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El superintendente Michael Ohayon no dudaba que a Shaul Tirosh le habría horrorizado la sola idea de ofrecer aquel aspecto. Por lo que al hedor se refería, el pañuelo pulcramente planchado que Ohayon se llevó a la nariz no sirvió para camuflarlo.
Resultaba imposible asociar aquel cuerpo abotagado, las facciones desdibujadas, los regueros de sangre seca sobre la camisa blanca y el traje gris, coagulados bajo la nariz y los lóbulos de las orejas, con la figura que Michael recordaba nítidamente de su época de estudiante de Historia, cuando se apuntó a un curso sobre la poesía hebrea a partir de la Ilustración: aquel hombre alto y elegante que asumía sobre la tarima una pose espectacular, los brazos colgando, totalmente relajado, y hablaba con elocuencia, sin consultar sus notas, en la gran aula del edificio Mazer, del antiguo campus de Givat Ram.
En el rincón del despacho donde ahora se revelaban las ruinas de aquella gloria, un marchito clavel marrón daba grotesco testimonio desde el suelo de la perfección estética que en su día poseyó el cadáver hinchado que ahora contemplaban los ojos experimentados, pero todavía sin curtir, del policía.
«Esa calavera tenía lengua y podía en otro tiempo cantar», pensó Michael, y temió por un instante haber declamado en alto las palabras del Príncipe de Dinamarca, pero fue Ariyeh Klein quien abrió sus labios pálidos y trémulos para romper el silencio del encuentro con la muerte. Sin pronunciar palabra y sin citar a nadie, el profesor de Literatura emitió un grito ahogado y salió tambaleándose.
El superintendente Ohayon le hizo una seña a Eli Bahar, que se ausentó un momento e informó al volver de que «estaban de camino». Michael se situó en un rincón, junto a la ventana, que ya había abierto con cuidado, la mano envuelta en el pañuelo que se había retirado de la nariz a la vez que contenía el aliento.
Los despachos de esta zona del pasillo eran más holgados y lujosos; seguramente estaban reservados a los catedráticos de mayor categoría, pensó aspirando el aire caliente que entraba por la ventana y contemplando la cúpula dorada de la mezquita de Al-Aksa y la Ciudad Vieja, que parecía alzarse justo al pie de la ventana. Luego echó otro vistazo al cadáver y, con un estremecimiento, reanudó de inmediato la contemplación del panorama.
– Tendrán que llevarlo hasta el aparcamiento subterráneo -comentó Eli Bahar.
Estaba parado en el umbral y mantenía la puerta entornada, con la clara esperanza de que la habitación se airease un poco.
– Los ascensores están aquí al lado -replicó secamente Michael Ohayon-. No tendrán que ir muy lejos.
Tapándose la nariz, Eli Bahar se acercó cautelosamente al cadáver, que yacía entre el gran escritorio y el radiador. Se acuclilló a espaldas del forense, que estaba inclinado sobre el cuerpo, y le echó una ojeada desde cerca.
– ¡No lo toques! -le advirtió Michael mecánicamente, sin volver la cabeza; y sabiendo que era una advertencia superflua.
Transcurrió un largo rato antes de que el joven médico, cuyo semblante fue verdeando más y más hasta combinar con el verde pálido de su bata, despegara los labios.
– Se han empleado a fondo, desde luego -susurró al fin.
Y Michael, que no lo conocía, reparó en la juventud de su rostro y en su falta de experiencia, y sintió compasión y afecto por aquel forense que aún no había aprendido a protegerse empleando la jerga profesional. Al cabo de unos minutos, el médico dijo que sin duda encontrarían fracturas en el cráneo y, con la vista clavada en el muerto, preguntó si se habían fijado en que la corbata de la víctima había servido para estrangularlo, «entre otras cosas».
– Pero está claro que ése no ha sido el motivo de la muerte; puedo afirmar casi con completa seguridad, aún a falta de la autopsia, que este hombre no murió de asfixia, y, en todo caso, no murió estrangulado. Mire, observe esto -y se volvió hacia Eli Bahar, que obedientemente echó una ojeada al cuello, inflamado alrededor del prieto nudo de la corbata, e inmediatamente desvió la mirada y volvió a la puerta dando traspiés.
Sin retirarse de la ventana, el superintendente Ohayon observó con atención la cara del forense. Vio las pequeñas arrugas que remataban sus ojos y comprendió que no podía ser tan joven como había supuesto; luego le preguntó quedamente cuánto tiempo opinaba que llevaba ahí el cadáver.
– Pues bien, todavía hay que realizar las pruebas -replicó él-, pero si quiere que le haga un cálculo aproximado -Michael asintió-, yo diría que al menos cuarenta y ocho horas -y señaló el traje, menguado y como encogido sobre el cuerpo hinchado-. Eso es lo que parece. También diría que alguien le golpeó en la cara, tal vez con el puño, pero me inclino a pensar que utilizó un objeto romo, o quizá una silla.
El médico se enjugó el sudor que le perlaba la frente con la mano enguantada en goma. En sus ojos había un atisbo de ansiedad cuando miró a Michael, que se disponía a informarse de más cuestiones médicas cuando se abrió la puerta.
Aun antes de avistar el cadáver, las animadas sonrisas se borraron de los rostros de los peritos del equipo móvil de Criminalística, acostumbrados a ver todo tipo de cosas en su trabajo. En cuanto cruzó una mirada con Pnina, del Departamento de Identificación Criminal, Michael supo que su expresión traicionaba el horror que sentía, que esta vez no había logrado poner lo que Tzilla llamaba cariñosamente su «cara de póquer». Detrás de Pnina entró con viveza el fotógrafo, Zvika, y el comentario chistoso que ya tenía preparado se malogró convirtiéndose en un agudo silbido, acompañado de un brusco ademán para taparse la nariz.
Cuando se inició la sesión de mediciones y fotografía, el «alto mando», como lo llamaba Eli Bahar, ya había llegado: el comandante del subdistrito de Jerusalén, el portavoz de la policía de Jerusalén y el jefe de Investigaciones Interdepartamentales. Se apiñaron para contemplar el cadáver, e incluso soportaron heroicamente el hedor, estaban dispuestos a todo con tal de «figurar», y Ariyeh Levy, el comandante de la policía de Jerusalén, señaló:
– Nunca había ocurrido algo así, un asesinato en la universidad. Tal vez sea obra de los terroristas; ¿a usted qué le parece, Ohayon?
