177681.fb2 Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Uno tras otro, los profesores del Departamento de Literatura fueron desfilando por la secretaría a lo largo de la mañana, y Racheli deducía de su expresión si estaban enterados de la noticia. La expresión de Tuvia Shai le provocó un escalofrío. Tenía los acuosos ojos inyectados en sangre, como si hubiera pasado la noche de juerga, pero hasta Racheli, la ayudante de la secretaria del departamento, sabía que el profesor Shai no era dado a las juergas nocturnas. Racheli se sintió desconcertada por su manera de irrumpir en el despacho, por la atormentada mirada de desesperación que había en sus inquietos ojos y por la voz quebrada con que preguntó si se habían enterado de algo más.

Aquel hombre sosegado, tan discreto como para resultar aburrido, tenía ahora un aire de desamparo, como si estuviera desnudo. Daba la impresión de que había dormido con la ropa arrugada que llevaba puesta, una incipiente barba grisácea le cubría las mejillas y su cabello ralo clamaba por un peine. Adina Lipkin tomó nota de su apariencia, pero se abstuvo de hacer ningún comentario…, al fin y al cabo, habría dicho con toda probabilidad, había sucedido una desgracia.

No era el sentido del humor lo que la había salvado, le había dicho Racheli a Dovik, por cuya mediación había conseguido ese trabajo, cuando él se maravilló de que hubiera resistido en su puesto durante tanto tiempo.

– ¡Diez meses! Adina ha tenido cinco ayudantes en los últimos dos años. Nadie la soporta -comentó Dovik, que trabajaba en el Departamento de Personal de la universidad.

El sentido del humor no bastaba para soportar las obsesiones de Adina Lipkin durante cerca de un año. Personas mucho más irónicas que ella, argumentó Racheli vehementemente, se habían venido abajo en el despacho y habían dado rienda suelta a su cólera a grandes voces nada más salir de él.

– Sólo la curiosidad científica, y el hecho de que me hayan dejado asistir al seminario de psicopatología, donde voy a presentar un trabajo sobre la personalidad compulsiva, me han permitido aguantarla -explicó Racheli a su amigo.

Y, luego, esta estudiante de tercero de Psicología continuó justificándose:

– Además, lo cierto es que el trabajo me viene muy bien, porque puedo asistir a las clases. Por otro lado, Adina no aguanta que haya nadie más que yo en el despacho durante la hora de consultas. Lo que de verdad me pone nerviosa son esas miradas compasivas de las demás secretarias. Cuando me presento en cualquier despacho y digo de parte de quién voy, enseguida cunde el pánico y se apresuran a librarse de mí, y luego se quedan mirándome como si volviera a un campo de concentración.

De hecho, el comportamiento de Adina estaba siendo ejemplar aquel día, y Racheli tomó buena nota de ello en su intento de mantenerse al margen de la catástrofe. A las ocho de la mañana, la secretaria ya había colocado un aviso muy visible: POR CIRCUNSTANCIAS IMPREVISTAS, HOY NO HABRÁ HORA DE CONSULTAS. Luego cerró la puerta con llave. Racheli estaba sentada a su mesa, en una de las cinco esquinas del despacho, tras el montón de archivadores verdes allí apilados desde el viernes. Su labor matinal consistiría en continuar borrando los nombres de las clases y sus códigos informáticos, que Adina siempre anotaba a lápiz a principios de curso, y volver a escribirlos en tinta. Ni que decir tiene que, para Adina, los ordenadores eran artefactos inventados sin otro propósito que el de complicarle la existencia. («Cuando empieza el curso, los estudiantes todavía no tienen las ideas claras, y luego se cambian de clase, por eso lo escribo todo a lápiz, para no estropear la hoja. Pero más adelante, si cumplen los requisitos y presentan los formularios, lo corrijo con tinta, porque se borra, el lápiz, me refiero, y aunque no puedo negar que así se duplica el trabajo, es la única manera de que el archivo esté limpio, algo que no verás en otros lugares que podría mencionar.» Una mirada de inteligencia dirigida a la ventana, desde la que se veían los demás edificios universitarios, acompañó a la explicación de la tarea, y Racheli tomó asiento y se aplicó a los archivos.)

Las tapas verdes fueron lo primero que vio al entrar en el despacho por la mañana. Adina ya estaba allí, naturalmente; siempre llegaba a las siete. Tenía los ojos enrojecidos y había despejado su mesa, dejándola vacía. Se apresuró a comunicarle la noticia y añadió:

– Hoy no voy a ser capaz de hacer nada. No he pegado ojo en toda la noche. ¡Qué pérdida! ¡Un joven tan prometedor!

Racheli se conminó a no reprocharle a Adina esos lugares comunes. Tenía que aceptar las cosas como vinieran y mantener la boca cerrada.

