a destruir la cinta para impedir que lo descubrieran.

– Pero si eso fue precisamente lo que hizo usted mismo, después. Destruyó la cinta para impedir que lo descubrieran. No sacó la verdad a la luz -dijo Michael con fatiga.

– Y ése es el principal motivo de que esté hablando con usted. Estoy dispuesto a ir a la cárcel con tal de sacar la verdad a la luz -dijo Tuvia Shai, y un temblor lo estremeció.

– ¿Y después de matarlo se fue al cine? -preguntó Michael, sin demostrar asombro.

Shai explicó cómo había salido de la facultad, sin que se le pasara por la cabeza que tendría que estar asustado. No se le había manchado la ropa de sangre. Metió la estatuilla en una bolsa de plástico y sacó la cinta de la grabadora. A partir de ese momento, fue como si no sintiera nada. «No habría echado a correr ni aunque se hubiera declarado un incendio», dijo. No se molestó en esconderse y nadie se fijó en él. Cuando por fin salió del despacho de Tirosh, era más de la una y media; se llevó el coche al aparcamiento del hospital Hadassah del Monte Scopus y allí volvió a escuchar la cinta una vez más antes de borrarla. Luego se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde para ir al cine. Y entonces, por fin, borró las huellas, con una gamuza que Tirosh guardaba en la guantera. Luego se deshizo de ella en Wadi Joz.

– Podría haberse ido a casa, ¿no le parece? -preguntó Michael.

– Ni se me ocurrió -dijo Shai sorprendido-. Ni siquiera sé por qué sentía la necesidad de ver Blade Runner -enmudeció.

Tardaron varias horas en redactar la declaración. Tuvia Shai se empeñó en especificar personalmente sus motivos. Regresó con ellos al despacho de Tirosh del Monte Scopus y estuvo reconstruyendo el asesinato hasta que Emanuel Shorer, que había entrado en el despacho de Michael tan pronto como Shai dejó de hablar, se dio por satisfecho.

Cuando Balilty insistió en sugerir, como siempre, que fueran «a celebrarlo a un sitio con estilo», Tzilla lo amonestó con una mirada fulminante. Sabía cómo se encontraba Michael.

– Vuelve a proponérselo dentro de unos días -dijo, echando una ojeada a Michael-. Pero, ahora, hazme el favor de dejarlo en paz.

Esa noche, Emanuel Shorer y Michael fueron al Café Nava. Shorer revolvía el azúcar de su té. Michael contemplaba absorto su café.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Shorer, y sonrió.

Michael no respondió. Cogió la taza entre las manos sin levantar la vista.

– Por cierto, me olvidaba de preguntártelo -dijo Shorer-. ¿Qué pasó al final con la nota que tenía en la mesa? ¿Has descubierto lo que significaba? Ya sabes, esa de la que me hablaste, sobre el último capítulo de la novela de Agnón. ¿Has llegado a comprenderla?

Michael hizo un gesto negativo. No había hablado con ningún compañero de Manfred Herbst y la enfermera Shira. Se sentía agotado, deprimido. Como siempre, no tenía una sensación de triunfo. Tan sólo tristeza y el deseo de acurrucarse junto al cuerpo de una mujer y dormir años y años.

Shorer tomó un sorbo de café, posó la vista en Michael y, al fin, dijo:

– Llevo algún tiempo queriéndote decir que, para ser un convencido de que hay que amar al género humano, y que amar es más importante que ser amado, no me da la impresión de que estés haciéndolo muy bien -en su voz no había reproche.