– Tal vez -replicó Michael, con la garganta reseca.
Esperaba con impaciencia que levantaran el cadáver, preguntándose si el olor dulzón de la carne en descomposición llegaría a disiparse algún día en aquel despacho, con las más hermosas vistas que nunca hubiera visto. Sabía que pasarían muchos días antes de que el olor desapareciera de allí y que a él le perseguiría durante largo tiempo, porque lo había conocido personalmente, al muerto, porque muchas veces había recordado con envidia la relajada pose que adoptaba durante sus clases, su silueta esbelta y elegante.
Los técnicos del laboratorio móvil recogían diligentemente huellas dactilares. Los observó mientras trabajaban, apenas consciente de sus voces, se fijó en la concentración que reflejaba el semblante de Eli Bahar, oyó los murmullos del forense, que al cabo recogió sus instrumentos y se marchó. Cuando todavía no habían terminado de revelar las huellas, en flagrante transgresión de la norma no escrita que exigía su presencia en el lugar del crimen mientras los peritos estuvieran allí, Michael salió al pasillo y se recostó contra la pared a la espera de que concluyeran su labor. Tenía la esperanza de que, fuera de la habitación donde estaba el muerto, se pudiera respirar. Pero en el largo y retorcido pasillo había una atmósfera opresiva. Echó a andar hasta la confluencia de tres corredores, una especie de isleta cuadrangular delimitada por muros violáceos donde tomó asiento en un banco de madera, en cuyo extremo opuesto Ariyeh Klein reposaba con la cabeza sepultada entre las manos.
Klein irguió la cabeza y lo miró. El catedrático tenía los ojos grises, profundos y distanciados, y en ellos se veía una expresión triste y medrosa. Michael Ohayon encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete a su robusto vecino de banco. Klein vaciló un instante, se encogió luego de hombros, cogió un cigarrillo y se inclinó hacia Michael, que le dio lumbre. Fumaron en silencio durante unos segundos. Reinaba una quietud asombrosa. En las paredes violáceas no había puertas, tan sólo cajetines de correo, tablones de anuncios y un par de bancos adosados. Michael sintió que una parte de sí mismo se separaba de él y flotaba en el aire, envuelta en una burbuja como las que encierran los diálogos en los cómics. La versión en miniatura de sí mismo contemplaba a los dos hombres que fumaban sentados, en cuyos rostros se reflejaba con claridad esa solidaridad secreta que une a quienes aún no han logrado alzar una barrera protectora contra el miedo, el sentimiento que entonces se imponía sobre todo lo demás.
Ariyeh Klein revolvía incómodo su cuerpo robusto y macizo sobre el estrecho banco. Giró la cabeza hacia Michael, quien se encontró mirándole a los ojos y, a la vez, a los labios, que comenzaron a moverse. Cuando al fin oyó la voz del catedrático de Poesía Medieval, ésta, que en otros tiempos resonara potente en el aula magna del edificio Mazer, no era más que un susurro:
– Nunca acierta uno a imaginar lo que va a suceder -y después, como si hubiera oído la pregunta inexpresada del policía, añadió-: Yo habría imaginado que iba a sentir aflicción y dolor, quizá también horror, pero sobre todo siento miedo. Como si fuera un niño, me parece que el cadáver tuviera vida, fuerza propia, y pudiera levantarse y abalanzarse sobre mí. No lo entiendo.
Michael estiró las piernas y guardó silencio. Aun mirando al frente, no dudaba que Klein sabía que lo escuchaba con atención.
– No queda nada en él que se parezca a Shaul, tal como lo conocí en vida. Ni siquiera es una persona distinta, sencillamente es algo sin relación con él. Creo que eso es lo que me tiene tan asustado -dijo Ariyeh Klein, y aplastó el cigarrillo en un cenicero de pie, un cilindro de hojalata forrado de un papel a juego con las paredes. Michael reflexionaba en silencio-. Lo que quiero decir es que he visto a un hombre al que conocía desde hacía muchos años, y de pronto se ha convertido en un cadáver apestoso, repulsivo, y todos los trajes y claveles del mundo ya no le servirán de nada. Ni siquiera tenía un hijo. Y no logro sentir compasión. Sólo miedo, ninguna compasión. El hombre sólo se preocupa de sí mismo, y su mayor miedo es la muerte. Y no me refiero al final de la vida, sino al encuentro físico con los muertos.
Michael no se sentía capaz de aprovechar la situación para obtener lo que en la jerga profesional se denominaba «información preliminar». Prefirió no estropear la magia de aquel momento de intimidad, la sintonía que había establecido con aquel coloso al que siempre había considerado uno de los fundadores de la primera colonia hebrea.
– Supongo -prosiguió Klein, poniéndose en pie- que un policía para quien estas cosas forman parte de su trabajo encuentra medios para defenderse del miedo.
– Se equivoca -respondió Michael, levantándose él también-. Y, desde luego, nunca en los primeros momentos.
Tenían la misma estatura y sus ojos volvieron a encontrarse. Michael se despidió con una inclinación de cabeza, apagó el cigarrillo y regresó a la habitación del cadáver.
Los observó tomando medidas y notas, rastreando el despacho centímetro a centímetro en busca de indicios. Y enseguida terminó todo. El comandante del subdistrito de Jerusalén abandonó la escena del crimen seguido por su séquito. Trajeron una camilla, el personal del laboratorio móvil recogió su instrumental y guardó los objetos del despacho en grandes bolsas de plástico; retiraron el cadáver, los policías se pusieron en marcha hacia el despacho del jefe de seguridad de la Facultad de Letras, descendiendo angostas y sinuosas escaleras que parecían no conducir a ningún lado y, sin embargo, comunicaban con otra planta de un ala diferente. Michael Ohayon reprimió una sonrisa ante la inusitada ocurrencia de que aquel lugar parecía el escenario de una obra sobre espionaje internacional, una idea con la que él mismo se sorprendió.