Tomó asiento y reconoció para sí que, pese a que Iddo Dudai le caía bien y su muerte le había impresionado, la noticia no le había afectado tanto como para incapacitarla para el trabajo. A fin de cuentas, sólo lo había tratado en la secretaría, sin hablar con él de más temas que los asuntos laborales. Adoptó un aire diligente; vano esfuerzo, ya que Adina ni siquiera dirigió la vista hacia ella.

La secretaria no tenía ni un minuto de descanso. Cada vez que se sentaba, enseguida volvía a levantarse de un salto. Su mesa estaba a la izquierda de la única ventana del despacho, frente a la puerta, y no pasaban dos minutos sin que alguien llamara. Tres estudiantes que decidieron arriesgarse y entraron a preguntar algo, fueron recibidos con el sermón habitual:

– En primer lugar, no es la hora de consultas; hagan el favor de venir durante la hora de consultas, ¿para qué creen que sirve si no? -pero hubo un añadido especial-: Por otro lado, hoy no habrá hora de consultas, lo pone bien claro en la puerta.

La expresión del último estudiante despachado con las manos vacías quedó grabada en la memoria de Racheli como la viva imagen de quien se enfrenta a los caprichos burocráticos presentados como causas de fuerza mayor, y, sabiendo que le están engañando y debería protestar, se siente impotente ante unos argumentos ostensiblemente lógicos. La secretaria del departamento siempre conseguía que sus actos parecieran lógicos y siempre se dirigía a sus víctimas con cortesía.

Ante los profesores de menor categoría, los simples ayudantes, los argumentos adquirían un carácter más personal: «Me veo obligada a rogarle que espere fuera hasta que termine de hablar por teléfono. No puedo hablar con usted de sus problemas mientras estoy al teléfono. No. No puede sentarse a esperar aquí; me pone nerviosa».

Adina impelía a los más eminentes catedráticos a asumir una expresión de humildad cristiana antes incluso de franquear el umbral. Cuando los veía aparecer, su voz se tornaba más chillona, el pánico asomaba a sus ojos y daba comienzo la representación del consabido ritual: en primer lugar, despejaba la mesa con muchos aspavientos (siempre tenía un ordenado montón de papeles y legajos en una esquina, con la intención de ocuparse de ellos «en cuanto le dejaran dedicarse a su trabajo»). Después apoyaba las blandas manos sobre la mesa y alzaba los ojos, como queriendo decir: Aquí me tiene, a su disposición; mi más ferviente deseo es atender a sus necesidades. Mas esa actuación a nadie engañaba; el mensaje oculto se transparentaba con toda claridad: «Váyase de aquí…, está molestándome».

Entonces Racheli se acordaba de su tía Tzesha: los plásticos con que protegía los muebles del salón, los dos hijos obligados a pasar casi todo el día fuera de casa para que no estropearan ni ensuciaran nada. A veces, Racheli se sorprendía exhalando un suspiro de alivio cuando algún profesor eminente salía del despacho y la tensión se relajaba.

La semana anterior, Aharonovitz se había detenido en la entrada como un estudiante tímido y había preguntado titubeando si podía molestarla, y en ese momento Racheli decidió el tema de su trabajo de clase: «Los efectos de la personalidad compulsiva sobre la conducta de los compañeros de trabajo». Hoy, al tratar de predecir cómo reaccionaría la secretaria en aquellas circunstancias especiales, Racheli había dado por hecho que Adina se aferraría a su rutina diaria con mayor desesperación que de costumbre; pero se había equivocado.

La expresión de Adina reflejaba su renuncia a tratar de funcionar con normalidad. La noticia debía de haberla disgustado muchísimo, pensó Racheli. Al fin y al cabo, Iddo Dudai había gozado de una posición de privilegio en la secretaría. Despertaba los sentimientos maternales de Adina. Y, además, sólo él escuchaba con interés las anécdotas de Adina sobre sus nietos y conversaba con ella sobre hierbas medicinales, plantas de interior y recetas, sobre todo dietéticas. Adina disculpaba su dejadez en el vestir e incluso le permitía quedarse en el despacho mientras respondía a las llamadas telefónicas.

Daba la impresión, aquella mañana, de que la secretaria había decidido comportarse con eficacia, tranquilidad y, ante todo, discreción. Adoptaba una actitud severa a la par que paciente con los estudiantes que trataban de invadir el despacho pese al aviso exhibido prominentemente en la puerta, y los despedía sin siquiera haber aludido al accidente. El recipiente de yogur y pepino que siempre se permitía tomar a media mañana fue relegado al cajón de abajo con una mueca de repugnancia, y Racheli recordó un comentario dirigido por Tirosh a la concurrencia en general al ver un día el pepino de Adina pulcramente envuelto en su bolsa de plástico: «Hace veinte años que la conozco, y durante esos veinte años siempre ha estado a régimen». Después los pensamientos de Racheli divagaron hacia Tirosh, a quien Adina continuaba tratando de localizar febrilmente.

– Ayer estuve llamándolo hasta medianoche, desde casa, a pesar de que tenía invitados, y hoy he llegado a las siete y sigo sin dar con él.

Y Racheli se maravilló de nuevo de la calma de Adina, que ni siquiera la tempestuosa entrada de Tuvia Shai logró alterar. También a él le dio la misma explicación que repetía por enésima vez aquella mañana, hablando reposada y pausadamente:

– No estamos al tanto de los detalles. Estoy en contacto con Ruth y sus padres ya han sido informados. Siguen investigando el motivo de la muerte. Sospechan que fue un fallo del equipo de buceo. Pero lo están comprobando. No sé nada sobre los preparativos del entierro; nos lo comunicarán en cuanto sea posible.

La expresión de Adina era seria, incluso solemne, como si con ella pretendiera decir: Ya lo ven, cuando ocurre algo realmente horrible, soy capaz de ser formal y eficiente. Y entonces alguien volvió a plantear la obsesiva pregunta de dónde estaría Tirosh.

Todas las miradas convergieron en Tuvia, quien afirmó que no veía a Tirosh desde el viernes, desde que comieron juntos después de la reunión de departamento.

– Me parece haberle oído comentar que tenía la intención de ir a Tel Aviv, pero no estoy seguro.

Racheli, que persistía en sus juegos de observación, convencida de estar realizando una trascendente investigación científica, advirtió incluso entonces que Tuvia «no era él mismo», que estaba como ausente y, a la vez, desplegando una eficacia inusitada, mientras especulaba con una voz más sonora y firme que la suya habitual sobre dónde podrían localizar a Tirosh. Ya había varios profesores congregados en el despacho cuando Tuvia irrumpió en él, y Racheli notó que se puso muy nervioso cuando Aharonovitz, por lo general silencioso e incluso reticente, sugirió que Adina fuera al despacho de Tirosh para ver si había dejado allí alguna nota.

A Racheli se le antojaba que llevaban horas y horas en la secretaría del departamento, una habitación demasiado pequeña para tantas personas, situada en la sexta planta del ala púrpura de la Facultad de Letras del Monte Scopus, una de las absurdas construcciones que alojaban la Universidad Hebrea, sobre la que Tirosh había hecho un comentario que se citaba con frecuencia: «El hombre que trazó los planos de este edificio se merece un tiro; recluirlo en un psiquiátrico no serviría de nada, sólo el asesinato estaría a la altura de las circunstancias». Hasta aquel domingo, esa frase se citaba con una sonrisa, pero luego pasó a repetirse acompañada de una serie de comentarios retrospectivos sobre el destino y la ironía trágica, un concepto con el que Racheli había llegado a familiarizarse en la secretaría del Departamento de Literatura.

De tanto en tanto, alguien salía de la habitación y regresaba con una taza de café; las conversaciones en susurros se veían interrumpidas ocasionalmente por unos golpes indecisos sobre la puerta; luego asomaba la cabeza de algún estudiante, que, al ver reunidos a todos los profesores, desaparecía antes de que Adina pudiera repetir que la hora de consultas se había suspendido.

Los profesores se habían ido reuniendo como por casualidad, después de acudir a entregar las preguntas de un examen o a recoger alguna documentación, pero todos permanecieron en el cuartito, unidos en la emoción y el dolor. Las tensiones habituales parecían haberse desvanecido. Racheli sabía que todos le tenían afecto a Iddo. De vez en cuando, alguien rompía el silencio. Sara Amir preguntó cómo se las iba a arreglar Ruth, «el niño ni siquiera había cumplido un año», y Dita Fuchs, que se había quitado el sombrero violeta y estaba sentada en la mesa de Adina, porque no había suficientes sillas, inquirió de nuevo: «Pero ¿qué necesidad tenía de hacer submarinismo?». Cualquier otro día, Adina la habría reprendido por sentarse sobre su mesa, pero hoy pasaba heroicamente por alto ese detalle. Racheli observó a Dita Fuchs con interés, inhaló el aroma de su perfume y recordó los rumores según los cuales había sido la aventura más duradera de Tirosh. Años atrás, había oído comentar Racheli, eran inseparables, y aun después de romper continuaron siendo íntimos. Los estragos del sufrimiento y los encantos de la feminidad habían dejado sus huellas en las facciones de Dita Fuchs, una combinación que le dotaba, en especial aquella mañana, de una expresión de patetismo poco acorde con la amabilidad condescendiente de su trato.

Fue allí, en la secretaría del departamento, donde Dita Fuchs se enteró de la mala nueva. Racheli había sido testigo de sus incontenibles sollozos, de cómo se llevaba la delgada mano al cuello y repetía:

– Sabía que acabaría en una catástrofe, esa manía suya de bucear. ¡Un chico con tanto talento! ¿Qué necesidad tenía de hacer submarinismo?