Una vez más, le vino a la memoria el antiguo campus de Givat Ram. El césped donde se sentaban los días soleados, las minifaldas, las piernas de Nira, su ex mujer, y el impulso que lo llevó a acariciarlas un cálido día de primavera, cuando ambos estaban inclinados sobre sus libros en la hierba…, un impulso que había sido el responsable directo del nacimiento de Yuval. Pensaba a menudo en sus primeros años de universidad, casi siempre con nostalgia por el césped de Givat Ram, por los hospitalarios edificios. Veía en la imaginación la cubierta del libro de texto de La Monte, que todos los estudiantes de Historia debían dominar. ¿Cuántos matrimonios -caviló- habrían surgido de aquel examen de historia medieval? Se preguntó cómo podrían formarse parejas en aquel campus del Monte Scopus, con sus edificios de mármol y piedra en los que nunca entraba el sol. Y la cafetería…, ni siquiera tenían una cafetería decente, multitudinaria, como la de Givat Ram; sólo había espacios para tomar café, supuestamente acogedores, pero que en realidad eran fríos, como todo lo demás.
Sus desteñidos vaqueros, el último par limpio del armario, le daban calor. Con el oído atento al golpeteo de los presurosos pasos de la comitiva que él cerraba, su mirada oscilaba entre sus zapatos y la espalda de Gilly, el portavoz de la policía, que le precedía embutido en su uniforme caqui, en cuyos hombros relumbraban los galones de inspector jefe. El guarda de seguridad de la universidad marchaba a zancadas entre los policías, como alguien que al fin ha descubierto su verdadera vocación. Antes de entrar en el despacho del jefe de seguridad, situado en el ala azul, el comandante cogió del brazo a Michael. Si el contacto con su gruesa mano le resultaba opresivo, sus palabras lo fueron aún más.
– Ohayon -dijo Ariyeh Levy sin soltarle el brazo-, éste no es un caso común. Quiero un EEI especial -y Michael, combatiendo la oleada de fatiga que lo invadía, se abstuvo de comentar que un Equipo Especial de Investigación es especial por definición.
Estaba acostumbrado a ese tipo de cansancio, era la reacción inmediata ante la sensación de encontrarse perdido, sin saber por dónde empezar. Le acometía tras la segunda oleada de sensaciones: el temor de enfrentarse a un caso nuevo, la impresión de que los éxitos previos se habían desvanecido como si nunca hubieran existido. La primera oleada siempre era de repugnancia ante la fealdad y el horror de la muerte. Al inicio de un caso, nunca dejaba de abrumarle la terrible certidumbre de que esa vez no habría solución posible. Y luego venía la fatiga, acompañada de voces que le recordaban la futilidad de la vida, la futilidad de la muerte, el hecho de que al final alguien sería castigado y eso no resolvería nada. Ocultó todo esto bajo la pregunta que dirigió a su comandante:
– ¿Señor?
El general de división Ariyeh Levy, comisario jefe del subdistrito de Jerusalén, respondió:
– Creo que debería dirigirlo usted; me gustaría que Bahar y usted estuvieran en el equipo. Tendremos al rector dándonos la lata, y a la prensa, y a todo el mundo. Necesito que el asunto se resuelva deprisa.
El superintendente Ohayon asintió mecánicamente. El discurso le resultaba familiar. Todos los casos eran especiales y siempre había que resolverlos deprisa, aunque no siempre se solicitaba al jefe del Departamento de Investigación que encabezara personalmente el equipo especial. Se oyeron unos golpes en la puerta y el portavoz de la policía, cuya labor sería más delicada de lo habitual, como le había advertido el comandante, fue a abrirla. El rector de la universidad entró en la habitación.
Por la forma en que Ariyeh Levy lo saludó se habría dicho que aún era el embajador de Israel en las Naciones Unidas. Michael observó la corbata azul oscuro destacando sobre la deslumbrante camisa blanca y se preguntó cómo se las arreglaría para tener ese aire fresco e impoluto con el bochorno que hacía, cuando él se sentía pegajoso dentro de sus vaqueros y su camisa azul claro de cuello abierto, que ya parecía recién salida del cesto de la ropa sucia pese a que la hubiera planchado esa misma mañana. El aroma de una cara loción de afeitado embalsamó la habitación y Michael inspiró con fuerza, queriendo borrar el hedor que aún lo impregnaba todo. Marom, el rector, tenía el semblante pálido y en sus ojos llameaba el pánico. Michael caviló sobre cómo habría reaccionado de haber visto el cadáver, y luego se estremeció de vergüenza ante los ampulosos modales de su jefe, que se presentó por su nombre y rango, arreglándoselas para parecer engreído y obsequioso a la vez. La actitud de Ariyeh Levy hacia las instituciones de enseñanza superior era uno de los motivos principales de sus habituales arranques contra Michael. A Eli Bahar le divertía citar la frase «Esto no es la universidad, ¿sabe?», que era el broche inevitable de las invectivas de Levy contra su subordinado desde sus primeros tiempos como inspector en el cuerpo.
Pero ahora sí estaban en la universidad, y Michael escuchó con creciente bochorno las palabras de Levy:
– Nuestro equipo de investigación estará encabezado por el superintendente Ohayon, que en sus días fue una gran estrella por estos pagos…, Historia, fue eso lo que estudió, ¿verdad, Ohayon?
Y el rector lo miró con una expresión en la que la inquietud rivalizaba con la cortesía y se enderezó la corbata a la vez que asentía mirando a Levy, quien se había embalado y no parecía capaz de callarse.
Avidán, el jefe de Investigaciones Interdepartamentales, se presentó al rector y luego comenzó a considerar las diversas posibilidades. La primera de la lista era que el asesinato fuera un delito político. Se enfrascaron entonces en una conversación sobre las medidas de seguridad en el campus. Hablaron de las horas en que estaban cerradas las verjas, del hecho de que alguien pudiera quedarse un fin de semana entero en su despacho sin que nadie lo advirtiera. Por último, el portavoz comentó que de nada serviría hablar hasta que no se hubiera determinado la hora de la muerte. Sería entonces, terció el jefe de Investigaciones Interdepartamentales, cuando podrían hablar con los guardas de seguridad a quienes les hubiese correspondido ese turno. El rector los miró de hito en hito y después preguntó sosegadamente qué otras posibilidades había.
– Bueno -dijo Levy dándose importancia-, hay otras posibilidades, desde luego, motivos nacionalistas, por ejemplo, sin olvidar los personales o los sexuales.
El rector observó con desasosiego a sus interlocutores y Michael percibió una clara desconfianza en su cara. Fue entonces cuando afloró en su memoria el otro suceso, y, por primera vez, intervino en la conversación, escuchando el silencio que se hizo cuando empezó a hablar con voz queda.