Adina le había preparado una taza de té muy cargada e incluso le había acariciado el brazo. Por lo general, sus relaciones eran de una animosidad sin reservas, expresada en la cordialidad fingida de ambas y en las sofisticadísimas trabas burocráticas que Adina acumulaba sobre los alumnos de la profesora Fuchs (como ponía buen cuidado en llamarla). Cuando llegó Tuvia, Dita Fuchs ya se había sosegado y, encaramada en una esquina de la mesa de Adina, se alisaba incesantemente las invisibles arrugas de su falda de tubo.

– ¿Dónde está Shaul? -preguntó con desamparo.

Y Racheli pensó que necesitaban una figura paterna para que «se ocupase de las cosas» y tomara las «medidas» necesarias. Aunque Racheli no podía precisar qué medidas eran esas que hacía falta adoptar, el malestar general la contagió, empañando la lucidez de la que solía preciarse. Era terrible ver a personas adultas, maduras, abrumadas por una angustia tal, sin saber qué hacer ni qué decir.

Sara Amir fue la primera en mencionar el nombre de Ariyeh Klein. Con su célebre franqueza, exclamó en un momento de silencio:

– ¡Qué lástima que no esté aquí Ariyeh! Él sabría qué hacer. Gracias a Dios, volverá pasado mañana.

Dita Fuchs suspiró y Adina lanzó la exclamación que era su respuesta automática ante la mención de aquel nombre:

– ¡Es todo un caballero! -repitió tres veces.

Racheli no conocía al profesor Klein, que había pasado de año sabático en la Universidad de Columbia de Nueva York todo aquel curso académico que ya tocaba a su fin. Apenas había transcurrido un día en los diez meses que llevaba trabajando en el departamento, de septiembre a junio, sin que Adina hablara de él. Los días en que se recibía carta suya, y sobre todo cuando la carta se refería explícita y personalmente a Adina, Racheli podía salir a tomarse un café sin miedo a que la reprendieran. Adina sonreía para sí mientras leía y releía la carta, y a veces declamaba párrafos enteros en voz alta.

Las alegres sonrisas que iluminaban todos los rostros cuando se pronunciaba su nombre habían llevado a Racheli a admirar al profesor Klein por adelantado.

– ¿Regresa pasado mañana? -quiso confirmar Aharonovitz, y añadió-: En tal caso, quizá pueda asistir al entierro.

Un silencio opresivo descendió de nuevo sobre la habitación, mientras Tuvia Shai se atusaba el pelo con los dedos…, un gesto lleno de elegancia en Tirosh y grotesco en Tuvia, cuya mano rosada alborotaba su ralo cabello pardusco y lo dejaba todo revuelto.

Los pasos de Shulamith Zellermaier, plomizos pese a las sandalias de suela gruesa que calzaba, se oyeron antes de que entrara en el despacho. Racheli contuvo el aliento en espera de que apareciera la mujer a quien en privado llamaba el Dinosaurio. Creía haber leído en algún lado que los dinosaurios no eran agresivos, pese a lo cual la asustaban con sólo verlos dibujados. Zellermaier, con sus ojos saltones, su lengua afilada, sus indómitos estallidos y su perfeccionismo, la aterrorizaba. Incluso cuando se demoraba en el despacho para relatar una «anécdota», como ella decía, Racheli aguardaba en tensión el desenlace para verse liberada de su presencia. Al verla entrar ahora, cerrando la puerta tras de sí, y quedarse contemplando en silencio a sus compañeros, Racheli suspiró con alivio. Shulamith Zellermaier sabía lo que había ocurrido y estaba aplacada. Con la cabeza inclinada, y sin su media sonrisa sarcástica, se limitó a decir:

– Es terrible, terrible.

Racheli se apresuró a levantarse para ceder el asiento a la corpulenta recién llegada, que se acomodó en la silla suspirando.

Se abrió de nuevo la puerta y entraron dos ayudantes, Tsippi Lev-Ari, vestida con una túnica blanca traslúcida, y detrás de ella Yael Eisenstein, cuya visión llenó a Racheli de entusiasmo, como siempre.

– No es una belleza normal -les decía a sus amigos antes de señalarles al «fenómeno», como ella la llamaba-. Bueno, ¿qué os parece? -se precipitaba a preguntarles en cuanto la habían visto.

La respuesta de los varones nunca dejaba de enfurecerla. Todas las mujeres reaccionaban con la debida admiración, pero los hombres se asustaban. «¿Quién se atrevería a tocarla? Se rompería. ¿Por qué no come?», había comentado Dovik. El mismo Tirosh la trataba con una delicadeza inusitada: en su presencia, su voz se tornaba dulce y protectora, y nunca flirteaba con ella.