– Anoche volví de Eilat -dijo-. Allí fui testigo de un accidente de submarinismo.
Todos se quedaron mirándolo. Ariyeh Levy estaba a punto de protestar, pero Michael se le adelantó y, dirigiéndose directamente a Marom, prosiguió:
– La víctima fue un joven llamado Iddo Dudai…, ¿le dice algo ese nombre?
El rector hizo un gesto negativo y, una vez más, Ariyeh Levy se dispuso a atajarlo. El portavoz, el jefe de Investigaciones Interdepartamentales y Eli Bahar aguardaban a que Michael continuara.
– Tengo entendido que él también daba clases en el Departamento de Literatura Hebrea. Y no puedo menos de preguntarme si ambos sucesos no estarán relacionados. Dos personas del mismo departamento, el mismo fin de semana.
– Ese hecho aún no me ha sido comunicado -dijo el rector con diplomática discreción-. Pero puedo hacer indagaciones, desde luego.
Dirigió una mirada titubeante a Ariyeh Levy y, cuando éste hubo asentido, descolgó el teléfono para hablar con su secretaria. Ella le confirmó que Iddo Dudai, profesor del Departamento de Literatura Hebrea, había muerto en un accidente de submarinismo.
– Dice que todavía no se ha llevado a cabo la autopsia…, el entierro tendrá que retrasarse hasta mañana. No estaba al tanto de este asunto -dijo, excusándose ante Michael con una mirada-. Pero ¿no es algo completamente distinto? ¿Qué tiene que ver un accidente de submarinismo ocurrido en Eilat con una muerte violenta en la universidad?
Ariyeh Levy miró a Michael con interés. Luego dijo con aplomo:
– Sí, tendremos que investigar la posible conexión entre ambos sucesos. ¿Cuánta gente trabaja en el Departamento de Literatura?
Marom se disculpó por no saberlo con exactitud, y añadió que en la secretaría tendrían mucho gusto en facilitarles toda la información necesaria. Él calculaba que unas veinte personas, «incluidos los ayudantes»; después miró a Michael con preocupación y dijo titubeando:
– Es una tragedia espantosa, desde luego, pero no entiendo por qué tienen que estar relacionados ambos sucesos, habida cuenta, sobre todo, de que uno tuvo lugar aquí, en el campus, y el otro en Eilat.
Y, repentinamente, los policías formaron un frente común. Nadie respondió al hombre delgado que se manoseaba la corbata, la única corbata que había en la sala. En la blanca camisa empezaban a traslucirse manchas de sudor. Ariyeh Levy se pasó la mano por el cabello corto y encrespado, se enjugó la frente y dijo en tono conciliatorio:
– Quizá no estén relacionados, pero habrá que comprobarlo. Dos muertes el mismo fin de semana. De colegas de un mismo departamento. No se puede pasar por alto.
Pnina, de Identificación Criminal, asomó la cabeza por la puerta. Su exuberante alegría de vivir se había desvanecido, y también el color rosado que solía teñir sus mejillas.
– Hemos terminado -anunció, mirando a Ariyeh Levy, que hizo un gesto de asentimiento.
«Ni siquiera ella lo soporta; no soy el único que no logra parapetarse. Flaco consuelo», pensó Michael mientras la puerta se cerraba a espaldas de Pnina y Marom se aprestaba a establecer los contactos que «les ayudarían en su trabajo», como él decía. Llamó a su secretaria de nuevo, «a su casa», explicó, como si confiara en que así apreciasen más sus esfuerzos. Recibirían todo el apoyo posible, les prometió. En esos momentos ya se oía barullo en el pasillo; todos intercambiaron miradas de desaliento y resignación. Levy terminó por hacerle una seña a Gilly, el portavoz de la policía, y le dijo:
– Será mejor que salgas a decirles algo. Diles que estamos investigando la dimensión política del crimen, pero quítale importancia; no queremos desencadenar una reacción de pánico. Deja bien sentado desde el principio que no es más que una posibilidad, antes de que los políticos comiencen a pegar alaridos. Aunque no nos libraremos de que hagan oír su opinión. Los de la derecha dirán que hay que mejorar la seguridad en el Monte Scopus, que hay que expulsar a los estudiantes árabes, y los de la izquierda dirán que fue absurdo trasladar aquí la universidad después de la guerra de los Seis Días. El escándalo lo tenemos garantizado.
– ¿Cómo habrán llegado tan pronto los periodistas? -preguntó Marom, sorprendido.
– Yo no diría que es pronto -dijo Ariyeh Levy, echando una ojeada a su reloj- Ya son las cinco. Suelen llegar a la vez que nosotros, pero hace sólo media hora que comenzamos a comunicar por radio con nuestro agente de Inteligencia, y si la prensa ha llegado, él tampoco tardará en aparecer. Sintonizan nuestra frecuencia de emisión, ¿sabe?, y además da igual, sería imposible ocultar los hechos.
Marom dirigió a Gilly una mirada dubitativa. Su rostro juvenil, su ancho bigote rubio y sus ojos risueños no bastaron por lo visto para inspirar confianza al veterano diplomático.
Gilly se percató, y en su cara se insinuó una sonrisa maliciosa mientras miraba al rector de pies a cabeza, desde los fríos ojos azules hasta los zapatos negros lustrosos, y luego consultaba si debía hablar con los periodistas inmediatamente.
– Sí. Habla con ellos y líbrate de ellos. Mañana…, diles que mañana tendremos más información -respondió Ariyeh Levy con impaciencia.
Entonces se abrió la puerta y Danny Balilty entró como una exhalación, lanzando improperios subidos de tono al grupo arracimado junto a la puerta. Michael observó que su barriga crecía a ojos vistas.
– Y éste -explicó Ariyeh Levy a Marom, que una vez más se enderezaba la corbata- es nuestro agente de Inteligencia, el inspector Balilty -y miró ceñudamente a Danny, quien se remetió la camiseta, que le colgaba sobre la tripa, bajo el pantalón, se enjugó la rubicunda tez y pidió disculpas por su retraso, justificándolo vagamente con una reunión de trabajo. Miró a su alrededor y sus facciones se fueron relajando. «No ha visto el cadáver», pensó Michael.
– ¿Y bien? -inquirió Balilty, con la respiración casi calmada-. ¿Qué ha pasado?
Levy le informó de los hechos con pocas palabras.