Yael era esbelta como un junco, tenía la tez blanca y pura, unos ojos azules que albergaban toda la tristeza del mundo y sus amplios bucles rubios, «completamente naturales», tal como subrayaba Racheli ante cualquiera a quien pudiera interesarle, le caían hasta los hombros. Hoy, como siempre, su grácil cuerpo estaba envuelto en un fino vestido de punto, negro y vaporoso, y sus delgados dedos manchados de nicotina sujetaban un cigarrillo, cuyo aroma penetrante impregnó la habitación. «Sólo fuma Nelson, a todas horas, y no para de tomar café solo. Nunca la he visto comer, y sólo se desplaza en taxi; le dan miedo las multitudes. Su familia tiene mucho dinero.» Eso le había contado Tsippi, que se esforzaba en alcanzar «la inefable espiritualidad que posee esa chica. Es un espíritu puro, incorpóreo. Una vez fui a su casa para tratar de convencerla de que saliera con nosotros, y fisgoneé en su nevera. Había dos yogures y un trozo de queso de cabra, nada más. Y no creo que nunca haya vestido de otra forma. La conozco desde el principio, desde su primer año de estudios, y siempre ha ido vestida así, y nadie osaba dirigirle la palabra. Un día me lancé a hablar con ella, así, sin más, y resulta que es una persona estupenda. No es esnob en absoluto, pero sí tímida, insegura. Desde que la conozco, desde que la vi por primera vez, hace años, y ese momento no lo olvidaré jamás, nunca se ha puesto otra cosa que esos trajes negros suyos. Hasta cuando se llevaba la ropa corta y ancha, ella vestía faldas de punto negras y estrechas, y sus blusas de siempre, y sandalias finas incluso en invierno, siempre fumando Nelson; nunca la veías en el césped, no salía de la biblioteca más que para fumar, y pasaba los descansos en un rincón de la cafetería, sin tomar otra cosa que café. ¿Qué te puedo contar? ¡Es algo especial!».

La manera de entrar en el despacho de Tsippi demostró que no estaba al tanto de la noticia. Agitando los papeles que llevaba en la mano, anunció:

– ¡Se acabó! ¡Para mí el curso ha terminado! ¡Prometo no volver a dar clase de bibliografía en la vida! -luego, al advertir el silencio reinante y la gravedad de los rostros, preguntó-: ¿A qué se debe esta reunión? Yo sólo venía a entregar las preguntas del examen. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo? -y se adentró en el despacho seguida por Yael.

Ambas estaban escribiendo sus tesis doctorales. La de Tsippi versaba sobre el papel de la mujer en el folclore, y Tsippi era «de Aharonovitz», como se decía en el departamento. A Yael, cuya tesis trataba sobre la macama hebrea, género poético medieval de tono humorístico, la consideraban propiedad exclusiva de Ariyeh Klein.

De los diez doctorandos del departamento, sólo cuatro habían sido nombrados ayudantes. Y aunque sus especialidades eran distintas, se les había advertido que, debido a los recortes presupuestarios, sólo uno de ellos podría seguir el apacible curso de una carrera académica basada en la titularidad. Los profesores veteranos los veían como sus herederos espirituales y, más precisamente, como la personificación de su propio éxito como estudiosos. Y pese a que todos sabían que sólo uno de ellos llegaría a ocupar una plaza en el departamento al concluir la tesis, mantenían unas relaciones íntimas y afectuosas y nunca se criticaban. Racheli había pensado a menudo que ese fenómeno quizá mereciera ser objeto de un estudio científico.

Sara Amir alisó su vestido de flores. Sus inteligentes ojos castaños miraron a Tsippi y luego, con un atisbo de ansiedad que no le pasó inadvertido a Racheli, se posaron sobre Yael, y al fin dijo, sin apartar la mirada de Yael:

– Iddo nos ha dejado.

– ¿Qué quieres decir con que nos ha dejado? -preguntó Tsippi, y las manos empezaron a temblarle.

Pero todas las miradas se dirigían a Yael, cuya pálida tez se tornó traslúcida mientras parpadeaba. Racheli recordó un comentario de Dita Fuchs: «No es demasiado fuerte psicológicamente». Echó un vistazo en torno suyo y le dio la impresión de que todos contenían el aliento cuando Sara Amir dijo sin mayores preámbulos:

– Ha muerto en un accidente de submarinismo.

Adina despegó los labios y Racheli se preparó para oír de nuevo las consabidas frases sobre que aún no se conocían los detalles, etcétera, pero Adina se contuvo al recibir una mirada fulminante de Aharonovitz; quien, a continuación, tomó a Yael del brazo con inusitada delicadeza y la llevó hacia la ventana abierta, por la que no entraba ni un soplo de aire. La hizo reclinarse sobre su hombro y le dio unas suaves palmadas en el brazo, mientras Adina se precipitaba hacia el pasillo en busca de un vaso de agua. Nadie prestó la menor atención a Tsippi, que dejó caer al suelo los papeles que llevaba y prorrumpió en violentos y sonoros sollozos. Junto a la ventana, Yael permanecía inmóvil y en silencio, con el cuerpo petrificado. Adina le ofreció en vano el vaso de agua y terminó por volverse hacia Tsippi para lanzarle su discurso sobre los detalles conocidos y los preparativos del entierro. Concluyó inquiriendo si Tsippi había visto al director del departamento. La ayudante hizo un gesto negativo y murmuró entre sollozos:

– Yo también lo estoy buscando. Ahora mismo vengo de su despacho; no hay nadie, la puerta está cerrada con llave, y estaba citada con él.