– Tirosh, ¿no es una especie de poeta? -preguntó Balilty, y miró a Michael, que, sentado a espaldas de su jefe, sujetaba entre los dedos un cigarrillo sin encender.
El rector observó al agente de Inteligencia con el mismo gesto empleado para mirar a Gilly cuando salió a hablar con la prensa. Michael se preguntó cuánta confianza podía inspirar un hombre como Balilty, con su calvorota, el rostro encendido y la barriga reventando los pantalones mugrientos, a un hombre con la buena facha de Marom.
– Pero durante el fin de semana -dijo Balilty-, todos los edificios universitarios están cerrados, desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la mañana, y si alguien quiere entrar, tiene que pedirle al guarda de seguridad que le abra y luego volver a llamarlo para salir -y se quedó mirando al guarda de seguridad.
Michael Ohayon, con una voz que le sonó hueca, dijo serenamente que, en efecto, así era, pero que el asesinato quizá había sido perpetrado el viernes por la mañana, y también era posible «que alguien se hubiese quedado dentro hasta el domingo por la mañana, cuando se abren las verjas y la gente puede circular a su antojo».
– Está claro -dijo Danny Balilty, rascándose el cuero cabelludo-, no tiene sentido hablar hasta que no sepamos la hora de la muerte. Y supongo que antes de nada habrá que descartar los motivos políticos. ¿Sabe alguien de qué tendencia era Tirosh?
Michael había leído los poemas políticos publicados en los suplementos literarios de los viernes. No los había encontrado particularmente enérgicos, y por eso respondió:
– A juzgar por las apariencias, yo diría que era un izquierdista de boquilla.
– A fin de cuentas, era profesor universitario, ¿no es así? -terció Balilty brutalmente-. No podía evitar ser rojeras -y miró a Marom.
Salvo Michael Ohayon, que reprimió una sonrisa porque sabía que Balilty había dicho exactamente lo que pensaba, todos interpretaron su salida como un sarcasmo.
El rector replicó con sequedad que en la universidad estaban representadas todas las tendencias políticas.
– ¿En el Departamento de Literatura? ¿Un poeta? ¿Y en 1985? ¡Cómo no iba a ser de izquierdas! ¡Seamos serios! -Balilty ladeó su sudorosa cabeza y dirigió al rector una mirada burlona.
Michael vio que el rector, con su corbata y todo, ya no sabía cómo reaccionar. Su frente estaba perlada de sudor cuando preguntó si todavía se requería su presencia.
– ¿Con quién debo mantenerme en contacto? -preguntó después.
Y Ariyeh Levy, con la expresión de quien está demasiado ocupado para que lo molesten, respondió:
– Nosotros nos pondremos en contacto con usted en cuanto haya alguna novedad. Si desea cualquier cosa, o se entera de algo que pueda ser de interés, póngase al habla con el superintendente Ohayon, él se hará cargo de la investigación a partir de ahora. Podrá localizarlo en todo momento a través de nuestra centralita. Pero tendrá que tener paciencia -le advirtió en tono didáctico, y Michael supo que en aquellos momentos Levy estaba disfrutando de su superioridad.
Por un instante, Michael se debatió entre el regocijo que le causaba el desconcierto del rector, quien activaba lo que él llamaba sus «anticuerpos diplomáticos», refiriéndose a los recelos que le inspiraban la afabilidad cortés, la corbata, la capacidad de no sudar en situaciones de tensión, las evasivas, el mensaje bien camuflado y, pese a todo, explícito: «Sé muy bien cómo distinguir la buena calidad de las imitaciones y sé qué vino ha de tomarse con cada plato»; se debatió entre ese regocijo y la vergüenza de que lo asociaran con el vanidoso comisario jefe. Pero el regocijo se impuso.
Aunque le hubiese jurado a Maya que desde que la conociera en casa del ex agregado de Cultura en Chicago (a la sazón temporalmente en el país, antes de incorporarse a su nuevo destino en Australia), el cuerpo diplomático había perdido la capacidad de sorprenderle, no pudo evitar la cólera de antaño, ni tampoco, hubo de reconocer, la envidia hacia quienes se habían criado entre finos pañales, que luego se convertían, como le explicó con toda seriedad a Maya, en finos trajes.
Por otra parte, pensó mientras Ariyeh Levy acompañaba al rector al pasillo y acallaba con voz sonora y autoritaria a los sabuesos de la prensa que aún los tenían sitiados y que habían desviado su atención del portavoz hacia los dos hombres que acababan de salir de la sala, por otra parte, ¿cómo no responder con cortés frialdad y desdén no disimulado ante la obsequiosa afectación de su comandante?
Comenzaron entonces a discutir quién sería asignado al EEI, además de Ohayon y Eli Bahar, y Avidán quiso saber si Tzilla, que estaba embarazada y había tenido complicaciones, seguía guardando cama.
– Hace un par de semanas que ha dejado de hacer reposo -repuso Eli Bahar-, pero no me gustaría verla corriendo de aquí para allá a medianoche ni nada por el estilo, aunque sea la mejor coordinadora de equipo que se puede encontrar, eso es verdad. No sé qué deciros -y dirigió a Michael una mirada interrogante.
– Tzilla será la coordinadora si le parece bien -dijo Michael-, pero habrá que ayudarla.
En ese momento Levy entró de nuevo, cerrando la puerta tras de sí. Su acostumbrada expresión desabrida había vuelto a instalarse en su rostro y sus ojillos, que a Michael siempre le parecían un par de cuentas, se ensombrecieron cuando dijo:
– Bueno, ya han visto con qué tipo de personas vamos a tener que tratar, y eso antes de que haya metido baza el director general, sin contar con el comandante del distrito y el resto de la panda. ¡Balilty! Quedan los tres asignados al EEI, y supongo que me conviene buscarles un par de compañeros más si queremos una solución rápida.
Michael observó las marcas de sus dientes en el filtro del cigarrillo que había estado manoseando y lo encendió.
– Tzilla nos sería de gran ayuda -señaló-. Tiene conocidos por aquí. Estudió dos años en la universidad antes de ingresar en el cuerpo.
– ¿Y quién más? -preguntó Levy mirándolo de reojo.
– Ahora mismo no se me ocurre, a no ser que decidamos retirar a Raffi del caso de la Puerta de Jaffa.
Ariyeh Levy asintió y esbozó una inesperada sonrisa al decir:
– Es usted un conservador, Ohayon. Le gusta trabajar siempre con la misma gente, ¿verdad?
Michael no respondió, pero pensó en Emanuel Shorer, su predecesor en la dirección del Departamento de Investigación y el hombre que le había «hecho el rodaje» y a quien debía todo lo que sabía, y deseó con toda su alma que Shorer volviera a dirigirlo, que asumiera la responsabilidad de resolver aquel caso que no parecía desvelar la menor pista.
La composición del equipo quedó decidida sin consultarle nada a Tzilla, y Eli Bahar tenía el rostro sombrío. La mujer de Bahar había estado a punto de tener un aborto, recordó Michael, pero endureció su corazón al pensar que se sentía sin fuerzas para enseñar a un novato las sutilezas de las que sólo Tzilla estaba al tanto. Defendería su postura, decidió. No había motivos para que una mujer embarazada de tres meses, a quien los médicos habían permitido abandonar el reposo, no pudiera sentarse en un despacho para coordinar las actividades del equipo.
No había escapatoria; pese a la implacable calima, a pesar de la hora, Michael tenía que volver al pequeño cuarto donde lo esperaban los profesores del Departamento de Literatura. Desoyendo sus protestas, transmitidas por el sargento que estaba apostado junto a la puerta, no se les había permitido salir del edificio. El sargento también había mantenido a raya a los cuatro reporteros que esperaban junto a la secretaría y que se abalanzaron sobre los dos hombres que se disponían a entrar allí. Michael conocía a tres de ellos. La cuarta era una reportera de sucesos de la televisión, una mujer joven y atractiva que se quedó mirándolo con aire seductor e hizo una seña al cámara que tenía detrás para que dirigiera la cámara hacia él; y entonces Michael se enfadó.
Ordenó a los reporteros que desaparecieran. Se retiraron pasillo adelante, quejándose como siempre de que el público tenía derecho a informarse, y Michael les dijo a voces:
– El público tendrá que esperar hasta que haya algo sobre lo que informarle.
– Inspector jefe Ohayon -gritó un veterano reportero del periódico de mayor circulación del país.
– Superintendente, Shmaya -se apresuró a corregirle Eli Bahar-; ya va siendo hora de que te acostumbres a su cargo. Superintendente, ¿vale?
Los dos hombres entraron sin llamar.
La ventana abierta no había impedido que el aire se cargara y se llenara de esos olores corporales indefinidos siempre perceptibles, pensó Michael, cuando en un espacio cerrado se arracima un grupo de personas asustadas.
Entre los diversos efluvios, Michael distinguió el de un perfume caro y, sobre todo, el olor a podredumbre que lo dominaba todo desde que había estado en la habitación con el cadáver.
Miró a su alrededor en silencio y unos segundos le bastaron para formarse una imagen detallada de la escena. En momentos así, a veces se sentía como un cámara obedeciendo las instrucciones de un realizador de una película bien hecha.
Frente a la puerta vio a Yael, todavía sentada junto a la ventana, en la misma postura de antes, y detrás de ella a Klein, de pie y con los gruesos labios temblándole. Adina Lipkin estaba sentada a su mesa, pasándose rítmicamente por la cara un pañuelo de papel que debía de haber sacado del cajón abierto a su izquierda.
Entre todos los presentes, tan sólo recordaba de sus tiempos universitarios a Ariyeh Klein, el catedrático de Poesía Medieval, y a Shulamith Zellermaier, especializada en Literatura Popular y Folclore. Estaba repantigada, con las gruesas piernas estiradas y la falda oscura remangada hasta las rodillas. Sus pies, calzados con sandalias ergonómicas, golpearon el suelo mientras comenzaba a quejarse. Fue la primera en hablar, preguntando, con un comedimiento que no camufló la cólera que sentía, si ya podían marcharse. Al no obtener una respuesta inmediata, se lanzó a pronunciar un discurso, con voz sonora y entrecortada, empezando con estas palabras:
– ¡Esto es un atropello inconcebible! ¡Retenernos durante tantas horas, sin agua, sin aire y sin poder notificárselo a nuestras familias, y ya son las cinco de la tarde!
Cuando hizo una pausa para tomar aliento, Michael interrumpió su arenga preguntando si alguien había visto a Tirosh el sábado.
Zellermaier enmudeció y el ambiente de disgusto y abatimiento se transformó de pronto en algo diferente. Michael sintió la electricidad, la nueva energía que galvanizaba a los presentes. Pero nadie respondió a su pregunta.
Se miraron unos a otros, y al cabo Adina dijo:
– Yo traté de hablar con él el sábado por la noche para comunicarle el espantoso accidente que había tenido lugar, pero no logré dar con él -y prorrumpió en llanto mientras estrujaba el pañuelo.
Nadie lo había visto el sábado: todos menearon la cabeza o bajaron los párpados, y Kalitzki pronunció una palabra: «No». Balilty y Raffi estarían de camino hacia la casa de Tirosh, pensó Michael, y deliberó si convendría lanzarse a las preguntas personales antes de que se relajase la tensión. Preguntó si alguien había visto a Tirosh el viernes.
Adina dijo que el viernes se había celebrado una reunión de departamento.
– ¿Algo especial? -inquirió Michael, y la respuesta de Adina fue que las reuniones se celebraban cada tres semanas, «siempre los viernes».
Michael la miró y preguntó si en la última reunión había ocurrido algo que se saliera de lo común.
– No lo sé. No he tenido tiempo de leer las actas; la secretaria no asiste a las reuniones.
A Michael le vinieron a la memoria las anécdotas que Tzilla solía contar sobre la secretaria del departamento, y estuvo a punto de sonreír. El semblante de Adina Lipkin reflejaba la amargura de que su situación no le permitiera controlar todas las áreas, pero también mostraba una estoica resignación.
– Pero lo vi, como es natural, antes y después de la reunión. El profesor Klein fue el único que no lo vio; volvió anteayer de un año sabático -y Adina volvió a estallar en llanto, emitiendo estruendosos sollozos entre los que se oían retazos de frases-: ¿Qué está pasando?… ¿Vamos a morir todos…, uno detrás de otro?… Hay alguien entre nosotros… Incluso me da miedo estar aquí…
– Son dos hechos sin ninguna relación, Adina, sin ninguna relación -la interrumpió Sara Amir, cortante.