Con un movimiento limpio, Yael se liberó del abrazo de Aharonovitz y su voz argentina, esa que había llevado a Tirosh a comentar en presencia de Racheli que era una lástima que Yael no hubiera estudiado canto, y que si cerraba los ojos mientras hablaba, era como si oyera el aria final de Las bodas de Fígaro, dijo:

– Pero apestaba, junto a su despacho.

Racheli comenzó a sospechar que en realidad Yael estaba loca y ésa era la demostración.

Se hizo el silencio, Tuvia Shai miró a Yael espantado y luego inquirió:

– ¿Qué demonios quieres decir?

Racheli se descubrió deslizando la mirada de un rostro a otro. Súbitamente, todos le parecían buitres gigantescos dispuestos a abatirse sobre una presa extraña; con su vestido negro, Yael tenía el aspecto de un polluelo mientras explicaba:

– No sé; olía como a gato muerto.

Como siempre, Sara Amir fue la primera en recobrarse; se puso de pie, llevó su silla hacia la ventana y, encajonándola entre la pared y la mesa de Adina, hizo sentarse a Yael. Luego se volvió hacia la mesa y abrió el cajón muy decidida. Sin que Adina tuviera oportunidad de protestar, cogió el manojo de llaves del lugar donde todos sabían que estaban, aunque nadie osara tocarlas. Se apresuró a seleccionar una llave y, volviéndose hacia Adina, le preguntó con voz clara y enérgica:

– ¿Es la llave maestra, verdad?

Adina hizo un gesto afirmativo y, dirigiéndose a Avraham Kalitzki, cuya grotesca y pequeña figura bloqueaba el vano de la puerta y cuya expresión de despiste, típica de un estudioso del Talmud alejado de este mundo, reflejó mayor desconcierto del acostumbrado al ver el despacho lleno de gente, le dijo que entrara deprisa y cerrase la puerta, porque había corriente y se iban a resfriar. Aunque la calima pesaba sobre la ciudad desde hacía una semana y el ambiente de la habitación era irrespirable, nadie sonrió.

Una vez que Kalitzki hubo entrado, Adina dijo al fin:

– No sé qué pensar, llevo llamando desde ayer a todo el que se me ha ocurrido, hasta conseguir hablar con todo el mundo… Ya es la una y todavía sigo sin noticias suyas. Pero no me atrevo a entrar en su despacho sin permiso; no le gusta nada, ya lo saben, y luego seré yo quien cargue con la responsabilidad. He llamado a todos sus colegas y editores, nadie lo ha visto, y ya no sé qué hacer.

– Muy bien -intervino Sara Amir- Queda usted liberada de la responsabilidad. Quiero saber dónde podemos encontrar a Shaul y quién está haciendo compañía a Ruth Dudai. Tenemos que publicar una esquela en la prensa, tenemos que ocuparnos de Ruth, y es posible que Shaul haya dejado una nota en su despacho. Hay que empezar a hacer algo; no podemos quedarnos aquí matando el tiempo. Tuvia, ¿vienes conmigo? -preguntó con impaciencia.

Tuvia Shai dio un respingo como si acabaran de despertarlo y la miró asustado.

– No me mires así…, conoces su despacho mejor que yo; y también es conveniente que nos acompañe Adina; bajo mi responsabilidad, Adina. Esto es una emergencia. ¿Lo comprende, Adina? ¡Una emergencia!

Tuvia Shai dirigió una mirada en torno con aire aturdido. Recordando cuánto afecto le tenía a Iddo, Racheli sintió por él una repentina compasión. Tal vez, pensó, Iddo era un sustituto del hijo que nunca había tenido; Tuvia parecía un hombre que acababa de perder a su hijo y aún no había asimilado la noticia. Su arranque de energía se había agotado, advirtió Racheli, y sólo de verlo, desvalido y paralizado, sentía ganas de llorar; al fin, Tuvia Shai se alejó del rincón donde se había recostado contra la pared y siguió dócilmente a Sara Amir y a Adina Lipkin, y tan aturdida iba ésta que incluso se olvidó de cerrar la puerta al salir.

Shulamith Zellermaier irguió la cabeza y exhaló un suspiro; en sus ojos saltones llameó un instante esa malevolencia en estado puro que Racheli temía desde que la vio poner el pie en el despacho.

– Probablemente estará encerrado en alguna casa, dedicado a sus asuntos de faldas -dijo con su voz bronca.

Dita Fuchs le dirigió una mirada amenazadora, insólita en ella. La profesora Zellermaier enmudeció, el resplandor malévolo se apagó y en la habitación sólo se oyó el sonido de su estentórea respiración mientras sacaba un paquete de Royal con filtro del bolsillo de su amplia falda y encendía un cigarrillo. A Racheli le pareció repugnante su aroma dulzón.