Pero Aharonovitz pestañeó, miró a Adina horrorizado y dijo:
– ¿Es posible? ¿Podría tratarse de una conspiración?
– ¿Y quién más…? -preguntó Michael, escudriñando los rostros para detectar posibles reacciones-, ¿…quién más lo vio después de la reunión?
Y fue otra vez Adina quien contestó, diciendo que el profesor Shai había almorzado con él.
– Se refiere a mí -explicó Tuvia Shai desde su rincón.
Michael se había fijado en las venas azuladas del semblante de aquel hombre en cuanto abrió la puerta. Ahora le hizo una seña a Shai para que lo acompañara afuera.
– ¿A qué hora almorzaron? -le preguntó a Shai. El sargento se colocó tras ellos, en posición de alerta, y abrió su cuaderno de notas.
– Debían de ser alrededor de las once y media, porque la reunión terminó a las once y tardamos un rato en ponernos en marcha. Comimos aquí, en Meirsdorf, y Shaul comentó que quizá se fuera a Tel Aviv, pero no estaba seguro.
– Y ¿cuánto duró la comida?
– Hasta las doce y media.
– ¿Y después? ¿No volvió a verlo más?
– No. Lo acompañé un momento a su despacho, porque tenía que recoger una cosa, y él se quedó allí.
Michael observó a Tuvia Shai durante unos minutos, mientras en sus oídos resonaba el eco de la voz apagada con que le había hablado, y luego le preguntó a qué hora se había despedido de Tirosh.
– Poco después de las doce y media, supongo, o tal vez ya cerca de la una.
Michael pidió a Eli Bahar que saliera de la secretaría y le susurró algo al oído.
– ¿Alguno de los presentes vio a Tirosh o habló con él después de la una del viernes? -preguntó Bahar a la concurrencia en general.
Tuvia Shai se detuvo en el umbral y Michael entró pasando a su lado. Volvió a escudriñar los rostros con rapidez. Se miraban unos a otros sin decir nada. Shulamith Zellermaier exhaló un fuerte suspiro.
– ¿Seré yo la siguiente? -dijo, y Michael advirtió la mirada fulminante que le lanzó Dita Fuchs, y también percibió que había hablado sin ironía. Parecía asustada de veras, y, como para excusarse, añadió-: Esto no hay quien lo soporte, dos muertes violentas a la vez.
– ¿Tenía coche el profesor Tirosh? -inquirió Michael, y volvió a notar un cambio en el ambiente, como si hubiera llamado la atención sobre un detalle que nadie se había detenido a considerar.
– Sí -replicó Tuvia Shai, y todas las miradas convergieron en él-. Imagino que vino en coche. Seguramente lo encontrará en el aparcamiento subterráneo de la universidad; no tiene pérdida, es un Alfa Romeo de 1979; sólo hay otro igual en todo el país.
Dita Fuchs se echó a llorar, y Michael se fijó en su palidez, en sus párpados hinchados, cuando farfulló entre sollozos:
– Le encantaba ese coche. ¿No podemos marcharnos ya? El policía que está a la puerta no nos permite salir. No paro de pensar en mis hijos. Quiero irme a casa -y Michael percibió histeria contenida y miedo camuflado en su tono infantil.
Eli Bahar abrió la puerta y le dijo algo al oído al policía uniformado que montaba guardia al otro lado. Antes de que se cerrase la puerta, Michael vio cómo el policía se encaminaba a paso rápido hacia el ala azul.
– ¿Qué iba a hacer en Tel Aviv?
Michael se había vuelto hacia Tuvia Shai, quien respondió avergonzado:
– No lo sé exactamente.
«Él también parece un cadáver», pensó Michael.
– Algo relacionado con el género femenino, sin duda -dijo secamente Raiman Aharonovitz a la vez que se incorporaba en la silla. Durante un instante, se percibió cómo la malicia predominaba sobre el miedo.
Hasta entonces Michael no había preguntado si Tirosh tenía familia.
– Era un soltero empedernido -replicó Shulamith Zellermaier-, sin un solo pariente en el país.
Y entonces Michael planteó la pregunta ineludible que siempre le hacía sentirse como un detective de la televisión:
– ¿Se les ocurre a alguno de ustedes quién podría haber deseado que muriera?
Se hizo un silencio tenso. Michael volvió a examinar los rostros. En algunos se veía un titubeo, en otros repugnancia, y aun en otros la resolución de ocultar lo que sabían. Pero detrás de las expresiones faciales Michael percibió el sentimiento verdadero que ocultaban: el miedo. Miró a Adina Lipkin directamente a los ojos, que reflejaban una mezcla de indignación y discreción.
«¿Quién?», le preguntó con la mirada a la secretaria, y ella dijo estrujando el pañuelo con las manos húmedas:
– No lo sé, de verdad -y dirigió una mirada implorante a los demás.
– ¿Conoce alguno de ustedes sus ideas políticas? -intervino Eli Bahar.
La tensión se relajó mientras Shai respondía:
– Supongo que sus ideas políticas son de dominio público, todo el mundo sabe que militaba en Paz Ahora y que escribía poesía política.
Michael quiso saber si era una figura destacada de esa organización y si había recibido amenazas de muerte.
– ¡Basta ya! -refunfuñó Shulamith Zellermaier impacientándose, mientras erguía cuan alta era su formidable corpulencia-. Hay mucha gente que se habría alegrado de verlo muerto, y no comprendo por qué todos nos hemos quedado tan callados de repente. Hay estudiantes a los que atormentaba y mujeres con las que tuvo aventuras amorosas, y sus maridos, y los poetas y escritores a quienes humilló alguna vez, y hay docenas de personas que se habrían alegrado mucho de verlo muerto. Estamos perdiendo el sentido…, no hay ninguna relación entre sus muertes, la suya y la de Iddo. ¡Es una coincidencia! Una simple coincidencia, ¿no lo entendéis?
Hubo un silencio.
Tuvia Shai dirigió una mirada consternada a Zellermaier, abrió la boca y, una vez más, recostó su enclenque cuerpo contra la pared. Ariyeh Klein la miró como si hubiera enloquecido y dijo con vibrante voz de bajo:
– Sería mejor que todos nos contuviéramos, Shulamith; como ves, la situación ya es de por sí bastante dramática. No hace falta dramatizarla más. Tal vez mucha gente pensaba que se alegraría de que muriera, y puede que alguien se alegre al saber de su muerte, pero no puedo pensar en nadie dispuesto a matarlo con sus propias manos, y convendrás conmigo en que es una diferencia notable. Por último -y se volvió hacia Michael-, no somos responsables de su muerte, ninguno de nosotros lo ha asesinado, así que tal vez podría dejar que nos fuéramos y solicitar nuestra ayuda más adelante, de una manera civilizada.