Volvió Racheli a mirar a los reunidos, deteniendo los ojos sobre el profesor Kalitzki, que seguía junto a la puerta, totalmente despistado. Reparó en lo minúsculos que se veían sus pies calzados con sandalias reforzadas. Observando cómo revolvía los dedos bajo los espesos calcetines, Racheli recordó lo que había oído contar de él: sobre su ostentosa pedantería a la hora de señalar algún dato bibliográfico, sobre el estudiante que en cierta ocasión se había quejado a gritos en la secretaría de que los dos puntos que le había rebajado Kalitzki de su nota, por un error en un detalle bibliográfico, le impedirían concluir el máster. Impotente ante la obstinación de Kalitzki, el estudiante había alzado la voz para exigir que le dijeran cómo podía mejorar la nota. Y como si no hubiera oído la pregunta, Kalitzki desvió la vista, volviéndose a enfrascar en el examen del impreso que tenía en la mano, con aquella mirada difusa que, a través de las gruesas lentes de sus gafas de concha, dirigía ahora a Racheli, quien, por primera vez desde que comenzara a trabajar en el departamento, sintió simpatía por él. Lo vio de pronto muy humano en su desvalimiento, su dolor y su consternación, y después por la pregunta infantil que planteó:

– ¿Dónde está el profesor Tirosh?

Racheli negó con la cabeza para indicar que no lo sabía y después se volvió para mirar a Tsippi, quien, sentada con las piernas cruzadas en un rincón, sollozaba escandalosamente, sonándose de tanto en tanto, y luego miró a Yael, inmóvil en una silla junto a la ventana. Detrás de ella estaba Aharonovitz, a quien Kalitzki repitió la pregunta, y la respuesta fue interrumpida por un alarido.

Aunque nadie la hubiera oído gritar hasta entonces, todos supieron que había sido la secretaria del departamento quien había proferido aquel chillido. Y, en efecto, Adina Lipkin continuaba chillando junto a la puerta abierta del despacho de Tirosh. Estaba éste situado cerca de la secretaría, a la vuelta de la esquina del pasillo, en el lado opuesto, desde donde se dominaba el panorama de la Ciudad Vieja. Racheli corrió hacia allí, pero Aharonovitz la adelantó, la apartó de un empujón y rodeó a Adina con los brazos, mientras ella decía: «Estoy mareada… Dios mío, qué mareada estoy», y vomitaba sobre Dita Fuchs, que estaba entre ella y Racheli. Ni siquiera se disculpó antes de que Aharonovitz se la llevara en volandas a la secretaría. Racheli se quedó clavada al suelo un instante, sin comprender qué había sucedido, y después entró en el despacho de Tirosh. Tuvo tiempo de ver la escena antes de que Sara Amir la agarrase bruscamente del brazo y la sacara a la fuerza al pasillo. Mientras Sara Amir se la llevaba de allí, Racheli vio a Kalitzki asomándose al despacho con expresión de curiosidad y miedo. Vio que le verdeaba el semblante y, después, que Tuvia Shai salía precipitadamente y pasaba de largo. A lo largo del sinuoso pasillo comenzaron a abrirse puertas, de las que salían personas con expresión de alarma formulando preguntas a las que Sara Amir no prestaba atención.

A través de la niebla que la envolvía, y en la que sólo la mano de Sara Amir, apretándole el brazo hasta causarle dolor, tenía la consistencia de lo real, Racheli percibió una marea de movimiento, un clamor ensordecedor, y después se encontró de nuevo en la secretaría, donde Tuvia Shai gritaba por el teléfono: «¡Llamen a una ambulancia, a la policía, deprisa!», y sólo en ese momento comenzó a molestarle la pestilencia.

El interior de la habitación permaneció borroso durante unos minutos, luego la niebla empezó a disiparse y Racheli vio a Aharonovitz, los labios fruncidos y una mirada de horror en los ojos, dándole un vaso de agua a Adina, que estaba repantigada en su silla con las piernas estiradas hacia delante. Tenía los ojos cerrados y por el grueso cuello le corrían gotas de agua que resbalaban hasta su generoso seno, embutido en una blusa de fino tejido manchado de vómito.

Una mueca contrajo el semblante de Shulamith Zellermaier cuando oyó lo que le explicaba Dita Fuchs; se levantó y resolló como si le faltara el aire, con los ojos más desorbitados que nunca.

Era imposible permanecer en aquel angosto despacho, pero también era imposible quedarse en el lóbrego pasillo, cuyas curvas se habían tornado terriblemente amenazadoras, y el único deseo de Racheli era alejarse de allí. Pero no tenía fuerzas para levantarse y esperar al ascensor, o para descender seis tramos de estrechos peldaños hasta el aparcamiento. Junto a la puerta seguía plantado Kalitzki, y aquel tufo, del que Racheli no lograría desprenderse durante muchos meses, comenzaba a hacerse palpable, a adherírsele al cuerpo. Dita Fuchs, recostada contra la pared y con la tez grisácea, no paraba de decir: «Pero ¿qué está pasando? ¿Qué es todo esto? No puedo creerlo», y luego, dominada por la histeria, comenzó a gritar que necesitaba salir de allí. Sara Amir la sujetó farfullando ininteligibles murmullos, y su voz demostraba a las claras que también ella estaba asustada, y sólo Yael continuaba sentada, sin pronunciar palabra, como una Madona que Racheli había visto en un libro sobre la Edad Media. Dita Fuchs se dirigió a la ventana y respiró hondo, y Tuvia Shai continuaba dando voces por el teléfono, profiriendo chorros de palabras que a Racheli le sonaban como una lengua extranjera; recordó entonces, con vivido realismo, la imagen que había visto en el amplio y elegante despacho del profesor Tirosh, y se desplomó sobre el suelo, junto a Tsippi Lev-Ari.

Una multitud se había congregado junto a la puerta, exigiendo saber qué pasaba, pero nadie respondía, y, en medio del clamor, un hombre alto y fornido, que a Racheli le pareció un gigante desde donde estaba tendida, se abrió paso hasta el despacho y bramó con voz jovial:

– ¡Adinaleh! ¿Qué hace aquí todo el mundo? Me voy fuera diez meses, y ¡hay que ver el desastre que me encuentro!

Y cuando Adina levantó la cabeza, abrió los ojos, miró al recién llegado y se echó a llorar, Racheli supo que Ariyeh Klein estaba de vuelta.

Tuvia Shai miró estupefacto al hombretón e interrumpió su llamada telefónica. Todavía tenía el auricular en la mano cuando dijo:

– Pero ¿qué estás haciendo aquí? Me dijiste por carta que llegarías pasado mañana.

– Bueno, bueno, si te parece mal que haya adelantado mi regreso, ahora mismo me marcho otra vez -después, al comprender que algo iba mal, preguntó asustado, con una voz de la que se había desvanecido la jovialidad-: ¿Qué ha pasado?

Se miraron unos a otros en silencio. Las personas arracimadas en la puerta aguardaban expectantes. Con su voz nasal y aflautada, más jadeante que de costumbre, Kalitzki anunció:

– Iddo Dudai falleció ayer en un accidente de submarinismo, y acabamos de encontrar a Shaul Tirosh muerto en su despacho.

Aunque estaba al lado de Ariyeh Klein, y su cabeza puntiaguda casi rozaba el pecho del coloso, Kalitzki había hablado a voces. Se oyeron exclamaciones de asombro y horror en el pasillo, y Ariyeh Klein lanzó una mirada incrédula en torno suyo. Luego se precipitó hacia la mesa de Adina, la levantó y, agarrándola por los hombros, la sacudió mientras le preguntaba con voz ahogada:

– ¿Es verdad lo que dice? Dime, ¿es verdad?

Y Adina lo miró y bajó los párpados.

– Quiero verlo -dijo Ariyeh Klein, y miró directamente a Aharonovitz.

– Créeme -le dijo éste quedamente, meneando la cabeza-, es mejor que no lo veas. Tiene un aspecto… -y se le quebró la voz.

Klein abrió la boca, sus gruesos labios temblando, como si fuera a hacer alguna objeción, pero en ese momento aparecieron en el umbral los guardas de seguridad de la universidad, seguidos por dos policías uniformados y por dos hombres vestidos con batas verdes, y el guarda de seguridad a cargo de la Facultad de Letras, a quien Racheli conocía bien, preguntó:

– ¿Dónde está, Adina? ¿En el despacho del profesor?

Tuvia Shai respondió en su lugar y salió detrás de los recién llegados. Apartando suavemente a Ariyeh Klein, se abrió paso entre la muchedumbre congregada a la puerta mientras los guardas de seguridad ordenaban:

– Despejen el pasillo. Vuelvan todos a sus despachos y dejen el paso libre.

En los pasillos adyacentes empezaron a abrirse y cerrarse puertas, y Ariyeh Klein volvió a mirar a Aharonovitz con aire indeciso y dijo:

– A pesar de todo, voy a ir.

Y se encaminó hacia la puerta abierta, dándose de bruces contra un hombre alto y bien parecido hacia quien Racheli alzó la vista, y aun en aquella situación, pensó con desaliento, hasta se fijó en sus ojos oscuros, que escrutaban a los ocupantes del despacho. Luego dijo con voz serena y autoritaria:

– Discúlpenme, ¿ha informado alguno de ustedes de una muerte? Somos de la policía.

– Sígame -le repuso Klein, y esperó unos segundos al policía, que echó un último vistazo a la habitación, demorándose, según advirtió Racheli, en la contemplación de Yael, quien permanecía quieta en su silla, como si su espíritu estuviera vagando por otros parajes.