Eli Bahar miró a los reunidos y después a Michael con expresión crítica. «Te saltas todas las normas», se había quejado una vez. «¿Por qué interrogas a los testigos en grupo, juntos y revueltos? ¿Por qué no esperas para interrogarlos uno a uno?» Michael echó un vistazo a su reloj, calculó a toda prisa sus planes para el resto de la jornada y dirigió una mirada interrogante a Eli Bahar. Eli asintió.
– Está bien -dijo Michael con fatiga-. Hagan el favor de dejarnos sus señas y sus teléfonos y queden a nuestra disposición durante los próximos dos días. Esta tarde, o mañana por la mañana a más tardar, nos pondremos en contacto con ustedes y les comunicaremos cuándo queremos que acudan al interrogatorio.
– ¿Interrogatorio? -repitió la dulce voz de Yael Eisenstein, y todas las miradas se alzaron. Michael, que se había acostumbrado a verla sentada, inmóvil como una estatua, con la mirada al frente, como si no viera ni oyera nada, también se sobresaltó.
– Interrogatorio, serie de preguntas, declaración…, llámelo como prefiera -dijo Michael despacio, sin apartar la vista de ella, ya con la mano en el picaporte.
– ¿Qué significa eso? ¿Dónde nos interrogarán? -musitó Yael, y a pesar de que hubiera hablado quedamente, su voz sonó como una sirena de alarma en el cerebro del superintendente Ohayon.
– En la comisaría del barrio ruso -se apresuró a decir con una voz que le sonó terriblemente brutal-. Ya le comunicarán el lugar exacto.
El sargento que antes estaba apostado junto a la puerta entró para informar de que el guarda de seguridad no había descubierto ni rastro del coche de Tirosh en el aparcamiento. Michael estaba a punto de salir cuando Yael resbaló de la silla, desplomándose como una muñeca de trapo.
– Cuando vuelva en sí -ordenó Michael ásperamente-, anota sus datos. Ella te ayudará -y señaló a Adina Lipkin, que, inclinada sobre Yael, decía entre dientes que probablemente llevaba todo el día sin comer ni beber nada. Yael recobró la conciencia y abrió sus ojos azules, y Michael se apresuró a salir y cruzó el pasillo para pulsar el botón del ascensor. Al sacar el Ford Escort del garaje subterráneo y salir a la avenida principal del campus, abrió de par en par las ventanillas, respiró hondo y dijo como para sí:
– Acabamos de salir del Hades.
– ¿Cómo? -preguntó Eli Bahar-. ¿Qué has dicho?
– Nada; una referencia a la mitología griega. Que hemos salido del infierno. Se me ocurren continuamente cosas relacionadas con la mitología…, supongo que inspiradas por el Departamento de Literatura. En primer lugar, tenemos que ponernos en contacto con Eilat y descubrir si los dos casos están relacionados. Vamos a pensar a quién conocemos allí.
– Un momento -le interrumpió Eli Bahar-, un momento. ¿No te parece que deberíamos empezar a interrogarlos hoy? Al último que lo vio, el que comió con él, por ejemplo.
– Son las seis y media; y tengo que citarme con una persona de Eilat. ¿Qué sentido tiene comenzar los interrogatorios esta noche, sin tener el informe pericial, antes de haber hablado con el laboratorio de Criminalística, antes de que nos informen sobre el registro de su casa? Pensándolo bien…
Michael empuñó la radio y solicitó a Control que se informaran de si Balilty había concluido el registro. Pasaron unos minutos antes de que la centralita le devolviera la llamada:
– Aún no han terminado; le invitan a participar en el registro. ¿Quiere la dirección?
Eli se sacó del bolsillo un papel arrugado y lo puso sobre el salpicadero, y Michael respondió:
– No me la diga por la radio. No hace falta. Tenemos la dirección.
– Está bien -suspiró Eli-. Esperaremos a tener el informe pericial y la autopsia. Al principio siempre vas a cámara lenta. Me cuesta acostumbrarme. Ya lo sé, ya lo sé -volvió a exhalar un profundo suspiro-. Antes de nada tienes que comprender la esencia de las cosas, el medio, conocer a los personajes…, todas esas ideas tuyas. No me las cuentes, las conozco, y confío en que el forense te proporcione suficiente «esencia de las cosas» para que ganes un poco de velocidad…, yo no puedo ir en primera durante mucho tiempo. Y ¿hablarás tú con Tzilla, o tendré que decírselo yo?
– ¿Por qué no puede ser Avidán quien se lo diga? -preguntó Michael cándidamente.
– Si tú también le tienes miedo, no tengo por qué preocuparme -respondió Eli sin sonreír-. Creía que tú sabías manejarla.
Michael sonrió sin responder. Después de cinco años trabajando juntos, Eli Bahar al fin comenzaba a expresar en palabras, toscamente, la intimidad que los unía.
Eran las siete cuando Michael aparcó el coche en el pintoresco barrio de artistas de Yemin Moshe, junto al Renault 4 de Balilty y a la furgoneta del laboratorio. Michael se estiró. Eli Bahar examinó el papel arrugado y dijo:
– Bueno, vamos allá.
Pero Michael Ohayon miró en torno suyo y preguntó:
– ¿Conoces el poema de Amijai sobre Yemin Moshe? -Eli Bahar hizo un gesto negativo-. Empieza con este verso: «En Yemin Moshe <sup><sup>[1]</sup></sup> le cogí la mano izquierda a mi amada». ¿Qué te parece?
Eli Bahar lo contempló en silencio un instante; luego dijo:
– No entiendo lo que significa. Es como decir: «En Kerem Avraham <sup><sup>[2]</sup></sup> me guardé en el bolsillo el huerto de mi esposa».
Michael se echó a reír.
– La calima se ha levantado -comentó Eli Bahar cuando comenzaban a descender por los amplios escalones que se internaban en el barrio.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> «La diestra de Moisés.» (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «El viñedo de Abraham.» (N. de la T.)